lunes, 2 de enero de 2012

El Bosquecillo. Cuento de Navidad





Aquella mañana salió a pasear, como en tantas otras ocasiones, por aquel recorrido variopinto que alternaba la naturaleza y la cada vez más profusa traza urbana. Nada había ocurrido hasta ese momento que hiciera presagiar algo anómalo, que hiciera sospechar que aquél podía ser un día distinto a cualquier otro; nada, salvo el cambio de año. Existe la absurda creencia de que al torcer esa convencional esquina que supone un Año Nuevo, todo también lo ha de ser; así, se hacen planes preñados de ilusión y proyectos de enmienda, se adoptan dietas, se acude a los gimnasios, se comienzan colecciones de todo tipo -que escasas veces se completan, porque hasta los que las proponen en muchas ocasiones no saben cómo ni cuándo acabarlas-, y un infinito etcétera de métodos y propuestas cargadas de las mejores intenciones que abonan la esperanza para el año que recién comienza: se espera recoger en él, con increíble ingenuidad, una copiosa cosecha de realizaciones.
Cuando veinte años atrás comenzó a frecuentar aquella senda que, una vez salvada la serpenteante huella del tren de vía estrecha, se sumergía en la penumbra de los pinares, se solazaba en las umbrías márgenes de un pertinaz arroyo de escorrentía que se resistía a desaparecer y que cruzaba áridos remedos del incipiente desierto levantino hasta alcanzar por fin la irrelevante cota de Sierra Cortina, no sospechaba, a pesar de la cabalgante e imparable actividad urbanizadora que amenazaba con acabar con toda apariencia natural en la costa, que aquel pequeño paraíso hubiera de sufrir tantas agresiones y modificaciones. Primero, fue un sospechoso incendio el que calcinaría un tercio de su masa boscosa (afectando en su mayor parte al ubicuo pino carrasco, pero también al autóctono algarrobo, a las cada vez más escasas encinas y, sobre todo, al monte bajo que en esas latitudes mediterráneas está compuesto por labiadas aromáticas, como el romero, el tomillo, la mejorana o la jara). Después, fue el trazado de las carreteras, autopistas y circunvalaciones, las que obligaron a trazar sobrevolados puentes de gris hormigón y horadar taludes por donde hacer pasar los caminos. Más tarde, sería el avaro afán depredador de las constructoras, con sus urbanizaciones, sus campos de golf, sus infraestructuras, las que cortaran una y mil veces lo que era uno-en-lo-diverso. Finalmente, el nuevo y amplio trazado de la vía del antiguo y romántico tren que hasta entonces se mimetizaba con los accidentes del terreno, para dotarlo de mayor diafaneidad, rapidez y, por tanto, eficiencia -modernizarlo en suma-, sería quien partiera en dos la columna vertebral de este ya malherido espacio natural.

Aquel uno de Enero el sol brillaba, esplendoroso, desde la inmensidad de ese azul intenso que sólo existe en el Mediterráneo, entibiando aún más un clima ya de por sí benigno. Nada que ver con la fría y neblinosa Castilla que había dejado atrás el día anterior, adonde había acudido para pasar la primera parte de las vacaciones navideñas con lo que le quedaba de su exigua familia.
Cuando cruzó la zahorra de caliza que ahora cubría el trazado de la antigua vía sintió una primera impresión. Fue como una ligera distorsión visual y táctil a un tiempo, como si hubiera traspasado una puerta invisible, a modo de las usadas hasta la saciedad en la realidad virtual para ilustrar historias de ficción en que los protagonistas acceden a planos dimensionales diferentes a los tres conocidos y habituales. Pero solo había sido una vaga impresión. Apenas algo más que un escalofrío, que achacó a una de esas bajadas de tensión que de vez en vez le aquejaban. Prosiguió la archiconocida ruta: un sendero de tierra de anchura variable surcado -allí donde el terreno era más blando- por las cóncavas huellas que dejaban las roderas en los lugares que permitían el ocasional tránsito rodado; a los lados se acumulaba la tamuja de los pinos, los líquenes en las zonas más sombrías o el fino musgo sobre las piedras; aquí y allá formaciones arbustivas, retamas y matas de romero marítimo; y salpicando todo ello la presencia ubicua de desperdicios humanos dejados por la ignorancia, la indiferencia o la desidia de seres que no consideran la naturaleza como casa propia sino más bien como basurero incidental. No era el caso de nuestro protagonista. Él amaba la naturaleza porque se sentía parte de ella, no se consideraba ni su rey ni su beneficiario.


Apenas eran las diez de la mañana. Olía a la humedad dejada por el rocío y a la brisa salada procedente del cercano mar; también a una mezcla indefinible de plantas aromáticas que a esa hora, y ante la presencia del sol, se disponían a cerrar su dispensador de esencia. A medida que avanzaba, que se adentraba en este cada vez más ralo bosquecillo mediterráneo, nuestro protagonista tuvo la segunda impresión: comenzó a oír una especie de murmullo difuso, como de ramas mecidas por el viento... pero no hacía viento; el aire estaba quieto, o ausente. El murmullo semejaba una barahúnda de voces incomprensibles y dispares: agudas, graves, atipladas, roncas; algunas parecían, en su apenas audible susurro, sonar airadas; otras parecían jalear la ira; en las menos distinguía, sin comprenderlas, un cierto tono conciliador. De pronto, sobre todas ellas, se escuchó un trino; era un bello y modulado trino de jilguero, y parecía reconvenir a todas aquella voces. El discordante murmullo, entonces, cesó. Solo se oía el bello fraseo aflautado del jilguero.
-Qué raro, -se dijo para sí nuestro protagonista- nunca antes había escuchado el canto del jilguero por aquí. Sí ocasionales gorjeos de gorriones, sí el reiterado "cu-cú" de los cuclillos en las tardes estivales; pero nunca antes un canto tan melodioso.
Siguió caminando, intentando localizar la procedencia de aquel maravilloso trino, mas no pudo descubrirlo. Lo acompañaba, pero sin hacerse visible. ¿Parecíale provenir de la izquierda?... volvía hacia allí la vista y, al instante, la melodía resurgía en la derecha; tan pronto arriba y adelante, como detrás y abajo. Distraído con este juego de escondite no se dio cuenta que la mañana había dado paso, sin solución de continuidad, al crepúsculo. ¡Cielos! ¡Era imposible! Pero... ¡Si solo había caminado unos minutos -a lo sumo media hora- desde que penetrase en el bosque! Recordó al instante la leyenda de aquel santo varón que quedó absorto con el canto de un pajarillo y no volvió en sí hasta transcurridos doscientos años, cuando él creyó que habían pasado apenas unos pocos minutos. Pero nuestro protagonista no era ningún santo varón, no estaba dotado de ningún poder extraordinario, ni tan siquiera era creyente, ni adorador de ninguna secta, ni mago, ni nada que no fuera un ser humano normal, sensible -quizás demasiado sensible-, pero normal.

El caso es que el cielo se llenó de estelas broncíneas, anaranjadas, violáceas, azulonas,... todo el cielo ardía con llamas crepusculares; mientras, el jilguero, incansable, cantaba y cantaba. Mirando alrededor, nuestro protagonista, se dio cuenta que había llegado hasta el claro del bosque donde se encontraban sus "árboles sagrados": el Pino Bello y el Pino Viejo, también llamados por él, Pino Haya y Pino Roble, dado el distinto porte que los caracterizaba. Se trataba de los dos pinos más grandes y longevos del bosque. Separados entre sí por una veintena de metros eran, con diferencia, los árboles más distinguidos entre todos los que poblaban el lugar. El Pino Viejo o Roble, era un inmenso pino negro de tronco grueso y corto, surcado por una estriada corteza rugosa, del que partían cinco tortuosas y gruesas ramificaciones formando una copa amplia y poderosa cuyas ramas lo mismo tocaban el cielo que el suelo; el Pino Bello o Haya, era un esbelto alepo de corteza lisa y anaranjada, de copa alta y armónica, que parecía elevarse hacia el éter con una elegancia propia de mujer (quizás fuese esa la razón por la que nuestro protagonista solía abrazarse a él cuando se sentía especialmente emocionado). Al Pino Viejo lo encontró muy desmejorado, sin apenas frondosidad y lleno de orugas, de nidos de orugas que le daban una depauperada y triste apariencia de siniestro árbol de navidad.
El suelo en ese lugar estaba poblado de gramíneas, de tréboles y de arena endurecida sobre la que crecía un manto de musgo primigenio. A pesar de lo confuso y perplejo que nuestro protagonista se encontraba, el canto del pajarillo parecía tener sobre él el efecto tranquilizador de la voz materna cuando canta una nana a su hijo.


A medida que el cielo se fue apagando, que las llamas del sol iban desapareciendo, y las sombras se extendían sobre la tierra, del suelo, que parecía volverse fosforescente por momentos, comenzó a elevarse el sonido de algo semejante a una salmodia, como si miles de voces entonaran un mantra sagrado. Nuestro protagonista se sentó a escuchar bajo el Pino Bello. Frente a él, por fin, apareció el jilguero posado en la rama de un lentisco. La modulación de su canto comenzó a cambiar al tiempo que cambiaba su apariencia. Todo sucedía a la vez: mientras en el cielo se encendían millones de estrellas sonrientes, el jilguero se transformaba en ruiseñor, y al son de su nuevo y maravilloso canto todas las cosas, así mismo, se transformaban: los arbustos en duendes de melenas enmarañadas y los árboles en seres con apariencia de ninfas y faunos; del suelo, ahora suave y mullido como una alfombra persa, salía un resplandor argentino envolviendo aquel espacio con una atmósfera irreal... Él miraba maravillado este inaudito cambio. Pero eso no era todo, también comenzó a entender las voces que cantaban, las que susurraban, las que murmuraban; como si hubiera adquirido milagrosamente la capacidad políglota que le permitiera comprender los mil y un lenguajes con que se expresa la naturaleza. Y así pudo enterarse de las cosas que piensan, sienten e inquietan a las múltiples criaturas, ya fueren del reino mineral, vegetal o animal. La preocupación entre ellas era palpable. La que no se lamentaba, se quejaba; la que no, discutía con quien intentaba defender lo indefendible. Aún había quien confiaba en el ser humano, pero la opinión más extendida era aquella que le hacía culpable de todos los males. Entonces, por el horizonte salió la luna; una luna grandota, anaranjada, como una toronja gigantesca, y todos, con reverencia, volvieron a callar; todos menos el ruiseñor que entonó un nuevo y más bello canto, incluso elevando el volumen de su voz. A medida que la luna iba ascendiendo y variando su color del naranja al plata, también el ruiseñor variaba sus notas y  melismas, creciendo y creciendo en belleza la melodía que de su garganta salía. Cuando la luna al fin alcanzó su zenit, el ruiseñor calló; todos los seres alzaron la vista hacia ella, y después se inclinaron...

 Fue el momento del Gran Prodigio: la Luna habló, y esto dijo:
-Hermanas criaturas, pobladoras de este pequeño universo, hoy os he convocado aquí ante la urgencia del momento que nos toca vivir. Todas y todos sabéis el peligro que corre la Naturaleza a manos del Hombre. Este reducido ámbito es prueba de ello. El Hombre es voraz y estúpido, y en su voracidad y estupidez destruye aquello que le da vida. Mas no todos los hombres son iguales. Entre ellos hay algunos que son como nosotros, parte de nosotros, uno con nosotros. Este que hoy hemos invitado aquí es uno de esos hombres. Todas sois conscientes de cómo él nos siente y nos respeta. Conocedores como somos de lo por venir vamos a hacer una excepción y por una vez transgrediremos los límites de la realidad, esa que él conoce, para que conozca la nuestra, la de la Vida Inextinguible, y, conociéndola darle la oportunidad para que en ella se integre. Ahora voy a convocar a la semilla de los dioses, esa que una vez trajo hasta aquí la Diosa del Amor desde el otro lado del mar que el Hombre llama Mediterráneo y que con tan buen criterio todos nosotros podríamos llamar Mare Nostrum, para que él sepa quiénes son en realidad esos árboles que él -y solo él- considera sagrados. -Esto dijo la Luna, y después calló.
La intensidad de su luz aumentó y aumentó, hasta que de ella surgieron dos rayos más intensos y potentes que todos los demás que de ella emanaban. Estos dos rayos incidieron cada uno de ellos en el corazón de cada uno de los dos enormes pinos que nuestro protagonista consideraba sagrados: el Pino Viejo, herido en el corazón con aquel rayo de luna, se transformó en un hermoso varón de torso y miembros poderosos, en todo parecido a un dios; del Pino Bello, en cambio, herido por el otro mágico rayo lunar, surgió, esplendoroso, el cuerpo hermoso de una mujer, en todo semejante a una diosa.
Entonces el ruiseñor entonó otra bellísima melodía, y aquellos dos dioses, que fueran pinos, comenzaron a bailar la Danza del Amor: ya separándose, ya enlazándose, ya saltando, ya girando; y la noche danzaba con ellos al tiempo que las estrellas dejaban caer su rutilante confeti plateado sobre aquellos cuerpos luminosos. Al canto del ruiseñor lo coreaban todas las criaturas formando una singular polifonía, que el viento acompañaba haciendo sonar su voz entre las cañas, convertidas así en cálamos sonoros. Cuando la Danza del Amor finalizó, aquella que otrora fuera el Pino Haya se volvió hacia nuestro protagonista y posó sobre él una mirada triste y tierna. Él se estremeció recordando las veces que había estrechado aquel cuerpo cuando era tronco...
Así transcurrió toda la noche, si es que noche podía llamarse a tal estado de cosas dadas en un tiempo sin tiempo. Y las criaturas del lugar que acompañaban a nuestro protagonista le contaron que estaban condenadas a perecer muy pronto a manos del Hombre. Y es así cómo supo que el Pino Viejo había decidido dejar que las orugas dieran cuenta de él, que lo redujeran a polvo, antes que perecer a manos de aquellos crueles y horrísonos artilugios que iban derribando uno tras otro todos los árboles del bosque; en cuanto al fin que le esperaba al Pino Bello, solo un prodigio lo salvaría, un acto de amor, un acto de sublime entrega...


El ensordecedor ruido de las sierras mecánicas y los bulldozer niveladores se fueron acercando. Cuando llegaron al calvero donde antes se levantaban orgullosos dos enormes pinos, apenas encontraron  cenizas donde se ubicaba el más robusto; y nada, absolutamente nada, ni un agujero, ni huellas de raíces arrancadas, en el lugar que antes ocupaba un esbelto y precioso alepo de copa perfecta.
Se dice que el gerente de la empresa encargada de los árboles talados -y cuyo destino era ser convertidos en pasta de celulosa- juraba y perjuraba que amparándose en la noche alguien le había hurtado aquellos dos enormes ejemplares, pero nunca pudo probarlo.
También se cuenta que aquel 1 de Enero fue el día en que, casualmente, desapareció sin dejar rastro nuestro protagonista. Parece ser que alguien que paseaba a la caída de la tarde por el bosquecillo-condenado-a-desaparecer lo vio abrazado a un enorme pino, y que esa fue la última vez que se los vio... a los dos -al pino y a él.
En cambio hay quien dice haber visto a nuestro protagonista paseando por el barrio de Montmartre de París, hacia donde habría partido inexplicablemente de forma súbita y secreta, y donde viviría con una hermosa mujer a la que se había visto entrar en su apartamento y después salir con su equipaje.
En cuanto al alepo, nadie puede dar cuenta de su fin; si alguna vez estuvo donde se cree que estuvo -pues ya se llega a dudar hasta de su existencia-, por más inverosímil que parezca, desapareció sin dejar rastro.
También hay quien piensa que todo es una bula, y que tampoco existió nuestro protagonista, cosa a todas luces falsa, pues muchos podrían atestiguar haberlo visto pasear por aquel bosquecillo, con una libreta en la mano, hablando consigo mismo y con todas las criaturas...


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