La locura es fuego, viento, tormenta. Pero las tormentas cesan, [...]
y, entonces, esas mismas personas están cuerdas.
A quien los dioses destruyen. Ruth Padel
La locura es un grado de confusión dentro del campo de la racionalidad.
Está en un lugar donde la inteligibilidad se escabulle.
Araceli Laurence. Locura y destrucción en el teatro griego clásico
Era, de natural, reservado, sin llegar a ser huraño. No escondía la mirada pero le incomodaba tanto mirar como ser mirado fijamente. Según ya había comprobado más de uno, cuando eso sucedía se volvía temible, pues para él semejante actitud denotaba el descaro propio del desplante, y era, por lo tanto, señal inequívoca de reto; y quien se atrevía a retarlo ya sabía a qué se atenía, y si por una desgraciada casualidad no lo sabía, lo aprendería rápida y contundentemente. No es que tuviera fama de hombre violento -apenas se necesitaban un par de dedos más de los que suman las dos manos para contar las trifulcas tenidas todos los años-, pero sí de ser un tipo expeditivo. No le gustaba reñir, ni tan siquiera entrar en polémicas. Nunca hablaba de política, ni de fútbol, ni mucho menos de religión (nunca se le vio pisar una iglesia, pero tampoco se le oyó nunca criticar a sus ministros o su doctrina). Así pues, los motivos que le conducían, con periodicidad mensual, a buscar gresca habría que pescarlos en otros caladeros menos esquilmados. Había quien, con una maravillosa capacidad para la transversalidad analógica, colocaba en la luna el origen de esta agresiva propensión: "una dolencia selenítica" -sentenciaba el vate-; es decir, provocada por la acción de las fases lunares al modo en que éstas ejercen su influjo sobre los océanos produciendo las mareas, o sobre la maduración de las plantas promoviendo el flujo y concentración de las esencias aromáticas, o decretando la transformación fatal en el alma y el cuerpo del licántropo... quizás fuera algo de esto, aunque menos potenciado -barruntaba, sin el menor indicio de estar bromeando, quien aventuraba estas conjeturas-. Lo cierto es que casi todos los meses el doctor Livingstone Supongo debía atender los politraumatismos de algún desgraciado que tenía la mala fortuna de cruzarse con aquel hombre que siendo, de natural, reservado, no llegaba a ser huraño.
Al principio, cuando apenas mozalbete dio comienzo esta insana costumbre, se le sometió a observación y tutela psicológica, pero como nada anormal se había detectado en su conducta habitual, ni nada se lograba extraer de aquél su ser, de natural, reservado, se lo dejó pasar. La consabida perorata, la amonestación, el preceptivo castigo, y nada más. Él aceptaba, ni de buena ni de mala gana, como el perro al que se riñe por haber orinado la alfombra, sin acabar de entender el pobre chucho del porqué de la amonestación. Era la costumbre, y punto: le daba el siroco, buscaba o encontraba pendencia, zurraba la badana, enviaba al infortunado a visitar al doctor Livingstone Supongo, se le reprendía, ocasionalmente se le castigaba, y fin del ciclo. Qué pasara por su cabeza, antes, durante o después de estos episodios cíclicos de violencia era imposible saberlo, pues como creo haber dicho ya, fue un muchacho, y era un hombre, de natural, reservado, si bien no hasta el punto de resultar huraño.
Hasta tal punto no era huraño que incluso en su vida ordinaria tenía fama de hombre afable, cortés, y quien lo había conocido, o le conocía, en la intimidad (se sabía de dos o tres flirts, al menos, ocurridos en su juventud) no dudaba en calificarlo de tierno y sensible; lo que redundaba en lo inexplicable de esos periódicos lances violentos. Antes he hecho uso del tiempo pretérito imperfecto en su uso presente narrativo con intencionalidad manifiesta, no de modo retórico pues, para indicar que nuestro hombre, de natural, reservado, tenía una novia. Bueno, más exacto sería decir "una amiga especial", quizás íntima o quizás no, porque el que hubiere o no intimidad en su relación era imposible saberlo, ya que su novia, como él, era, de natural, reservada, y, por tanto, el grado o la intensidad en la comunicación existente entre ambos era algo que quedaba totalmente oculto a los ojos de todos, pues se cuidaban muy mucho de no dar muestras de sus mutuas emociones en público, por lo que aquello que entre ellos acaeciese de ellos no salía, habida cuenta de que el exhibicionismo era una actitud que ninguno de los dos gustaba prodigar (creo no necesitar explicar por qué). Ella, felizmente, no sufría esos periodos; quiero decir, sufría los que inevitable y periódicamente le aquejaban a él, a su novio, pero no los tenía motu proprio, más allá de aquellos otros que habitualmente afligen a toda mujer fértil por el hecho de serlo, si no media ninguna disfunción o trastorno hormonal. Por lo que la semejanza caracteriológica entre ellos se agotaba en el aparente temperamento...
Lo más que se le pudo sacar a esta buena chica, dada su innata naturaleza reservada, fue que en las ocasiones en que ella había estado presente cuando a él, su novio, le había dado el siroco, éste -su novio, no el siroco- parecía enajenarse, es decir, que incluso a ella le parecía un extraño. Como la pobre apuntaba, subrayando el apunte con un expresivo encogimiento de hombros: "cuando le da la locura parece otro, ni a mí me conoce. Se va, pero no sé a dónde". Para referir después que, cuando, al principio, había intentado mediar entre él y su punching-ball de turno, si no se hubiere quitado ágilmente del medio habría cobrado ella también, por lo que determinó, desde entonces, no mediar y sí poner tierra de por medio. Al ser exhortada a vencer su natural reserva, rogándole fuera más explícita, y tras mucho insistirle, la buena chica seguía refiriendo, en un alarde de locuacidad expresiva encomiable, que, una vez cumplida la zurra, los ojos, antes todo fuego, se apagaban paulatinamente; los puños, que hasta ese instante habían sido letales voleadoras, se le aflojaban; el cuerpo todo, que parecía un arco en tensión mientras sacudía, se iba ablandando como una brizna de hierba bajo la lluvia; y el espíritu, con su alma y todo el bagaje cognitivo, parecía retornar a él. ¿Sería un caso de posesión diabólica? comentaba Uno, sagaz; y Otro, más concreto e imaginativo -aunque no falto de sarcasmo-, al hilo del sagaz supuesto de Uno, le adjudicaba incluso personalidad a la posesión: posiblemente fuera el fantasma errático de un furibundo boxeador al que le sorprendió la muerte cuando se hallaba fuera de sí, en un frenético intercambio de mamporros, por lo que la parte que se quedó fuera, fuera quedaría, errabunda y a la caza de un alma en la que encarnarse (abundaba Otro, que eso, la encarnación de espíritus erráticos en cuerpos ajenos, de suceder, sucede en las noches de luna nueva, ya que la luz de la luna impide no solo que los espectros se encarnen, sino que pululen siquiera -ya que, como todo el mundo sabe, los rayos de luna les sientan fatal a los espectros-; lo que explicaría, de paso, lo de la periodicidad de las crisis, y, a la vez, conectaba, de forma artera e ingeniosa, con la anterior hipótesis que hacía culpable a la luna del extraño mal que aquejaba a aquel hombre, de natural, reservado sin llegar a ser huraño).
Sigamos. Su cruz no le abandonó pese a la boda y la vida en común, lo que defraudó a quienes, convencidos freudianos, abogaban por motivaciones emocionales debidas a la soltería como sustrato de las crisis violentas. Decían: "ya verás como ahora, su mente de macho se aplaca con la satisfacción de la vida conyugal y el desahogo sexual que la misma conlleva". Pero no fue así. Desahogarse se desahogaría (al menos la naturaleza reservada de ambos parecía muy satisfecha) pero el mal persistió. Una vez al mes volvía a casa desmañado y con los nudillos inflamados. Ocasionalmente su mujer recibía una llamada telefónica, bien de él, bien de la policía, para que acudiera a recogerlo, pues se hallaba en los calabozos de la comisaría acusado de desorden público. Como ya era sobradamente conocido en la pequeña ciudad, el trato dispensado por los agentes de la ley siempre fue condescendiente: tras reducirlo, a veces no sin esfuerzo, lo esposaban y lo conducían a la tranquilidad de las dependencias policiales, donde era ingresado hasta que se le pasaba el siroco, o llegaba su mujer. Todo lo más, una módica suma en forma de multa, que se encargaba de abonar religiosamente cuando el juez se lo requería.
Así transcurrió su vida, ahora ya, de casado, de felizmente casado, durante un tiempo. Al cabo del cual, su mujer le anunció la inevitable consecuencia de su cohabitación carnal sin utilización de traba alguna: estaba embarazada, tendrían un hijo. La noticia lo llenó de satisfacción, y si hubiéramos podido estar presentes en ese momento, habríamos sido testigos de uno de los besos más tiernos que imaginarse pueda (y de la mirada más intensa y fija que ambos se dedicaran nunca). Eso sí, el embarazo no modificó un ápice su carácter, el de los dos, que, como ya vengo reiterando, era, de natural, reservado. A las preguntas de los familiares y amigos, se limitaban a confirmar el gozoso suceso, sin extenderse en empalagosas muestras de auto complacencia, ni ufanarse de su, por otra parte, nada insólita y sí natural potencia fértil. Con justicia podría decirse que eran los futuros padres más discretamente orgullosos y menos envanecidos del mundo.
Tampoco el anuncio de la próxima paternidad evitaría que durante los nueve meses de gestación de su mujer, él siguiera repartiendo estopa con la regularidad de una lunación. Ella, pese a su no ya resignación sino aceptación, como una característica más del carácter de su amado marido, de ese su padecimiento crónico, le animó a hacérselo ver en un último intento por desentrañar, y, a ser posible, resolver, el misterio de sus crisis antes de que naciera el niño (pues la ecografía reveló la masculinidad del feto). El hombre de natural reservado, resignado, se sometió a los exámenes de los galenos y a los conjuros de los chamanes. Se realizó todo tipo de pruebas diagnósticas, sin que fuese detectada ninguna anomalía (pese a ser fileteado su cerebro por el más sofisticado de los escáneres). También se prestó, eso sí, con escaso gusto y convencimiento, a varios tipos de exorcismo y sortilegios para neutralizar y revertir aojamientos y maldiciones; incluso aquellos que pudieran haber tenido lugar en alguna vida anterior. A todo se brindó, todo lo sufrió, todo lo soportó... Todo, por su hijo. Pero todo, también, continuó igual. Nada varió. Con la precisión habitual se iba sin saber a dónde, y el que quedaba en su cuerpo se dedicaba a la poco edificante tarea de zurrar la badana a un pobre desgraciado.
Al cabo, nació el hijo. Un niño sano, grande y fuerte. Y ya entonces el doctor Livingstone Supongo (que también hacía las veces de tocólogo en aquella ciudad de provincias) les comunicó que el recién nacido se había mostrado bastante renuente al llanto neonatal, signo inequívoco que auguraba un carácter -por otro lado, previsible-, de natural, reservado al nuevo ser. No se equivocó. El niño creció no defraudando el marchamo de garantía familiar. Era listo, despierto, inteligente, pero... la extraversión no era virtud que adornara su carácter; un rasgo en absoluto inquietante. Sus padres no le quitaban ojo de encima -siempre de modo discreto- intentando descubrir la más mínima señal que hiciera pensar en la fatal -esta sí- herencia paterna. Pero, nada. Pasaron los años, el niño se convertía en mozalbete, el padre seguía pagando religiosamente las multas impuestas cuando era cogido in fraganti con las manos en la cara ajena -o era denunciado por el desafortunado agredido-, y la mujer destilaba la satisfacción propia de quien quiere y se siente querida. Hasta que un día, aquel niño de natural reservado, llegó tarde a comer. Y eso no fue lo peor, el cómo y el porqué dejó sin importancia la gravedad del cuándo: venía desmañado, cabizbajo y acompañado de su tutor, quien refirió a los consternados papás que el niño había propinado una soberana paliza a un compañero de clase. El atribulado preceptor les informó que por toda respuesta, interpelado sobre los motivos que le llevaran a cometer tal reprobable acción, el niño no acertó a decir más que: "es que me miraba fijamente,...".
Despidieron al tutor, dándole las gracias.
-La comida espera -dijo la madre.
Se sentaron a la mesa en silencio. El niño, con los ojos mirando hacia el plato, esperando la bronca; pues estaba seguro que habría bronca, y, presumiblemente, castigo. Nunca antes le habían reñido, más allá de las reconvenciones propias de quien ha de ser enseñado y protegido. Él tampoco había dado pretextos para ello. Se podría decir que era un niño -ya mozalbete- modélico en su comportamiento.
La madre y el padre se miraron a los ojos y después dirigieron su mirada al niño. Éste, levantando la vista, pues la bronca no acababa de llegar, se encontró con los ojos de sus padres fijos en los suyos. Tenía ya esa edad en que el infante comienza a sumergirse en la adolescencia, y, por lo tanto, la capacidad de discernimiento para percibir, diferenciando, emociones en las miradas. Por eso puedo decir, sin riesgo de que se me acuse de fantasioso o inverosímil, que lo que vio aquel niño asustado en los ojos de sus progenitores fue una mezcla de ternura, comprensión, y, algo más... que bien podía tratarse de orgullo.
Al fin, el padre y la madre -aquellos dos seres, de natural, reservados-, quebrantando su natural reserva, y en un tono de voz de lo más normal, dijeron al unísono:
-Cómete la sopa, anda, que se enfría.
.
-o-
BANDA SONORA
(para un hombre De natural, reservado)
-o-o-o-
BANDA SONORA
(para un hombre De natural, reservado)
-o-o-o-