Relatos de Verano
8
Alexandra
.....En realidad Alexandra debió haberse llamado Alejandra, de hecho a su padre siempre le pareció preferible la versión castellana de tan ilustre nombre; pero ya se sabe que a la hora de bautizar (y más si se trata de una niña), la opinión de la madre es lo que cuenta, y a la madre la "j" le parecía demasiado ordinaria y agresiva para un ser tan delicado como sin duda sería su hija, por lo que prefería la más suave y exótica "x". Así es que a Vicky (en realidad se llamaba Victoria, pero ya se sabe...) se le antojó llamarla Alexandra, y como Alexandra sería bautizada un 10 de septiembre (pese a las tímidas reservas de don Fulgencio, el párroco encargado de verter el agua consagrada sobre la intonsa cabecita, que era de la misma opinión del padre respecto al nombre; pero ya se sabe que...). llegados a este punto es preciso informar que Alexandra pertenecía a una de esas familias consideradas de abolengo —de humilde abolengo, pero abolengo al fin y al cabo. Ganado el rango de nobleza paterno en el desastroso '98 (en que los exiguos restos —Cuba, Puerto Rico, Filipinas— del otrora inmenso Imperio Español terminaron por perderse en una deshonrosa y humillante guerra contra Estados Unidos) gracias a la heroica y decisiva intervención de Luis Hernando de la Cueva (bisabuelo de Carlos Hernando de la Cueva, padre de Alexandra), a la sazón coronel de infantería, en el repliegue de las tropas acantonadas en Manila, que evitó una masacre aún mayor de lo que fue. Alfonso XII, desolado y agradecido, le otorgaría al "Héroe de Pantalang"el título nobiliario de Barón, con carácter hereditario. Por otro lado, la parte materna no era menos noble; a decir verdad lo era más, pues su antigüedad nobiliaria se remontaba al siglo de Oro, en el que Felipe III otorgaría título de Conde y tierras en Burgos a don Pedro Sotomayor, caballero de la orden de Malta, y uno de los protagonistas de la toma de Hammamet a los turcos en 1602. En esta diferencia de alcurnia habría que poner el acento para comprender por qué las opiniones de Victoria Sotomayor (vizcondesa de Belorado) prevalecían sobre las de Carlos Hernando de la Cueva (barón de San Felices). Como vemos el linaje es importante en esta historia (que no me gusta perderme en cerros de Úbeda porque sí). Y lo es porque marca a fuego el carácter de nuestra protagonista, su actitud ante la vida, su postura vital y, en consecuencia, su destino.
.....Alexandra fue niña consentida y bieneducada (no se sabe si consentida por bieneducada o por neglicencia y laxitud en su educación). Creció sana y hermosa, y su rasgo físico más característico era herencia familiar: un mechón de pelo blanco como la nieve en el nacimiento de la frente (que invariablemente todas las generaciones de Sotomayores habían portado). Un mechón que en casa se cuidaban muy mucho de no teñir (es el toque de la familia Sotomayor, decían; abolirlo era como suprimir el rasgo más reconocible de la familia). Lo cierto es que este mechón en el medio de su cabellera castaño oscura, casi negra, le daba un aire gótico y hasta misterioso. Por lo demás, era una niña mona, bien hecha, ni gorda ni flaca, ni alta ni baja, ni muy inteligente ni sonsa; lo que puede considerarse una chica normal, vamos. Normal si no hubiera tenido el linaje que tenía, porque apellidarse Hernando de la Cueva Sotomayor era mucho apellidarse para llevarlo como si tal cosa. Ya se sabe que las gentes de sangre azul —más antigua o más recientemente teñida— es muy suya. En este nuestro caso, más los Sotomayor que los Hernando de la Cueva (que ante la preeminencia de los Sotomayor poco tenía que defender), defendían que la alcurnia se tiene para algo y que hay que ejercer de ella; si no presumir, que es cosa de plebeyos, sí ejercer con orgullo y suficiencia. Y así, en estas creencias, fue educada en el ámbito familiar Alexandra. En cuanto a su educación formal, tuvo la formación aconsejable y preceptiva de toda noble señorita: estudió idiomas (inglés, francés y alemán, y, ya de paso, italiano) artes y música hasta los dieciséis años, y un año más en la Escuela Diplomática. A los dieciocho, demostrando que el carácter de los Sotomoyor tenía mucho peso en ella, se le metió entre ceja y ceja estudiar artes plásticas, subyugada por la caravaggista Artemisia Gentileschi, la barroca Sofonisba Anguissola y, sobre todo, la más reciente y sofisticada artdécoísta Tamara de Lempicka. Y ya se sabe de la tremenda dificultad de sacar algo del entrecejo de un Sotomayor, por desleído que esté por unas gotas de Hernando de la Cueva.
.....Así fue como ingresó en la Facultad de Bellas Artes, en Madrid, donde aguantó un año, para después partir hacia Florencia, donde permanecería otro año en su Accademia di Belle Arti, y aun otro más en la de Venecia. Tres años de estudios pictóricos y experiencias en los que se alejó del asfixiante ambiente familiar (hay quien, mal pensado, ve en ésta, la de la lejanía, la única razón de tan artístico peregrinaje). Pero lo cierto es que Alexandra era, además de caprichosa (producto del consentimiento que con ella se tuvo de niña), una amante del arte, y ciertas dotes pictóricas no vamos a decir que le faltasen; ahora bien, de ahí a deducir que estuviese dotada del talento de los elegidos o, siquiera, del singular genio de los extravagantes, sería sacar las cosas de contexto. El contexto de Alexandra era su voluntad, su gusto y su dinero. A la vuelta de Venecia dio por terminada su etapa de formación académica y dijo que iniciaba la de formación profesional, para ello necesita de otro ambiente más efervescente, más dinámico, más in... glés. Con veintiún años la tenemos en Londres, viviendo en un ático de Chelsea, con otros tres compañeros, todos artistas. Su estilo comenzó a definirse, pero no le gustaba, entre otras cosas porque sus compañeros ponían caras ante las obras que tanto esfuerzo le había costado realizar, y ninguna galería se las quería exponer, alegando cortesmente la falta espacio y/o de clientes en tiempos de crisis. Echando la culpa a un ambiente poco estimulante (porque al fin y al cabo qué hay en Londres de artístico, si hasta Vivienne Wetswood, falta de alicientes, habría acabado por apalancarse, ¿eh?, a ver ¿que hay?). Con lo que a los ocho meses volvió a hacer las maletas y cruzó el charco.
......Y aquí estamos, en la Séptima Avenida. En la exclusiva zona denominada Fashion Avenue, entre las calles 34 y 37, en un sotabanco, también exclusivo, compartido con otras dos amigas echas en Venecia y en Londres, pero las dos americanas, una de Chicago y la otra de Los Ángeles, que al igual que ella, huían de sí mismas —sin saberlo—, para encontrarse consigo mismas —o eso perseguían. El caso era que, hasta ese momento, uno no podría afirmar si se habían acercado a ese auto-conocimiento o, antes al contrario, se iban alejando cada vez más. Durante todo este lapso de tiempo (estos cuatro años de huidas hacia adelante) Alexandra había ido dejando, como un caracol, una viscosa estela de su ser por el camino: su sofisticación rayana con lo snob, su elitismo, su vacua afectación, su obsesión por la marca, su superficialidad,... mas todo ello sin malicia, sin intencionalidad, con un candor que a veces avergonzaba a sus amistades y compañías. Porque Alexandra padecía tanto de afectación como de inocencia. Es decir, que no se sentía culpable —porque no era consciente de ello— de su forma de ser. Simplemente era como la habían educado que fuese.
.....Nada había que enseñarla acerca de protocolo, nada que descubrirla en torno a la mesa, fuera sobre vinos (prefería los delicados y eternos Montrachet o Romanée, a los poderosos Pomerol o Médoc; antes un Sauternes que un Tockaji; sólo una excepción: el cuerpo voluptuoso de un Vega Sicilia sobre los evocadores, pero demasiado flojos, Riojas) o sobre délicatessen, nada que objetar al perfecto dominio de sus cuatro lenguas, nada que pudiera dejarla en mal lugar —por ignorancia— en un museo o exposición, ningún compositor que no conociese, ningún estilo artístico del cual no pudiera hacer una ajustada descripción añadiendo los representantes más eximios y los menos conocidos... En fin, era una joven perfectamente preparada en las materias que había estudiado, en aquellas definidas en base a conocimientos adquiridos, pero, reconozcámoslo, era una lega en la capacidad para vivir y sacarle jugo a la existencia. Y un buen día se dio cuenta de ello. Que lo que le faltaba era vivir, vivir desde ella, sintiendo íntimamente, no en base a lo aprendido, no en base a las muchas capas de cebolla que habían ido recubriendo su ser. Y dicho y hecho, las gotas de Hernando de la Cueva, por una vez, relegaron a la caudalosa corriente de Sotomayor, y decidió bajar a pie de calle, mezclarse con la gente, saber qué se siente cuando se vive el día a día siendo arrojado por las circunstancias de un lado para otro, como cualquiera. Decidió prescindir de la generosa dotación que mensualmente le era asignada e intentó ganarse la vida poniendo en juego los conocimientos y preparación que atesoraba.
.....Así fue como ingresó en la Facultad de Bellas Artes, en Madrid, donde aguantó un año, para después partir hacia Florencia, donde permanecería otro año en su Accademia di Belle Arti, y aun otro más en la de Venecia. Tres años de estudios pictóricos y experiencias en los que se alejó del asfixiante ambiente familiar (hay quien, mal pensado, ve en ésta, la de la lejanía, la única razón de tan artístico peregrinaje). Pero lo cierto es que Alexandra era, además de caprichosa (producto del consentimiento que con ella se tuvo de niña), una amante del arte, y ciertas dotes pictóricas no vamos a decir que le faltasen; ahora bien, de ahí a deducir que estuviese dotada del talento de los elegidos o, siquiera, del singular genio de los extravagantes, sería sacar las cosas de contexto. El contexto de Alexandra era su voluntad, su gusto y su dinero. A la vuelta de Venecia dio por terminada su etapa de formación académica y dijo que iniciaba la de formación profesional, para ello necesita de otro ambiente más efervescente, más dinámico, más in... glés. Con veintiún años la tenemos en Londres, viviendo en un ático de Chelsea, con otros tres compañeros, todos artistas. Su estilo comenzó a definirse, pero no le gustaba, entre otras cosas porque sus compañeros ponían caras ante las obras que tanto esfuerzo le había costado realizar, y ninguna galería se las quería exponer, alegando cortesmente la falta espacio y/o de clientes en tiempos de crisis. Echando la culpa a un ambiente poco estimulante (porque al fin y al cabo qué hay en Londres de artístico, si hasta Vivienne Wetswood, falta de alicientes, habría acabado por apalancarse, ¿eh?, a ver ¿que hay?). Con lo que a los ocho meses volvió a hacer las maletas y cruzó el charco.
......Y aquí estamos, en la Séptima Avenida. En la exclusiva zona denominada Fashion Avenue, entre las calles 34 y 37, en un sotabanco, también exclusivo, compartido con otras dos amigas echas en Venecia y en Londres, pero las dos americanas, una de Chicago y la otra de Los Ángeles, que al igual que ella, huían de sí mismas —sin saberlo—, para encontrarse consigo mismas —o eso perseguían. El caso era que, hasta ese momento, uno no podría afirmar si se habían acercado a ese auto-conocimiento o, antes al contrario, se iban alejando cada vez más. Durante todo este lapso de tiempo (estos cuatro años de huidas hacia adelante) Alexandra había ido dejando, como un caracol, una viscosa estela de su ser por el camino: su sofisticación rayana con lo snob, su elitismo, su vacua afectación, su obsesión por la marca, su superficialidad,... mas todo ello sin malicia, sin intencionalidad, con un candor que a veces avergonzaba a sus amistades y compañías. Porque Alexandra padecía tanto de afectación como de inocencia. Es decir, que no se sentía culpable —porque no era consciente de ello— de su forma de ser. Simplemente era como la habían educado que fuese.
.....Nada había que enseñarla acerca de protocolo, nada que descubrirla en torno a la mesa, fuera sobre vinos (prefería los delicados y eternos Montrachet o Romanée, a los poderosos Pomerol o Médoc; antes un Sauternes que un Tockaji; sólo una excepción: el cuerpo voluptuoso de un Vega Sicilia sobre los evocadores, pero demasiado flojos, Riojas) o sobre délicatessen, nada que objetar al perfecto dominio de sus cuatro lenguas, nada que pudiera dejarla en mal lugar —por ignorancia— en un museo o exposición, ningún compositor que no conociese, ningún estilo artístico del cual no pudiera hacer una ajustada descripción añadiendo los representantes más eximios y los menos conocidos... En fin, era una joven perfectamente preparada en las materias que había estudiado, en aquellas definidas en base a conocimientos adquiridos, pero, reconozcámoslo, era una lega en la capacidad para vivir y sacarle jugo a la existencia. Y un buen día se dio cuenta de ello. Que lo que le faltaba era vivir, vivir desde ella, sintiendo íntimamente, no en base a lo aprendido, no en base a las muchas capas de cebolla que habían ido recubriendo su ser. Y dicho y hecho, las gotas de Hernando de la Cueva, por una vez, relegaron a la caudalosa corriente de Sotomayor, y decidió bajar a pie de calle, mezclarse con la gente, saber qué se siente cuando se vive el día a día siendo arrojado por las circunstancias de un lado para otro, como cualquiera. Decidió prescindir de la generosa dotación que mensualmente le era asignada e intentó ganarse la vida poniendo en juego los conocimientos y preparación que atesoraba.
.....Claro que, en la calle, era poco menos que un perro verde. Todo el mundo sabía, porque la sentía así, que aquella chica no pertenecía a su mundo, ése que padece y goza (en considerable desproporción) cotidianamente para llevar el pan a casa (y la cuota de la hipoteca, y la de la letra del coche, y...). Parecía Alicia en el País de Ven y Verás. Abandonó el sotabanco de Fashion Avenue y se mudó a Greenwich Village, donde ocupó, sola, un pequeño estudio que pagaba con los honorarios que obtenía en una revista de moda y arte, para la que traducía artículos al alemán, francés e italiano. También se anunció en la red como asesora freelance de Protocolo y Relaciones Públicas para establecimientos hosteleros (hoteles y restaurantes que, por su categoría, lo requirieran).
.....Poco a poco, ese encuentro consigo misma, largamente postergado, parecía acercarse cada vez más. Comenzó a descubrir sensaciones antes dormidas, ausentes, postergadas, y las descubrió como un niño las descubre: con regocijo y entusiasmo. Su capacidad para la maravilla parecía no tener límites, cualquier impresión, cualquier percepción, cualquier sensación, que tocase su recién expuesto interior, la hacía estremecerse. Se sintió niña otra vez, pero desde su acabado aspecto adulto. Un aspecto que, mirándose en el espejo —de forma diferente a como hasta entonces se había mirado: ahora gustaba verse desnuda en el espejo de cuerpo entero de su dormitorio— le pareció atractivo. Pero no sólo se lo parecía a ella...
.....Robert Neumann era editor de la revista Chic! Un tipo joven y apuesto, de pelo oscuro, mandíbulas cuadradas y ojos intensamente azules; era poseedor de una sonrisa de vendedor de lencería fina, unos modales impecables, labia de terciopelo y la ambición justa para no deber nada a nadie. Lo que se dice un producto típicamente americano, neoyorquino para ser más precisos, hecho a sí mismo, una vez sus padres cumplieron con su función de engendrarlo y escolarizarlo.
.....Enseguida se cayeron bien (Alexandra estaba deseando caer bien a la gente, para recuperar el tiempo perdido y congraciarse consigo misma). Robert también estaba deseando caerle bien a la gente, preferiblemente a las chicas, y si la caída se producía sobre un mullido colchón de plumas, mejor. A Robert, gran amante de todo lo que fuera fusión (en música, en moda, en cocina,...), le hacía ilusión fusionar su morena piel de clase media a la blanca piel de una aristócrata, por lo que se propuso un acercamiento. Comenzó por invitarla al teatro, en Broadway. Allí fueron a ver El Fantasma de la Ópera. Después cenaron en Dino's, en Little Italy, y acabaron en The Village Vanguard, meca del jazz. Esa noche no hubo nada más. Se tantearon, se gustaron y dejaron las espadas en alto (más por deseo de Alexandra que por anhelo de Robert). Un casto beso con amago de algo más —pero sólo amago— resolvió la comprometida despedida. El surco estaba abierto, la semilla depositada, el tiempo haría el resto. Y el tiempo, cálido y húmedo en las regiones fronterizas a Alexandra y Robert, era propicio para que la germinación se acelerase.
.....Hasta ese momento, por increíble que parezca, la joven aristócrata no había tenido ningún tipo de experiencia sexual. El sexo ni siquiera había entrado en su vida. Sabía que era algo que estaba ahí, definiendo su carácter orgánico, de mujer, pero nada más. A sus veintidós años, pura como un lirio, casta como una cala consagrada a María. Por más extraño que el caso pueda parecer, en una chica que ha conocido mundo, que se ha movido, que ha compartido domicilio con compañeras y compañeros de su edad, cosas así suceden todos los días con más frecuencia de lo que la incredulidad — o la mala intención— concede. Bastante entretenida andaba la Hernando de la Cueva Sotomayor intentando buscar su camino a la vuelta de un boceto, de una composición sobre la tela en blanco, de una magistral pincelada, como para pensar en sentir sus hormonas demandando otra satisfacción que no fuese la del hallazgo de un talento esquivo.
.....Lo encaró como parte de la experiencia necesaria en esta nueva senda que había decidido transitar, y que ahora la cruzaba a ella por medio; una senda que penetraría en su interior y que una vez dentro no sabía a dónde la conduciría, de lo que sí estaba segura era de que la debía recorrer hasta el final. Con este ánimo, con este buen ánimo de investigador atento y curioso, de descubridor meticuloso y tenaz, de conquistador intrépido y esforzado, se dispuso Alexandra a vivir su primera aventura amorosa. Aunque lo del amor no se daba por supuesto en una mera relación física, se suponía que al poner toda la carne en el asador, ese romántico sentimiento de una u otra forma haría su aparición, dejaría su impronta, florecería, no más fuera como un apacible murmullo de corolas abriéndose. Tampoco ponía muchas más esperanzas en ello: fiar al sexo la función de invocador del amor es tan ilusorio como pretender encontrar una perla en toda ostra que se abre: la ostra nos ofrecerá su deliciosa carne, pero la perla, en la abrumadora mayoría de las ocasiones, no aparecerá. Por cierto, y siguiendo con la analogía, el amor, lo mismo que la perla, es producto de una anomalía, de algo que atenta contra la integridad del bivalvo, ante lo que éste se defiende generando un sublime escudo protector con el cual envuelve el factor de riesgo y lo oculta...
.....A los tres días volvieron a salir. Esta vez la excusa —innecesaria— fue Cabaret, en su espléndida versión del Roundbout Theater at Studio 54. Tras haber visto años atrás la no menos excelente versión cinematográfica de Bob Fosse, de 1972, con una nunca mejor Liza Minnelli, que allí realizaría el papel de su vida, a Alexandra le apetecía asistir a una representación en directo, viviendo las vicisitudes de Sally y Bryan y Maximilian, y el desventureado Fritz y su amada (judía) Natalia, en un ámbito más afín que el del cine, el de un teatro reconvertido en cabaret. Les encantó. Salieron radiantes cantando el Money, Money y jurando en arameo contra los dictadores del mundo. Cantando se detuvieron ante uno de los excelentes establecimientos de comida to take away, cogieron unas pizzas, unas ensaladas y un par de botellas de chianti y se fueron a cenar a casa, a la de Alexandra, en el Village. Entre una persona cuya condición natural es hacer sentir cómodo a quien con él se halle y otra persona que desea más que nada en el mundo sentirse cómoda, no puede sino haber puntos de encuentro, que acabarán siendo, a poco empeño que se ponga en ello, de conexión. Cenaron alegremente, una alegría que el chianti regaba profusamente. Casi consumieron las dos botellas, coloquial sobremesa incluida.
.....Un día te voy a invitar a comer en serio, le dijo a Robert una Alexandra enchispada pero sincera. ¿Y cómo es una comida en serio? Prefiero hacerla alegre como hoy... bromeo un Robert menos enchispado, con cara de sátiro que ve cercano el momento de lanzarse sobre la perseguida ninfa. No, bobo, le dijo ella. Me refiero a una excelente comida acompañada de un excelente vino. ¿Y crees que por eso será más inolvidable? repuso escéptico, su compañero de mesa. En un sentido sí... —y, asimilando con retraso lo que había querido decirle el sátiro que se frotaba las manos ante ella, respondió ruborizada y algo azorada—, ah, bueno... en un sentido... puede que no en todos, pero desde el punto de vista gastronómico y gourmand, sí. Estoy pensando en un menú más o menos así: buen jamón de bellota de Cumbres Mayores, foie de canard o d'oie de las Landas, ensalada de brotes tiernos con trufas del Perigord, pichón de Bresse au forn, saignant, torta del casar o Brie de Meaux... y todo ello regado con Chateau d'Yquem y un Chateneuf du Pape para los entrantes, y un Romanée para el pichón. Eso es una comida en serio, y después de esa comida lo que venga vendrá instalado directamente sobre las cúpulas del Olimpo. ¡Vaya! No sabía que además fueses una experta gastrónoma. A la fuerza, lo soy... de la costumbre, digo. En mi casa no se comía así todos los días, pero tampoco era raro hacerlo en días especiales, como Navidad o los cumpleaños, o las celebraciones del linaje. ¿Celebraciones de linaje? Sí, en mi casa se conmemora la fecha de entrada en el exclusivo club de la nobleza, tanto por parte de madre (sobre todo), como de padre (por no romper la tradición). El 21 de Abril, los Sotomayor, desde 1603; y el 6 de Mayo los Hernando de la Cueva, desde 1899. Se ha convertido en una tradición, y se celebra como una fiesta más del santoral: el santoral privé de los Hernando de la Cueva Sotomayor. Ese día la mesa se viste de gala y nos juntamos todos los miembros de las dos familias (todos los que quieren asistir, por supuesto; aunque la presencia es poco menos que obligada, para no ser considerado un traidor a la familia o un liberal decadente, o, lo que es peor, un revolucionario).
.....Pues qué quieres que te diga. Una comida así, tal y como la has presentado, parece una ocasión revestida de responsabilidad, y yo creo que placer, sea en la mesa o donde sea (y su cara de pícaro se agudizó)... y responsabilidad no hacen buenas migas, porque al final uno acaba siendo víctima y reo de las normas, de las reglas, del bien faire et bien savoir (n'est ce pas?)... Oh, mais oui, bien sûr, monsieur... Jajaja... rieron los dos al unísono. Tras lo cual se quedaron silenciosos, con media sonrisa en la cara, mirándose. El deseo ya había sido suficientemente atizado, la llama ya estaba prendida, el fuego comenzaba a quemar, era el momento de tirarse a la pira y arder juntos. Así lo hicieron. Se levantaron, se acercaron y se abrazaron, besándose fuerte y profundamente. Las manos de él en misión de reconocimiento por la retaguardia de ella: una, explorando el talle y la espalda; la otra, tanteándole el culo. Los brazos de ella alrededor del cuello de él. Pese a no ser precisamente pequeña (alcanzaba el metro setenta), estaba casi colgando del cuello de Robert, claro que éste hacía gala de su metro noventa de constitución atlética, trabajada durante años de jugar al fútbol americano en la universidad. La llevó en volandas hasta el dormitorio donde la arrojó sobre la cama. Ella se dejó caer y rebotar contra el colchón de látex con los ojos cerrados: le daba la sensación de estar en un tobogán. Al rato sintió las manos de él arrancarle los botones de la camisa, desabotonarle el pantalón vaquero y tirar de él hasta sacárselo. Sus movimientos eran enérgicos, casi violentos, y su voz, transformada, más grave y gutural; le llegaba a Alexandra a caballo de frases obscenas. ¡Qué buena estás, vizcondesa! le decía, entre otras lindezas mucho más escabrosas y menos elegantes, pero más excitantes. El chico de modales exquisitos se había convertido en el sátiro lascivo que busca y da placer, y sabe cómo hacerlo, además. Ella, aunque sorprendida, no se alarmó, sino que, al contrario, le encontraba al cambio un atractivo, una seducción, y una adecuación al momento, que le causaba un, hasta entonces, desconocido placer. Sintió arder sus mejillas, su entrañas, su boca. Pronto la boca de él intentó apagar el fuego de los labios de ella con su propio fuego. Robert era un vendaval de llamas, y sus manos lenguas de fuego acariciando, enervando, estimulando, estrujando, pellizcando. De pronto Alexandra lo sintió, sintió el miembro erecto de él intentando abrirse paso entre sus sellados labios. La excitación los había humedecido a los dos, por lo que la penetración fue fácil. Él pareció dudar cuando se apercibió de la ligera oposición inicial cediendo al cabo del empuje vigoroso. Ella emitió un gemido echando la cabeza hacia atrás. Entonces supo Robert que acababa de desvirgar a la aristócrata, y ello le supuso tal desconcierto mezclado a un súbito placer que no pudo contenerse: la cabalgó con furia hasta que se vino dentro de ella gruñendo como un jabalí herido. Ella no tuvo un orgasmo pero sí tuvo una extraña sensación en la que confluían el dolor, el miedo, el placer y, por fin, la satisfacción.
.....¿Qué ha sido eso?, acertó a decir él cuando, desplomado al costado de Alexandra, recuperó el resuello. ¿No podías habérmelo dicho? Le preguntó a su recién desvirgada amante. No, sentí que no debía decírtelo, para que no te sintieras condicionado. Lo quería natural, tal y como se produce en la naturaleza, no quería miramientos ni condescendencia (y aquí la Sotomayor era quien hablaba). Y ha sido casi como esperaba. Porque tú... —le dijo mirándolo a los ojos— tú te transformas cuando asaltas la fortaleza. Él se rió; sí, me transformo en un fauno —repuso. En un fauno salvaje... adorablemente salvaje, recalcó ella. Dos veces más volvieron a arder juntos a lo largo de la noche, en piras donde las llamas se alimentaron desde diferentes direcciones, adquirieron diversas perspectivas, compusieron distintas figuras, más el fin, invariablemente, fue una creciente y viva expansión que se resolvía en una gran llamarada que les calcinaba momentaneamente la consciencia.
.....Y así fue cómo Alexandra tuvo su primera experiencia, su primera excursión al mundo alrededor, realizada con el objetivo de procurar el acceso a su interior, para que ese interior saliera, a su vez. Y así, sí; así comenzó a encontrase a sí misma. No sucedió de la noche a la mañana. No sucedió sólo a base de llamaradas sensuales, sino que éstas fueron, en cierto modo, llaves con las que abrir puertas hasta entonces cerradas. Otras puertas fueron abriéndose por simpatía con las que recién se abrían, simplemente por el mero hecho de comenzar a vivir desde dentro hacia afuera, en vez de al revés.
.....Abandonó definitivamente su intención de ser émula de Artemisia, Sofonisba o Tamara, dedicándose al mundo del arte editorial, donde su firma alcanzó cierto prestigio. Durante los siguientes trece años escribió en revistas y páginas web especializadas, realizó viajes por todo el mundo y tuvo varios amantes. A los treinta y cinco creyó conveniente dar por finalizada esta etapa y encaró la siguiente: se casó con un acaudalado empresario de los medios de comunicación y tuvo dos hijos, retomó la pintura, y descubrió que por fin tenía un estilo propio, no talento, pero sí estilo. Alexandra Hernando de la Cueva Sotomayor al fin se había topado consigo misma, y estuvo encantada de conocerse. Ahora, además de raíces, tenía una conciencia clara de lo que su propia rama inauguraba en el árbol genealógico familiar. Los otros miembros de las familias (materna y paterna) hablarían de ella, con todo el respeto, eso sí, como de la excepción a la regla familiar. Había logrado distinguirse, incluso entre los suyos.
Fin
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GALERÍA
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