Se contaban cosas maravillosas procedentes de la superficie. Porque había una superficie donde ocurrían cosas diferentes -y parece ser que maravillosas- a las habituales en aquel su cálido, excesivamente cálido, y constreñido lugar de residencia. Esas murmuraciones habían llegado a sus oídos como llegan todas las murmuraciones a los oídos atentos por descubrir cualquier noticia que altere la rutina de una vida sometida a la previsibilidad. Sí, de vez en cuando, la excesiva presión del medio hacía que ese fluir constante hacía ningún lado pudiera escapar por una rendija, por una pequeña obertura, tras la cual, impetuoso, el opresivo ambiente en el cual vivía se precipitaba al exterior -en ocasiones demasiado explosivamente, todo hay que decirlo. Pero lo cierto es que quien escapaba a su encierro no volvía para contarlo. Nada, pues, se podía conocer de su destino por motu proprio, a la manera que suele suceder cuando alguien, exiliado de su lugar de origen, comunica sus cuitas por medio de carta, telegrama, teléfono, o cualquier otro sofisticado medio de mensajería. Las habladurías llegaban a sus oídos por filtración, de manera fluida, aunque esporádica, y no pocas veces estaban contaminadas con material de arrastre producto del lixiviado de inmundicias, por lo que las informaciones deberían ser tomadas con todas las reservas. Aún así, su imaginativa mente no dejaba de soñar con aquellas cosas que -se decía- les ocurría a quienes un día, bien por voluntad propia, bien por azar, llegaban a emprender el largo viaje ascendente que les llevaba a conocer el misterioso encanto de la superficie.
Escapar a ese anonimato, a esa especie de ardiente comunismo coloidal disuelto en un magma igualitario, era su gran sueño. Ser, ser él mismo, independiente, reconocido, y, sobre todo, admirado y valorado, era su objetivo. Salir de aquel lugar infernal y contemplar el vasto cielo, gozar de su luz, atraerla hacia su corazón y, allí, atraparla en mil reflejos; ese, también, era su sueño.
Mas, según contaban las murmuraciones filtradas, era una aventura azarosa, no exenta de riesgos, pues no pocas veces el sueño acababa en el camino, con el deseo de ver la luz atrapado en una oscuridad aún mil veces más horrorosa que aquella de la cual se huía. Pero es que, además, en caso de lograr la meta ansiada, aún se corría el peligro de caer en malas manos, eso podía ser el fin: uno podría acabar pulverizado, reducido a polvo, a pesar de su presuntuosa dureza. Su alma demasiado cristalina, aquella virtud que le hacía único, al mismo tiempo le hacía frágil, era su talón de Aquiles, el fulcro que podía elevarlo a la gloria de la más absoluta belleza, pero que podría ser también causa de su aniquilación; solo había que ejercer una presión inadecuada, incidir en un ángulo equivocado, sobre ese talón de Aquiles, y todo se habría acabado. Este era un riesgo que había que correr, y que estaba dispuesto a correr; cualquier cosa con tal de salir de aquel agobiante ambiente.
Se decía que, con suerte, alguno de los suyos había alcanzado tal predicamento, tras aprovechar conveniente y excelentemente la labor que sobre sus capacidades se obraron, que gozó de un valor incalculable allí arriba. Pero ese valor tenía sus contrapartidas, su lado oscuro, su precio; sobre todo, su precio. Un precio demasiado oneroso cuyo pago exigía el desembolso de todo el capital de escrúpulos, de todo el monto de moralidad, de todo el patrimonio ético, valores éstos que eran un impedimento para lograr el éxito pretendido. Cuanto mayor fuera el valor que se llegara a alcanzar, menos escrúpulos eran precisos, menos moral cabría poseer, menos ética era necesaria. Eso debía de tenerlo en cuenta y prepararse para ello. De todos modos, en último caso, confiaba en su proverbial dureza para, llegado el momento, prescindir de todos esos valores que no harían sino estorbar su objetivo.
Se decía también que incluso si se alcanzaba el mayor de los éxitos -esas deslenguadas lenguas contaban historias fabulosas acerca de lo que ya a otros les supuso la inmortal fama- eso conllevaría el ser tal objeto de codicia que por su causa -por su posesión- la muerte obtenía pingües cosechas. ¡Qué locos aquellos seres pobladores de la luz! -pensó-. Pero se conformó enseguida, pues de esta extraña manera de ser dependía ese futuro esplendoroso que entre ellos quería obtener, pues a ellos les debería su futuro -que esperaba de lo más brillante-.
Allí de donde procedía no se contaba el tiempo por días, pues ni la luz del sol ni los ciclos de la luna eran conocidos más que de oídas -gracias siempre a murmuraciones venidas de arriba-; pero, para entendernos, emplearé la periodicidad de esta cíclica convención: nunca olvidaría el día que sintió la luz por primera vez; la sensación de levedad, libre de la opresión omnímoda padecida desde siempre. Aunque se hallaba en el seno de una encubridora aglomeración, podía sentir esa levedad, esa luminosidad, pues el día que afloró a la superficie lucía un sol sin mácula, y el cielo, de puro celeste, más parecía de pálido zafiro que de éter y espacio iluminado. Por primera vez gozaba -por seguir utilizando una convención humana, en este caso sensorial- de la incomparable influencia del aire libre. Ahora debía esperar, confiar en su hallazgo, en que alguien detectara su presencia, descubriera sus virtudes atesoradas durante eones de paciente concentración. Lleno de contenido entusiasmo, esperó. Si por él hubiera sido, habría proferido tales gritos, revelando su aparición (¡Aquí, aquí! ¡Estoy aquí! ¡Al fin he llegado!), que habría podido ser localizado rápidamente sin la menor dificultad. Pero la voz no es atributo concedido a los de su especie. Debía esperar.
No tuvo que hacerlo mucho tiempo. Los seres pobladores de la luz bien sabían dónde encontrarlo. Como las abejas acuden a la llamada del perfume de las flores, así aquellos que los buscan saben dónde encontrarlos, dónde pulsa su talento, donde aparecerán precedidos por el retumbar de telúricos tambores. Conocedores de las señales que anuncian la probabilidad de su presencia, los seres pobladores de la luz antes de un año habían dado con él. Se lo llevaron, como a otros tantos vecinos conglomerados -compañeros suyos en el largo viaje hasta la superficie-, para estudiar sus cualidades y posibilidades de futuro...
Obviamente su destino pasaba por Amberes. Allí las más hábiles y sabias manos lo tallarían convenientemente. Si todo salía bien -y no tenía por qué no salir- se obtendría una pieza de gran valor comparable al mayor vástago de La Estrella del Sur o al Koh-i-Noor. Salió bien, de su preciosa talla en corte brillante se obtuvo un precioso fancy diamond de raro y seductor núcleo rojizo, cuya prístina transparencia estallaba ante los focos de luz en mil arco iris. Su destino no podía ser otro que la más valiosa corona, el más prestigioso cetro, la más excelsa de las diademas, o... el más deseado de los cuellos, ese por el que los hombres son capaces de dar y quitar la vida. Un destino que aunque estuviese investido de la más cierta y cruel de las maldiciones no dejaría de atraer la atención y el ansia de su posesión. Había alcanzado su sueño: sería, por fin, el más deseado de los diamantes.
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