lunes, 19 de diciembre de 2011

Un sueño de siglos...




Tenía uno de esos días que uno no espera tener cuando, a pesar de emerger plúmbeamente del sueño, despierta por la mañana. Uno cree que con despertar así, como saliendo a duras penas y con gran esfuerzo de un pantano de arenas movedizas, ya es suficiente; que con aterrizar en la vigilia rebotando, con la boca del estómago queriendo salirse por la boca, uno ya ha purgado sobradamente el delito que supone estar vivo un día más. Pero no, antes de una hora uno acaba por darse cuenta de que se encuentra en caída libre por una pendiente de despropósitos: al pobre pie descalzo le sale al encuentro la esquina de la incómoda cómoda que por arte de magia adquiere elasticidad invadiendo la trayectoria del paso, se acaba el agua caliente en medio de la ducha (es invierno), se queman las tostadas (pues el tostador, cómplice ese día, se encasquilla y pasa del termostato), se acabaron las galletas y no tienes más pan (habrás de beberte el café sin más acompañamiento que las noticias de las ocho -que ese día son especialmente luctuosas), "casualmente" se ha estropeado el ascensor y te toca bajar los siete pisos "a pata", sales a la calle y, obviamente, está lloviendo a mares -con lo que odias circular en coche los días de lluvia-,... En fin, todo aquel que haya tenido uno de esos días, sabe a lo que me refiero. Días así deberían estar terminantemente prohibidos, descontados del cómputo vital de un ser vivo; o, sino, adecuadamente resarcidos: por cada día insufrible, dos de vacaciones... debidamente asegurados, claro.

El caso es que tenía uno de esos días. A medida que avanzaba de despropósito en despropósito sentía esa sensación, que uno suele tener en días así, de que alguien se está riendo de ti. Pero riendo de lo lindo. Uno, entonces, encuentra plausible y justificada la invención, por parte de los hombres, de seres irreales, de dioses, de duendes; pues es imposible que las cosas sucedan tan coherentemente mal encadenadas de una manera fortuita. Lo primero que se piensa en una situación así -a poco que se piense- es que alguien está jugando con los pobres mortales, que una inteligencia invisible está tirando de los hilos que manejan las cosas visibles. ¡Qué inteligentes los griegos, los sumerios antes que ellos, todos los pueblos con una cultura altamente desarrollada, en general! Qué bien supieron ver la necesidad de echarle la culpa a alguien de la empecinada y recalcitrante mala suerte. Le echas la culpa a alguien, y en ese preciso instante te sientes idefectiblemente descargado, traspasas la responsabilidad o, al menos, la repartes. Esto lo saben muy bien los políticos, por ejemplo; y por eso lo utilizan en beneficio propio (y con buenos réditos, por cierto; pues no hay más que apuntar con el dedo para que todo el mundo, de manera refleja, mire -ya sea en dirección a donde se apunte, o al dedo).

Tras dar las clases a unos alumnos más revoltosos de lo habitual (¿tendrá la mala suerte carga eléctrica negativa?), opto por huir y recluirme en un lugar, a priori, a salvo de los idus nefandos: la biblioteca municipal. Voy a leer, así es que no me siento incumbido al ver el cartel que indica que hay una caída en la red informática y, en consecuencia, el servicio cibernético no funciona. Las mesas, las sillas, los libros, están ahí, no hay, pues, problemas: podré leer. Y aquí comienza a virar el día, o, al menos, eso creo. Paseando la mirada por los anaqueles (paso por esta vez de poesía; dado el día que llevo necesito algo más evasivo y más inocuo, menos cruento), ¡ops!, me encuentro con un librito que nunca antes vi (y soy de los que suelo tener bastante controlados los estantes de las bibliotecas que suelo visitar ). Pertenece a una edición antigua, ya descatalogada, de una colección encargada a Jorge Luis Borges por Carlo María Ricci sobre literatura fantástica. Nadie mejor que el autor del Aleph para un encargo así. Treinta y tres títulos poco frecuentados, desconocidos muchas veces, joyitas de esas que conviven al lado de uno sin uno enterarse hasta que alguien apunta con el dedo (¡!)... y el dedo apuntador de uno de los mayores fabuladores de la literatura universal no es cualquier dedo: es un dedo con autoridad, un dedo al que uno puede seguir con la convicción de que lo que ha de encontrar en la dirección que apunta es tan fantástico como el propio dedo. Por cierto, cada libro de la colección está magníficamente prologado por el taumaturgo argentino.
El volumen que tengo ahora ante mí es El País del Yann, del inefable aristócrata irlandés John Moreton Drax Plunkett, más conocido como Lord Dunsany, un autor al que Borges consideraba indispensable, y que no suele figurar, incomprensiblemente, en los listados de autores, no ya más leídos, sino tan siquiera citados en las antologías críticas.

Heredero de Edgar Allan Poe, Lord Dunsany es uno de esos creadores de universos propios, cuya materia sideral se nutre de lo fantástico, que surgirían en el último tercio del siglo XIX y primero del XX (Lovecraft, Tolkien, los Bloch o Howard de Weird Tales). Autores imbuidos aún de romanticismo y ambiente gótico que compensaban con su tremenda imaginación una realidad existencial demasiado sometida a lo necesario, a lo material, privando al ser humano de algo tan esencial como el sentido mágico de la vida. Ellos pusieron sólidos pilares a un género que recién iniciaba su andadura y que hasta hoy no ha dejado de crecer y ramificarse (a lo fantástico, lo maravilloso o el terror, se añadiría después la ciencia ficción, las sagas de superhéroes, la metafísica de los orígenes, etc.).
Pero les hablaba de uno de esos días puestos patas arriba, de su imprevisible desarrollo, de su inextricable destino. Ese destino me puso en las manos aquel librito que el bueno de Borges había seleccionado para componer una hipotética e ideal Biblioteca de BabelEl País del Yann... 
De prosa elegante y fluida, Dunsany, realiza con pasmosa facilidad y coherencia la simbiosis entre la realidad y lo maravilloso, deslizándose de una a otro sin solución de continuidad, lo que dota a sus relatos de gran verosimilitud. Podría decirse que su universo literario es más maravilloso que fantástico, goza más de la fascinación de lo posible que de la probabilidad de lo mágico. Al leerlo uno tiene la sensación de penetrar en sus prodigiosas tramas con la facilidad con que lo hace el café con leche en un bizcocho...
Feliz por el hallazgo, cojo la preciosa edición de Siruela, de tapas cartoné y papel Torreón Guarro Casas, verjurado, de tono ebúrneo, con tipografía en caracteres bodonianos, clara y grande, disponiéndome a pasar un rato más que agradable y, sobre todo, a conjurar el maleficio de un día aciago. Realismo mágico, azar y fantasía contra realismo dramático, previsibilidad y aojamiento.

No me resisto a transcribir íntegramente el primer relato de la compilación, ya que su argumento podía ilustrar perfectamente ciertas oscuras zonas oníricas de mi propia experiencia...


EL PAÍS DEL YANN
Lord Dunsany

En donde suben y bajan las mareas

Soñé que había hecho una cosa horrible, tan horrible, que se me negó sepultura en tierra y en mar, y ni siquiera había infierno para mí. Esperé algunas horas con esta certidumbre. Entonces vinieron por mí mis amigos, y secretamente me asesinaron, y con antiguo rito y entre grandes hachones encendidos, me sacaron.
Esto acontecía en Londres, y furtivamente, en el silencio de la noche, me llevaron a lo largo de calles grises y por entre míseras casas hasta el río. Y el río y el flujo del mar pugnaban entre bancos de cieno, y ambos estaban negros y llenos de los reflejos de las luces.Una súbita sorpresa asomó a sus ojos cuando se les acercaron mis amigos con sus hachas fulgurantes. Y yo lo veía, muerto y rígido, porque mi alma aun estaba entre mis huesos, porque no había infierno para ella, porque se me había negado sepultura cristiana.
Bajáronme por una escalera cubierta de musgo resbaladizo y viscosidades, y así descendí, poco a poco, al terrible fango. Allí, en el territorio de las cosas abandonadas, excavaron una somera fosa. Después me depositaron en la tumba, y de repente arrojaron las antorchas al río. Y cuando el agua extinguió el fulgor de las teas, viéronse, pálidas y pequeñas, sobrenadar en la marea; y al punto se desvaneció el resplandor de la calamidad, y advertí que se aproximaba la enorme aurora: mis amigos fugitivos desaparecieron calladamente.
Entonces volvió el fango cansadamente y lo cubrió todo, menos mi cara. Allí yacía solo, con las cosas olvidadas, con las cosas amontonadas que la marea no llevará más adelante, con las cosas inútiles y perdidas, con los ladrillos horribles, que no son tierra ni piedra. Nada sentía, porque me habían asesinado, mas la percepción y el pensamiento estaban en mi alma desdichada. La aurora se abría, y vi las desoladas viviendas amontonadas en la margen del río, y en mis ojos muertos penetraban sus ventanas muertas tras las cuales había fardos en vez de ojos humanos. Y tanto hastío sentí al mirar aquellas cosas abandonadas, que quise llorar, mas no pude, porque estaba muerto. Supe entonces lo que jamás había sabido: que durante muchos años aquel rebaño de casas desoladas había querido llorar también; mas, por estar muertas, estaban mudas. Y supe que también las cosas olvidadas hubiesen llorado, pero no tenían ojos ni vida. Y yo también intenté llorar, pero no había lágrimas en mis ojos muertos. Y supe que el río podía habernos cuidado, podía habernos acariciado, podía habernos cantado; mas él seguía corriendo, sin pensar más que en los barcos maravillosos.
Por fin, la marea hizo lo que no hizo el río, y vino y me cubrió, y mi alma halló reposo en el agua verde, y se regocijó, e imaginó que tenía la sepultura del mar.
Mas con el reflujo descendió el agua otra vez, y otra vez me dejó solo con el fango insensible, con las cosas olvidadas, ahora dispersas, y con el paisaje de las desoladas casas, y con la certidumbre de que todos estábamos muertos. 
En el renegrido muro que tenía detrás, tapizado de verdes algas, despojo del mar, aparecieron oscuros túneles y secretas galerías tortuosas que estaban dormidas y obstruidas. De ellas bajaron al cabo furtivas ratas a roerme, y mi alma se regocijó creyendo que al fin se vería libre de los malditos huesos a los que se había negado entierro. Pero al punto se apartaron las ratas breve trecho y cuchichearon entre sí. No volvieron más. Cuando descubrí que hasta las ratas me execraban, intenté llorar de nuevo.
Entonces, la marea vino retirándose, y cubrió el espantoso fango, y ocultó las desoladas casas, y acarició las cosas olvidadas, y mi alma reposó por un momento en la sepultura del mar. Luego me abandonó otra vez la marea.
Y sobre mí pasó durante muchos años arriba y abajo. Un día me encontró el Consejo del Condado y me dio sepultura decorosa. Era la primera tumba en que dormía. Pero aquella misma noche mis amigos vinieron por mí, y me exhumaron y me llevaron de nuevo al hoyo somero del fango.
Una y otra vez hallaron mis huesos sepultura a través de los años; pero siempre, al fin del funeral, acechaba uno de aquellos hombres, quienes, no bien caía la noche, venían, me sacaban y me volvían nuevamente al hoyo del fango.
Por fin, un día murió el último de aquellos hombres que hicieron un tiempo la terrible ceremonia conmigo. Oí pasar su alma por el río al ponerse el sol.
Y esperé de nuevo.
Pocas semanas después me encontraron otra vez, y otra vez me sacaron de aquel lugar en que no hallaba reposo, y me dieron profunda sepultura en sagrado, donde mi alma esperaba descanso.
Y al punto vinieron hombres embozados en capas y con hachones encendidos para volverme al fango, porque la ceremonia había llegado a ser tradicional y de rito. Y todas las cosas abandonadas se mofaron de mí en sus muchos corazones cuando me vieron volver, porque estaban celosas de que hubiese dejado el fango. Debe recordarse que yo no podía llorar.
Y corrían los años hacia el mar adonde van las negras barcas, y las grandes centurias abandonadas se perdían en el mar, y allí permanecía yo sin motivo por miedo a la terrible envidia y a la cólera de las cosas que ya no podían navegar.
Una vez se desató una gran borrasca que llegó hasta Londres y que venía del mar del Sur; y vino retorciéndose río arriba empujada por el viento furioso del Este. Y era más poderosa que las espantosas mareas, y pasó a grandes saltos sobre el fango movedizo. Y todas las tristes cosas olvidadas se regocijaron y mezcláronse con cosas que estaban más altas que ellas, y pulularon otra vez entre los señoriles barcos que se balanceaban arriba y abajo. Y sacó mis huesos de su horrible morada para no volver nunca más, esperaba yo, a sufrir la injuria de las mareas. Y con la baja mar cabalgó río abajo, y dobló hacia el Sur, y tornóse a su morada. Y repartió mis huesos por las islas y por las costas de felices y extraños continentes. Y por un momento, mientras estuvieron separados, mi alma creyóse casi libre.
Luego se levantó, al mandato de la Luna, el asiduo flujo de la marea, y deshizo en un punto el trabajo del reflujo, y recogió mis huesos de las riberas de las islas del sol, y los rebuscó por las costas de los continentes, y fluyó hacia el Norte hasta que llegó a la boca del Támesis, y allí volvió a Occidente su faz implacable, y subió por el río y encontró el hoyo del fango, y en él dejó caer mis huesos; y el fango cubrió algunos y dejó otros al descubierto, porque el fango no cuida de las cosas abandonadas.
Llegó el reflujo, y vi los ojos muertos de las casas y la envidia de las otras cosas olvidadas que no había removido la tempestad.
Y transcurriendo algunas centurias más sobre el flujo y el reflujo y sobre la soledad de las cosas olvidadas. Y allí permanecía, en la indiferente prisión del fango, jamás cubierto por completo ni jamás libre, y ansiaba la gran caricia cálida de la tierra o el dulce regazo del mar.
A veces encontraban los hombres mis huesos y los enterraban; pero nunca moría la tradición, y siempre me volvían al fango los sucesores de mis amigos. Al fin dejaron de pasar los barcos y fueron apagándose las luces; ya no flotaron más río abajo las tablas de madera, y en cambio llegaron viejos árboles descuajados por el viento, en su natural simplicidad.
Al cabo percibí que por dondequiera a mi lado se movía una brizna de hierba, y el musgo crecía en los muros de las casas muertas. Un día, una rama de cardo silvestre pasó río abajo.
Por algunos años espié atentamente aquellas señales, hasta que me cercioré de que Londres desaparecía. Entonces perdí una vez más la esperanza, y en toda la orilla del río reinaba la ira entre las cosas perdidas, pues nada se atrevía a esperar en el fango abandonado. Poco a poco se desmoronaron las horribles casas, hasta que las pobres cosas muertas que jamás tuvieron vida encontraron sepultura entre las plantas y el musgo. Al fin apareció la flor del espino y la climátide. Y sobre los diques que habían sido muelles y almacenes se irguió al fin la rosa silvestre. Entonces supe que la causa de la Naturaleza había triunfado y que Londres había desaparecido. 
El último hombre de Londres vino al muro del río, embozado en una antigua capa, que era una de aquellas que en un tiempo usaron mis amigos, y se asomó al pretil para asegurarse de que yo estaba quieto allí; se marchó y no le volví a ver: había desaparecido a la par que Londres.
Pocos días después de haberse ido el último hombre entraron las aves en Londres, todas las aves que cantan. Cuando me vieron, me miraron con recelo, se apartaron un poco y hablaron entre sí.
-Sólo pecó contra el Hombre -dijeron.
-No es cuestión nuestra.
-Seamos buenas con él -dijeron.
Entonces se me acercaron y empezaron a cantar. Era la hora del amanecer, y en las dos orillas del río, y en el cielo, en las espesuras que un tiempo fueron calles, cantaban centenares de pájaros. A medida que el día adelantaba, arreciaban en su canto los pájaros; sus bandas espesábanse en el aire, sobre mi cabeza, hasta que se reunieron miles de ellos cantando, y después millones, y, por último, no pude ver sino un ejército de alas batientes con la luz del sol sobre ellas, y breves claros del cielo. Entonces, cuando nada se oía en Londres más que las miriadas de notas de canto alborozado, mi alma se desprendió de mis huesos en el hoyo de fango y comenzó a trepar sobre el canto hacia el cielo. Y pareció que se abría entre las alas  de los pájaros un sendero que subía y subía , y a su término se entreabría una estrecha puerta del Paraíso. Y entonces conocí por una señal que el fango no había de recibirme más, porque de repente me encontré que podía llorar.
En ese instante abrí los ojos en la cama de una casa de Londres, y fuera, a la luz radiante de la mañana, trinaban unos gorriones sobre un árbol; y aun había lágrimas en mi rostro, pues la represión propia se debilita en el sueño. Me levanté y abrí de par en par la ventana, y extendiendo mis manos sobre el jardincillo, bendije a los pájaros, cuyos cantos me habían arrancado a los turbulentos y espantosos siglos de mi sueño


Fin

-o-

Cuando salí de la lectura de este desasosegante relato afuera había dejado de llover, el sol hacía rato que se había escondido tras el horizonte y el día, orientado ya hacia su tramo final, ese en que se deja deslizar apresuradamente hacia las puertas del sueño, parecía haber cambiado sus aviesas intenciones, quizás ya ahíto de repartir zozobra y malestar. Cerré el libro y me dirigí al mostrador donde gestioné el préstamo. Me lo llevé a casa portándolo en la mano, no pudiendo evitar sentir en su palma una cierta humedad terrosa, como transpirada por aquellas páginas en que se desarrollaba la desventurada aventura fangosa e insepulta de aquel desdichado. Mientras caminaba entre el reflejo de las luces en las calles mojadas y el intenso olor a húmedo del ambiente, en mi cabeza no dejaba de bullir la especulación sobre qué horrible y execrable crimen habría podido cometer el protagonista del cuento para merecer tan maldito destino.
En cierto sentido, lo comprendía muy bien; algo en mí no dejaba de sentirse culpable por haber cometido al menos un delito que mereciera tal fin. Lord Dunsany quizás no hiciera sino reflejar la tortura a la que un alma humana que ha vivido, padecido, luchado y gozado, no deja de someterse alguna vez en su vida. Quizás el crimen de haber nacido...
También pensé que el día, definitivamente, no había sido tan aciago, o que lo había sido de manera intencionada para empujarme a aquel dichoso encuentro. Porque si algo sé, es que las cosas sólo suceden una vez, una única vez, y si no se está ahí cuando suceden, nunca ya se podrán vivir, nunca en ese momento único.





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