Relatos de verano
4
Bárbara
.....Bárbara fue una chica afortunada... a medias. Con ella la naturaleza se esmeró, pero debió empezarla por los pies porque al concluir el cuello los excelentes materiales que hasta ese momento se emplearon para conformar tan hermosa morfología debieron agotarse y natura hubo de echar mano de otros materiales menos nobles, casi podría decirse que retales. Con este circunloquio quiérese decir, de forma más o menos eufemística, que Bárbara tenía un cuerpo bárbaro, pero no era, en la misma proporción cuando menos, igualmente agraciada: la cabeza era normal, pero las orejas las tenía de soplillo, la frente era estrecha y con la naciente del cabello a la vista de las cejas, que tendían a unirse irremediablemente; los ojos no eran feos, pero no se podría decir que fuesen bonitos, su color era indefinido: verduzco-azulado-grisáceos, según el cariz del día; la nariz era ligeramente respingona, los pómulos escasamente prominentes y si acaso, el mejor retal del conjunto lo formaba la boca que, esta sí, desentonaba del resto del desangelado rostro para hacer piña con el soberbio cuerpo; la barbilla, era eso, barbilla, es decir, mentón con propensión varonil en su empecinado afán por cubrirse de vello. Así es que, cuando uno la veía por primera vez, descubriéndola por la espalda o mirándola de abajo arriba, la sorpresa final estaba asegurada: uno esperaría toparse con un rostro atractivo, hermoso o resultón cuanto menos, pero no, uno se estrellaba contra la realidad de un rostro decepcionante, en relación a tan excelsos antecedentes.
.....Fuera por esta distorsión física o fuera por vaya usted a saber qué oculta motivación psíquica, lo cierto es que Bárbara siempre fue un dechado de incongruencia. Si de mente viva y despierta, padecía propensión a residir en la cama, el sofá, la chaise longue o cualquier otro lugar igualmente cómodo donde permanecer tumbada, fuera para dormir, dormitar o simplemente retozar con sus sueños y ardiente imaginación. Esto hasta los diecisietes años, claro. A partir de esta edad comenzó a frecuentar la comodidad de los lugares acolchados también para otros más placenteros menesteres. Efectivamente, tan tarde como a los diecisiete años tuvo lugar su desfloración, la pérdida de la virginidad, que no de la inocencia, pues ésta ya la había perdido, si alguna vez la tuvo, mucho antes. Este es el relato de esa pérdida/ganancia, sus circunstancias concomitantes y sus consecuencias subyacentes.
.....Fuera por esta distorsión física o fuera por vaya usted a saber qué oculta motivación psíquica, lo cierto es que Bárbara siempre fue un dechado de incongruencia. Si de mente viva y despierta, padecía propensión a residir en la cama, el sofá, la chaise longue o cualquier otro lugar igualmente cómodo donde permanecer tumbada, fuera para dormir, dormitar o simplemente retozar con sus sueños y ardiente imaginación. Esto hasta los diecisietes años, claro. A partir de esta edad comenzó a frecuentar la comodidad de los lugares acolchados también para otros más placenteros menesteres. Efectivamente, tan tarde como a los diecisiete años tuvo lugar su desfloración, la pérdida de la virginidad, que no de la inocencia, pues ésta ya la había perdido, si alguna vez la tuvo, mucho antes. Este es el relato de esa pérdida/ganancia, sus circunstancias concomitantes y sus consecuencias subyacentes.
.....Si he dicho más arriba que la inocencia, si alguna vez la tuvo, la perdió mucho antes, me he querido referir con esta expresión a que Bárbara, desde que comenzó a tener eso que se llama uso de razón, arrastró un sentimiento de culpabilidad. Sin la perspicacia ni el conocimiento aún maduros para determinar su mayor o menor fealdad, y sin aún haber desarrollado con esplendor su bárbara anatomía, esta niña, de suyo reflexiva, no se gustaba cuando se veía reflejada en el espejo. De hecho procuraba no mirarse nunca, y si lo hacía, procuraba no mirarse a la cara (más tarde, ya siendo adolescente, el espejo de su habitación estaba colocado de tal forma que podía verse de cuerpo entero, salvo la cara, a esa altura, en la pared había colocado un poster con un primer plano de Marilyn Monroe en sus buenos tiempos (los de Ellos las prefieren rubias). Así era Bárbara. Así creció, en medio de un contradiós cuerpo-rostro, amor-odio, hacia sí misma. Además, fue chica muy precozmente sensitiva y curiosa, por lo que más pronto que tarde descubrió ciertas perturbadoras sensaciones producidas en algunas partes de su cuerpo al ser estimuladas por medio del tacto, que más tarde aprendió a calificar de erógenas (qué palabras tan difíciles para señalar y nombrar lo placentero, pensaba. Parecía como si con ello se las pretendiera quitar su delicada carga significativa). Todas estas peculiares circunstancias dieron como resultado en Bárbara esa ausencia de inopia en la que los niños suelen vivir, y que se califica, yo creo que con adulta y equívoca buena fe, como inocencia. Ella, en todo caso, podría perder la culpabilidad, pues esa era la impresión que de sí misma tenía: culpable de ser fea y de ser precozmente sensual.
.....Pese a esta precocidad, o junto a ella, o pese a ella, o debido a ella (y al sentimiento de culpabilidad al que contribuía al cincuenta por ciento), la vergüenza fue otro rasgo de su carácter. Tenía vergüenza por todo. Una vergüenza inevitable, insuperable, omniscente. Sólo se sentía verdaderamente libre en soledad. Una soledad muy acompañada de sí misma y de su calenturienta imaginación. Hay que añadir en su descargo, que una familia excesivamente pacata, volcada a una religión no suficientemente comprendida pero sí ciegamente asumida, contribuía no poco a que el disturbio interior de Bárbara, no sólo no se disolviera, si no que ahondara en su radicalidad. Su vida de relación, ene este sentido era un desastre. Tenía amigas, pero no amigos (los huía como a almas de diablos), pero esa amistad con las afines de sexo era de todo menos cómplice. Se limitaba a jugar con ellas a esos juegos de calle o de colegio solo-para-niñas, a reunirse con ellas para estudiar, o acudir con ellas y sus familias a los oficios religiosos los domingos y fiestas de guardar. Pero en su fuero interno toda esta parafernalia litúrgica le producía el efecto de un peine a contrapelo, de una lija sobre una ampolla, de una gélida lluvia sobre el fuego. En su coleto se rebelaba contra ello, a solas, podría decirse, celebraba sus propios sortilegios, sus misas negras, para exorcizar tanta beata actitud, tanto cínico comportamiento, tanta incongruencia con lo que se siente y lo que, según los cánones, debía sentirse. ¿Cómo –pensaba ella, con doce, trece, catorce años– algo que causa alegría puede ser pecaminoso? ¿Por qué los padres de la doctrina recomiendan huir del placer que no esté recogido en sus rígidas y limitantes ordenanzas? Su íntimo sentido de la libertad, libertad que sentía como rechazo y compensación a esta eterna lucha consigo misma, se rebeló casi al mismo tiempo en que comenzó a asistir a la catequesis. Como tonta no era, hacía como sí, pero, en realidad, sentía como no. Le gustaba hacer feliz a los demás –ese era otro poderoso rasgo de su carácter–, quizás con el miso ahínco con que se sentía incapaz de serlo consigo misma. Suele ocurrir así: quien no puede satisfacerse a sí mismo, intenta por todos los medios satisfacer a los demás; el ser humano necesita, como respirar, sentir satisfacción, en todo caso.
.....Ya tenemos preparado el cóctel. Bárbara es una chica que goza de un cuerpo de vicio pero insatisfecha con su rostro; posee imaginación calenturienta; posee igualmente una poderosa sensibilidad, volcada a lo sensual; es vergonzosa, por no decir tímida irredenta; pero también es generosa; tiene un sentido de la libertad íntimamente muy desarrollado, eruptivo, a punto de estallar, porque, a pesar de todo, es respetuosa con la familia y las tradiciones; y, como colofón, es plenamente consciente de todo ello, por lo que su vivir se convierte e ocasiones en un sin vivir.
.....Los chicos, a medida que su cuerpo florece y se convierte en lo que acabará siendo, comienzan a mirarla de otra forma, con un gesto de perplejidad, como si algo no funcionara bien en el desarrollo de esta contradictoria criatura. Si su anatomía comienza a dar señales de su excepcionalidad, su cara se empeña en desmentirlo. Y ella, que como he dicho es muy consciente e introspectiva, los cambios que se producen en su ser, la dicotomía que hormona a hormona se va sustanciando en su organismo, los sufre en silencio. Hasta que a los dieciséis años el capullo reventó: un cuerpo de ninfa, más hermoso que el sueño más hermoso, surgió de él mostrando un esplendor inaudito. Nadie supo nunca a quién había salido o de quién habría heredado semejante derroche anatómico. Sí estaba claro a quién pertenecía el rostro; una extraña mezcla del esquinado semblante del guardia civil que era su padre y de la máscara impasible que portaba su devota madre, bordadora de ocasión en el convento de las Madres Ursulinas. Pero ¿el cuerpo? ¿De quien pudo heredar ese cuerpo? Era un misterio irresoluble (que algunos, en voz baja, achacaban, cómo no, a algún pecadillo inconfesable, que sus progenitores hubiesen cometido, por lo que fueron castigados trayendo al mundo a un ser bellamente diabólico).
.....Su innata curiosidad y su tendencia a la reflexión en singular maridaje con una sensualidad ávida de complacencia, hicieron que a esos dieciséis años intentase vencer la proverbial timidez para acercarse al sexo masculino (dado que las chicas no le hacían ni fu ni fa, en tan placentera faceta). No lo tenía fácil, de todas formas, pues los muchachos, confundidos con tan incongruente taracea orgánica, la rehuían como si fuera una apestada. Pero ya sabemos que tiran más dos tetas que dos carretas, y un cuerpo tan esplendoroso no podía quedar en barbecho por mucho tiempo, máxime si ella estaba decidida a cultivarlo. Y eso fue lo que sucedió. Pergeñó un plan consistente en elegir a quien debía desflorarla, a quien debía iniciar su incursión en el mundo de la sexualidad adulta. Para ello, decidió aprovechar un viaje de fin de curso a Benidorm, ya con diecisiete años recién cumplidos, acabado brillantemente el bachillerato y teniendo la selectividad notablemente superada. Libre pues de cargas estudiantiles tenía todo el verano por delante para llevar a cabo sus planes. Logró, tras denodados esfuerzos, que en casa la dejaran ir durante una semana, con un grupo de compañeras suyas de clase (algunas de la misma congregación mariana que ella, lo que fue decisivo para el permiso paterno), a la capital del turismo levantino (capital de lo kitsch por antonomasia). Su decisión estaba tomada, sólo dependía de que las circunstancias (como el viento en una travesía) fueran favorables (si no, lo intentaría en otra ocasión. En esto, su actitud era cerebral e inflexible).
.....Julio, en Benidorm, es el periodo del verano más rozagante, más lozano, cuando aún la gente joven –preferentemente estudiantes al acabar el curso– no se ha saturado de juerga, y donde uno elige qué, cómo y cuándo pillar (en agosto, ya no se elige, se toma lo que llega, como llegue y cuando llegue).
.....Nada más que le vio supo que sería él. Se trataba de un go-go de disco-playa, uno de esos locales de moda donde se concentra lo más granado de la fiesta juvenil (y no tan juvenil) de la capital de la Costa Blanca. El mocetón en cuestión medía casi metro ochenta y exhibía un cuerpo hercúleo, definido, broncíneo y bronceado; su único atuendo consistía en un diminuto taparrabos blanco que dejaba adivinar un nada desdeñable paquete. No era excesivamente guapo, pero poseía una cara varonil, de facciones angulosas, cabello y ojos negros y labios carnosos. Su coreografía exhibicionista, más o menos acompasada a una música electrónica trepidante y machacona (de tintes house), era intencionadamente provocadora, sobre todo una combinación que ejecutaba con relativa asiduidad, y que levantaba jubilosas algaradas y silbidos animosos tanto por parte de las féminas como de los varones. El numerito en cuestión se sustanciaba en lentos movimientos ondulantes y circulares de la cadera que paulatinamente incrementaban su ritmo hasta finalizar con un frenético y sostenido vaivén de la pelvis, que más parecía metralleta de repetición (un movimiento semejante había vista nuestra heroína en el típico documental sobre el África negra, en el que aparecían los bellos especímenes líbicos que allí se suelen dar realizando sus bailes rituales, plenos de fases catatónicas). Aquella noche, la noche que lo vio por primera vez, Bárbara tuvo sueños espléndidamente húmedos de los que despertó, ya de madrugada, para revivirlos ahora ya plenamente consciente.
.....Pese a esta precocidad, o junto a ella, o pese a ella, o debido a ella (y al sentimiento de culpabilidad al que contribuía al cincuenta por ciento), la vergüenza fue otro rasgo de su carácter. Tenía vergüenza por todo. Una vergüenza inevitable, insuperable, omniscente. Sólo se sentía verdaderamente libre en soledad. Una soledad muy acompañada de sí misma y de su calenturienta imaginación. Hay que añadir en su descargo, que una familia excesivamente pacata, volcada a una religión no suficientemente comprendida pero sí ciegamente asumida, contribuía no poco a que el disturbio interior de Bárbara, no sólo no se disolviera, si no que ahondara en su radicalidad. Su vida de relación, ene este sentido era un desastre. Tenía amigas, pero no amigos (los huía como a almas de diablos), pero esa amistad con las afines de sexo era de todo menos cómplice. Se limitaba a jugar con ellas a esos juegos de calle o de colegio solo-para-niñas, a reunirse con ellas para estudiar, o acudir con ellas y sus familias a los oficios religiosos los domingos y fiestas de guardar. Pero en su fuero interno toda esta parafernalia litúrgica le producía el efecto de un peine a contrapelo, de una lija sobre una ampolla, de una gélida lluvia sobre el fuego. En su coleto se rebelaba contra ello, a solas, podría decirse, celebraba sus propios sortilegios, sus misas negras, para exorcizar tanta beata actitud, tanto cínico comportamiento, tanta incongruencia con lo que se siente y lo que, según los cánones, debía sentirse. ¿Cómo –pensaba ella, con doce, trece, catorce años– algo que causa alegría puede ser pecaminoso? ¿Por qué los padres de la doctrina recomiendan huir del placer que no esté recogido en sus rígidas y limitantes ordenanzas? Su íntimo sentido de la libertad, libertad que sentía como rechazo y compensación a esta eterna lucha consigo misma, se rebeló casi al mismo tiempo en que comenzó a asistir a la catequesis. Como tonta no era, hacía como sí, pero, en realidad, sentía como no. Le gustaba hacer feliz a los demás –ese era otro poderoso rasgo de su carácter–, quizás con el miso ahínco con que se sentía incapaz de serlo consigo misma. Suele ocurrir así: quien no puede satisfacerse a sí mismo, intenta por todos los medios satisfacer a los demás; el ser humano necesita, como respirar, sentir satisfacción, en todo caso.
.....Ya tenemos preparado el cóctel. Bárbara es una chica que goza de un cuerpo de vicio pero insatisfecha con su rostro; posee imaginación calenturienta; posee igualmente una poderosa sensibilidad, volcada a lo sensual; es vergonzosa, por no decir tímida irredenta; pero también es generosa; tiene un sentido de la libertad íntimamente muy desarrollado, eruptivo, a punto de estallar, porque, a pesar de todo, es respetuosa con la familia y las tradiciones; y, como colofón, es plenamente consciente de todo ello, por lo que su vivir se convierte e ocasiones en un sin vivir.
.....Los chicos, a medida que su cuerpo florece y se convierte en lo que acabará siendo, comienzan a mirarla de otra forma, con un gesto de perplejidad, como si algo no funcionara bien en el desarrollo de esta contradictoria criatura. Si su anatomía comienza a dar señales de su excepcionalidad, su cara se empeña en desmentirlo. Y ella, que como he dicho es muy consciente e introspectiva, los cambios que se producen en su ser, la dicotomía que hormona a hormona se va sustanciando en su organismo, los sufre en silencio. Hasta que a los dieciséis años el capullo reventó: un cuerpo de ninfa, más hermoso que el sueño más hermoso, surgió de él mostrando un esplendor inaudito. Nadie supo nunca a quién había salido o de quién habría heredado semejante derroche anatómico. Sí estaba claro a quién pertenecía el rostro; una extraña mezcla del esquinado semblante del guardia civil que era su padre y de la máscara impasible que portaba su devota madre, bordadora de ocasión en el convento de las Madres Ursulinas. Pero ¿el cuerpo? ¿De quien pudo heredar ese cuerpo? Era un misterio irresoluble (que algunos, en voz baja, achacaban, cómo no, a algún pecadillo inconfesable, que sus progenitores hubiesen cometido, por lo que fueron castigados trayendo al mundo a un ser bellamente diabólico).
.....Su innata curiosidad y su tendencia a la reflexión en singular maridaje con una sensualidad ávida de complacencia, hicieron que a esos dieciséis años intentase vencer la proverbial timidez para acercarse al sexo masculino (dado que las chicas no le hacían ni fu ni fa, en tan placentera faceta). No lo tenía fácil, de todas formas, pues los muchachos, confundidos con tan incongruente taracea orgánica, la rehuían como si fuera una apestada. Pero ya sabemos que tiran más dos tetas que dos carretas, y un cuerpo tan esplendoroso no podía quedar en barbecho por mucho tiempo, máxime si ella estaba decidida a cultivarlo. Y eso fue lo que sucedió. Pergeñó un plan consistente en elegir a quien debía desflorarla, a quien debía iniciar su incursión en el mundo de la sexualidad adulta. Para ello, decidió aprovechar un viaje de fin de curso a Benidorm, ya con diecisiete años recién cumplidos, acabado brillantemente el bachillerato y teniendo la selectividad notablemente superada. Libre pues de cargas estudiantiles tenía todo el verano por delante para llevar a cabo sus planes. Logró, tras denodados esfuerzos, que en casa la dejaran ir durante una semana, con un grupo de compañeras suyas de clase (algunas de la misma congregación mariana que ella, lo que fue decisivo para el permiso paterno), a la capital del turismo levantino (capital de lo kitsch por antonomasia). Su decisión estaba tomada, sólo dependía de que las circunstancias (como el viento en una travesía) fueran favorables (si no, lo intentaría en otra ocasión. En esto, su actitud era cerebral e inflexible).
.....Julio, en Benidorm, es el periodo del verano más rozagante, más lozano, cuando aún la gente joven –preferentemente estudiantes al acabar el curso– no se ha saturado de juerga, y donde uno elige qué, cómo y cuándo pillar (en agosto, ya no se elige, se toma lo que llega, como llegue y cuando llegue).
.....Nada más que le vio supo que sería él. Se trataba de un go-go de disco-playa, uno de esos locales de moda donde se concentra lo más granado de la fiesta juvenil (y no tan juvenil) de la capital de la Costa Blanca. El mocetón en cuestión medía casi metro ochenta y exhibía un cuerpo hercúleo, definido, broncíneo y bronceado; su único atuendo consistía en un diminuto taparrabos blanco que dejaba adivinar un nada desdeñable paquete. No era excesivamente guapo, pero poseía una cara varonil, de facciones angulosas, cabello y ojos negros y labios carnosos. Su coreografía exhibicionista, más o menos acompasada a una música electrónica trepidante y machacona (de tintes house), era intencionadamente provocadora, sobre todo una combinación que ejecutaba con relativa asiduidad, y que levantaba jubilosas algaradas y silbidos animosos tanto por parte de las féminas como de los varones. El numerito en cuestión se sustanciaba en lentos movimientos ondulantes y circulares de la cadera que paulatinamente incrementaban su ritmo hasta finalizar con un frenético y sostenido vaivén de la pelvis, que más parecía metralleta de repetición (un movimiento semejante había vista nuestra heroína en el típico documental sobre el África negra, en el que aparecían los bellos especímenes líbicos que allí se suelen dar realizando sus bailes rituales, plenos de fases catatónicas). Aquella noche, la noche que lo vio por primera vez, Bárbara tuvo sueños espléndidamente húmedos de los que despertó, ya de madrugada, para revivirlos ahora ya plenamente consciente.
.....No esperó (es lo que tiene la mentalidad femenina: no se anda por las ramas, cuando decide algo, lo ejecuta sin más). Al día siguiente se apostó temprano en el local, a esperar la aparición de aquel ser escultural digno de Praxíteles para abordarlo antes de que comenzara su actuación. Fue sola, no quería carabinas ni mosconas; era algo entre ella y ella.
.....Él llegó solo, vistiendo bermudas color verde pistacho y camiseta remera blanca, y calzando chancletas de marca. Portaba una bolsa en la mano que presumiblemente contenía el exiguo vestuario necesario para realizar su trabajo. Bárbara fue directamente a él, se presentó y le dijo que si no tenía inconveniente en tomar una copa con él. Fermín –que así se llamaba el gachó, aunque utilizaba el nombre artístico de Flashman–, la miró incrédulo (no sabría decir si incrédulo por la insospechada oferta o por el singular aspecto de la chavala que tenía delante). Bárbara, para ese día, había elegido una faldita plisada que la cubría –es un decir– hasta la mitad sus espléndidos muslos, en tono rosa pastel, un top azulón ajustado y unas minimalistas sandalias de cuero que abrazaban el tobillo. Iba, evidentemente, sin sujetador, pues no lo necesitaba; sus senos, de marcado pezón siempre enhiesto, eran un reclamo publicitario que cualquier marca de moda no dudaría en utilizar para publicitar sus creaciones (y ella era también consciente de esto). Balbuceando, desconcertado, Fermín asintió (creo que no acertando a reaccionar de otra manera). Se sentó y pidió un refresco. Tengo quince minutos antes que dé comienzo mi sesión, puntualizó. ¿Durante cuanto tiempo maniobras ahí arriba? –le dijo Bárbara, señalando una especie de pedestal de menos de un metro de diámetro que se alzaba en el extremo del local que daba al paseo (que ahora permanecía abierto y que a partir de la una de la madrugada se cerraba por medio de una cristalera corredera), donde podía ser visto tanto por clientes como por viandantes. Quiero decir, que cuál es tu horario de trabajo. Ya, sí, te había entendido, contestó él haciéndose poco a poco a la situación (al fin y al cabo no era un pazguato, sino alguien acostumbrado a la noche festera de Benidorm, de Ibiza, o de Valencia, allí donde le salieran bolos). Comienzo ahora, a las nueve de la noche, y estoy hasta las dos –contestó Fermín–, después quedo libre (y al decir ese "quedo libre", le guiñó el ojo). ¡Hum!, pensó ella, creo no haberme equivocado en la elección: este es mi espécimen. Perfecto, le dijo Bárbara. Estaré aquí tomándome unas copas, contemplando el paseo y observando tus evoluciones (devolviéndole, pícara, el guiño). Él se rió, levantó el refresco e hicieron chin-chin. Me llamo Fermín, le dijo el Adonis, ya desinhibido, con una sonrisa amplia y franca. Yo Bárbara, le contestó ella, plantándole un somero beso en los labios (hasta ella misma se sorprendió con esta forma de actuar, sin el menor atisbo de la timidez que la atenazaba en su ambiente habitual. Pero lo mejor de todo fue que la sensación le gustó. De lo que quizás no fue plenamente consciente es del cambio que se estaba produciendo en ella, un cambio que reuniendo la esplendorosa belleza de su cuerpo y la generosa sensualidad de su alma, ahora ya incondicionada y totalmente libre, se estaba irradiando a su rostro, haciendo que su expresión resultara extrañamente atractiva).
.....Él llegó solo, vistiendo bermudas color verde pistacho y camiseta remera blanca, y calzando chancletas de marca. Portaba una bolsa en la mano que presumiblemente contenía el exiguo vestuario necesario para realizar su trabajo. Bárbara fue directamente a él, se presentó y le dijo que si no tenía inconveniente en tomar una copa con él. Fermín –que así se llamaba el gachó, aunque utilizaba el nombre artístico de Flashman–, la miró incrédulo (no sabría decir si incrédulo por la insospechada oferta o por el singular aspecto de la chavala que tenía delante). Bárbara, para ese día, había elegido una faldita plisada que la cubría –es un decir– hasta la mitad sus espléndidos muslos, en tono rosa pastel, un top azulón ajustado y unas minimalistas sandalias de cuero que abrazaban el tobillo. Iba, evidentemente, sin sujetador, pues no lo necesitaba; sus senos, de marcado pezón siempre enhiesto, eran un reclamo publicitario que cualquier marca de moda no dudaría en utilizar para publicitar sus creaciones (y ella era también consciente de esto). Balbuceando, desconcertado, Fermín asintió (creo que no acertando a reaccionar de otra manera). Se sentó y pidió un refresco. Tengo quince minutos antes que dé comienzo mi sesión, puntualizó. ¿Durante cuanto tiempo maniobras ahí arriba? –le dijo Bárbara, señalando una especie de pedestal de menos de un metro de diámetro que se alzaba en el extremo del local que daba al paseo (que ahora permanecía abierto y que a partir de la una de la madrugada se cerraba por medio de una cristalera corredera), donde podía ser visto tanto por clientes como por viandantes. Quiero decir, que cuál es tu horario de trabajo. Ya, sí, te había entendido, contestó él haciéndose poco a poco a la situación (al fin y al cabo no era un pazguato, sino alguien acostumbrado a la noche festera de Benidorm, de Ibiza, o de Valencia, allí donde le salieran bolos). Comienzo ahora, a las nueve de la noche, y estoy hasta las dos –contestó Fermín–, después quedo libre (y al decir ese "quedo libre", le guiñó el ojo). ¡Hum!, pensó ella, creo no haberme equivocado en la elección: este es mi espécimen. Perfecto, le dijo Bárbara. Estaré aquí tomándome unas copas, contemplando el paseo y observando tus evoluciones (devolviéndole, pícara, el guiño). Él se rió, levantó el refresco e hicieron chin-chin. Me llamo Fermín, le dijo el Adonis, ya desinhibido, con una sonrisa amplia y franca. Yo Bárbara, le contestó ella, plantándole un somero beso en los labios (hasta ella misma se sorprendió con esta forma de actuar, sin el menor atisbo de la timidez que la atenazaba en su ambiente habitual. Pero lo mejor de todo fue que la sensación le gustó. De lo que quizás no fue plenamente consciente es del cambio que se estaba produciendo en ella, un cambio que reuniendo la esplendorosa belleza de su cuerpo y la generosa sensualidad de su alma, ahora ya incondicionada y totalmente libre, se estaba irradiando a su rostro, haciendo que su expresión resultara extrañamente atractiva).
.....Y allí estuvo nuestra Bárbara, sentada en un lugar discreto desde el que presenciar la continua procesión de gente variopinta transcurrir por el paseo, y al mismo tiempo echar periódicas miradas al coribante que habría de ejercer de sacerdote ritual en su litúrgica ceremonia de desfloración. Mientras esperaba, no se limitó a permanecer de observadora impasible, sino que de vez en vez le hacía un guiño, un gesto, una mueca, que el recogía y convertía en sonrisa o en un movimiento dedicado. Esto –y las dos copas que ya llevaba encima, no acostumbrada a beber alcohol– la incitó a ser cada vez más audaz, no conformándose con meros gestos inocentes, si no que comenzó a realizarlos con claras y provocadoras intenciones (como el cambio de piernas cruzadas que copió de Sharon Stone; aunque, en su caso, ella sí llevaba puesta una exigua braguita). Lo que al cabo provocó en el joven una reacción inesperada, incluso para él mismo. Quizás su mente se le iba en imaginar lo que podría ocurrir después, cuando finalizara su trabajo y volviera junto a aquella muchacha que actuaba de forma tan desinhibida. La mente a veces juega esas malas pasadas. Lo cierto es que (ella se apercibió de ello al instante) algo se movió en aquella zona anatómica apenas cubierta por una banda que pretendía ser slip. Algo se movió y comenzó a crecer. Él, inmediatamente, como una parte más de su coreografía, se dio la vuelta, colocándose de espaldas al paseo y orientando su vientre hacia la encubridora penumbra del interior del local, iluminado por tenues luces de color que parpadeaban sincopadas con la música. A Bárbara le dio un ataque de risa, mientras Fermín se retorcía mostrando sus anchas espaldas, su estrecha cintura, sus muslos fuertes y alargados, sus moldeadas pantorrillas, al tiempo que movía sus brazos haciendo brotar sus bien definidos grupos musculares. Pidió, con un gesto que en la barra cogieron al vuelo, un botellín de agua fría. Al instante se lo proporcionaron y se lo arrojó por la coronilla, rociando su espalda. La gente creyó que era parte del número y lo jaleó, más de uno y de una, incluso, lo imitaron. Bárbara, que sabía por qué lo había hecho, creyó morirse de risa.
.....A las dos en punto Fermín descendió del pedestal y se metió en un privado a cambiarse de ropa (a ponérsela, sería más ajustado decir). A los quince minutos salió. Se había mojado para quitarse el sudor, pero le dijo a Bárbara, cuando llegó junto a ella, que si le acompañaba a casa a darse una ducha. Encantada, respondió ella, aún con un rictus sonriente. Se encontraba fenomenal. El alcohol (al final tomó tres copas) estaba haciendo su efecto, un efecto entre tónico y liberador. La deseable levedad del ser, se dijo, homenajeando a Kundera.
.....Vivía el go-gó en un apartamento de segunda línea de playa, alquilado durante los meses de julio y agosto que duraba su contrato con la disco-playa. Era un lugar pequeño, de no más de cincuenta metros cuadrados, pero coqueto; parco pero suficientemente amueblado. Un dormitorio, un salón con terraza desde la que se lograba ver el mar entre los altos edificios que se levantaban en primera línea, una cocina americana y un baño completo. En el dormitorio había una gran cama, una mesilla, una silla, y un armario empotrado donde guardar ropa y calzado; sobre el cabezal de la cama pendía una litografía de una obra de Paul Klee. La cocina americana disponía de microondas, una sencilla encimera eléctrica, fregadero de un seno y un frigorífico pequeño. El salón, situado entre la cocina y la terraza, poseía una pequeña mesa comedor con cuatro sillas de madera, un sofá funcional y frente a él un pequeño aparador con un televisor encima. El baño incluía bañera, lavabo, bidé e inodoro; sobre el lavabo un espejo con dos apliques a los lados; al lado del espejo un pequeño mueble de baño con lo imprescindible. La terraza, pequeña, tenía una mesa y dos sillas de resina.
.....Cuando acabó de enseñarle el piso (cosa a la que dedicaron bastante menos de un minuto), Fermín y Bárbara, a la señal no acordada de una mirada intencionalmente fija y expresiva, se abalanzaron el uno sobre la otra. Se fueron contra la pared, las bocas fundidas, las lenguas enlazándose, los brazos abrazando, las manos acariciando, los cuerpos estampados, los vientres restregados; durante el forcejeo se les doblaron las rodillas y cayeron al suelo, por el que se revolcaron. Ella, entonces, le detuvo: te he elegido para que me desflores, le espetó. Él se paró en seco. La miró a los ojos. ¡No me jodas! dijo con incredulidad. Y leyó en aquella mirada, ahora sí, inocente, libre de culpabilidades largamente purgadas, que le estaba diciendo la verdad. Entonces ocurrió lo que ella más hubiera deseado en el mejor de los sueños. La besó dulcemente, y, tras separar su boca de la de ella, le dijo: entonces debemos hacerlo bien; esto merece dedicación y ternura, mucha ternura. Bárbara no podía creer en su buena suerte. Tanto tiempo reprimiendo en soledad, tanto tiempo sin saber, sin experimentar, tanto soñando, imaginando..,. y ahora lo tenía ahí, delante de ella, a punto de suceder.
.....Con pasmosa facilidad (las horas de gimnasio no se habían entrenado en balde) Fermín la cogió en sus brazos y la llevó al dormitorio, la depositó sobre la cama y, sin dejar de mirarla, se desvistió mientras ella le miraba a él. Después la desvistió a ella. Para entonces el mocetón ya casi se había empalmado. Nunca antes Bárbara había contemplado un miembro en erección, y aquello le causó un sorprendente regocijo (así que eso entrará en mí...). Antes, en la disco me has puesto a cien, chiquilla, le dijo. Ella se rió recordándolo: ya, ya... ya me he dado cuenta. Y se besaron larga y dulcemente. Después ella volvió a detenerse para decirle: quisiera que no fuera un trámite, por favor. Yo no soy de esas que quieren perder la virginidad sin enterarse. Ya que sólo puede ocurrir una vez en la vida, desearía que me quedara un buen sabor de boca y un grato recuerdo de ello. Yo no quiero librarme de la virginidad por lo que pueda suponer de barrera o inconveniente, yo quiero reivindicarla, realizarle un homenaje, ser plenamente consciente del momento único e irrepetible que supone, pero no he querido que mediara el prejuicio del amor (por lo que de irracional tiene), sino el del placer racionalmente buscado: ya que puede ser doloroso, quiero sublimar ese dolor con gozo, quiero disolverlo en satisfacción. Así es que, por favor te lo pido, no seas egoísta, esta vez no. Él se quedó unos segundos mirándola (y asimilando sus palabras) y después la volvió a besar. Tras este tierno beso, le dijo que no se preocupara, que haría lo que estuviera en su mano para que el momento fuera inolvidable... para los dos.
.....Comenzó por besarle los ojos, después la nariz, se descolgó hasta los labios, que mordió delicadamente, lo mismo hizo con la barbilla, con los lóbulos de las orejas, con el cuello, besó las oquedades de sus preciosas clavículas, para pasar a demorarse en los senos, donde jugó con los pezones, besándolos, lamiéndolos con la punta de la lengua, mordisqueándolos (éstos reaccionaron poniéndose aún más duros de lo que habitualmente estaban), después siguió bajando hasta el ombligo al que besó y circunnavegó con la lengua, siguiendo posteriormente la singladura descendente hacia el vientre hasta toparse con el monte de Venus, donde le esperaban, semiocultos, los pétalos cerrados de un capullo por abrir. Labios contra labios, labios besando labios, y lengua expedicionaria buscando los pliegues más recónditos del placer. Bárbara respondía a la tierna y hábil estimulación con respiración entrecortada alternada con bocanadas más profundas. Tras recrearse un rato con el capullo en flor, Fermín volvió a subir hasta la boca de Bárbara que desprendía un aliento cálido y dulzón, una vaharada de aromático deleite. Y entonces ella notó su miembro llamando a la corola cerrada. Sin duda, pensó Bárbara, le dolería, pues no podría decirse que Fermín estuviera escasamente dotado, y, además, era tal la excitación que éste sentía que le había provocado la más poderosa erección que él recordara. El oficiante en el sacrificio procedió con cautela al principio. Estaban tan excitados que el lubricante rezumaba sin parar, por lo que la penetración fue menos traumática de lo esperado. Y sucedió que, al sentirse de ese modo penetrada, tan a conciencia, tan tiernamente, de una manera tan libremente deseada, Bárbara tuvo el primer orgasmo: una mezcla de dolor y placer intenso que se retroalimentaba de aquél: con el dolor se iba el complejo de culpabilidad, con el placer le venía el estado de inocencia. Él al sentirla venirse, acopló sus embestidas a las involuntarias contracciones de los espasmos de ella, de tal modo que el orgasmo de Bárbara se intensificó aún más, se prolongó aún más, haciéndose inacabable. Fermín se sentía como un avezado jinete de rodeo que montando a una fogosa yegua no quiere se descabalgado por ella, hasta que ésta, rendida, ceje en sus espasmos. Y es lo que sucedió. Pero antes Bárbara le obsequió con todo un muestrario de gemidos, llanto y risas, todo seguido y a la vez, solapándose, interrumpiéndose, sobreponiéndose... Casi pierde el sentido cuando sintió cómo su jinete llegaba a la meta regando el capullo ya abierto: su primer riego, cálido y denso...
.....Permanecieron abrazados un largo rato. Después se separaron y se miraron. ¡Vaya, nena, esto ha estado muy bien! ¿no crees? Ella, abriendo los ojos (unos ojos que ahora mostraban una belleza inmarcesible), le respondió que así lo había soñado, que así lo había imaginado, pero que no creía posible que sucediera en realidad. Pues ya ves que sí, le dijo él, con cierto deje de comprensible vanidad. Sí, parece ser que he acertado contigo –se arrogó ella–, creo que a partir de ahora me voy a dejar llevar por mi voluntad, mi imaginación y mi instinto. ¿Y por tu inteligencia?, le apostilló el vanidoso amante. Esa es la que gobierna todo lo demás, le repuso ella, y se echó a reír.
.....¿Sabes? Ahora quisiera que me lo hicieses como si estuvieras bailando... Sí, que me ensayases ese numerito del show sobre el pedestal, ese tan provocativo que tanto te jalean. Quisiera comprobar hasta qué punto puede aplicarse con una pareja. Él la miró pícaro, y le observó que ya lo había aplicado. ¿Ah, sí? ¿Y qué tal? Ninguna se me ha quejado. Ah, vaya, ¿lo has practicado con varias? ¿Te vas a sentir celosa ya a la primera ocasión?. Nooooo, de eso nada. Ni se me ocurriría. No tengo complejo de única, ni te quiero para mí sola. Simplemente quería conocer los resultados de su aplicación, y si hay garantías de éxito. El éxito está asegurado, y más después de lo que acaba de ocurrir. Es increíble el grado de acoplamiento y sincronización que hemos tenido, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de la primera vez. ¿No suele suceder siempre así? Nooooo –contestó ahora Fermín–, por lo general las primeras veces son de tanteo, y ni por asomo suele ocurrir lo que ha ocurrido entre tu y yo. Bien, dispuso Bárbara, pues vamos a ver qué resultados son esos. Y comenzaron el juego del gozo compartido como dos almas gemelas que no hubieran hecho otra cosa en su vida que compartirse mutuamente. El numerito, que debía realizarse con él de pie, y ella subida a horcajadas, abrazada con las piernas a su cintura, y con los brazos rodeándole el cuello, colmó sus expectativas con creces: tras los pausados prolégomenos y los crecientes cambios de ritmo (que provocaron que Bárbara se viniese un par de veces), la frenética metralleta pélvica final la hizo gemir y gritar como si el alma se le separase del cuerpo (y, en cierto modo, lo sintió así), fue casi medio minuto de trepidante vaivén que parecía no acabar nunca; consecuentemente, el éxtasis estratosférico de Bárbara tampoco, sólo cuando los gruñidos leoninos de Fermín resonaron en sus oídos, tuvo ella consciencia de dónde se encontraba, qué estaba haciendo y con quién, pues su mente, su conciencia y hasta su espíritu, durante el frenesí final, se habían proyectado de manera pulsátil desde su cuerpo hacia el éter, donde parpadeaban flotando, para desde allí regresar a ella, tomar nuevo impulso y volver a proyectarse otra vez; así hasta que Fermín, colmando pletórico sus entrañas, se vino dentro de ella como un íntimo surtidor regando el recién abierto gineceo.
...
.....Tras aquella experiencia, Bárbara ya no fue la misma. Ganó en seguridad y confianza, desechó el sentido de culpa y abrazó el de libertad incondicional. Su rostro, que era como el pecado de un cuerpo de vicio, se transformó en un rostro magnético pletórico de personalidad. Acabó abandonando la congregación mariana y alejándose de la familia. Se fue a New York, donde llegaría a ser modelo cotizada, ya que su belleza corporal en contraste con su cara plena de una extraña y singular originalidad la hizo ser reconocida y deseada por las firmas más prestigiosas del mundo de la moda, y reclamada, por tanto, en todas la pasarelas importantes de las diversas fashion weeks.
.....Con Fermín le unió una amistad de por vida, tan es así, que gracias a ella él también se introdujo en el mundo de la moda. Favor con favor se paga, solía decirle Bárbara; y él la guiñaba el ojo, como aquella primera vez, en Benidorm, cuando se conocieron, tras chocar sus copas deseándose una feliz aventura. Y lo fue. ¡Vaya si lo fue!
1937-
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