lunes, 26 de diciembre de 2011

Un Campo en la Biblioteca




Paseaba mi anonadamiento por los pasillos de uno de esos sanctasantórum del saber donde atestados anaqueles de volúmenes escrupulosamente ordenados por materias y autores desprenden aromas de vetustez y tiempo detenido. Siempre que me hallo en ese estado de estupidez estéril, de idiotez vacua, en que lo más imaginativo que se me ocurre es sentarme al sol y esperar a que la rueda gire con la esperanza de que vuelva a descender el espíritu creativo, recurro, como alternativa al sedentario solaz, a la inmersión en el silencio clamoroso de las bibliotecas. Ésta era una de esas que suelen instalarse en las capitales de provincia, o en núcleos urbanos de cierta importancia, en edificios con carácter histórico, pero que no detentan la categoría suficiente como para formar parte del patrimonio institucional. Edificios reconvertidos en lugares útiles y adecuados al uso que se les da. En este caso se trataba de antigua casa-palacio solariega de un noble cuya descendencia se extinguió, y de la que corrían seculares rumores de hechos acaecidos entre sus paredes cuya entidad sonrojaría, cuando no preocuparía, a todo alma bienpensante. Uno penetraba en aquel lugar y era como si cambiara de dimensión (bueno, eso, en realidad, ocurre siempre con todas las bibliotecas, pero en este caso, la sensación, avivada por la leyenda, se agigantaba). ¿Qué mejor que un sitio así para recuperar la chispa imaginativa?
Allí estaba yo, pues, paseando distraído, sin poderme concentrar en la consecución abrumadora de títulos y autores, intentando descubrir una gota de agua en el océano, sin saber qué gota siquiera.
Al final opté por algo que no suelo hacer casi nunca: pedir consejo. Quizás la solución viniera referida, no por el puro azar, sino por el azar intermediario que otro alma, ajeno a mi situación, pudiera propiciar.
Me acerqué al mostrador con la esperanza de encontrar al timón de aquel culto barco varado a un experimentado piloto que consiguiera orientarme hacia zonas de corrientes cálidas sobre las que navegar y salir del impasse en el que me encontraba. Me recibieron unos enormes ojos verdes gravitando sobre una sonrisa capaz de descongelar el inconstante océano ártico. Como siempre suele ocurrirme ante la contemplación de la belleza, me quedé sin palabras.

-¿Le puedo ayudar en algo? -inquirió, acentuando aún más la sonrisa y, por ende, la luminosidad esmeraldina de su mirada.
Yo, reponiéndome de mi refleja timidez, e intentando aparentar un aplomo que no tenía, logré balbucear mi pretensión consiguiendo hilvanar una serie de frases sobre falta de inspiración, vacío existencial y estupidez innata. Ella, sin dejar de abrumarme con aquellos enormes universos verdes, pasó de la sonrisa a la risa contenida.
-Suele pasar, Sí. Cada cierto tiempo la imaginación, de improviso, se pliega como un paraguas, y a veces nos pilla dentro, aprisionándonos con su negras alas.
Me quedé atónito. Ni en el mejor de los casos hubiera esperado una observación así. Decididamente, era uno de esos días en que, a pesar de todo, la suerte le ronda a uno. Comencé a sentir, indefectiblemente, ese súbito enamoramiento que todos los acuarianos sentimos cuando alguien especialmente hermoso (de apariencia o de carácter) accede a nuestra órbita. La seguí escuchando embelesado, dejándome mecer por aquel rostro que, por sí mismo, ya suponía suficiente estímulo para mi imaginación aletargada.
-En casos así, lo mejor es recurrir a las fuentes donde brota tumultuosa y diversa esa fantasía que nos falta. Yo le recomendaría alguno de los autores románticos que la poseían con prodigalidad, o los grandes fabuladores del siglo XX, en cierto modo herederos de aquéllos: Bécquer, Borges, Cortázar o Bioy Casares, entre los hispanos; Poe, Lord Dunsany, Arthur Machen o Lovecraft, entre los sajones...
-Si pudiera ser algo más concreta -apunté yo, más por afán de conversación, de sentirme mecido por su voz, que porque me diera una solución a mi demanda.
Se quedó mirándome unos segundos mientras parecía pensar (la sonrisa permanecía allí, menos abierta, pero presente, en aquella cara levemente angulosa, enmarcada por una cabellera castaña recogida atrás en una especie de moño descuidado del que pendían aquí y allá mechones sueltos aportándola un aire de natural apostura).
-El País del Yann -dijo, al cabo-. De la colección La Biblioteca de Babel que realizara Borges para la Editorial Siruela en el comienzo de su feliz andadura en el difícil y complejo mundo de la edición bibliófila, a instancias de Franco María Ricci -se la veía orgullosa de su erudición, pero sin caer en la afectación-. Ahí quizás encuentre los estímulos apropiados que lo desatasquen -y, al decir esto, volvió la sonrisa franca y luminosa, pero ahora ya teñida de cierta ironía rayana en la picardía.
¿Qué puedo decir yo, que mi lector no pueda ya adivinar? Gracias a que poseemos un grado de densidad  material suficiente para soportar altas temperaturas emocionales no es posible la licuefacción, sino, allí mismo, yo hubiera sido ejemplo vivo de transmutación de la materia, pasando del estado sólido al líquido con la simple injerencia de aquel catalizador de ojos verdes y sonrisa sideral.
Tras garabatear con soltura sobre una ficha, la puso en mis manos. En la nota figuraba el título, autor y signatura del libro recomendado; con aquella aurora risueña bajo mis pies me fui flotando en busca del volumen.
Incomprensiblemente pude orientarme y encontrar la obrita de poco más de centímetro y medio de canto. Me instalé en una de aquellas alargadas mesas de viejo nogal abrillantado por la acción de innumerables codos, y me dispuse a leer; cosa que logré no sin esfuerzo, pues me resultaba tremendamente difícil relegar a un segundo plano aquella revelación en forma de bibliotecaria.

Consulté el índice y opté por un relato corto. Me pareció lo más pertinente para soltar las verdes amarras. Ni qué decir tiene que al cabo de dos párrafos ya estaba yo nadando entre dos aguas: la literaria y la real, que diez metros más allá, sabía que estaba, quizás, pensando en este alelado romántico, presa fácil de una sirena como ella. Seguidamente transcribo el relato por el que navegué gozosamente mientras sentía el calor de dos verdes soles gravitando sobre mi conciencia...


EL PAÍS DEL YANN
Lord Dunsany

El Campo

   Cuando se han visto caer ya en Londres las flores de la primavera y cómo ha aparecido, madurado y decaído el verano, con esa rapidez con que transcurre en las ciudades, y, sin embargo, se está en Londres todavía, entonces, en un momento imprevisto, el campo alza su cabeza florida y nos llama con su voz clara, urgente e imperiosa. Cerros y colinas parecen surgir como surgirían en el horizonte celestial las filas angélicas de un coro dedicado a rescatar a las almas empedernidas en el vicio, arrancándolas de sus tugurios.
   El trajín callejero no hace el suficiente ruido para ahogar su voz, ni las mil asechanzas londinenses podrían distraernos de su llamada. Una vez que se le ha oído, nos es imposible sujetar la fantasía, que se siente fascinada por el recuerdo de cualquier arroyo rural, con sus guijarros de colores... Londres entero cae vencido por aquél, como un Goliath metropolitano atacado de improviso.
   De muy lejos vienen esas voces interiores, muy lejos en leguas y en remotos años, porque esos montes y colinas que nos solicitan son los montes que fueron: esa voz es la voz de antaño, cuando el rey de los duendecillos soplaba aún su cuerno.
   Yo las veo ahora, aquellas colinas de mi infancia -porque ellas son las que me llaman-, las veo con sus rostros vueltos a un atardecer de púrpura, cuando las frágiles figurillas de las hadas, asomándose entre los helechos, espían el caer de la tarde.  Sobre las cumbres pacíficas no existen aún ni apetecibles mansiones ni regaladas residencias, que han echado hoy a las gentes del lugar y las han sustituido por efímeros inquilinos.
   Cuando sentía interiormente la voz de las montañas, iba a buscarlas pedaleando en una bicicleta, carretera adelante, porque en el tren perdemos el efecto de verlas acercarse poco a poco y no nos da tiempo para sentir que vamos despojándonos de Londres como de un viejo y pertinaz pecado. Ni se pasa tampoco por las aldehuelas del camino, guardadoras de alguno de los últimos rumores de la montaña; ni nos queda esa sensación de maravilla de verlas siempre allí, siempre las mismas, conforme nos acercamos a sus faldas, mientras a lo lejos, distantes, sus santos rostros nos miran acogedores. En el tren nos las encontramos de improviso, al doblar una curva: de repente, allá se presentan todas, todas sentadas bajo el sol.
   Creo yo que si alguno escapase al peligro de algún enorme bosque tropical, las bestias salvajes decrecerían en número y en crueldad conforme nos alejásemos, las tinieblas se irían disipando poco a poco y el horror del lugar terminaría por desaparecer. Pues bien: conforme uno se aproxima a los límites de Londres y las crestas de las montañas comienzan a dejar sentir su influencias sobre nosotros, nos parece que las casas urbanas aumentan en fealdad, las calles en abyección, la oscuridad es mayor y los errores de la civilización se muestran más a lo vivo al desprecio de los campos.
   Donde la fealdad alcanza su apogeo, en el sitio más hórrido y miserable, nos parece oír gritar al arquitecto: "¡Ya he alcanzado la cumbre de lo horrible! ¡Bendito sea Satanás!". En aquel instante un puentecillo de ladrillos amarillentos se nos presenta como puerta de afiligranada plata, abierta sobre el país de la maravilla.
Entramos en el campo.
   A derecha e izquierda, todo lo lejos que la vista alcanza, se extiende la ciudad monstruosa. Pero ante nosotros los campos cantan su vieja, eterna canción.
   Una pradera hay allá llena de margaritas. Al través de ella, un arroyuelo corre bajo un bosquecillo de juncos. Tenía la costumbre de descansar junto a aquel arroyuelo antes de continuar mi larga jornada por los campos, hasta acercarme a las laderas de las montañas.
Allí acostumbraba yo a olvidarme de Londres, calle tras calle. Algunas veces cogía un ramo de margaritas y se lo mostraba a las montañas.
Frecuentemente venía aquí. En un principio no noté nada en aquel campo, sino su belleza y la sensación de paz que producía.
Pero a la segunda vez que vine pensé que algo ominoso se ocultaba en aquellas praderas.
Allá abajo, entre las margaritas, junto al somero arroyuelo, sentí que algo terrible podía acontecer. Allí precisamente, en aquel mismo sitio.
No me detuve mucho en ese lugar. Quizás, pensé, tanto tiempo parado en Londres me habrá despertado esas mórbidas fantasías. Y me fui a las colinas tan deprisa como pude.

Varios días estuve respirando el aire campesino, y cuando tuve que volverme fui de nuevo a aquel campo a gozar del pacífico lugar antes de entrar en Londres. Pero algo siniestro se ocultaba todavía entre los juncos.
Un año entero pasó antes de volver allí. Salía de la sombra de Londres al claro sol, la verde hierba relucía y las margaritas resplandecían en la claridad; el arroyuelo cantaba una cancioncilla alegre. Mas en el momento en que avancé en el campo, mi antigua inquietud renació, y esta vez peor que en las anteriores. Me parecía notar como si entre la sombra se cobijase algo terrible, algún espantoso acontecimiento futuro, que el transcurso de un año habría acercado.
Quise tranquilizarme haciéndome el razonamiento de que tal vez el ejercicio de la bicicleta era malo y que en el momento en que se toma descanso se despertaría ese sentimiento de inquietud.
Poco después volvía a pasar ya de noche por aquella pradera. La canción del arroyo en medio del silencio me atrajo hacia él. Y entonces me vino a la fantasía el pensar lo terriblemente frío que sería aquel lugar para quedarse allí, bajo la luz de las estrellas, si por cualquier razón uno se viese herido, sin posibilidad de escapar.
Conocía a un hombre que estaba informado al detalle de la historia de la localidad. Fui a preguntarle si había ocurrido algo histórico alguna vez en aquel lugar. Cuando me estrechaba a preguntas para que le explicase la razón de las mías, le contesté que aquella pradera me había parecido un buen sitio para celebrar una fiesta. Pero me dijo que nada de interés había ocurrido allí, nada absolutamente.
Así, pues, era del futuro de donde procedía la inquietud.
Durante tres años hice visitas más o menos frecuentes a esa campiña, y cada vez con más claridad presagiaba cosas nefastas, y mi desasosiego se agudizaba cada vez que me entraba el deseo de descansar entre su fresca hierba,junto a los hermosos juncos.
Una vez, para distraer mis pensamientos, intenté calcular la rapidez con que corría el arroyuelo, pero me asaltó la conjetura de si correría tan deprisa como la sangre.
Y comprendí que sería un lugar terrible, algo como para volverse loco, si de improviso se empezasen a oír voces.
Por fin fui allá con un poeta a quien o conocía. Le desperté de sus quimeras y le expuse el caso concreto. El poeta no había salido de Londres durante todo aquel año. Era necesario que fuese conmigo a ver aquella pradera y decirme qué era lo que estaba próximo a acontecer en ella. Era a fines de julio. El suelo, el aire, las casas y el polvo estaban tostados por el verano; se oía, a lo lejos, el trajín londinense, arrastrándose siempre, siempre, siempre. El sueño, abriendo sus alas, se remontaba en el aire, y, huyendo de Londres, se iba a pasear tranquilamente por los lugares campestres.
Cuando el poeta vio aquel prado se quedó como en éxtasis; las flores brotaban en abundancia a lo largo del arroyo;después se acercó al bosquecillo cercano. A la orilla del arroyo se detuvo y pareció entristecerse mucho. Una o dos veces miró arriba y abajo con melancolía; se inclinó y miró las margaritas, una primero, luego otra, muy detenidamente, moviendo la cabeza.
Durante un gran rato estuvo silencioso, y, entretanto, todas mis antiguas inquietudes volvieron con mis presagios para lo futuro.
-¿Qué clase de campo es este? -Le dije.
Y él movió la cabeza con pesadumbre.
-Es un campo de batalla -dijo.

Fin



Por increíble que parezca había logrado olvidar a mi consejera. Cuando emergí del relato sus ojos volvieron a mí, su sonrisa apareció de nuevo intercalada con aquel paisaje inquietante que había pasado, con sutil y sabio avance, de la enunciación bucólica, idílica y pastoril de la naturaleza no hollada, contrapuesta a la sordidez urbana, a la ominosa premonición del horror mancillando margaritas y tiñendo de rojo el apacible fluir del arroyuelo.
Cercana la hora del mediodía, al acercarme de nuevo al mostrador para devolver el libro, no pude evitar, al tiempo que dejaba en las manos de aquella hermosa mujer El País del Yann, junto a mi explícito agradecimiento, preguntarla si le apetecería comer conmigo. Ella, sonriendo ahora con cierta malicia, me contestó que solo disponía de hora y media antes de volver a su puesto.
-Suficiente para ilustrarme sobre qué hay de cierto acerca de los rumores que corren sobre este lugar: esa leyenda no sé si truculenta o morbosa, que lo dota de un misterio añadido -le dije yo, de forma automática, sin pensar, con lo primero que se me vino a la mientes.
-¿Le parece bien en veinte minutos? -dijo ella, divertida ante el azoramiento que yo intentaba malamente disimular.
-Me parece perfecto. La espero en la puerta. ¿Su nombre es...?
-Lilith, mi nombre es Lilith -contestó sin pestañear.


-o-o-o-