Introduciendo
...Seguimos en los tiempos en que se forjaron los mitos en la Grecia arcaica. Atendiendo a la cronología convencional habría que remontarse a la amplia horquilla que abarca los siglos XXV a XII aC. Tiempos de la protohistoria helénica que culminaría con la cultura micénica (en el seno de la cual tuvieron lugar los hechos que se narran en la Ilíada, es decir, la Guerra de Troya); también de esta época data el origen de la lengua griega. Quizá los mitos nacieran engarzados a esta lengua, o quizá fueran rescatados y transcritos de un acervo atávico anterior. Sea como fuere, asombra el caudaloso lecho de lo que llegaría a fraguarse como una de las mitologías más densas, minuciosas y complejas de toda la civilización. Al Panteón Olímpico por antonomasia compuesto por (guarismo mágico) doce grandes dioses, hay que añadir un par de docenas más de otros, si no tan preeminentes, sí de primer orden, y a éstos se añadirán aún una ingente troupe de deidades secundarias. Además, producto de la interacción y relación de estos dioses con los mortales, en un tiempo --repito lo que ya he dicho en otro lugar-- en que los dioses se inmiscuían --y promiscuían-- con las mujeres y hombres mortales, no podían faltar los frutos de tales uniones (a veces esporádicas, producto del capricho o del deseo de sus divinas voluntades): los semidioses, verdaderos fundadores de estirpes, de ciudades y de culturas. El héroe, así, muchas veces no era sino un mortal que portaba en sus venas sangre olímpica, llamado a cumplir una misión capital para el devenir de sus congéneres; dependiendo de su realización vital (de su importancia para la comunidad y lo esforzado o arduo de sus gestas y de sus gestos) podía serle concedido el privilegio de la inmortalidad, incorporándose de esta forma al densamente poblado status de los bienaventurados disfrutadores de una vida ajena a la muerte.
En este contexto se dan episodios como el descrito en las dos entradas anteriores cuya figura central tiene al que es el primer héroe/semidiós del pueblo heleno (o sus ancestros): Perseo. En el espacio a él dedicado, en la primera entrada, ya se señaló sucintamente parte de su biografía, su ascendencia olímpica y mortal, su connivencia --debido a esta ascendencia-- con dioses para llevar a cabo con éxito su misión. Allí se relataron hechos maravillosos y fantásticos íntimamente fusionados a actitudes meramente humanas como el valor, el temor, o... el amor. Pues bien, en los siguientes posts pondremos el foco en el episodio al que Perseo debe la existencia: la extaordinariamente imaginativa y simbólica unión de su madre, Dánae, con el dios de dioses, Zeus.
El pueblo griego, incluso en sus fases fundacionales arcaicas, es un pueblo oracular. El Destino está marcado para cada hombre, aunque por razones evidentes es desconocido. Sólo las divinidades pueden dar pistas sobre lo que está escrito. Aun así, el destino no es inamovible, aunque sí será lo que ha de ser. Sólo la intervención de los dioses más poderosos --y no siempre, pese a su voluntad-- puede enmendar la fatalidad. La necesidad de conocer lo desconocido, de prever hechos capitales, de establecer comportamientos y acciones en orden a esquivar consecuencias adversas, hicieron que se crearan centros de poder donde era posible ponerse en contacto con el más allá (con los dioses, y, sobre todo, quienes los gobiernan, porque los dioses también están sometidos, de alguna forma, al Destino en el que todo ocupa su lugar). Estos centros de poder fueron los Santuarios/Oráculos, donde sacerdotes y sacerdotisas, siguiendo unas pautas establecidas --arcana liturgia sacra-- podían ponerse en contacto con quienes detentan el conocimiento de lo por venir. Eso sí, muchas veces el lenguaje vehicular de esta información llegada de lo numinoso eran tan abstruso que daba lugar a interpretaciones bastante ambiguas, pudiendo significar una cosa y la contraria. Pero, por regla general, la transmisión, si codificada en signos iniciáticos y un uso del lenguaje en ocasiones metafórico, orientaba claramente acerca del acaecer de los mortales. Nadie podía escapar a su destino (salvo rarísimas excepciones), y éste, fatalmente, se acabaría cumpliendo pese a las medidas cautelares que la víctima (que solía ser quien acudía al servicio del oráculo) pudiera tomar; es más, estas medidas podían ser las que al final encauzaran los acontecimientos inevitablemente hacia su fatal desenlace. Es el caso que nos ocupa.
Fecundo el episodio de la vida de Dánae, pues que su mito impregna no solo la cultura griega sino también la judaica en la significación de las vicisitudes de su hijo Perseo, y la relación de éste con su padre putativo, Acrisio, y su tío, Preto (sospechoso, para los menos dados a creencias olímpicas, de ser el verdadero progenitor del héroe).
Esos son los hechos: Acrisio, hijo de Abante, descendiente de Linceo, a su vez único descendiente vivo de la unión entre los 50 hijos de Egipto y las 50 hijas de su hermano Dánao, a la sazón fundadores de una estirpe mítica, los aqueos, también llamados argivos por estar ubicada la capital de su reino en la Argólida, fue el décimo tercer rey de Argos. Preocupado por no tener un descendiente varón con su esposa Aglaia ("la resplandeciente", la más joven de las tres Cárites, hijas de Zeus) consultó al oráculo quien le vaticinó que no tendría hijos varones, pero que sí tendría un nieto, aún no nacido, que le daría muerte. Acrisio que sí tenía una hija, Dánae, temeroso de su destino, cuando ésta llegó a la pubertad la confinó en una torre de bronce. Zeus la vió y se enamoró de ella, acudiendo a su lecho en forma de lluvia de oro y fecundando su vientre de quien sería el primer héroe semidiós: Perseo. Acrisio al enterarse del sorprendente e incomprensible embarazo, sabiendo que no podía ser obra de nadie más que del poderoso dios de dioses, decidió enviar lejos el problema. Embarcó a hija y nieto en un cofre de madera que dio al tempestuoso mar. Zeus, entonces, pidió a Poseidón que calmase su furia, cosa que éste, desde luego, hizo. Dictis, hermano del rey de la isla de Séphiros, Polidectes, los rescató y llevó a su casa, donde crió a Perseo como un hijo. Ya conocemos la historia de cómo el héroe mataría a Medusa y se encontraría con Andrómeda, a quien salvaría de Ceto y convertiría en su esposa. Sólo añadir en este breve resumen que el destino se cumpliría fatalmente cuando Perseo decidió regresar a Argos y enterarse Acrisio, que huyó a Larisa. Allí, a poco, se celebraron unos juegos en los que participó, inadvertidamente por Acrisio, Perseo. Éste al lanzar el disco lo hizo con tan mala fortuna que un golpe de viento condujo el objeto arrojadizo fatalmente hacia la cabeza del rey, cumpliéndose así lo anunciado. La historia continúa, pero hasta aquí baste para lo que nos interesa, y que es el motivo iconográfico de las siguientes dos entradas: la increíble forma en que Zeus se valió de su omnipotente imaginación para satisfacer su deseo.
Habitual era que el dios más poderoso del panteón olímpico tomara la apariencia de animales sagrados (toro, cisne, águila) o de fenómenos naturales (antropomorfa tormenta, certero rayo), pero hay en la lluvia de oro una gran carga simbólica implícita que trasciende su mero significado como representación de lo valioso. El oro es símbolo de poder, también de riqueza, pero en este caso tanto poder como riqueza aluden a la descendencia que allí se inicia, y no ya sólo a atributos del dios. Pingüe en sus frutos, el esperma dorado fecundará a la bella dando comienzo a la estirpe que protagonizará las páginas más brillantes de la épica griega arcaica y clásica. No podría haber mejor comienzo: implicando directamente al mayor de los dioses, quien, recreándose a sí mismo, haciéndose fértil víctima de su propio incesto, no duda en mezclar su propia sangre cuantas veces sean necesarias
como resultado de su propio impulso vital, de su afán creador. Teodicea inmarcesible, analogía certera de cuanto la vida representa (incluida su feracidad y lujuriosa voluntad por perpetuarse, siempre idéntica a sí misma y siempre diferente.
Precioso material creativo para el arte, las representaciones iconográficas hacen honor a la imaginación creadora: Dánae gozosa recibiendo la olímpica lluvia de oro. Sensualidad abstracta que alcanza la categoría del sublime gozo. Las diversas épocas lo recrean según su peculiar clima imaginativo, desde la castidad tardo gótica, a la carnalidad más estática y explícita del barroco, pasando por la más apasionada y sugerente del romanticismo tardío o el academicismo más formal, hasta hollar los terrenos de la más pura abstracción picassiana. Tema hay, los creadores introdujeron sus manos en la arcilla mitológica y recrearon, con ella, imágenes que son ya parte de nuestro bagaje cultural, de nuestra simbología íntimista, de nuestro asombro por la metáfora que abre sus ventanas al infinito.
En este primer post, las obras realizadas desde esa representación decorativa en una crátera del siglo V a.C., hasta el año 1700; en el siguiente las restantes. En total más de cincuenta imágenes: las más representativas y famosas junto a otros felices hallazgos. Y en la suma de todas de ellas un mensaje: la imaginación del ser humano como emanación directa (¿lluvia de oro?) del poder taumatúrgico del Creador.
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GALERÍA
Dánae
( s V a.C. - 1700)
Danae (alegoría de la castidad o El Sueño de la Doncella) - Lorenzo Lotto (1505)
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Jan Gossaert (1527) (v 1)
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Primatice (Fresco, plano general) (1536-39)
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Primatice (Fresco, primer plano) (1536-39)
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Tiziano Vecellio (Hermitage, San Petersburgo) 1544
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Tiziano Vecellio (Capodimonte, Nápoles) 1545-46
Tiziano Vecellio (Kunsthistorisches, Viena) 1554
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Tiziano Vecellio (Staatsgalerie, Viena) 1544
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Tiziano Vecellio (¿?)
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Gaspar de Becerra (s XVI)
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Andrea Meldolla (1559)
Hendrick Goltzius (1603)
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Joachim Wtewael (1606-10)
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Artemisia Gentileschi (1612)
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Orazio Gentileschi (1621)
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Jacques Blanchard (1630-33)
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Rembrandt van Rijn (1636-43) (v 1)
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Rembrandt van Rijn (1643) (v 2)
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Jacob van Loo (1640)
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Jacob van Loo (1650)
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