jueves, 5 de abril de 2012

Francesca y Paolo (III)




¿Comprendes ya que un poema 
cabe en un verso? 
Rima XXIX, vs 23-24. Gustavo Adolfo Bécquer

VI
Salimos del restaurant y nos dirigimos hacia las riberas del Sena buscando el exuberante Puente de Alexandre III, su privilegiada y romántica vista sobre los muelles y la no menos fastuosa que desde él se abre a Les Champs-Élysées. Francesca no dejaba de expresar, discretamente, un asombro contenido ante toda aquella grandiosa belleza.
Me comentó que solo podría estar conmigo un par de horas más, pues antes de anochecer debía regresar; así es que, aprovechando la cercanía de la zona de embarque de los célebres Bateaux-Mouches, le propuse un paseo fluvial. Lo aceptó encantada. Mientras cruzábamos el puente en dirección al muelle de embarque, sito en la orilla droite, me habló de Venecia --que ella conocía bien--, de sus canales, de sus góndolas y de sus romanzas. Nada que ver con aquéllo, por supuesto, con aquella vasta grandeza. Venecia era otra cosa, algo más familiar y a la vez señorial, más mágico y selecto, más... abrazador; y por lo mismo, por muy romántico que pudiera resultar el paseo en aquellos flotantes omnibus multitudinarios, mucho más íntimo y privado, más romántico, en fin.
Como sucediera con el restaurant, el hombre apuestamente estatuario, subió también al barco. Ya no cabía ninguna duda de que éramos seguidos por él; pero lo hacía de una forma natural, no indiscreta. Había, en esa manera de no perdernos de vista, más de irremediable que de morboso, como si aquel tipo estuviera obedeciendo a una rendida obligación de custodia. Francesca notó mi incomodidad, quizá estaba leyendo mis pensamientos, así es que fue al grano con una pasmosa sinceridad...
--Es alguien muy especial para mí. Pero no tema, no se trata de nada retorcido, de eso ya tuve bastante. Cuando finalice este paseo, en el transcurso del cual voy a revelarle el resto de la historia de Paolo y Francesca, tenga la seguridad de que lo entenderá todo; o, al menos, comprenderá muchas cosas, entre otras quién es ese hombre que a distancia nos acompaña.

En mi mente comenzaba a tomar forma una idea que no por descabellada y fantástica dejaba de parecerme obvia y hasta, casi, lógica: que aquellos dos personajes pudieran ser los mismos protagonistas de la historia que estaba siéndome contada por uno de ellos. ¿Quién mejor para hacerlo? No encuentro ningún aliciente en destripar una buena historia fantástica, así es que lo último que se me pasó por la cabeza fue hacer preguntas más personales. Esperaría, al menos, a ver cómo se desarrollaba todo. Dejaría que fueran ellos quienes tuviesen la libertad para actuar de la manera más autónoma y menos condicionada posible; al fin y al cabo, ellos habían decidido hacérseme presentes: les correspondía decidir qué pasos dar, cómo y cuándo darlos. Además, mi curiosidad merecía la menor injerencia por mi parte y la mayor espontaneidad por la suya. No todos los días le abordan a uno espíritus encarnados de figuras de otro tiempo.
Tras cruzar una leve sonrisa con su alter ego (¿tendrían acceso a mis propios pensamientos? Quizá entre las facultades de su ser fantástico estaba la de penetrar la mente ajena... Ante la posibilidad cierta de su innegable realidad, el que pudieran leer los pensamientos se me antojaba un mero ejercicio de prestidigitación), Francesca me sonrió, se acomodó y continuó el relato de su historia...


VII
Francesca
Aquella primera noche, la noche de la celada, cuando creí estar en brazos de un Malatesta, en algo, al menos, similar al donoso y elegante porte de aquel que sin yo quererlo ya había ganado mi blasón para la causa güelfa y mi corazón para la malatestina, no reparé en que aquel hombre no quisiera que lo abrazara, ni que lo tocara siquiera, --solo déjate amar, me dijo--, y yo me dejé. Algo de salvaje fauno reconoció mi cuerpo en sus furiosos asaltos precedidos por una ternura torpe y ensimismada. Creí estar en medio del bosque, yo ninfa, sorprendida en una noche sin luna por uno de los libidinosos hijos del dios Pan. Yo me había imaginado otra cosa, pero sé que la imaginación con que se abona la inexperiencia es tan engañosa como la de un niño.
La sorpresa vino a la mañana siguiente, cuando el alba alumbró figuras e identidades, y no reconocí a mi lado sino a una deforme imagen de lo que en mi mente había tomado forma la noche anterior: la rara mezcla producto de una idea preconcebida --aquélla que dotaba a mi esposo de la apostura de Paolo--, y la personalidad tosca y lasciva del sátiro, en nada se parecía a la perspectiva más descabellada de cuantos supuestos saturnales me asaltaran la mente mientras aquel ser asaltaba mi cuerpo.
Giovanni Malatesta, también conocido por Gianciotto (contracción de "Gianne lo sciancato". Gianne el cojo), no es que fuera feo, no es que fuera hosco, no es que fuera desagradable,... no, eso no era lo peor, lo peor es que era la encarnación de lo taimado: apenas gárrula expresión de un supuesto coherente. Me sentí, más que burlada o engañada, violada de la peor manera: aquella en que se ejecuta la violación con dolo (lo que quizá alguien pueda objetar que invalida el mismo acto de violencia, al no considerar violación lo que uno sufre ignorante de que lo es; pero que, haciendo honor a mi sentimiento, he de confirmar que no de otro modo podría calificarlo).
No obstante mi orgullo, mi posición, mi familia, todo aquello que se había puesto en juego con aquel matrimonio no me permitían expresar la menor contrariedad. La dignidad de la nobleza es un bien tan soberanamente elevado como para no hacerlo depender de gustos o disgustos personales. Callé, pero no olvidé.
Solo hice pagar el engaño a quien acaso mi corazón menos hubiera querido castigar, y a quien, en aquella situación, más hubiera necesitado: Paolo. Tardé seis mese en dirigirle la palabra, por más que mi alma se desgarrara con ello. Era el mínimo resquicio a la venganza que permití a mi dignidad. Y con ello no dejé de castigarme a mí misma.

Pasaron los años, tuve una hija, a la que mi esposo decidió bautizar como Concordia (en honor a la alianza familiar) y un hijo, que llevó mi mismo nombre, Francesco. Entre Giovanni y yo nunca existió amor. Él intentó aplicar sobre mí toda su ternura, que, indefectiblemente, al ver que no rendía mi entrega, acababa en posesión salvaje. Alguna vez me dijo que no entendía cómo mi corazón no se ablandaba, cómo no llegaba a amar todo aquel cariño con que se esforzaba en colmarme. Yo callaba, altiva, complaciente, el odio que le tuve desde que me engañó aquella primera noche; no, aún antes: por haber arrojado la más mínima sombra sobre aquél a quien (ahora ya lo sé y no me lo oculto a mí misma) adoro. Sí, con Paolo llegué a tener una relación fraternal, no pudo ser de otra manera, no teníamos otra posibilidad, incluso nos negamos las visitas nocturnas. Compartíamos juegos, conversaciones, paseos, lecturas,... miradas. Pero no más... aparentemente, pues tanto en él como en mí un profundo sentimiento siguió creciendo, al abrigo de cuidados, prevenciones y prudencia, esperando su oportunidad.


Esa oportunidad llegó sin buscarla, es cierto, pero ello no merma la culpabilidad, nuestra culpabilidad. Quien bien y mucho se ama, y no pone remedio por medio de la distancia, acabará por toparse con la ocasión en que ese amor reclame lo tantas veces postergado, lo que es suyo. La misma plétora contenida  lo provocará. Los dos lo sabíamos, y, hasta cierto punto lo anhelábamos. Creo que cuando aquella tarde, leyendo el Novellino (acaso obsequio de Giovanni para mortificarnos), dimos con la leyenda artúrica del caballero Lanzarote y de su inocente amor --siempre lo es, cuando es amor-- por Ginebra, supimos que esa leyenda hablaba de nosotros, éramos nosotros transcendidos del libro; y por eso en el pasaje en que Lanzarote besa la sonrisa de la reina, consorte de Arturo, los labios de Paolo volaron con alas incontenibles hacia los míos --acaso por ellos reclamados--... Pero no es menos verdad que lo menos importante es si hubo o no hubo beso, si hubo o no hubo abrazo, para que el amor entre nosotros se mostrara y demostrara irrenunciable.
La espada de Giovanni, Gianciotto, Gianne lo sciancato, fue el anillo que nos unió, fue la consagración definitiva, nuestro desposorio por la eternidad, ya que en esta vida mortal se nos negó. Mi marido, quizá en un postrer gesto de generosidad, nos encumbró al Olimpo de los Inmortales; su espada, hostia con que sellara nuestra comunión. Las lágrimas que vi en sus ojos al hundir el acero en nuestros cuerpos, librándolos de su miseria mortal, creo que fueron de felicidad. Felicidad al sentir la suprema dicha de sobreponerse al odio, a la venganza, al orgullo, y lavar, por fin, su inicial afrenta. Sí, en sus ojos vi agradecimiento y vi recompensa: nos estaba procurando el amor eterno, la juventud eterna, la posibilidad eterna. En aquel instante, antes de espirar, pude sentir en mi corazón, yo también, el inmenso placer del perdón. Antes de exhalar el último suspiro, aquel que reservaba para mi amado Paolo, lo miré y creo que comprendió, pues vi cómo desaparecía de su rostro aquel tenso rictus de culpabilidad irredenta que desde que me desposara siempre lo acompañaba.
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Epílogo
Le bateau-mouche estaba ya de vuelta (finalizado pues el paseo), cuando Francesca, tras su relato, con los ojos aún humedecidos, hizo una ligera seña a su ángel custodio, quien se acercó. Al llegar ante mí, éste realizó una discreta y elegante inclinación al tiempo que Francesca lo presentaba,
--Caballero, este es, como ya habrá podido adivinar, Paolo Malatesta, ligado a mí por los siglos de los siglos en un amor inagotable, que por lo mismo sufrimos como una condena. Si no fuera por gente como usted, que al detenerse ante una de nuestras representaciones la contempla con algo más profundo que el simple interés estético, nuestra no-vida sería muy triste. Al no agotarse nuestro amor, al no poder satisfacerse, siempre abierto a lo posible, siempre postergada la consumación, el placer se vuelve algo así como un padecimiento crónico que no mata pero que tampoco permite la alegría de sentirse sano. Sí, amigo nuestro, estamos en todas esas representaciones: en ese espléndido beso, en ese bello cuadro, en ese delicado poema, en ese relato, en esa ópera,... en ese sueño. Sueño que gente como usted rescata del limbo de los sueños para revivirlo, y, al hacerlo, llenar nuestras frías horas eternas con el cálido sentimiento de sus propias vidas.

Fin de Francesca y Paolo

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UT PICTURA POIESIS

Divina Comedia
(fragmento)
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Noi leggiavamo un giorno per diletto 
di Lancialotto come amor lo strinse; 
soli eravamo e sanza alcun sospetto. 

Per più fïate li occhi ci sospinse 
quella lettura, e scolorocci il viso; 
ma solo un punto fu quel che ci vinse. 

Quando leggemmo il disïato riso 
esser basciato da cotanto amante, 
questi, che mai da me non fia diviso, 

la bocca mi basciò tutto tremante. 
Galeotto fu 'l libro e chi lo scrisse: 
quel giorno più non vi leggemmo avante.
 

Dante Alighieri, Canto V, 127/138
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Cómo el amor a Lanzarote hiriera, 
por deleite, leíamos un día: 
soledad sin sospechas la nuestra era. 

Palidecimos, y nos suspendía 
nuestra lectura, a veces, la mirada; 
y un pasaje, por fin, nos vencería. 

Al leer que la risa deseada 
besada fue por el fogoso amante, 
éste, de quien jamás seré apartada, 

La boca me besó todo anhelante. 
Galeoto fue el libro y quien lo hiciera: 
no leímos ya más desde ese instante.
 

Traducción de Ángel Crespo

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Representaciones de Inferno V, del Dante
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William Blake
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Giuseppe Frascheri
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Pierre-Claude-François Delorme
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Henri Martin
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Gustave Doré
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Gustave Doré
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Gustave Doré
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Gustave Doré
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Govanni Stradano
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Joseph Anton Koch
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