martes, 11 de diciembre de 2012

Chasquido de dedos


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Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera:
sin la idea del suicidio, hace tiempo que me hubiera matado.
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Refutación del suicidio: ¿No es inelegante abandonar el mundo
que tan gustosamente se ha puesto al servicio de nuestra tristeza?
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El deseo de morir fue mi única preocupación;
renuncié a todo por él, incluso a la muerte.
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Sólo se suicidan los optimistas, los optimistas que ya no logran serlo.
Los demás, no teniendo ninguna razón para vivir, ¿Por qué la tendrían para morir?
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¿Superará el hombre algún día el golpe mortal que le ha dado la vida?
Silogismos de la Amargura. Emil Cioran

Sobre Cioran

...Ambos compartíamos una pasión inconfesable. Héctor y yo, digo. Nada obsceno, por otra parte, si no se considera obscena la reflexión entorno al hecho más definitivo que la vida contiene, claro. Porque siempre hay quien tacha de impudicia de la peor especie detenerse a especular sobre la innombrable... ¡como si la muerte --pues de ella hablamos-- no formase parte primordial de la vida! Pero no, no era la muerte la pasión a la que me refiero, sino a uno de los más amenos y saludables cortejadores que la muerte haya nunca tenido: Emil Cioran. Este inusual filósofo rumano --¿Acaso un sosias (perdóneseme el tópico) de un transilvánico Conde Dracul del siglo XX?-- se la pasó toda la vida coqueteando con la idea del acabamiento. Y digo bien: la idea de, pues a decir de él mismo, más de una noche de insomnio el único consuelo que le cupo fue ése: pensar, reflexionar, a cerca de la idea del suicidio, es decir, de ser, al menos, dueño de la propia vida, aunque nada más fuera para ponerla fin. Este pensamiento revelador le condenó a seguir viviendo --eso dice él, al menos. Si uno asume esta idea, si uno la considera plausible, probable, ejecutable, entonces no habrá nada que temer. Nada habrá en la vida que se pueda interponer en nuestro camino, pues siempre poseeremos la decisión final. Esto supone una ventaja: ahuyenta el miedo, y ahuyentándolo no condicionará nuestras decisiones, no será determinante a la hora de tomar decisiones: podremos decidir sin intimidaciones. Es por eso que quien no teme, quien es capaz de arriesgar, tiene muchas probabilidades de triunfar, pues es capaz de aventurarse donde los demás retroceden; y esto, por añadidura, hace que el que así actúa genere en torno a sí una especie de aura, una aureola de excepcionalidad capaz de abrirle puertas antes cerradas. El hombre siembre reconoce el valor y la audacia --incluso la temeridad-- siempre que tenga éxito: en el valeroso, en el audaz, en el temerario, se verá él --el hombre común-- proyectado como una posibilidad; se reconciliará con el lado mágico de la vida, con el milagro, con lo que el hombre común sueña, sólo sueña, sin ser capaz de realizar. El audaz, el valeroso, el temerario, en una palabra: el héroe, es tan imprescindible en la vida del ser humano como el Mesías, pues el héroe le redime de tanta cobardía cotidiana. Por eso quien es capaz de mirar cara a cara a la muerte, coquetear con ella, frivolizar incluso con su fatalidad, merece todo el respeto --o la conmiseración, pues siempre habrá quien, espíritu práctico y cartesiano, lo tachará de loco, indigno de ser tenido en cuenta. Ver a alguien así, conocerlo, saber de su presencia, y confirmar que no es una pose, que es un ser real, auténtico (como tantos héroes en quienes los hombres comunes fían sus sueños más irrealizables), es tanto como justificar la humanidad que el hombre es: aquella que se alza sobre los hombros del hombre condicionado y temeroso.

Héctor, en sus años de París, lo conoció. Tomó café alguna vez en el mismo local al que Cioran solía acudir con espaciosa asiduidad. No entabló amistad con él. No se atrevió o no encontró la debida oportunidad. Pero lo observó; con discreción, eso sí. Hombre taciturno pero, al mismo tiempo, extremadamente cortés. Parecía no fijar la mirada en nada en concreto, pero Héctor tenía la convicción  de que lo analizaba todo. Aquellos ojos de indefinible color azul-gris-verdoso parecían escanear la realidad circundante con la precisión de un tomógrafo. Si te percatabas que su mirada se había paseado, siquiera fugazmente, por el rincón donde tú estabas degustando tu café, o dando una calada a tu pitillo, podías estar seguro que ya sabría todo acerca de ti. Según Héctor, había algo en su manera de reposar sus ráfagas visuales que denotaban el estado de procesamiento en el que su mente estaba comprometida. No era difícil aventurar que en esos momentos de procesamiento de las imágenes captadas, aquel hombre ya dedujera tu carácter, diseccionara tu gesticulación --por muy leve que fuera--, escudriñara los rincones más oscuros de tu personalidad; hasta, incluso, es posible que ya te adjudicara un lugar en la difusa clasificación en que un alma así puede catalogar a los seres humanos. También me diría mi bohemio amigo que su caminar era aquel tan típico asociado a quien carga con una gran peso: cargado de espaldas, piernas ligeramente dobladas, hombros inclinados hacia adelante, cabeza erguida pero a costa de una especie de forzado rictus en el cuello, como alguien que llevando un peso enorme a  la espalda se empeñara en caminar como quien va ligero de equipaje. Sólo quien tuviese una cierta familiaridad con la noción de lo que supone el peso de la vida, esa fuerza de la gravedad que se instala en la conciencia y nos aplasta contra el suelo impidiéndonos el vuelo, podría detectar en este hombre --a decir de Héctor-- todo el metafísico lastre con que a veces se manifiesta la existencia (y en quien se manifiesta una vez, lo será ya para siempre).

Quien es tenido como uno de los filósofos (aforísticos) más cáusticos de la historia también es, a un tiempo, el más consolador. Su refinado estilo, la agudeza de su pensamiento, su deslumbrante lucidez, su irónica radicalidad actúa con la eficacia de un exorcismo: no hay más que leer Breviario de Podredumbre, Silogismos de la amargura, El aciago demiurgo o Del inconveniente de haber nacido, para curarse de cualquier tipo de melancolía, de cualquier achaque de profunda tristeza, de todo amago de desesperación. Uno cuando lo lee y constata que alguien es capaz de pensar sobre eso que nos tiene postrados y desvitalizados con tal agudeza, con tanto dominio y control, con tanto desparpajo e insolencia, con tal cercanía y a la vez con tal distanciamiento (como quien se introdujera en una olla con aceite hirviendo, nadara en ella y saliera indemne como si hubiese estado sumergido en un apacible estanque), no puede por menos que sonreír, y, al hacerlo --al sonreír--, disipar las sombras. Diálogo en la consulta del psiquiatra:
--Doctor, estoy melancólico, la tristeza me agobia y se me hace difícil la vida...
--Se me lea usted los tres primeros capítulos del Breviario de Podredumbre, y los tres últimos de Del inconveniente de haber nacido, en días alternos, mientras esté en el retrete; verá cómo se alivia. 
Tal cual. Restablecimiento asegurado, con la condición de saber leer, obviamente...
Emil Cioran, tanto para Héctor como para mí, ha sido proverbial, casi decisivo, en ciertas fases críticas de nuestra vida. Él y, al unísono, los místicos: Juan de la Cruz, Miguel de Molinos, Meister Eckart, Ibn Arabí, Abentofail. Mucho de común tienen el uno y los otros: todos vivieron tratando de  escapar de este mundo. ¿La diferencia? Unos, los segundos, por medio de la fe en un dios --es decir, remitiéndose a alguien exterior--; el otro, el primero, por la absoluta falta de fe en todo --es decir, por deslumbramiento íntimo (esa soberbia imagen suya de "sentirse como una muñeca rota a la que se le han caído los ojos en el interior...").


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El poema alrededor del que se ha montado este post (Chasquido de dedos) lo encontré en el sobre que Héctor me dirigió antes de desaparecer y en el cual me informaba de su intención de dejarme como albacea literario de su obra. Lo considero una especie de despedida. De hecho, la misteriosa desaparición de mi amigo guarda mucha semejanza con lo que ahí se dice. A pesar de ir siempre conmigo (su obra no deja de ser un trasunto de su ser), tengo la sensación de que se hubiese volatilizado en el aire. Así, sin más, por un acto de su voluntad, al chascar los dedos. Al fin y al cabo no habría hecho otra cosa sino ser consecuente con su manera de sentir y pensar: nada le agobiaba más que dejar tras de sí los miserables e inservibles despojos de un símbolo.

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Chasquido de dedos

Chascar los dedos y salir,
penetrar en el más allá del más acá,
cruzar el umbral donde lo conocido
se desvanece en las sombras...
Dejar, con tan simple gesto, ¡chas!,
en este lado la pesada carga,
el fardo de dolores y miserias,
de sentires e ilusiones vanos,
con que transitamos por la vida,
y de los que somos esclavos.
Un chasquido de dedos, nada más,
así: ¡chas!,
semejante a uno de esos fugaces
centelleos con que la luz rebota
en la prístina talla del diamante
(el brindis de cicuta de Sócrates,
el abrazo vertiginoso de Safo,
el beso viperino de Cleopatra,
el tajo en las venas de Séneca,
la entrega a las aguas de Ophelia,
el bocado de plomo de Hemingway...),
y con él liberarse al fin
de la anodina vigilia,
 de los agitados sueños
y las parvas pesadillas
 que nos habitan.
Un centelleo, un chasquido
(un brindis, un abrazo, un beso, un tajo,
un diluirse, un descerrajarse,
fugazmente sonoro y luminoso):
juntar las yemas de los dedos,
apretar con la fuerza
 de la determinación
y dispararse hacia nunca jamás:
¡Chas!
Así de fácil.

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GALERÍA

Chasquidos célebres

The Death of Socrates (1787) - Jacques-Louis David
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Death of Seneca - Peter Paul Rubens (c. 1615)
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Death of Safo - Gustave Moreau (1875)
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The Death of Cleopatra - Arnold Böcklin (1872)
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Death of Ophelia - John Evertt Millais (1852)
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Hernest Hemingway on safari in Africa (1933)
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