Discúlpenme ustedes. ¡Qué desfachatez la mía! Antes de seguir adelante con el relato que les conduzca a averiguar qué cosa podía haber levantado ese inopinado revuelo, y con el propósito de que dispongan de la información suficiente como para valorar fielmente las consecuencias que la naturaleza de la dicha cosa tendría en la vida de aquellas gentes, bueno será que les ponga en antecedentes sobre la entidad de tan apacible y bien pensante Comunidad.
En el pequeño valle excavado y regado durante eones por el Río de las Gemas se había formado una rica vega favorable para el cultivo de toda suerte de verduras, pródiga con toda variedad de frutales y dispensadora de solaz a todos aquellos sus apacibles y bien pensantes habitantes. Más allá, a partir de las márgenes de las fértiles riberas, donde el terreno comenzaba lenta pero progresivamente a elevarse, se iniciaba el territorio de los bosques perennes, en que las mágicas hayas convivían con los poderosos robles, los útiles fresnos con los preciados castaños, y, en las partes más altas, allí donde el terreno ascendía ya resueltamente buscando las alturas de la Cresta del Gallo Cano, los balsámicos abetos acogían generosos el verde intenso y el rojo escarlata de los acebos; y por todas partes un sotobosque formado por todo tipo de arbustos, helechos y zarzas entre las que sobresalían, por su abundancia, las moras y los arándanos. No era, pues, extraño que en semejante exuberante flora se dejaran oír: durante el otoño, el raro y entrecortado canto del urogallo; en el verano, el repetitivo y aflautado del cuco; y en toda época, el polifónico y melodioso del ruiseñor.
Aldea del Altovalle -que es así como se llamaba la población de aquel idílico lugar- tenía una bien ganada fama de enclave singular, más que pintoresco, fantástico, y no solo por acoger a una colectividad tan exclusiva y peculiar como la Sociedad de Ociosos Creativos Antares, sino, sobre todo, por el arcano origen de que hacía gala, raíces que llenaban de orgullo a cualquiera de su habitantes. Orgullo, por otra parte, extensivo a quien, no nacido allí, la hubiera elegido como residencia... tras ser admitido por el Consejo de los Bienpensantes, claro está. Este exclusivo origen tenía su fundamento, además de en una secular tradición oral, en los datos consignados en un antiquísimo pliego fabricado con un material cuya índole, medio vegetal-medio animal, era dudosa. Como dudoso y críptico era, así mismo, el lenguaje en que estaban escritos aquellos datos: una grafía que semejaba los caracteres rúnicos, y donde parecía hacerse mención a la fundación del lugar, pues entre estos caracteres boreales figuraban unos muy semejantes a los números romanos, y que por tradición se hacían corresponder con el año de fundación: 331 de la Era Arcana. Este excepcional documento se guardaba, cuidadosamente enrollado y precintado con una ligadura del más sutil de los tejidos, desde tiempo inmemorial en un cofre de cuarzo rosa, seguramente confeccionado con material extraído del lecho del río por los mismos hombres que realizaran la fábrica del Molino, y encajado hábilmente en un hueco ad hoc abierto en la base del propio eje de la gran rueda motriz; hueco que cerraba un sello de palo de rosa con un urogallo grabado en bajorrelieve. Creo que preciso es ya aclarar que El Molino, el vetusto e intemporal molino, hacía las veces, también desde tiempos inmemoriales, de Casa Consistorial. En su espacioso piso superior, desde cuyos ventanales podía verse la majestuosa Cresta del Gallo Cano, se celebraban las sesiones del Concejo donde se dirimía la incuestionable, eficaz y elemental gobernanza de todo el valle (cuyo ámbito jurisdiccional abarcaba el núcleo de población, o aldea propiamente dicha, compuesto por menos de un centenar de viviendas distribuidas en casas unifamiliares y edificios de no más de dos pisos; y una docena de haciendas desperdigadas por la toda la vega).
La Sociedad de Ociosos Creativos Antares era la única institución no inmemorial que tan inmemorial fundación poseía. Había sido creada a instancias de uno de esos hijos predilectos que toda población de pequeño tamaño posee, quien, tras haber abandonado joven el amparo de sus calles y casas para salir a conocer mundo y adquirir la cultura que los estrechos márgenes de su aldea natal no podía ofrecerle, vuelve, muchos años después, cargado de cultura, de conocimientos inusuales sobre materias extrañas, de prestigio adquirido en los círculos reducidos de su quehacer profesional y de una moderada popularidad en el más amplio del ámbito social; pero también, -y lo que es más importante para nuestra historia-, entre su intangible equipaje, figura, escondido en un doble fondo de su corazón, un no pequeño capital, acumulado día a día a lo largo de todo ese tiempo de exilio voluntario, de íntima añoranza por la sencillez y felicidad con que de niño vivía en tan idílico paraje. Aloisius, que tal era el nombre del aventurero trotamundos, volvió no solo con su cargamento de cultura, conocimientos, y añoranza, sino que lo hizo, así mismo, con las alforjas del alma repletas de una nada despreciable cantidad de ilusión. Tras los muchos años vividos por esos mundos de Dios adquiriendo el gran bagaje que lo había convertido en sabio reconocido, y acumulando una extensa experiencia que había hecho de él un hombre abierto, tolerante, y... utópicamente práctico, decidió un buen día volver a su aldea, y lo hizo no solo por una cuestión meramente sentimental, sino, además, con una extraña idea fija en la cabeza: crear una asociación de hombres y mujeres creativos; pero mujeres y hombres creativos sin ánimo de lucro. En resumen, Aloisius pretendía concitar una sociedad de seres creativos que no corrompieran interesadamente el acto puro de crear, seres exentos de ambición material cuyo único fin en sus vidas fuera el ocio creativo, cuyo único propósito vital fuese el crear por crear; empeño nacido sin la presión o la influencia de los condicionamientos prosaicos que habitualmente suelen regir la mayoría de los actos humanos. Para ello se propuso fundar una especie de congregación ubicada en ese locus amoenus que constituía Aldea del Altovalle.
Tras ser propuesto al Consejo de los Bienpensantes, y suscitar su aprobación unánime y entusiasta, se procedió a la realización del audaz, inusual y atractivo proyecto. A modo de sede se erigió una espaciosa y bella casa de dos pisos, toda ella construida con maderas de diferentes tipos según su función: armazón, bigas, paredes, techumbre, suelo, marcos y hojas de puertas y ventanas (cuyos cristales eran finísimas láminas del más translúcido cuarzo). En la planta principal se ubicó el gran Salón de Ideas Juntas presidido por una gran mesa taraceada con diversas tonalidades de cuarzo que contribuía a crear un ambiente mágico cuando el sol penetraba por los amplios ventanales y se reflejaba en su especular y multicolor superficie. En este salón se reunió el germen de la Sociedad de Ociosos Creativos -compuesto por Aloisius y los tres primeros socios salidos del mismo Consejo de Bienpensantes- para celebrar la sesión inaugural, que lo sería, por ende, constituyente. En ella, además de divagar y perderse mil veces por los Cerros de Úbeda de la fantasía, se estableció el nombre propio de la Sociedad y sus estatutos. El nombre, Antares, fue elegido como una declaración de principios, pues esta estrella, una de las cuatro más brillantes de la eclíptica, ha concitado la atención de diversas culturas que han vertido en ella profundos significados: anti-Ares (el dios de la guerra griego); Serket, la diosa egipcia anunciadora de la salida del sol en los equinoccios de otoño; la persa Satevis, Guardián del Cielo; o la Kharthian copta, dando cuenta de su lugar en la constelación de Escorpión: El Corazón. Elaborados, pues, con este conglomerado de referencias -y en una sola página-, los sencillos e insólitos estatutos cuyo régimen se regiría por las claves contenidas en los atributos divinos que estas cuatro culturas le habían otorgado a la estrella α Scorpii -nombre con que se conoce Antares en el ámbito astronómico-, se procedió a realizar un llamamiento u oferta pública para recabar, en los pintorescos términos ya expresados, cuantos espíritus creativos estuviesen dispuestos a engrosar las filas de la Sociedad. Se dirigió esta oferta a instituciones y revistas culturales, se colocó en las secciones de arte y cultura de los diarios, se incluyó en cuñas radiofónicas de aquellos programas que solo escuchan quienes desean oír la voz de lo maravilloso, hasta se llevó a los tablones de anuncios de Institutos, Liceos y Universidades; pero, sobre todo, se colgó en bellos carteles a la entrada y los paseos de los parques, en los senderos de montaña, en las rutas verdes menos frecuentadas, es decir: en todos aquellos lugares por donde suelen deambular los espíritus soñadores y medrar los cazadores de entelequias. Se descartaron, no sin acalorada polémica, las tabernas, cantinas, bistrós, y todos aquellos lugares donde se suelen retirar semejantes espíritus creativos a lamer las heridas de su marginalidad por considerarlos una especie de cementerios de la ilusión. No obstante se decidió reconsiderar tal decisión, pues se albergaban serias dudas sobre lo acertado de semejante dictamen, ya que no pocos genios frecuentaron en el pasado locales semejantes (y aquí se esgrimieron nombres tales como Gauguin, Van Gogh, Edgard Alan Poe, Rimbaud, Toulouse Lautrec, Picasso,... y tantos, y tantos otros); amen de que en esos cementerios de la ilusión no pocas veces se creaban y mantenían cenobios culturales, tertulias literarias, o meros puntos de encuentro para espíritus inquietos. Pero prevaleció el riesgo que suponía que uno de aquellos enfants terribles, uno de aquellos rebeldes existencialistas, o, lo que era peor, un emboscado anarquista -todos ellos asiduos clientes de estos ágoras atestados de humo y presunción donde no se hacía otra cosa sino conspirar-, pudiera dar al traste con tan ingenua y pura sociedad como la que se pretendía crear.
La respuesta fue exigua, pues habida cuenta que no se ofrecía sueldo ninguno, salvo el alojamiento y la manutención, y, o bien porque se creyera que tal convocatoria no era más que una broma, o porque los creativos estaban más por el rendimiento económico de su imaginación que por enriquecer su alma sin ponerla precio; el caso es que apenas llegaron a treinta las candidaturas venidas desde todos los puntos cardinales. No obstante, tanto Aloisius como los tres Consejeros, creyeron conveniente proponer un método previo de selección que certificara la idoneidad de los candidatos. Sería un método sencillo, que más buscaría la honestidad, sinceridad y pureza de intención del aspirante a socio que sus conocimientos o erudición. El examen de aptitud en cuestión quedó fijado en tres únicas pruebas. La primera prueba consistía en pasar un día completo en el bosque -de mañana a mañana, con su noche incluida-, y traer de vuelta una muestra vegetal o mineral de cada uno de sus diversos ámbitos; entre estas muestras era preceptivo aportar un pequeño cristal de amatista que solo se hallaba, obviamente, en el lecho del Río de las Gemas, siguiendo su curso corriente arriba, en la zona fronteriza donde el bosque del valle daba paso al de altura; las demás muestras se dejaban a discreción del candidato: una bellota del roble, una hoja de haya, una castaña, arándanos, setas,... cualquier cosa que el bosque produjera; incluso se valoraba positivamente una pequeña ramita de acebo con sus frutillos carmesíes. Con todas estas muestras, y ésta era la segunda prueba, el candidato debía realizar una obra de creación que las incluyera a todas y las relacionara entre sí: un cuento, un poema, un cuadro, una escultura,... algo imaginativo y original, en fin. Por fin la tercera y última prueba, a la que solo accederían quienes hubieran superado las otras dos, consistiría en arrojarse, desnudo, al río en la parte más alejada de la zona remansada, para después dejarse deslizar por las aguas -en un estanque artificial, no lo olvidemos, bella pero misteriosamente poblado por nenúfares y algas-, hasta bajar el Salto Cortina por uno de sus aliviaderos, salvando un desnivel de más de cuatro metros, y llegar al Molino donde se le estaría esperando con ropa y el más caluroso de los recibimientos. Esta última prueba, si bien podía resultar estrambótica, era definitiva, pues suponía una especie de ofrenda al Dios del Río, al Espíritu de las Aguas, patrono reverenciado de Aldea del Altovalle, y al que, según tradicional convención, se le debía todo, incluida la existencia. Era, por extensión, también un homenaje a la naturaleza y la aceptación del lema que presidía el escudo de armas de la población: Fluente como el río. Entendiendo con ello que los habitantes de Aldea de Altovalle asumían que su ser participaba de este atributo heraclíteo de constante cambio, así como de la tenaz capacidad para abrirse paso en la vida, fueren cual fuesen las dificultades que obstaculizaran su curso.
En aquella inicial selección, casi la mitad no pudieron pasar la primera de las pruebas. Incapaces de soportar todo un día alejados del confort, la comodidad y la ordenada previsibilidad de los lugares habitados sucumbieron a la inquietud, el aislamiento, sus miedos, o a su excesiva indolencia. Unos, volvieron antes del anochecer angustiados con la idea de tener que pasar toda la noche en un lugar, según ellos, inhóspito y sobrecogedor; y otros, apostados en el límite del bosque, con las primeras sombras y tras escuchar los primeros ruidos de los seres de la noche convocados por el ulular de las lechuzas, huyeron despavoridos valle abajo hasta dar con el seguro cobijo de las primeras casas.
De los 15 candidatos que alcanzaron la Segunda Prueba se estimó que cuatro no poseían ni la sinceridad, ni la pureza, ni la capacidad creativa mínima exigida en las creaciones realizadas con las muestras recabadas en el bosque (entre los motivos del rechazo figuraban: la excesiva teatralidad, el melifluo sentimiento fingido con ostentación, la adulteración de la Belleza recargada de vano ornamento, y hasta hubo un caso de insoportable engreimiento fatuo). Así pues, quedaban 11 candidatos para lanzarse a las aguas y realizar la Ofrenda, completando así la tercera prueba. Pero tres renunciaron cuando vieron la profundidad y el oscuro misterio que transmitía el remanso, o constataron el acusado desnivel de la cascada por donde debían bajar hasta alcanzar el molino. De los ocho que quedaron, a dos se los tuvo que proveer de flotadores, pues no dominaban el arte de mantenerse a flote, pese a lo cual se lanzaron al agua no menos animosos que aquellos que sabían nadar. Todos finalizaron con éxito la última prueba, aunque uno de los que utilizó el salvavidas lo hizo casi ahogado, al llegar boca abajo tras girarse el flotador a su paso por la cascada.
Así pues, la Sociedad de Ociosos Creativos Antares comenzó su andadura con 12 miembros: Aloisius, los tres Consejeros y los ocho seleccionados.
Tras estos antecedentes el lector está ya en disposición de barruntar que el motivo que diera pábulo al rumor y la sorpresa que alterara la habitual apacibilidad, tanto de la Sociedad de Ociosos Creativos Antares como de toda la pequeña comunidad rural de Aldea del Altovalle, debería estar fundado en la más extraordinaria de las razones. Una comunidad tan atípica, tan poco dada a sorprenderse ante lo maravilloso -pues ella, en sí misma, era producto y consecuencia del prodigio-, debió de ser tocada profundamente en su capacidad para absorber el pasmo como para resultar colmatadamente perturbada. El motivo no era otro que el decimotercer candidato que un buen día apareció por Aldea del Altovalle con la pretensión de integrarse en la Sociedad Antares de Ociosos Creativos (pues, como se descubriera a las primeras de cambio, entre sus tipicidades se encontraba la de permutar el orden de los términos societarios. Afición a la transliteración que, como se comprobaría con posterioridad, prodigaba con frecuencia, haciéndola extensiva a sus expresiones más comunes. Ni las mismas palabras estaban a salvo de esta manía, tal era el caso, por ejemplo, de la partícula "que", habitualmente consignada en sus manuscritos como "qeu", de modo que era fácilmente reconocible cualquier texto suyo, ya que allí se encontraría, indefectiblemente, algún "qeu" hilvanado al discurso, sin importar su naturaleza pronominal, conjuntiva o adverbial, ni su función relativa, interrogativa o exclamativa).
Ya el día de su llegada, heraldo no se sabe si involuntario, había amanecido antes de lo previsto con una luminosidad desconcertante, lo cual descolocó a los gallos de la aldea que, perplejos, permanecieron inusitadamente mudos. Por contra, desde el bosque llegó, polifónica diana, en forma de notas sonoras sobre el pentagrama de los primeros rayos de aquel sol extrañamente luminoso, el canto del urogallo, el del cuco y el del ruiseñor ejecutando un aria coral que el mismo Verdi hubiera envidiado. Y eso no fue todo, el Río de las Gemas bajó más cantarín que de costumbre, las aguas más crecidas, y, lo más fantástico: con su corriente veteada a modo de fluida gema opalescente, lo que provocaría durante todo el día que el cauce del río se convirtiera, con la incidencia de los rayos de sol, en un dinámico espejo irisado.
Cuando bajó del único vagón que aquel viejo tren llevaba y traía una vez al día, conectando aquella aislada aldea con el mundo, nadie lo esperaba. Nadie acudió a recibirlo. Pero en apenas treinta minutos se propagó la noticia de su llegada. No era habitual que la gente de abajo se desplazara a Aldea del Altovalle sino fuera para visitar a algún amigo o familiar, o bien que algún agente comercial novato o despistado recabara con su portafolios en una población que no se caracterizaba precisamente por su propensión al consumo. Así es que no es de extrañar que Mercurio, quien ejercía de Jefe de Estación, interventor, factor, vendedor de billetes y mozo (todo-en-uno), hiciera llegar rápidamente la buena nueva a Dionisio, el ocasional cantinero que generalmente regentaba el almacén de ultramarinos y quincallería, local paredaño a la cantina. Eso quería decir que la información se expandiría -ni tan rápido como la pólvora ni tan lenta como una mancha de aceite- por todo el valle en un tiempo prudencial (como es fácil de deducir, la prisa no era un factor de estrés en Aldea del Altovalle).
El recién llegado, que solo portaba una pequeña mochila por todo equipaje, había preguntado a Mercurio por la Sociedad Antares de Ociosos Creativos, y el buen hombre, tras pensar unos segundos y deducir que se referiría a la sociedad de reciente creación (aunque le despistó, en un primer momento, el orden de los términos empleado por el forastero para referirse a ella), le indicó la ubicación exacta del Círculo Creativo -nombre con el cual se bautizó, finalmente, la sede de la S.O.C.A.
No tenía pérdida -le dijo-. Es la casa grande de dos pisos que tiene, culminando la arista de su tejado, una veleta con forma de urogallo, cuyo pico, alzado hacia el cielo en acción canora, está coronado por una estrella de ópalo de trece puntas. -Y Mercurio, subrayando su precisa, infalible y poética descripción con el inequívoco gesto del brazo extendido acabado en dedo índice, señaló hacia un lugar, a un tiro de piedra de donde ellos se encontraban, en que se levantaba la planta inconfundible de una amplia casa de dos pisos coronada por una veleta con forma de un extraño gallo sin cresta, gran cola en forma de abanico y una estrella en su pico que parecía se la estuviese arrebatando al mismísimo cielo, tal era el fulgor que de ella salía al reflejar la luz del sol en mil destellos irisados, entre los que predominaban todos los tonos de azul que imaginarse pueda. Tras dar las gracias y despedirse gentilmente, hacia el Círculo se encaminaría aquel forastero cuya irrupción en la apacible vida y bien pensante comunidad de Aldea del Altovalle habría de causar tan inesperada conmoción.
Fin de la Primera Parte
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