sábado, 3 de diciembre de 2011

Antonio Canova: Piedra idealizada. (2) Fuerza



Fuerza:
1. f. Capacidad para mover una cosa
que tenga peso o haga resistencia.
2. Toda causa capaz de modificar el estado
de reposo o de movimiento de un cuerpo.
3. Vigor, robustez.
4. Vitalidad, intensidad.

Poseía tal fuerza en la mirada que era capaz de doblegar las voluntades
sin mover un músculo. Sus gestos y sus movimientos eran confiados y
elegantes, naturales e instintivos, como un felino cuando sale de caza.
Su fuerza estaba tan segura de sí misma que no necesitaba exhibirse:
le bastaba ser sugerida con sus ojos e irradiada con su contención.
Era la fuerza en sí mismo, pura materialización del concepto,
con tan palmaria rotundidad que todos lo reconocían así
con solo hallarse en su presencia; era imposible
no sentirse, en cierto modo, encogido ante él.
El Héroe. Héctor Amado


Relato: Biografía de una mujer ausente

No tengo nombre, y por no tenerlo, me es imposible la existencia. Aunque, quizás, debiera decir que como no existo no hay un nombre con el que llamarme. Soy: la Ausente. Y digo ausente y no inexistente, porque, a pesar de mi inexistencia, he estado ahí siempre, sin existir, existiendo. Como alguien que debiera estar, y por hallarse en otro lugar, en otro tiempo, no está. Solo que yo tampoco estoy en otro lugar ni en otro tiempo. Simplemente, estoy sin estar. Se podría decir que nací con él, predestinada a él y solo a él: una especie de ser irreal, solapado como una sombra al ser a quien debe la no-existencia existente. Para ser aún más precisa y no caer en generalizaciones que no hacen sino generar descrédito, debiera concretar que, en realidad, mi no-existencia existente comenzó el mismo día en que su madre, Angela Sardo, lo dejó en manos de su abuelo para volverse a casar con Francesco Sartori y trasladarse con éste a su región natal. Tres años antes había muerto su padre. La familia Canova, otrora rica, ahora vivía de las rentas del trabajo, como cantero y discreto escultor local, del abuelo Pasino Canova. No se me malinterprete y se caiga en la fácil conclusión de que mi inexistencia existente no es más que el producto de la imaginativa mente y el sensible corazón de Antonio que sustituía así a la madre perdida. Nada de eso; tal simplista reduccionismo freudiano me ofendería, si así se creyera.

Estaría más cerca de la verdad -y de la realidad- quien dedujra, antes bien, que mi naturaleza participa más de la del ángel de la guarda que de la del simple producto imaginativo, pues yo existía -no existiendo- gracias a él, pero no por él. Cuando de niño se pasaba horas y horas contemplando las formas de las piedras, observando cómo su abuelo aplicaba el cincel al mármol, cómo de la materia informe iba surgiendo la forma conocida, cómo, en fin, el ser humano es capaz de recrear lo que no existe e insuflarle su entusiasmo, su vitalidad (todo esto lo había visto él en su abuelo, mientras esculpía y el sudor le corría por la frente, mientras la mirada enfebrecida se abismaba en aquel bloque compacto como si ya entreviera la forma que lo habitaba), en esos momentos de entusiasta enajenación en que él, un niño de cinco o seis años, dejaba la realidad para abismarse en la posibilidad, ahí, en esos precisos momentos es cuando comenzó a verme, cuando yo inicié mi inexistente existencia. No, no veía a mí a una madre; yo, entonces, no era mayor que él, apenas una niña que lo sonreía con el candor y la delectación de la mariposa que observa su más preciada flor. Al principio, sólo me devolvía la sonrisa al tiempo que sus intensos ojos verdes me observaban (una mirada semejante a aquellas que dedicaba a su abuelo, quizás con más curiosidad, pero idéntica concentración: cualquiera hubiera dicho que no existía para él nada más en el universo que yo -una inexistente niña existente). Después, comenzó a dirigirse a mí; me hacía señas para que lo siguiese, y mientras él caminaba volvía la vista para comprobar si yo le obedecía. Como confirmó que invariablemente yo estaba allí siempre, dejó de mirar; solamente caminaba confiado hacia el lugar en que me aguardaba una sorpresa, un detalle, un descubrimiento, alguna circunstancia que quisiera compartir conmigo, y, al llegar, se volvía sabiendo que yo estaba ahí, a su lado, esperando la sorpresa con una sonrisa en los labios y una mirada curiosa brillando en mis ojos sugestivamente achinados.

Nunca intentó tocarme; a veces adelantaba la mano como queriendo hacerlo, pero, enseguida, tornaba el gesto para, haciendo una revolera en el aire o un delicado y elegante movimiento con la palma hacia arriba, indicarme que pasara adelante, como queriendo decir: "aquí está, esto es lo que te quería enseñar". Así, me hacía partícipe de las cosas más peregrinas: un nido donde acababan de eclosionar dos jilgueros que no hacían sino piar continuamente abriendo de forma desmesurada sus pequeños picos, y en los que él depositaba pequeñas larvas blancuzcas que encontraba bajo las piedras; una pequeña cabeza de piedra caliza, de ojos saltones y abierta sonrisa, ligeramente desgastada, representando probablemente a un dios penate, que acababa de desenterrar; un arbusto florecido, en primavera, ejerciendo la función de zoco donde una miríada de insectos -a cuál más bellos-, revoloteaban, escalaban o transitaban entre los flexibles tallos, las tiernas hojas y los olorosos botones donde la dulcedumbre del polen recién formado los atraía irremisible y gozosamente; a veces solo me llevaba hasta la ribera del río, y allí, sigilosamente, al abrigo de los altos álamos, las feraces zarzas y las tupidas retamas, me enseñaba un lugar recóndito, una especie de piscina natural donde, en un recodo disimulado por la vegetación, la corriente se remansaba y al que acudían los mozos y las mozas a refrescarse. No pocas horas nos pasábamos allí observando aquellos cuerpos desnudos, unos más bellos que otros, casi siempre jóvenes, incluso muy jóvenes, en esa edad ambigua en la que es difícil establecer una distinción de la belleza que los diferencia, pues está ahí, por igual representada en ambos sexos: aquellas delicadas líneas, aquellos sutiles perfiles, aquellas suaves o pronunciadas curvas, le iban impregnando, las iba absorbiendo, Antonio, sin percatarse aún de lo que ello significaría pocos años después en su vida. Mientras observábamos aquellos seres sin tiempo retozar, jugar y, a veces, amarse, nuestros ojos coincidían, nos mirábamos con complicidad, divertidos, y hasta creo aventurar que, en ocasiones, con un incipiente y difuso deseo, como uno de esos picores imaginarios que no se corresponden con ninguna causa dérmica, pero que, aun con todo, no dejan de sentirse. Fue un tiempo muy feliz en que ambos, Antonio y yo -la Ausente-, tendimos una red invisible de emociones compartidas que, como hiedras, entrelazaron nuestras almas.

Después tuvo que trabajar. Su abuelo, además de enseñarle la técnica del dibujo -y gracias al cual descubriría el enorme talento de su nieto para las artes gráficas-, le había ido proporcionando pequeños trabajos en el taller: esculpir bustos en pequeñas piedras, figuritas de animales y frutas, pulimento de superficies,... todo, en mármol de Carrara. Aquel, su primero maestro de arte, quería que se familiarizase con la naturaleza aristocrática de esta roca metamórfica, que la conociera al mismo tiempo que iba conociendo su propio cuerpo, su propia piel. Como el bueno de Pasino decía: "solo con lo excelente se llega a lo excelente", y él se aplicaba al cuento: su nieto debía conocer la excelencia, familiarizarse con ella, descubrir por qué lo es, y solo así, identificarse con ella de forma natural, no como un bien adquirido, no como un tesoro o un objeto suntuoso, no, sino como parte de su propia naturaleza, una faceta más de su íntima razón de ser: si así lo hacía -estaba seguro el noble anciano- no sentiría la llamada de la superficial fama, ni el fútil reclamo del engreimiento, ni la soberbia haría mella en él; la excelencia sería su estado natural y nadie, por muy elevado que fuere su rango social, podría aguantarle nunca la mirada, una mirada pura y franca, intensa como la noche y luminosa como el sol. En resumidas cuentas, el abuelo Pasino, quería que Antonio descubriera la fuerza inconmensurable que posee el genio cuando lo es -y él, el anciano escultor de segunda categoría, estaba convencido de que su nieto lo era, y en grado sumo-. Yo asistía a aquel encomiable intento con tanta ilusión como ellos -pues ambos compartían entusiasmo en sus progresos-, pero con menos incertidumbre, pues yo sí sabía lo que le esperaba. Es la ventaja que tenemos los inexistentes: podemos movernos por el espacio y el tiempo sin dificultad, porque no estamos ligados a ninguna dimensión; como avatares que somos conocemos pasado, presente y futuro, aunque no nos está permitido revelar lo no acaecido -pero si nos es posible sugerir...-.

Con poco más de 10 años Antonio se traslada a Venecia, su abuelo le busca patronazgo con la noble familia Falier. Allí recibirá instrucción, y, tres años más tarde, enseñanzas prácticas de escultura en el taller de su primer maestro, Giuseppe Torretto. Antonio asimila con gran facilidad, se empapa de contenidos y adquiere habilidades, desarrrolla su intuición y fomenta la disciplina en el trabajo. Su genio absorbe con facilidad, tiene la naturaleza porosa de una esponja pero su interés se enfoca en la condición dolomítica del mármol, en su estructura cristalina, en su capacidad para obedecer las intenciones del creador. Nuestra relación sigue estrecha, los dos entramos en la adolescencia y nos interrogamos mutuamente sobre un nuevo ardor que empieza a recorrer su venas y que le vuelve algo más taciturno. A veces le sorprendo mirando a través de mí, más allá de mi inconsistente consistencia, de mi evanescente aura, lo que me hace sentir aún más inexistente. Pero sé que es lógico, empieza a sentir la llamada del sexo, y eso le causa perplejidad: por un lado le gusta esta nueva manera de sentir, por otro, le hace sentirse incómodo. Por eso hace como que mira sin verme, traspasándome con la mirada, sin detenerse en mi inexistente cuerpo que ya comienza a marcar curvas, así mismo inexistentes. A veces le sorprendo excitado, cuando cree que no le observo, y sé que piensa en mí, lo sé porque siento su llamada, su excitación creciendo en el ámbito de mi evocación, hasta que alcanza un clímax con el que me estremece sin él saberlo. Su sensibilidad en esa época se agudiza, es entonces, cuando comienza a tener ligeras disfunciones digestivas; su estómago parece un lábil registro de emociones. Así pasaremos los siguientes dos años, hasta que, ya pasados los 15, se siente listo. Listo para crear su primera obra con entidad de tal.

La muerte de su maestro, Torretto, será la señal. Su patron, el senador Falier, le encarga un grupo de dos estatuas a tamaño natural: Eurídice será terminada cuando Antonio ya había cumplido los dieciséis años; para ver acabada Orfeo habrá que esperar aún tres más. Su trabajo causa sensación: son esculturas aún muy berninianas pero admirablemente realizadas. Recuerdo que cuando acometió la ejecución en arcilla de los bocetos previamente dibujados de su Euridice me pidió que adoptara una postura tras otra, deteniéndose unos minutos en cada una de ellas, para, al final, decantarse por dos o tres que llevaba a cabo con una destreza inaudita en unos minutos. Así generó su primera idea: esa Eurídice pasto de las llamas que desde el inferno la alcanzaban por detrás, introducéndose entre sus piernas y cubriéndola el sexo, al tiempo que una mano la asía fuertemente de la muñeca, reteniéndola y abortando así su regreso al mundo de los vivos. Es un cuerpo exuberante, con algo de matrona (cosa, por cierto, que nada tiene que ver conmigo, sino con la modelo real que posó ante él: una joven algo entradita en carnes), un cuerpo aún no idealizado. Creo que en aquella figura exorcizó la figura de su madre, estoy convencida de ello. Sin decírmelo, me era patente. Con aquella figura doliente, víctima del destino -y de la desconfianza de su amante y amado Orfeo-, se deshizo del dolor del abandono; él, como un trasunto de aquel desgraciado y virtuoso citaredo, seguiría su camino, solo ya -sin la madre, sin la mujer-, imbuido de confianza y seguridad en sí mismo. También a partir de la realización de aquella figura comenzó a mirarme con otros ojos. Comencé a sentirme mirada como mujer. Pero había algo extraño en ese su mirarme, en ese su sentirme, en ese su evocarme: era una mirada anfibológica, llena de sensualidad y respeto, plena de virilidad y de contención. Creo que, también, en esa época comenzó a hacer de la sublimación de sus intensas emociones el leivmotiv de su inspiración creativa. Incluso pienso ahora, desde la distancia que me permite una perspectiva adecuada, que buscaba esa excitación de sus emociones para disparar su creatividad, transformando el fluir de su refinado erotismo en pasmo de obra de arte.

Se sentía fuertemente atraído por la mitología griega, por el clasicismo griego en general. Por ese mundo variopinto y colorista, sometido a fuerzas antagónicas, trágicas y olímpicas, que, por un lado, era capaz de compaginar una imaginación desbordante para recrear su teogonía, y, por otro, sentar las bases y desarrollar un rigor racional diametralmente opuesto a toda esa tropa de dioses, héroes y mitos. La naturalidad con que ambos universos convivían era lo que más le cautivaba. Aquella explosión de serena belleza, aquella búsqueda constante y exitosa de la perfección física y la no menos profunda de la racional como súmmum del ideal clásico, le fascinaba. El hecho de encontrarse en Venecia y tener a su alcance innumerables muestras de aquel ideal, reproducidas hasta la saciedad por el esplendor romano, contribuyó no poco en este sustrato estético sobre el que fundaría toda su obra posterior.
Con 22 años realizó su última obra aún influida por el gran genio barroco: Dédalo e Ícaro. Obra considerada aún bajo la concepción berniniana en su expresión formal, desprende, no obstante, un aroma personal, un algo que no es preceptivo de Bernini, una rara mezcla de naturalidad e idealización, en sus gestos -el de Dédalo en el instante en que fija las alas a Icaro, o el de éste complacido por lo que para él parece un juego- y en sus anatomías -perfectos los cuerpos de Dédalo anciano y de Ícaro mozalbete-. En 1779 llevará a cabo su primera exposición con un rotundo éxito. Su Dédalo e Icaro será expuesta en la Plaza de San Marcos. Su fama comenzará un viaje que lo conducirá, primero, directamente a Roma, y desde allí por toda Europa: será reclamado por reyes, emperadores y nobles, se le abrirán todas las academias y todos los corazones, y el entrará en todos, se dará a todos, dejará huella en todos. Y yo siempre con él, gozando con él, siendo testigo de su gloria, sufriendo sus dudas -que las tuvo-, participando de su inspiración, contribuyendo a su equilibrio, a su seguridad, a su certidumbre,... siendo la mujer, la mujer inexistente, la mujer ausente que siempre lo acompañó. Pero esto, ya, lo dejo para otro momento.
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File:Antonio Canova, by George Hayter.jpg


ICONOGRAFÍA 2

En esta segunda agenda iconográfica haremos un itinerario por las obras de Canova que apropiadamente -creo- he asociado a la característica que les es común: la Fuerza. Fuerza destilada en la forma y en el fondo, fuerza que exudan los cuerpos vigorosos, ideales, olímpicos; fuerza que sugiere la expresión de la acción plasmada o el personaje por quien en mármol se encarnan; la fuerza a veces dudosamente viril, equívoca, por lo elegante y armoniosa, pero siempre incontestable. Sin duda, Canova, fue quien más siguió el ideal griego de perfección formal. Si Miguel Ángel es la cima del Renacimiento y la colosalidad, si Bernini es el zénit del Barroco y la vitalidad, Canova es la cumbre del Olimpo neoclásico y su representación ideal, el heredero de aquella cultura portentosa que golpeara primero y doblemente, es el epítome (a pesar de sus seguidores y/o imitadores -véase Thorvaldsen, por ejemplo) de una humanidad orgullosa de serlo y que proclama su lugar en el universo platónico al que el hombre está abocado cuando quiere mirarse en los ojos de los dioses.
Teseo, el gran rey mítico de Atenas, el contemporáneo y compañero de fatigas de Heracles, está aquí representado por partida doble: en una, la primera, ilustrando su famoso episodio en Creta, donde la actitud se muestra serena tras la victoria, pero de poderosa intención subrayada al aparecer sentado sobre su víctima, el Minotauro; el torso del héroe nos recuerda con evidencia el torso del Apolo de Belvedere, su clasicismo es innegable, es la obra con la que anuncia lo que será su estilo inconfundible. En la segunda representación se hace alusión a una de sus muchas aventuras, la guerra suscitada entre lápitas y centauros, cuando éstos, asistentes por parentesco a la boda de Piritoo, lapita y amigo de Teseo, completamente ebrios intentaron violentar a la novia y demás mujeres presentes; en este caso la acción es representada con rigor y verismo, mas con contención: el poderoso cuerpo y gesto de Teseo -su ceño fruncido, su brazo en alto a punto de descargar el fatídico golpe sobre la cabeza del centauro, al que mantiene fuertemente asido por la garganta con la otra mano, esa rodilla clavada en el vientre de hombre y pecho de caballo del infausto híbrido- destilan poder, fuerza, determinación, dominio, victoria.
A Hércules nos lo representa en el momento previo al de su muerte, cuando Licas, su asistente, le engaña regalándole una túnica que Deyanira -la esposa del héroe- le ha entregado; esta túnica está empapada con la sangre de Neso, el centauro muerto por Heracles, que actuará de potente veneno provocando la muerte del semi-dios. Consciente de ello, Hércules, antes de morir, con toda la furia desatada, agarra al inerme Licas para estrellarlo contra el suelo. La representación es pasmosamente realista, inconmensurablemente enérgica. Canova cuida hasta el mínimo detalle: el corpachón del héroe, sus miembros, sus pies y manos poderosos, la fina tela ciñéndose a su piel, ese doble agarre prodigioso -por la punta del pie, de los cabellos-, el cuerpo arqueado del desgraciado traidor, intentando asirse a lo que pilla: un pilar, la melena de la piel del león de Nemea; su gesto es de desesperación, de pavor, del que sabe que recibirá una horrorosa muerte.
Otro héroe, en este caso Perseo, en actitud semejante al primer Teseo, nos muestra el resultado de su lucha con la terrorífica Gorgona, Medusa, de mirada fatal y enmarañados cabellos entretejidos por serpientes. Ese cuerpo perfecto del héroe, tan griego (si Fidias, Praxíteles o Lisipo levantaran la cabeza, creerían ver a una réplica de sí mismos); esa elegante inclinación del cuerpo ligeramente descansado sobre el pie izquierdo, compensada por el arma bifurcada. Todo aquí es armonía. La versión Capitolina es aún más expresiva, sobre todo en la compungida mueca del rostro de Medusa, que la del museo neoyorkino.
Las acciones violentas, las acciones más ligadas a la disputa, se cierran con esta representación de un hecho histórico acaecido durante los juegos Nemeos del siglo IV a.d.C., en que durante un combate de pancracio, los púgiles Creugas -o Creugantes- y Damoxenos, han de dirimir su victoria (pues la puesta del sol les sorprende sin haber un vencedor) mediante la regla que fija en la ejecución de una serie de golpes alternativos que un púgil debe de asestar al otro, venciendo el que logre quedar de pie. Damoxenos emplea una técnica prohibida, que más parece un golpe de karate, que una acción pugilistica: le hunde la mano con los dedos extendidos en el vientre, justo debajo de las cotillas, lo que provocará la muerte de Creugas. Esos cuerpos poderosos, esos gestos resueltos -más taimado el de Damoxenos, más recio, pero franco, el de Creugas-, son la plasmación vívida de lo acaecido.
El seductor de Paris no podía faltar a la cita, con su gorro frigio, con su cuerpo atractivo, capaz de seducir a la mujer más hermosa -y provocar la guerra más famosa de la historia antigua. Maravilla de proporción y elegancia, virilidad metrosexual, cuerpo que igual puede ser deseado por mujeres que por hombres...
Y ya, un Napoleón idealizado, magnificado su cuerpo hasta alcanzar el lustre y esplendor de las acciones que acometiera. Por algo lo representa Canova como Marte Pacificador, con sus atributos, pero sin el casco. Aquí, dos de sus versiones: una de mármol y la otra en Bronce. Parece ser que el propio Emperador abominó de esta obra, por no sentirse a gusto con el desnudo (quizás el corso tuviera un acusado sentido de la autocrítica, además de una absoluta confianza en sí mismo).
Los cuerpos de Palamedes o Apolo coronándose a sí mismo son banderas de cuerpos extremadamente idealizados, cantos a la forma perfecta, carente de emoción, pero, a pesar de ello, sugestiva en el detalle.
Endimión dormido es una maravilla de recreación de la laxitud de un bello cuerpo en reposo. El perro acentúa ese far niente con su actitud atenta; ese perro que parece sacado de un papiro o una estela egipcios, Anubis, asistiendo al sueño del héroe, custodiando la paz y el descanso.
Dédalo e Ícaro nos permiten contemplar, así como el grupo -distante en el espacio, y el tiempo- Eurídice y Orfeo, el primer Canova, su vinculación con Bernini, sus semejanzas, y su personalidad ya incipiente.
Por último en feliz sincretismo: Marte y Venus, Fuerza y Delicadeza, la acción reposada y la contemplación activa, el embeleso y la ternura.
Como en la anterior entrega, en esta se exponen las obras y algunas de sus versiones, todas realizadas por el autor. Espero que sea de su agrado y aprovechamiento.

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18. Teseo y el Centauro






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19. Hércules y Licas



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20. Perseo con cabeza de Medusa






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21. Teseo sobre el Minotauro




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22. Creugantes y Damoxenos




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23. Napoleón como Marte Pacificador




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24. Paris



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25. Endimión Durmiente



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26. Dédalo e Icaro




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27. Palamedes




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28. Orfeo y Euridice




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29. Apolo coronándose a sí mismo




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30. Venus y Marte


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