Duerme el veneno en sus ojos,
como luz en la esmeralda...
Decir que anduvieron por calles y plazas, que cruzaron amplias avenidas y salvaron calzadas atestadas de tráfico, que subieron por concurridos bulevares o bajaron por solitarias ramblas, no es decir nada que pueda acercarse, ni aun de manera aproximada, a la realidad experimentada por Héctor durante el itinerario seguido hasta llegar a la casa de Lilith. Fueron diez minutos eternos -acaso doce- vividos por nuestro amigo con la engañosa percepción de la paradójica aporía de que se valió aquel sofista de Elea para dejar en ridículo al veloz Aquiles, el de los pies ligeros, impidiéndole alcanzar en la carrera a una improbable tortuga, aliada de falaces infinitos. Lo mismo le hubieran dicho que fueran diez horas, diez días que diez años. En su conciencia lo sintió como un viaje inacabable cuyo destino, hacia el que indefectiblemente avanzaban, se alejaba como el horizonte. No es que estuviera deseoso de llegar, no es que su ansia dilatara el tiempo con la sorprendente maleabilidad áurea, no, nada de eso. Era, simple y llanamente, que el tiempo real y el experimentado no coincidían. Tampoco el espacio. La casa de aquella mujer de increíbles ojos verdes se encontraba a dos manzanas de Pantagruel, y no pareciera sino que los separaba la extensión de una fabulosa ciudad ilimitada.
Imbuido de aquella nebulosa en que semejaba moverse, más tuvo la certeza de desplazarse a través de un espacio sideral, de un universo urbano en que las constelaciones tomaban la forma de erráticas aglomeraciones humanas; en que ruidosos cometas surcaban el espacio en órbitas definidas dejando tras de sí la estela humeante de sus tubos de escape; en que, aquí y allá, en los grisáceos límites cúbicos de los edificios, se abrían agujeros negros de diversos tamaños que absorbían, o escupían, el errabundo material cósmico desprendido de las constelaciones en constante expasión. Un universo real sentido con la irrealidad propia de la turbación emocional en la que Héctor se encontraba desde que conociera a aquella misteriosa y hermosa mujer que decía llamarse Lilith.
Para cuando apareció ante ellos la herrumbrosa verja de forja que, dispuesta a lo largo de la fachada sobre un murete de ladrillo y piedra de un metro de altura, separaba aquel caserón de la curiosidad de los viandantes, casi había perdido la esperanza de llegar alguna vez, de que tal casa siquiera existiera, en este mundo o en cualquier otro. Intentar explicar aquí este fenómeno, esta distorsión del espacio-tiempo sufrida por nuestro querido amigo, sería tarea tan ardua y difícil como endebles pudieran resultar las razones aducidas para ello; en todo caso, estoy seguro que se me tacharía de sofista -como al mismo Zenón-, o de mero charlatán, si así lo hiciese.
-Esta es mi casa. La que heredé de mi padre -dijo, al fin, Lilith, al tiempo que introducía una llave en la cancela.
Los viejos goznes de hierro giraron con el tópico sonido metálico, entre agudo y chirriante, que bien pudiera servir de timbre exterior.
-Esto necesita engrase -dijo, también tópicamente, Héctor.
-Ya lo he intentado varias veces; engrasarlo, digo, con nulos resultados. La herrumbre propia al paso de los años, y el peso de la misma puerta lo impiden. Además, así me gusta. Le da un aire... romántico. Sí, romántico.
-En eso tienes razón. Parece que uno penetrara en uno de esos relatos de Bécquer, donde la sorpresa y el misterio aguardan del otro lado... -repuso Héctor, mientras accedían por un sendero de gravilla a la entrada principal.
Lilith, lo miró sonriendo. Era esa sonrisa que él ya conocía bien, mezcla de un mucho de ironía y una pizca de malicia.
La casa era una construcción propia de finales del siglo XIX: sobre la alta planta baja, surcada por verticales ventanales, se alzaba un piso con balcones, y, sobre éste, un altillo abuhardillado con tragaluces en forma de rosetón. Las fachadas estaban pobladas de modo caprichoso por hiedras y buganvillas, aportando una decoración natural añadida al ladrillo árabe que cubría los vanos entre las verdugadas de piedra caliza ya gastada. El conjunto causaba esa ambigua impresión de las mansiones vetustas descuidadamente cuidadas, en que la apacible y cálida solidez desprende un cierto halo de misterio...
Misterio que no terminaba en la impresión exterior, pues al abrir la puerta y acceder al interior, Héctor sintió un íntimo estremecimiento. No era solo el olor -un sutil olor indefinible, entre balsámico y ceroso que recordaba al sándalo-, tampoco la luz tamizada e irreal que se filtraba por los ventanales; era, sobre todo, una sensación táctil lo que le descuadró, como si hubiera penetrado en un ámbito cuya atmósfera tuviera distinta densidad, una densidad más espesa, a mitad de camino entre la del aire común y la del agua. Se sentía a la vez más leve y más pesado. Lo achacó a la situación, a sus nervios, a la aventura que, estaba seguro, allí, de alguna forma, le aguardaba.
-Ponte cómodo. Estás en tu casa -dijo Lilith, como si leyese el pensamiento de su invitado.
-Ya quisiera yo tener una casa así -solo se le ocurrió decir a Héctor mientras miraba en derredor suyo.
Tras cruzar el amplio recibidor, del que partía la escalera hacia el piso superior y el altillo, accedieron a un gran salón. El suelo era de recia tarima de roble, y las paredes lucían un uniforme tono blanco marfil solo matizado por los anchos marcos de madera de puertas y ventanas, algunos discretos cuadros de tema mitológico y un gran tapiz sobre la chimenea, una reproducción de aquel que representa el tema más misterioso del ciclo de La Dame à la Licorne: "À mon seul désir".
Todo resultaba cálido y acogedor, si no fuera por esa extraña sensación que nuestro aventurero amigo no sabía a qué achacar.
Se sentó en el extremo de un gran sofá de piel ubicado frente al hogar, ahora apagado. Ella permaneció de pie -estaba esplendorosa- para indicarle que a ambos lados de la chimenea, en aquellos sencillos anaqueles de obra, se encontraba una pequeña parte de la biblioteca familiar, la más popular. Y allí mismo (le señaló el lugar con precisión) se encontraban los 33 volúmenes de la Biblioteca de Babel. El resto de las más de diez mil obras que componían el legado bibliográfico acumulado durante varias generaciones estaba repartido en librerías y aparadores por toda la casa; salvo las más comprometidas o valiosas, que permanecían bajo llave en un reducto permanentemente climatizado del sótano, una singular estancia de evocador y alegórico nombre: El Shambala. Y al pronunciar, ella, este nombre, Héctor volvió a observar cómo, en aquellos bellos ojos inmensos, el verde se hacía ubicuo, constriñendo la pupila que parecía alargarse verticalmente.
-¿El Shambala? Curioso nombre para un lugar dedicado a biblioteca selecta. Se diría que si tal apelativo es consecuente con su significación, allí debe de haber algo que lo haga merecedor de él. ¿O quizás sea solo por lo excepcional de los contenidos allí guardados? -dijo Héctor, interesado.
-Es un lugar especial, mi querido amigo-en-crisis-creativa -le contestó, enigmática y divertidamente, Lilith-. Un lugar donde pueden suceder cosas sorprendentes, un lugar donde casi todo es posible, incluso hacer que tú recobres la inspiración perdida. ¡Qué digo, más que eso!... En ese lugar tú podrías hallar senderos creativos que ni imaginas. Pero solo si alguien te guía. Allí no se puede acceder sin ser introducido por un, llamémoslo así, iniciado.
Héctor se removió incómodamente en su cómodo asiento. Invirtió el cruce de las piernas, carraspeó nerviosamente. Ahora la miraba con una indisimulada expresión de incredulidad.
-¡Cielos! -pensó-, me encuentro en casa de una de esas taumaturgas creyentes en vaya usted a saber qué peregrinas concepciones vitales preñadas de mágicas sandeces, y quién sabe qué oscuras intenciones. Quizás en el piso de arriba, o abajo, en ese Shambala -acaso el nombre del lugar donde llevaran a cabo sus delirantes rituales-, le esperaba el resto de la secta prestos a saltar sobre él, la víctima propiciatoria. Ya le parecía demasiado maravilloso haber captado, por su propio encanto, la atención de semejante espécimen del sexo femenino. En la mente de Héctor comenzaba a tomar forma la justificación de su presencia en aquella casa: ¡realmente era una víctima! Todas aquellas sensaciones experimentadas en la biblioteca y en el restaurante no eran más que avisos inconscientes, premoniciones que su sensible naturaleza detectara mientras su atención se hallaba hipnotizada por aquel ser, aquella mujer, que sin duda, ahora estaba claro, habría empleado un método subconsciente para raptar su voluntad. La belleza no hubiera sido suficiente. Había algo más, sí, algo más, algo que se le escapaba... Y si no huía de aquel lugar inmediatamente, no tardaría en descubrirlo.
(Es bien conocido que los súcubos adoptan la apariencia de las más voluptuosas mujeres, las más atractivas, las más seductoras. A veces, cuando las características del alma objetivo de sus aviesas intenciones lo requieren, puede variar esa apariencia matizando su carnalidad a voluntad, variando la proporción de sensualidad y fría inteligencia. Ya se sabe que el gusto de los hombres -menos que el de las mujeres, en este particular asunto del sexo- es variado, y hay hombres a los que solo un bello y deseable cuerpo no les es motivo suficiente para vender su alma; necesitan, además, una cierta dosis de ensoñación, de virtualidad, de magia y fantasía asexuada, pero siempre sugerente. El alma humana, eso sí es un agujero negro: se sabe que existe por su influencia en los cuerpos que le rodean, pero, ¿verla? nadie la ha visto jamás, ¿definirla? nadie lo ha conseguido nunca, ¿delimitarla? imposible hacerlo, no se conocen sus límites. Solo nos conformamos con saber de su existencia, pero añadir a esta somera constatación, cualquier otra precisión es, no solo aventurado, sino inútil por fallido).
Lilith lo observaba curiosa mientras se acercaba al sofá. Quizás intuyera lo que estaba pasando por aquella cabeza acostumbrada a imaginar, elucubrar,... sospechar. De pronto, ya no pudo aguantar más aquella mirada que parecía diseccionarla y prorrumpió en una carcajada. Era una de esas carcajadas que tanto contribuyen a aliviar la tensión en los ambientes que la sufren, y estaba claro que, con su revelación, Lilith había elevado la de aquel salón.
Cuando pudo contener los espasmos, pidiéndole paciencia con aquel gesto de la mano que ya exhibiera en el restaurante, clavó sus enormes ojos -que ahora parecían aún más enormes, más brillantes y más verdes que nunca- en aquellos otros que frente a ella poco les faltaba para saltar de las cuencas. Decididamente, Héctor, parecía uno de esos ratoncitos de campo que sorprendidos por la implacable y efectiva serpiente sabe que su fin está próximo y, no obstante, tembloroso, no puede huir, ni desviar la mirada de los ojos de su depredadora. Ella, Lilith (no la serpiente), dejando de sonreír, se acercó a él...
La estupidez de los hombres no conoce límites, y Héctor era un hombre (a veces cabría dudarlo, pero lo era). En este caso se ciñó a su rol, y se comportó de la forma más estúpida posible: adelantándose al siguiente movimiento de Lilith -sin sospechar siquiera cual fuese, por más que parecía sobreentenderse-, con un movimiento ágil e insospechado -¿cómo iba a sospechar aquella mujer que su víctima pudiera tener, ya, capacidad de reacción?- neutralizó la distancia -ya escasa- que los separaba y la estampó un beso en aquellos carnosos labios que no había dejado de mirar -y de desear- desde que la tuvo en frente en el restaurante; fue un beso apasionado que, no obstante, apenas duraría tres segundos; después, sin dar a Lilith tiempo de reaccionar, se levantó rápidamente y enfiló la puerta de entrada por la que huyó sin mirar hacia atrás...
Aún resonaba el ruido de la cancela en sus oídos y el resonar de sus apresurados pasos cuando, media hora después, tras callejear desorientado, entró en un cine sin fijarse en la película que se proyectaba. Necesitaba despejar su mente, o, en el peor de los casos vaciar su contenido, rellenándolo de otras imágenes que calmaran su excitación
Tuvo suerte. En la pantalla, la hierática y bellísima expresión -nunca un rostro inexpresivo comunicó mayor expresividad- tocada con aquel inolvidable moño rubio platino, casi níveo, de Kim Novak estaba siendo besada por un rendido James Stewart. Se trataba, como ya habrán adivinado, de esa inolvidable obra maestra del cine de misterio y suspense que, el no menos inolvidable maestro del género, Alfred Hitchcock realizara: Vertigo...
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ICONOGRAFÍA
Venus Verticordia - Dante Grabriel Rossetti
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Lilith - John Collier
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Lilith - Roberto Ferri
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Sin (2)- Franz Von Stuck
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Lilitu - Arte Sumerio
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Lilith - Nôtre Dame à Paris
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