jueves, 6 de septiembre de 2012

El secreto (I) - GALERÍA: Pierre-Auguste Renoir (1)




Intro

...Ocurre algunas veces (incluso muchas, diría yo), que oculto en un pliegue de lo trivial aparece lo inusitado. Quizá no se haya ocultado allí adrede, quizá no exista intención alguna de ocultamiento, simplemente el devenir de las cosas, de la vida, procura esas sorpresas sin ninguna premeditación. El caso es que entre los más de treinta cuadernos de diversos formatos y modelos contenidos en el archivo de Héctor Amado (además de ingente cantidad de folios sueltos agrupados de forma aleatoria, diversos archivadores, recortes de diarios y revistas, fotografías, y un sinfín de material de lo más variopinto cuyo fin era el soporte de datos con sentido y significación para su autor), encontré uno en el que se relataban unos hechos aparentemente ordinarios, pero que, en realidad, no lo eran tanto. El cuaderno no se distinguía de los demás, es decir, era todo lo distinto que los demás podían serlo entre sí. En este caso se trataba de uno con tapa gris oscuro y contratapa blanca, de esos cuyas hojas, unidas por una espiral de alambre, poseen cuadriculas en trama gris; nada original pues, uno de tantos. Pero lo que hace que un cuaderno trivial, común y corriente, sea especial entre otros es, obviamente, su contenido, lo que deja escrito en él quien en él escribe: retazos de vida atrapada en su cuadricular trama, en forma de garabatos significativos. Cuando alguien escribe su sentir sobre una hoja en blanco (mera nada nívea o vacía trama pautada, rayada o cuadriculada) es como si dejara su alma derramada sobre un terreno de sementera: allí arraigará y esperará la acción taumatúrgica del sol (de los soles) que, alumbrándola, la harán germinar, florecer y, acaso, fructificar. Hacia la mitad del cuaderno (ya he comentado más de una vez que aquellos cuadernos tenían la indeterminada función de servir de bitácora y de agenda, de tablón de anuncios y de archivo de pensamientos, todo en uno, y todo revuelto), sin fecha --como tantas otras notas-- pero con título subrayado, comenzaba una narración que podría explicar mucho de la prolongada estancia de Héctor en París, en aquel Montmartre que antes de la Primera Gran Conflagración mundial, y desde mediados del siglo XIX, sirviera de reducto de artistas y de gente bohemia, pero también de inmigrantes. Allí, en aquellas notas, podía rastrearse la razón por la que una estancia prevista de sólo unos meses se dilataría, a la postre, por varios años. Prefiero transcribir el texto tal cual lo encontré, tal cual él lo escribiera, respetando punto por punto cuanto allí se dice y como se dice (inclusive nombres e iniciales). Conociendo a Héctor lo que lo llegué a conocer (a veces pienso que no fue tanto como imagino, que había algo en aquel bohemio intempestivo que parecía siempre hurtarse a ser revelado) es lo mínimo que puedo hacer por él, en correspondencia a la confianza que en mí depositara al convertirme en albacea de su memoria.


La luminosa sombra del pasado

I
...Apenas llevaba un mes en París. Me hallaba hospedado en una modesta pensión sin pretensiones --y casi sin pensionistas-- regentada por un matrimonio ya anciano, tan anciano que daba la sensación de que sus integrantes siempre hubieran tenido tan longeva apariencia. Aquellos dos abuelos eran ayudados y asistidos por una mujer que ya no era joven pero que tampoco parecía aún madura, de esa edad imprecisa en la que parecen quedarse ciertos humanos que se resisten a perder la lozanía y que permanecen, como Eurídice, sin terminar de salir de un mundo y sin acabar de penetrar en otro. Este trío singular era ayudado por un garçon adolescente que hacía las veces de botones, ayuda de cámara y camarero ocasional del exiguo comedor donde se servía, de siete a nueve, el no menos exiguo desayuno continental (que en atención a su monódica composición más apropiado hubiera sido ser tildado de insular).
Se trataba de un lugar tranquilo, sin lujos pero limpio, luminoso y económico (todo lo económico que pueda ser un alojamiento en Mormartre, por mucho que esté regentado por ancianos propietarios nacidos en los albores de un siglo impreciso). Era una de esas viviendas compuestas de planta baja y dos pisos coronados por una coqueta buhardilla, cuya fachada está guardada por una cancela herrumbrosa y que disponen en la parte de atrás de un pequeño y silencioso jardín interior (en este caso, asilvestrado); en él, cuando el tiempo lo permitía, gustaba yo de solazarme y respirar el perfume vigorizante e indefinido de la mañana, frecuentemente acompañado por los melódicos gorjeos de una familia de petirrojos que tenían su residencia entre las ramas de una vieja acacia ubicada en medio de este amable y bucólico espacio.
Quien no crea en las casualidades, lo que voy a relatar seguidamente le parecerá obra del destino o, llanamente, un hecho fortuito de los que tanto gusta regalarse una vida que, no obstante parecer ilimitada, no tiene un infinito margen de maniobra como para no hacer coincidir, aleatoria y más asiduamente de lo que podamos darnos cuenta, hechos y personas que parece extraño puedan encontrarse tras un salto en el tiempo.
 Fue en uno de esos paseos indagatorios que yo solía realizar por el barrio intentando averiguar dónde, sesenta años atrás, había residido mi madre con sus hermanos y sus padres. Llegados desde Argentina, donde aquel hombre con culo de mal asiento que era mi abuelo había trabajado en el ferrocarril, y Panamá, donde colaboró en la excavación del Canal, para trabajar en la construcción del metro parisino que vería su gran expansión durante las tres primeras décadas del siglo XX, se habían instalado en el último piso de uno de esos edificios destinados en aquel tiempo a acoger la abundante mano de obra necesaria en la realización de las infraestructuras más modernas que una gran urbe como aquella precisaba. En algún lugar, entre aquellos vetustos edificios de cuatro y cinco pisos que conformaban la parte baja de Montmartre, mi familia había vivido durante varios años. Allí, en aquel mágico París cuna del mundo del arte, en aquel barrio que ya entonces declinaba como reducto de artistas, toda vez éstos cruzaran el río y se instalaran en su rive gauche, en Montparnasse, mi madre y tíos irían a la escuela, y forjarían en sus mentes un paraíso que, tras su vuelta a España, ya nunca los abandonaría y que inocularían, sin quizá ellos pretenderlo, en mi fecunda e inquieta imaginación desde la más tierna infancia.
Remitido por una añosa portera a inquirir en un bistró de la parte alta, casi aledaño al Sacré Coeur, hacia allí me encaminé. Le Chien Andalou resultó ser un lugar agradable: medio escondido entre la arboleda me acogió, de buena mañana, con su aroma a barrica vieja de vino, mantequilla frita y tiempo detenido. Tras pedir un vaso de clarete pregunté por monsieur Clochard. Al rato apareció una encantadora señorita, sonriente, luminosa, de pelo negro ensortijado y labios pintados de intenso carmín, que me informó que su abuelo ese día estaba postrado en cama víctima de uno de esos resfriados depurativos primaverales: nada importante, pero que, dada su avanzada edad, necesitaba observancia y cuidados. La atractiva, más que guapa, nieta se ofreció a ayudarme, e inquirió sobre el motivo de mi interés por su grand-père. La mirada de aquella mujer era franca y jovial, nada proclive a generar desconfianza, por lo que procedí a contarle mi historia, la de mi familia.
Sentados en una mesa exterior, a la sombra de un inmenso castaño, mientras a pequeños sorbos daba cuenta de una par de vasos de un sencillo pero fino clairet, le hablé de la llegada de mi abuelo con su mujer --mi abuela--, en avanzado estado de gestación, y mi madre (que entonces contaba cuatro años y se había salvado milagrosamente de una epidemia declarada en alta mar cuando regresaban de América) a París; de su instalación en la parte baja del barrio de Montmartre; de los años allí vividos; y de mi interés por encontrar a alguien que pudiera haber convivido con ellos, algún descendiente al menos que conservara cualquier dato, cualquier recuerdo o referencia de aquellos años. Le conté que mi abuela poseía una gran voz y que su virtuosismo (cantaba coplas como los ángeles) trascendió el ámbito de la corrala de su edificio extendiéndose por toda la manzana: Marie La Chanteuse, la apodaban. También le informé de que mi madre, tras su escolarización, siendo una fillette de apenas doce años, entró a trabajar en una pequeña empresa artesanal de bombones (desgraciadamente ya inexistente), donde se encargaba de la delicada labor de colocar las dulces especialidades en primorosas cajitas forradas con papel de seda, labor que realizaría hábilmente con sus manos siempre enfundadas en blanquísimos guantes de algodón; de que mi tía M, con apenas seis años, además de ser una muñequita tocaba la mandolina con maestría impropia de tan tierna edad; y de que a los ocho años de estancia en París nacería un varón: mi tío R. Otrosí, le informé de que mi abuelo se convertiría en señalado miembro de aquella originaria y anarcosindicalista CGT, y de los problemas que ello le acarreara; de que a los doce años de su llegada, en fin, regresarían a su patria (en mala hora, pues en España tocaban a vísperas de una cruel y despiadada Guerra Civil) para nunca más volver (salvo mi tía, que, exiliada por motivos políticos, pasó la mayor parte de su vida en París). Claire, que así se llamaba la nieta de monsieur Clochard, me escuchó con algo más que atención y me emplazó a volver al día siguiente. Ella le transmitiría a su abuelo la información y me daría una respuesta.


II
...Aquel día amaneció gris y lluvioso. Lánguida y displicentemente lluvioso. Uno de esos días típicamente parisinos en los que uno, sin darse cuenta, acaba empapado hasta los huesos. Cuando llegué a Le Chien Andalou me estaban esperando. Por su semblante supe de inmediato que algo interesante me aguardaba. La mirada de Claire parecía más inquisitiva que aquella otra más distendida del día anterior, como si ahora quisiera detectar en mí la evocación de una resonancia conocida (la resonancia de unos ecos que quizá su abuelo liberara). Monsieur Clochard permanecía sentado junto a ella, cubiertos los hombros con una pasmina o chal, y la cabeza con una boina negra ligeramente ladeada. Sus ojos claros, pese a estar velados por la edad, poseían aún el brillo propio de quien ha vivido en su interior al menos tan intensamente como hacia afuera, ese rescoldo de quienes han ardido durante toda su vida con un fuego inextinguible y que los años, pese a ser muchos, no han podido apagar. Aquellas lejanísimas antorchas se clavaron en mí desde el momento que me tuvieron al alcance de su enfoque. Él también parecía intentar escudriñar en mi fisionomía algún rasgo familiar, un aire delator, un ademán revelador... Pero, ¿de qué?
Me invitaron a sentarme; me sirvieron un clairet, y comenzó el tiempo de las revelaciones.
--¿Así es que usted, joven, quería verme? ¿Y por qué motivo, si puede saberse? Por qué motivo real, me refiero, ya que mi nieta me ha puesto al corriente de lo que busca --y la voz de aquel anciano, pese al leve énfasis en la palabra "real", sonó con una armonía, cadencia y ritmo impropios en persona de sus años.
--No sé a qué se refiere con esa puntualización sobre un motivo "real", como si éste fuera diferente a lo ya expuesto a su encantadora nieta. No hay más motivo que el indagar en la vida parisina de mi familia materna. Quiero saber por qué aquella vida, aquellos doce años, quedaron en mi madre y tíos, con el aura de un paraíso perdido, más allá del tópico que pueda contener el tremendo cambio que para ellos supondría permutar el ambiente de la cité lumière por aquella Castilla atrasada y rural de los años treinta del siglo XX, y el posterior infierno que se desencadenaría en España. Debe de haber algo más que un mero cambio de condiciones sociales y culturales. Y no digo que éstas no fueran motivo suficiente, sobre todo teniendo en cuenta que aquellos años fueron los años de su infancia e inicio de su adolescencia, un periodo que se tiende a mitificar, pues en él aún el ser humano vive inmerso en un mundo mágico, donde todo es posible. Aún así intuyo que debieron existir motivos añadidos. Vengo buscando algo que desconozco pero que ha influido determinantemente en la conformación de mi carácter, gustos e intereses vitales. ¿Puede usted ayudarme, monsieur?
Monsieur Clochard me miraba con una fijeza extraña, como queriendo taladrar mi mente, como intentando confirmar la sinceridad de mis palabras, como queriendo calibrar si yo era digno de su confianza y si merecía realmente conocer lo que debiera revelarme. Cuando estuvo seguro de ello, y tras mirar a su nieta a los ojos, comenzó a hablar, ya dirigiendo su mirada hacia mí pero por encima de mí, hacia un punto lejano, abismado en su propio mirar, como contemplando un pasado lejano que ahora rescataba como si lo estuviera leyendo...
--Yo conocí a su familia. Los conocí desde que se instalaron en la Rue Dunkerque, 44. Yo, que entonces contaba apenas ocho años de edad, vivía enfrente. Desde la ventana de nuestra salle à manger podía contemplar el balcón a donde se asomaba aquella niña morenísima de ojos oscuros y mirada clara e intensa; balcón por donde, cuando abierto, salía una voz hermosa que llenaba la calle de melodía: era su abuela de usted, la madre de aquella niña, su madre. Sí, conocí a su familia muy bien. Fuimos vecinos durante todos aquellos años, compañeros de colegio y de juegos en la calle. Pero fuimos más que eso... --Aquí, el anciano detuvo el relato para observar mi reacción. Como quiera que mi rostro no delataba ninguna alteración en la sorpresa inicial, lo que le confirmaba mi ignorancia sobre aquel episodio, prosiguió hablando como si paladeara sus palabras, como si lo evocado le proporcionara un placer íntimo que degustaba con delectación. Su nieta, sin llegar al gesto asombrado que delataba mi semblante, seguía las palabras de su abuelo con un interés no disimulado.
--Juntos pasamos la época de las alarmas. Ya sabe, durante la Gran Guerra. Juntos íbamos a los refugios. Nunca la vi llorar; a su madre, me refiero, mientras afuera caían los obuses disparados por aquellos enormes cañones Krupp alemanes, los Pariser Kanonen. En nuestra inconsciencia infantil hasta nos lo tomábamos a juego. Cada vez que sonaban las alarmas, alborozados, nos buscábamos todos los amigos del barrio y bajábamos al metro; allí jugábamos hasta que el ulular de las sirenas nos devolvían a la superficie y a nuestras obligaciones. Sólo recuerdo una vez en que nos quedamos silenciosos, sin jugar, mirándonos unos a otros, escuchando... Escuchando el silbido de las bombas al caer. Una de aquellas bombas se había llevado por delante a uno de los nuestros con toda su familia. Fue la única vez que sentimos las consecuencias desagradables de la guerra. Nos duró un día, al día siguiente ya estábamos jugando otra vez. Su madre de usted tenía mucho valor, y entereza, también carácter, algo que sin duda usted ya sabrá, porque un carácter como aquel nunca se pierde. Aunque no sepa la vida que tuviera a partir de que nos abandonara para volver a España, estoy seguro que ese carácter seguiría presidiendo sus actos. ¿No es así? --y noté, por primera vez, cómo se le aflojaba la voz, mientras se quedó esperando mi respuesta. La esperaba con interés, es más: con avidez. Yo contesté:
--No se equivoca, fue una mujer de gran carácter, sí, hasta casi su muerte --y monsieur Clochard, al oír mi respuesta, asintió para sí con satisfacción, quedándose un momento pensativo...
--¿Murió, entonces? Vaya, cuánto lo siento. Una gran chica... quiero decir, una gran mujer, su madre. Lo que voy a relatarle ahora nunca antes se lo he contado a nadie. No había necesidad de ello. Ha sido un secreto que he guardado conmigo durante todos estos años, que me ha acompañado y me ha dado calor en los momentos fríos (que han sido muchos) --aquí, dirigió una mirada de soslayo a su nieta--. Creo que si usted ha venido hasta aquí es por algo, quizá sólo para que yo le cuente mi secreto, que es, a la vez, que era, quiero decir, el de su madre (creo)...

(Continuará)

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GALERÍA

Pierre-Auguste Renoir
(1841-1919)

Les Nus (1) (1870-1900)
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Lise on the Bank of the Seine (1870)
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The Harem (Parisiens women dresses as algerians) (1872)
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Torso before the Bath (1875)
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Nude seated on a sofa (1876)
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Study torso sunlight (1876)
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Small nude in Blue (1879)
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Study for a scene from Tanhauser (1879)
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Bather with a rock (1880)
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Nude (1880)
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Blonde Bather (1881)
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Nude in a Landscape (1883)
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Reclining Nude (1883)
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Seated Bather (1883)
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Seated Bather (1883)
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Nude harranging her Hair (1885)
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Nude fixing her hair (1885)
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Seated Nude (1885)
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Seated Nude at East (1885)
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Bather (1887)
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Bather (1887)
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Nude (study for The Large Bathers, 1887)
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Standing Bather (1887)
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Standing Bather (1887)
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The Bather (1887)
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The Large Bathers (1887)
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Woman combing her hair (1887)
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The Bather (After the bath, 1888)
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The Bathrobe (1889)
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Standing Nude (1889)
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Bather is Styling (1887-1890)
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Leaving the Bath (1890)
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Nude in a Armchair (1885-1890)
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Nude reclining on the Grass (1890)
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Reclining Nude (1890)
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Bather seated in a Rock (1892)
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Nude in a Straw Hat (1892)
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Back View of a Bather (1893)
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Bather (1893)
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Bather arranging her Hair (1893)
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Bather (1895)
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Bather drying herself (1895)
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Bather with Long Hair (1895)
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Bather, seated nude (1895)
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Rest (1896)
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Standing Bather (1896)
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Two Bathers (1896)
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Woman after Bathing (1896)
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Bathers in the Forest (1897)
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Sleeping woman (1897)
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Gabrielle with a Rose (The Sicilian Woman, 1899) 
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After bathing (1990)
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Bather and Maid (The Toilet, 1900)
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Nude in a Chair (1900)
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Reclining semi-nude (1850-1900)
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Seated Bather in a Landscape (1895-1900)
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Woman Sleeping (1900)
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