sábado, 9 de agosto de 2014

Relatos de Verano (11) - GALERÍA: Hubert de Lartigue. Pin Ups (1)




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Relatos de Verano

10

Helena

Primera Parte

1
.....Durante la escapada ni miraron hacia atrás. Sabían que nadie les seguía, pero tampoco les importaba demasiado. Raptados por sí mismos, por una pasión que los dominaba por encima de cualquier otra consideración de orden práctico, sólo pensaban en el horizonte hacia el cual tendían. Un horizonte jalonado de apasionados días, de más apasionadas noches, de futuro apasionado, en suma, pues la efervescente espuma en la cual se hallaban inmersos no les dejaba ver otra cosa. Y no voy a decir que no debiera ser así; los momentos están para ser aprovechados... La vida vale tan poco (y a la vez es tan valiosa), es tan efímera, que todo lo que sea ganar en profundidad, ya que en longitud es imposible, bienvenido sea. No seré yo quien ponga objeciones a vivir la vida apasionada, loca o embriagadoramente. Pero si en esos momentos fuésemos capaces de controlar la inmensa energía que de nosotros brota y que acaba por derrocharse sin medida (y a veces sin beneficio), quizás nuestros problemas se acabarían de un plumazo. Imaginémoslo por un momento: todos esos seres que víctimas (gozosas o no) de una pasión desorbitada capaz de conmover los cimientos de una vida, enfocando y controlando ese su exceso de ganas de comerse el mundo, el suyo y el de los demás, por ejemplo, hacia la solidaridad: empeñados en acabar con el hambre en el mundo, o dispuestos a acabar con las desigualdades sociales, o resueltos a llevar la justicia (la verdadera, la que exige y demanda a cada cual lo suyo) allí donde es violentada sistemáticamente. Estoy seguro que todos estas cuestiones quedarían resueltas más pronto que tarde. Pero no, eso no puede suceder, porque en el origen de la pasión (del exceso de energía que moviliza y acarrea) está el egoísmo. La pasión es un sistema de seguridad que la naturaleza ha dispuesto en el ser humano. Sabiendo que la razón entraría en conflicto con el instinto, Natura, tan sabia ella, ideó para el hombre la pasión; o sea que, en todo modo, la pasión puede considerarse un equivalente —trasunto ad hoc para organismos inteligentes— al instinto animal.

.....Oh, sí, hay pasiones benéficas y altruistas, se me objetará. Pero es que esas pasiones benéficas  o altruistas, juegan también en el mismo bando de las necesidades de la especie. Son pasiones egoístas, pues nacen de una necesidad de la especie (que en unos individuos se desarrolla, por división del trabajo): la de la pervivencia. Toda pasión es víctima de su propio exceso, lo encarna, lo representa, lo enarbola. La pasión amorosa se exhibe de modo habitual impúdicamente a contrapelo, la mayoría de las veces, del sentido común. Uno, cuando es víctima de un amor irrefrenable, imperativo, dominante, no para en mientes... ni se atiene a la verdad. La ficción sobre la que se funda la pasión amorosa no admite lógica ni realidad que cuestione ese fundamento ficticio del cual brota, y que, volviendo el mundo del revés, no lo reconozca como la verdad preferible y, sobre todo, deseable. Es por lo que tiene tanto predicamento, y por lo que, en Derecho, existe una figura como la enajenación como eximente. Quien padece la influencia de un amor superlativo (que llamamos pasión) es un enajenado. Quien hiere o mata por amor, tiene más disculpa —convencionalmente— que aquel que lo hace por odio, por venganza o por gusto. El amor tiene tan buena prensa, la pasión tanta disculpa, que inmediatamente sentimos simpatía cuando somos testigos de una pasión amorosa vivida hasta el límite (quizás porque nosotros no seamos capaces de hacerlo, pese a desearlo secretamente).

.....Helena escapaba de su pasado. No lo hacía sola, no hubiera podido, le hubieran faltado las fuerzas... y la motivación. Escapaba en volandas de su pasión por Alejandro. Éste, con una estúpida sonrisa de felicidad decorando su cara, conducía ufano el coche a toda velocidad. De vez en vez cruzaba una mirada de embeleso y de complicidad con Helena, que iba sentada a su lado. Era tal su seguridad de que lo que dejaban atrás no volvería a sus vidas, que habían arrojado las llaves de sus respectivas casas, ya abandonadas, por la ventanilla del auto. Sólo existía para ellos lo que el destino les quisiera deparar, pero siempre delante, frente a ellos. Tan convencidos estaban de su decisión que en ningún momento echaron una mirada de reojo, ni una furtiva, al retrovisor, ni de modo reflejo, ni como tic inconsciente. Y eso era mucha seguridad. También es cierto que mucha era la pasión. Y si era mucha se debía a que en su conexión habían coincidido dos almas gemelas, no idénticas sino complementarias. Además estaba la cuestión, nada baladí en la pasión amorosa, del sexo. Desde un primer momento conectaron, y lo hicieron con tal perfección y aprovechamiento, con tal grado de sincronía y concordancia, que funcionaban como la más exacta maquinaria de precisión. Alargaban o acortaban sus éxtasis a placer (a un placer siempre generoso con ellos), las caricias, los besos, hasta las posturas en la cama mientras dormían entre escaramuza y escaramuza se acoplaban con precisión relojera. ¿Cómo no iban a tener la impresión, la seguridad, de que habían nacido el uno para el otro?

.....La pasión puede ser tan poderosa, puede llegar a obnubilar tanto como para desdeñar cualquier peligro. Si es pasión verdadera —y no simple encaprichamiento o interés encubierto—, puede incluso hacer del pusilánime un héroe, al igual que puede volver a un héroe un cobarde. Puede enfrentarse incluso a la muerte, desafiarla y, en algunas pocas ocasiones, vencerla. Helena y Alejandro se estaban enfrentando a la muerte, y sólo eran relativamente conscientes de ello. Porque relativizaban todo lo que no tuviera que ver con su amor, con lo que acontecía entre ellos, o entre ellos y el mundo, pero siempre poniéndolo en relación con su imperativo sentimiento. Sabían que serían perseguidos. Sólo debían esconderse, hurtarse durante un tiempo a las miradas del mundo. Desaparecer en un lugar remoto, anónimo, donde ellos engrosaran el censo del anonimato. Decidieron, para despistar a los sabuesos que sin duda enviarían en su busca, cruzar a Portugal, llegarse a Oporto, y allí coger un avión hacia Argentina, donde Alejandro tenía familia. A los dos les atraía el cambio de aires, de hemisferio y de continente. Pensaban en la Patagonia como destino final, en alguno de los varios paraísos que allí se ubican: Bariloche, Neuquén, Nadie les buscaría allí, porque nadie tenía motivos para imaginarlos allí. La sofisticada Helena nunca había hecho explícita esta íntima preferencia, y la sofisticación con que vivía habitualmente no hacían imaginar una tal íntimo deseo. Su marido menos que nadie. Pues como todos los hombres pagados de sí mismos, poderosos y engreídos, se jactaba de conocer muy bien a quienes le rodeaban, ya fuesen amigos, guardaespaldas, sicarios o, sobre todo, sus mujeres.

2
.....Lo último que se le hubiera pasado por la cabeza a Chucho Salabarría "Barra" era que su mujer se podía largar con otro hombre. No le podía entrar en la mollera, por la sencilla razón de que ésta la tenía completamente abarrotada de arrogancia y no albergaba el menor resquicio para ubicar tonterías como esa. Además, estaba el apodo. Su origen no tenía nada que ver con su apellido, contra lo que pueda parecer, sino que se lo debía a la confluencia de dos significados o motivos diferentes: uno de las cuales era el ser aficionado a repartir justicia con una barra de acero. Al principio, antes de forjarse el apodo, cualquier barra de acero le servía (no le gustaban los bates de béisbol, ni siquiera los metálicos —éstos, además, por el sonido a hueco que producían—, porque le recordaban demasiado a los americanos, que odiaba. Con el tiempo, como hace todo samurái que se precie con su espada, había encargado a un prestigioso maestro herrero la confección de una barra especial, de un metro con veintidós exactos centímetros de longitud por veinte de circunferencia, hueca en su centro para aligerar su peso. Pero no se crea que era una barra cilíndrica así, sin más, nada de eso, la tortuosa imaginación de Chucho y su procaz genio iban más lejos: el metro inicial de tan original tizona, que comprendía una empuñadura forrada en cuero de cabrito, era liso, y en él llevaba grabado un rayo dorado que apuntaba hacia la punta: esos veintidós centímetros finales que eran una réplica de... su berga en estado de erección. Para ello se hizo sacar un vaciado en yeso a cuarenta grados (hay quien dice que trucado, pero quien lo dice se cuida muy mucho de darse a conocer); este molde es el que se trasladó al artesano para que culminara su contundente obra de maestra. Este era el segundo significado, la segunda motivación, que había contribuido a forjar el apodo "Barra."

.....Con tan singular arma personalizada solía romper los brazos y las piernas de aquellos que osaban contradecirle o jugársela, pero no se limitaba sólo a golpear, ya que con el obsceno extremo también infligía otro tipo de agresiones más incisivas y penetrantes que los simples porrazos. Solía ser especialmente cruel (sabía donde golpear y donde incidir para causar el máximo dolor) con aquellos que defraudaban su confianza, otorgándoles una larga y angustiosa agonía. Especial pavor causaba a las mujeres, por motivos obvios que no creo necesario ni conveniente explicitar. Esta razón podría ser suficientemente poderosa para lograr el respeto a su persona y la sumisión a sus órdenes y caprichos, si no lo fuera ya el que era poco menos que imposible esconderse de él. Su organización extendía sus tentáculos e influencia por las sentinas delictivas de todo el país, y allí donde él no llegaba, su respetuosa relación con los otros capos mafiosos le aseguraba la localización de cualquier huido. Así fue encontrado Jaime "Yimi" González, cuando, tras beneficiarse a una nigeriana del harén particular de Chucho, trató de esconderse en la Costa Brava. Detectado por los hombres de Joan Gatell "Joanet", fue capturado y conducido a Galicia, al cuartel general de Barra, que lo estuvo acariciando durante dos horas, con pausa para comer, para continuar con las maniobras percutantes y penetrantes durante la sobremesa, hasta empalmar con la merienda, que sería convenientemente aderezada con los sesos del desdichado. La brutalidad, pues, de Chucho Barrías con Trancarrayo era proverbial, dentro y fuera de España. Había, incluso, quien le imitaba en México (al menos de ello presumía él, que consideraba a los grandes capos de los cárteles aztecas sus modelos: los más cabrones entre todos los cabrones —decía entre risotadas).

.....¿Cómo había caído una preciosidad como Helena con Chucho Salabarría, se pensará? La contestación sin ser fácil no es difícil. Primero porque Helena y Chucho (cuando era, simplemente, Jesús, o Suso para los compañeros de juegos) se habían criado juntos. Él siempre estuvo enamorado de ella, desde crío. De hecho comenzó a cogerle gusto a eso de zurrar la badana a los demás gracias a ella. Por su causa, quiero decir. No dejaba que nadie se acercara a ella, salvo su amiga Fina (que era bizca, muy entrada en carnes y muy poco agraciada) y alguna otra compañera de clase sin riesgo. Al chico que se le ocurría abordarla le caía encima, cuando se enteraba, el bruto de Jesús. Y lo hacía sin avisar, como un perro o un gato al que se castiga a destiempo por haber meado fuera del tiesto. Iba el desdichado por la calle, y... ¡zas! le caía encima el bruto de Jesús; estaba el infortunado jugando al futbolín, y ¡zas! el bruto de Jesús atizaba de nuevo; se estaba bañando el desgraciado tranquilamente en el río, y en un amén Jesús éste lo medio ahogaba... Un día calculó mal (ya con diecisiete años y la apariencia de póngido que le caracterízaría siempre) y recibió una soberana paliza de un chico dos años mayor que él y un palmo de desarrollada estructura muscular más alto que él, asiduo de gimnasio y empeñado en galantear con Helena. Ahí fue cuando se le ocurrió la genial idea de la barra de acero. Bueno, en realidad, fue una de hierro: un trozo de cañería de un metro de largo, con el que por poco mata al guaperas que le había roto dos dientes y desviado la nariz. Estuvo el pobre dos meses en el hospital, y nunca se le quitaría la cojera, ni volvería a gozar de su perfecta nariz recta, ni de frente lisa, ni... Suso lo dejó hecho un asco, más de doscientos puntos necesitaría el infeliz para zurcirle los muchos rotos que le causara aquel bestia. La desmesurada tunda supuso su ingreso el reformatorio, tras ser debidamente caneado, a su vez, por su padre. De su estancia en la reformadora institución salió, dos años después, ya completamente formado y con el horizonte clarificado: sería un gran hombre, un hombre fuerte al que nadie tosería jamás, y al que hasta la policía respetaría, porque nunca se dejaría coger; lo del reformatorio fue un accidente de novato, se decía a sí mismo. Se podría decir, en muchos sentidos, que lo consiguió. Comenzó una meteórica y exitosa carrera profesional en el sector de la alta delincuencia.

....Con veintisiete años decidió casarse (sí o sí) con Helena, que contaba dos menos. Pretendientes no le faltaron a ésta durante todo ese tiempo, pero... Chucho —ya titulado así al salir del reformatorio— andaba siempre celando; su fama se encargaba del resto. Helena floreció como una azucena: blanca y pura. Y así se casó, con un recargado vestido estilo Imperio regalado por su celoso novio, al que se había añadido —a petición de Chucho— una suntuosa cola de encaje ribeteada de armiño de cinco metros, que necesitaba una corte de diez querubines para ser llevada (dos, uno a cada lado, por cada tramo de un metro). Don Camilo los ungió con el santo sacramento del matrimonio, obteniendo por su contribución una talla nueva (horrorosa por cierto) del Crucificado para la capilla del mismo nombre (porque la que tenía, del siglo XVIII, era muy vieja —según la docta opinión de Chucho). La noche de bodas la recordaría con estremecimiento toda su vida Helena, pues Barra hizo alarde de su veintidós largo, al que, como emisario, enviaría a tomar posesión de cuanto umbral condujera al interior de la desdichada virgen.
.....De aquello hacía ya tres años. Tres años de purgatorio, cuando no de infierno, en la cama y donde pillara. Eso sí, Helena tenía cuanto podía desear. Aunque, la verdad, desear, desear, la infeliz sólo deseaba una cosa: librarse de aquel bestia.

3
.....La aparición de Alejandro fue milagrosa. Al fin Dios escuchaba sus súplicas enviándole un arcángel. Pues un arcángel debía ser, cuanto menos, quien se atreviese a desafiar el poder de Chucho Salabarría. Y lo que se dice arcángel probablemente no lo era Alejandro Troyano, pero sí era un tipo bizarro, a pesar de su juventud. Juez de profesión, tomó posesión del puesto en el Juzgado de Primera Instancia del distrito controlado por el póngido mafioso. Éste, obviamente, lo quiso poner en nómina, para lo que fue debida y cortésmente invitado a comer en su pazo. No pudo llevar a su señora, como recomendaba la invitación, por no tenerla, pues era soltero: las oposiciones no le habían dejado tiempo para flirteos. Ahora, a sus treinta y tres años ya podía permitirse el lujo de ir ojeando a la futura señora Troyano. Su ojeo no tendría que dilatarse demasiado, pues en cuanto conoció a aquella hermosa mujer, sofisticada, delicada, que parecía tan bellamente ... triste, lo tuvo claro: ya la había encontrado. ¿Que estaba casada? Bueno ¡y qué!. ¿Con Chucho Salabaría? Bueno, ¡y qué! Todo tiene solución en esta vida, todo tiene, como el agua, un camino hacia su mar, opinaba Alejandro; era cuestión de dejarse llevar por la ley de la gravedad. Y lo grave de su situación, lo verdaderamente grave, no era que enfrente tuviese a un despiadado patán, sino que se enamoró hasta las trancas. Tanto que le costaba conciliar el sueño por las noches, al que no accedía si no era tras soñar despierto con Helena, allí, junto a él, haciendo el amor como benditos locos. Así, realtivamente apaciguado por la humedad de la evocación y la mirada entregada de su amada, lograba penetrar en el reino de Morfeo.

.....Alejandro le dio largas a Salabarría en las pretensiones de éste para captarlo y colocarlo en nómina (pese a la muy generosa oferta que el matón le hizo). Como el joven juez iba de cara, dominando extraordinariamente bien el lenguaje oral y gestual, Chucho (que tenía respeto por la gente franca, aunque no pensara como él, mientras no se metiera en sus asuntos), le dio tiempo. Lo invitaba a cuanta ocasión se presentaba, Y siempre había ocasiones, pues las fiestas, ya fueran en su pazo o en lugares menos comprometidos, eran constantes. El señor Salabarría, todo hay que decirlo, en apariencia era una persona relevante e influyente, con más dominio que autoridad, que se había ganado un nombre de persona altruista a base de donaciones a instituciones benéficas y dotaciones para el municipio donde tenía su residencia, o simplemente dando trabajo en sus varias empresas-pantalla (limpieza, tratamiento de aguas, mantenimiento urbano) a los parados que engrosaban crecientemente las listas del paro local. Aquellas dotaciones y donaciones, obviamente, eran oportunamente reembolsadas en forma dineraria o en especie por esas mismas instituciones o por sociedades mercantiles interpuestas; detalle éste que  no era del dominio público, pero al que tanto la policía como los periodistas de investigación daban todo el crédito de los más que razonables indicios, aunque nunca se encontraran pruebas irrefutables. Hasta ahora el mafioso no había dejado ningún cabo suelto del cual tirar, sólo indicios, humo, y con eso no se podía pillar a nadie. Pero para una nada despreciable —y creciente— parte de la comunidad bienpensada de la región (y a la comunidad le interesaba pensar bien) don Chucho Salabarría era un benefactor generoso, y un empresario, si duro, exitoso.

.....Fue en una de estas fiestas, de la que tuvo que ausentarse precipitadamente Chucho (se cree que para ejercitar Trancarrayo con un rival díscolo, que pillaron cuando intentaba salir del país por una cala de las Rías Baixas). Helena fue quien se acercó a Alejandro, instintivamente atraída por la sensación de seguridad que emitía el joven magistrado. También, desde luego, por su apostura: metro ochenta de fibra bien ejercitada como compensación a las largas sesiones de estudio, rostro varonil, moreno, con el pelo ligeramente ensortijado, un suave hoyuelo en la barbilla a lo Robert Taylor, nariz romana y grandes ojos verdosos que adquirían un singular tono ambarino bajo la luz artificial, lo que aportaba un aire extrañamente camaleonino a su mirada; sus movimientos eran elásticos y confiados, como los de esos leones que han alcanzado el esplendor de su madurez, y que que no conociendo enemigos tampoco necesita la cautela. Helena comprobó que era una delicia hablar con aquel hombre. Sus palabras y el tono que empleaba para decirlas eran envolventes, creando una especie de surround en torno a ella que actuaba con el efecto de una caricia aterciopelada. Tras este primer encuentro a solas —aunque estuviesen entre la gente, se sintieron solos, y únicos, en el mundo—, ella también estuvo segura de que la oportunidad llamaba a su tan implacable y despiadadamente blindada puerta.

(continuará)

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GALERÍA


Hubert de Lartigue
1963

SELECCIÓN 1

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