Relatos de Verano
9
Milena
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.....Milena no era checa sino nacida en Chueca, el pintoresco barrio de Madrid donde se concentra el glamour gay. Pero Milena sí quiso estudiar periodismo y ser escritora al igual que la checa. Milena no sabía que era lesbiana hasta que se dio cuenta, ya con veinte años, que los labios de una mujer, que las yemas de los dedos de una mujer, que las miradas de una mujer, la producían mayor turbación que los de un hombre. Milena, antes de darse cuenta que era lesbiana, sólo había estado con hombres, sólo había acariciado a hombres, sólo la habían poseído hombres, pues eso al fin y al cabo es lo que sacaba en limpio de los escarceos amorosos que con ellos había tenido: se sentía usada, manejada, utilizada... poseída. Ella en cambio no terminaba de cogerle gusto (no, al menos, el que ella esperaba y deseaba, el que ella imaginaba, aquél que en sueños la dejaba complacida... y mojada; aunque nunca acabara de identificar al causante de su onírica satisfacción: cuerpo difuso, sin rostro y sin cuerpo: sólo sensación, sólo emoción, sólo gozo). Milena no era cobarde, antes al contrario era portadora del coraje que siempre ha caracterizado a ciertas mujeres especiales (no siempre lesbianas), cuya especialidad podría definirse como esforzadas nadadoras a contracorriente.
.....Milena, sin saber por qué, desde muy joven se sintió atraída por un tipo de heroína, la que a la postre resultaba de una ambigüedad sexual desconcertante: Artemisia Gentileschi, Hildegard von Bingen, Safo de Mitilene, Sor Juana Inés de la Cruz, Isadora Duncan, Anaïs Nin, la hetera Tais, la divina Greta Garbo o el azulino ángel de Marlene Dietrich... Mujeres así, de equívoca sexualidad y atrayente biografía. La figura de la amazona también la atrajo durante la infancia (su espíritu aguerrido y su rebeldía la necesitaba, si no como modelo, sí como figura literaria en la que ubicar su fantasía combatiente). Nunca pudo identificarse con las heroínas sufridas y abnegadas, por más que acabaran imponiéndose desde el sometimiento (véase Lucrecia o tantas mártires). Tampoco se sentía cercana a la heroína castradora –tan caras a las ultra-feministas (una Judith o una Salomé le eran igual de odiosas). Admiraba, sobre todo, la valentía de reconocer la propia verdad, y, reconociéndola, blandirla como un justiciero mandoble, como Juana de Arco, otra de sus admiradas figuras de la infancia. Pero sobre todo lo que descubrió que no le gustaba era ser dominada, mera tierra conquistada, vulgar posesión de una enhiesta pica en Flandes, simple albergue circunstancial del regocijo masculino que huella con vara de mando. El relativo placer que el hombre le proporcionaba no le compensaba la creciente sensación de dominación que sentía por parte de éste. El hecho de que ellos tuvieran asegurado el placer quizás contribuyese a ello. Uno encontró, en su corta vida de experiencias carnales, más pendiente de complacerla a ella que de su propio placer; y tampoco se trataba de eso. Nunca experimentó con un hombre una relación entre iguales. Y eso era lo que ella demandaba: igualdad en derechos, en exigencias, en sentimientos, en circunstanciales dominios y ocasionales sometimientos. Su palabra clave era compartir, y no repartir (llevándose en el reparto, además, la parte peor y más exigua).
.....Milena, ya siendo lesbiana confesa, se enamoró de Francisco. Y le ocurrió porque Francisco era un hombre muy especial. No, no era gay. Francisco era un hombre con una sensibilidad de mujer; pero de una mujer que tuviera un alma masculina. Francisco era una especie de muñeca rusa, no porque tuviese muchas personalidades enfundadas unas dentro de otras, sino porque no tenía una personalidad definida. Y esa personalidad difusa se extendía hacia su interior como una serie de imágenes reflejadas en un juego de espejos, sin principio, ni fin. Así al menos se sentía él. Y así, ni más ni menos, lo percibió Milena: alguien sin definir, sin cerrar, con la conciencia tan abierta como un ser no del todo desgajado del Ser primordial. Un ser religado, eso era Francisco. Un ser desligado, eso era Milena. Milena se había desligado de la convención, del papel que le correspondía representar: el atribuido a priorí por una naturaleza concebida e interpretada por los hombres; y lo hizo de manera voluntaria, lúcida y libre. Francisco estaba religado a su pesar, esclavo de su conciencia sin límites, sometido al albedrío de lo que contiene todos los albedríos. Francisco escribía, y en sus escritos intentaba reflejar ese mundo lleno de universos, y lo reflejaba como lo haría una mujer, porque su sensibilidad —ya lo he dicho— era la de una mujer con alma de hombre. Así, ese su reflejar, ese su escribir, contenía reflejos llenos de matices, reflejos llenos de tonos intermedios, reflejos de imágenes, ya rotundas ya alucinantes, con perfiles difuminados, reflejos de nubes pescadas con red en la agitada superficie del océano de la existencia. Y fue esto por lo que Milena se enamoró de Francisco: porque pescaba nubes reflejadas en océanos inmarcesibles, los de su propia conciencia. Milena se enamoró de Francisco porque le pareció la mejor manera de penetrar en su conciencia, para allí compartir tan cautivante ocupación, tan azarosa pesca. Milena supo, cuando conoció y se enamoró de Francisco (pues se enamoró nada más conocerlo), que su lesbianismo era incidental, mero resultado del haber de su experiencia; pero no era una naturaleza concretada; no, al menos, la suya. Al conocer a Francisco supo que la preferencia sexual, la identificación sexual, si se quiere, es otra convención más: una convención relativa al grado de concienciación del individuo. Pues al ser humano le es dado, pese a nacer adscrito a uno de los dos sexos (salvo los rarísimos casos de hermafroditismo verdadero), la conciencia asexuada del Ser , sólo dividido aparentemente en su condición de individuo sujeto a existencia mortal, de ser sujeto a la perspectiva de vida material.
.....Milena conoció a Francisco a través de sus escritos. Milena se enamoró del reflejar del alma de Francisco, del ser reflectante que éste irradiaba través de sus escritos, de sus pensamientos, de su materializar en lenguaje esa su propia conciencia hecha de nubes pescadas en la superficie del océano de la existencia. Cuando conoció a Francisco personalmente Milena supo que se había enamorado del hombre, no de un reflejo. Pues Francisco era su propia escritura; en realidad ésta era sólo una parte de Francisco, una de las muchas muñecas que escondía en su interior: su propia naturaleza fragmentada a fuer de no tener límites. Milena se enamoró, ya de paso, de todas las muñecas que entrevió en los ojos de Francisco, en sus silencios, en sus gestos, en su estar, en su irse, en su ser, en fin, en su continuo ir y venir, como ese océano que él intentaba reflejar. Milena vio en Francisco al avatar de lo que es, aquello que no tiene principio ni fin, que contiene todos los principios y todos los fines, que se funde en un mismo principio que es al mismo tiempo su propio fin. Milena para ver lo que vio en Francisco debió participar de la misma naturaleza que él, sino no lo hubiera reconocido. Y así es como fue que Milena se enamoró de su propia naturaleza, que estaba más allá de adscripciones sexuales, que no se atiene a las limitaciones convencionales que a casi todos les son necesarias para vivir sin perder la razón.
.....Francisco y Milena no estaban locos, no habían perdido la razón, no estaba sumidos, por tanto, en una noche sin referencias, sino que vivían deslumbrados por sus conciencias. Establecieron una relación física, sí, pero sobre todo espiritual, en ese reino de lo abstracto en el que las cosas pierden su sentido y los nombres saltan hechos pedazos, pues nada pueden definir, nada acotar, a nada dar existencia en el reino del espíritu, que es el reino del Ser. Los nombres son imprescindibles para el mundo sensible, para la razón, para el intelecto —que no puede identificar las cosas sin un nombre que las materialice—, pero no para el espíritu. Al espíritu (y esto Milena y Francisco lo sabían) le estorban los nombres, pues acotan, limitan, perfilan; y en el reino del espíritu no hay perfiles, acotaciones ni límites. Ellos dos se sentían así: ilimitados, y más cuando se conocieron, pues entonces vieron desde fuera que lo que sentían desde dentro era discernible, considerable, real. No era su sueño, no era su delirio, no era su pesadilla, sino que era su realidad. Una realidad objetiva y objetivable desde fuera, por otro. Milena y Francisco podrían haber sido Adán y Eva en el Paraíso, antes de la caída; pero al mismo tiempo se sentían como Adán y Eva tras la expulsión: arrojados a un mundo incapaz de comprenderlos en su justa realidad, un mundo donde debían sentir de una manera y aparentar de otra para no ser tachados de locos, o lo que es peor, de excepcionales y de bichos raros, de marginales o de malditos.
.....Milena y Francisco, Francisco y Milena, fueron seres reales viviendo una irrealidad, la de sus consciencias, esas que pescaban nubes en la superficie del océano de la existencia, sí, pero que también pescaban certezas en sus profundidades. Pero estas certezas se cuidaban muy mucho de intentar comunicarlas, de darlas expresión, pues eran de naturaleza inefable, como todo lo que se encuentra en las profundidades del océano de la existencia. Aquellos que dicen referirlas, aquellos que las pregonan, que las publicitan, no hacen sino pregonar y publicitar su propia vacuidad, su pedante vanidad. Las certezas más profundas que tiene la existencia son de esta naturaleza, inefables, por ello es necesario captarlas con el espíritu; un espíritu consciente de sí mismo, de su ser, de su ausencia de límites, de su inefabilidad. Sólo pueden pescar nubes, por otra parte, seres así, pues con su aleve nasa de conciencia lúcida son capaces de apresar la densidad de las nubes. Milena y Francisco, Francisco y Milena se dedicaron a pescar en sus recíprocos océanos, que, siendo el mismo océano, lo experimentaban como ajeno; no extraño, sino ajeno, fuera de sí mismos, estando, ellos, en el mismo, meras muñecas rusas unas dentro de otras, todas distintas, todas la misma. Milena y Francisco, Francisco y Milena, se fundieron en un único ser, y no sólo con los cuerpos, sino con sus almas, puesto que los dos, sintiéndose el uno que deseaban ser, se reintegraron al único ser del cual ambos —como todos— emanaron.
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GALERÍA
Ted Withers
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