miércoles, 18 de enero de 2012

Érase un relato...




Lo único cierto que sobre él cabría decir es que era un hombre. Según todas las convenciones al uso, eso es tanto como precisar que se trataba de un ser racional perteneciente al género humano, y, en este caso, de sexo masculino. Pero todos sabemos que bajo estos genéricos datos apenas estaríamos perfilando nada sugestivo. Necesario será expresar mayor concisión si queremos que el relato -pues que de eso se trata, de un relato- cobre así el más mínimo interés. Veamos: si digo que era alto, enjuto, algo encorvado y que caminaba con ese desgarbo propio de quien está acostumbrado a caminar con congéneres de piernas más cortas que las suyas, ya estaría creando una imagen definida que expresaría un cierto carácter; mas si digo, en cambio, que su altura era proporcional a su circunferencia, que su cara era expresión del embotamiento y que los párpados inferiores se descolgaban sobre la mejillas como si fueran guirnaldas de feria, en este caso, nuestra percepción del hombre en cuestión, siendo solo física, nos transmitiría unas coordenadas no solo físicas sino también psicológicas diferentes a la primera descripción. Pero el hombre, el hombre en sí, sería el mismo; lo que quiero relatar de él, permanecería invariable, mas servido en diferente  envase. Los detalles peculiares añadirían quizás un grado de matiz al relato, una cierta orientación en la perspectiva, hasta cierta perplejidad si esos detalles fueran contradictorios -ya que las convenciones y prejuicios nos llevan comunmente a asociar apariencias con actitudes, y lo que no concuerde con ideas preconcebidas nos resultará chocante-, pero nada más. Incluso a veces es bueno que esto suceda -la perplejidad-, a modo de uso retórico del contrasentido para subrayar la sensación de absurdo de una historia.

Por ejemplo, si adjudico al personaje de mi primera descripción la característica temperamental de flemática indolencia, no nos resultaría, en un primer momento, creíble, nos rechinaría tal adjudicación con la imagen que nos hemos creado a partir de su descripción física. No digamos si al personaje de la segunda descripción le colgamos el sambenito de incontrolable nerviosidad paroxística, es seguro que en nuestra mente se produciría una patente distorsión. Pero ambos casos no serían del todo descabellados, solo sería preciso añadir algún dato que como un lubricante hiciera que tales características, a contrapelo de la convención y el prejuicio, penetraran en nuestra mente con la suavidad de la lógica. Por ejemplo, si al tipo alto, enjuto, algo encorvado y que camina con desgarbo para acompasar sus pasos a los que son más bajos que él, le achacamos un rasgo de flemática indolencia, debido, quizás, a que su sistema nervioso se ha vuelto perezoso por el esfuerzo de contención sostenido que desde niño ha debido hacer para amoldarse a sus compañeros y amigos, y no quedar así desplazado, aquel rasgo, antes discordante, mediante el diapasón de la justificación apropiada, acabaría por concordar a pesar de la aparente tonalidad asincrónica con que se nos sugiere; lo mismo sucedería con el segundo caso, en que nuestro rechoncho y embotado amigo, habría adquirido los rasgos exacerbados de incontenible nerviosidad paroxística debido a una extraña disfunción de la glándula tiroides -afección, quizás, en su tiempo desconocida- asociada, presumiblemente, a los esfuerzos de sus progenitores para contener la obesidad cabalgante del niño, sometiéndolo a todo tipo de regímenes dietéticos y rígidas pautas actitudinales con el fin de controlar su voluntad devoradora.


Vayamos un poco más lejos. Sigamos con la especulación para dejar patente que poco importa, a fin de cuentas, para el objetivo del relato, la singular idiosincrasia de nuestro pretendido personaje, más allá de entretener y divertir al lector vistiéndolo -al personaje, no al lector- con más o menos vistosos o sorprendentes, y siempre accesorios, ropajes. Si a la pincelada del carácter ya precisado añadiéramos otra como que a la flema indolente de nuestro espigado primer modelo se le solapaba un temperamento enigmático y taciturno, y al nerviosismo paroxístico de nuestro segundo rechoncho modelo un humor cáustico y mordaz, entonces volveríamos a recobrar el equilibrio de la convención, y estaríamos dotando de un matiz que, por semejanza, abundaría en una imagen ya más reconocible y asumible, proveyendo, a un tiempo, un poco más de profundidad al cuadro. Podríamos, también, incluir algún otro rasgo peculiar, como un tic o una manía, que de modo caricaturesco nos colocara ante un ser realmente especial. Por ejemplo, si al primer modelo -el alto, enjuto, cóncavo y desgarbado indolente y flemático taciturno- le achacamos un movimiento espasmódico que le hace girar a un lado la cabeza cada vez que se le hace una pregunta, como si quisiera pasar página e ir a otra cosa; y al segundo modelo -el esférico embotado de párpados festivos, nerviosismo paroxístico y humor cáustico- le atribuimos un encasquillamiento zazo que interrumpe su atropellado decir cada vez que topa con el sonido "k", como si de repente se levantara ante su discurso una barrera insalvable; entonces, tras esta nueva adición, nuestro original marco vacío "hombre" se estaría llenando ya de un significado que, plausiblemente, tendría más probabilidades de atrapar la atención de la audiencia.

Pasemos al ámbito, al entorno, a las circunstancias vitales que de ninguna manera afectarían así mismo al guión de la narración. Por ejemplo, nuestro primer modelo (creo que no es necesario ya ser más explícito) podría tener por nombre Leighton, y por apellidos Fitzwater Pendergast, dedicarse laboralmente a la honesta profesión de correduría de bolsa y repartir sus ratos de ocio entre el cultivo de raras variedades de narcisos y la composición de poemas de pie quebrado, en su victoriana casa londinense de Chelsea. Por su parte, nuestro segundo modelo (es decir, el que no es el primero) exhibiría, en placa de latón, a la altura de los ojos, con caracteres carolingios, sobre la puerta de madera de pino ruso siberiano de su caserón ubicado a un tiro de piedra del Palacio de Invierno de los Zares, en San Petersburgo, un nombre doble del que se siente orgulloso, Oleg Ivan, y un solo apellido, Mikhailovitch -pues del segundo, Putigorski, lo que se siente es avergonzado-; y, debajo del nombre, un sonoro término a modo de lema y profesión: Príncipe, nada más. Estos datos nos volverían a descolocar, pues uno achacaría más la fisionomía y carácter de nuestro segundo modelo (ya saben, el mordaz rechoncho) a un personaje literario tipo Chesterton, y lo ubicaría, obviamente en los humeantes salones de los clubs privados de los gentleman ingleses, fumando con elegancia un enorme puro y bebiendo con delectación un buen scotch; en cambio al primer modelo es fácil ubicarlo, como un sosias de Rasputín, paseando su flema taciturna por los salones del que con el tiempo sería el fastuoso Hermitage, o sentado en el reducido habitáculo de la recepción de un hotel de segunda categoría en el París de entre guerras, poniendo su valiosa sangre azul a salvo de la revolución bolchevique. Este ligero descoloque que de nuevo hace acto de presencia nos estaría aportando el efecto de un oleaje, de mar crespo que puja y se retira, de zozobra que amenaza con hacernos perder pie quitándonos la arena sobre la que nos asentamos. Tratemos de conservar aún un poco más el equilibrio, antes de entregarnos valerosamente a las olas acogiéndonos a la habilidad que se nos presupone para surcar las procelosas aguas como náuticos tritones o ágiles nereidas.



Para añadir más sustancia a la narración y seguir con nuestra tesis de lo poco que ello influiría en la esencia de su razón de ser, podríamos aportar un dato, no ya subjetivo, sino externo y objetivo; es decir: ¿cómo sería la relación de nuestro protagonista con los demás?.
En el caso de nuestro primer modelo ( L ), como corresponde a todo buen inglés que se precie, sobre todo si pertenece a esa clase que, sin ubicarse de lleno en la nobleza, sí la posee por educación, estaba plácida y convencionalmente casado, y lo estaba con una galesa ni guapa ni fea pero sí pecosa -como corresponde a toda galesa que se precie-, bajita y algo obesa; por discreción no haré aquí ninguna confidencia sobre los comentarios que tal pareja suscitaba cuando paseaban por Hyde Park las mañanas soleadas de domingo. No tenía hijos, y no sería en exceso aventurado adivinar el por qué. A pesar de la falta de descendencia, la pareja parecía todo lo feliz que puede ser una pareja inglesa de clase media-alta, anglicana, a la que le gusta pasear por Hyde Park las mañanas soleadas de domingo, tras los oficios religiosos. La galesa, siempre sonriente -tan siempre y tan sonriente como que la sonrisa parecía haber nacido con ella, implícita ya en su código genético como una especificidad ligada a su rostro-, semejaba sentirse orgullosa de su alto, enjuto, y encorvado marido -quien tenía la delicadeza de acortar sus desgarbados pasos para acompasarlos a las cortas piernas de su mujer-, orgullo que hacía ostensiblemente patente al pasear colgada de su brazo, toda oronda, con ese indisimulado porte de barbilla alta y cuello tieso que parecía pregonar lo regalada que iba de tan alto y "distinguido" caballero. Sus amigos eran escasos, aunque abundaban los conocidos, entre los cuales se encontraban diligentes corredores de bolsa, meticulosos cultivadores de narcisos e inspirados aspirantes a poetas. En la firma para la que trabajaba se tenía de él una ajustada apreciación a sus valores, no los morales que adornaban su personalidad, sino a aquellos de los cuales dependía el buen curso de los negocios y que él se esmeraba en multiplicar con moderado pero suficiente éxito.

Dirijamos ahora nuestro foco al segundo modelo ( O ). Menos que terrible -por más que se esforzaba en emular a su regio tocayo-, Oleg Ivan vivía con una viuda reiterada (pues había enviudado dos veces antes de aferrarse a nuestro personaje como un naúfrago a un salvavidas), seis años mayor que él, que poseía una saneada fortuna acumulada en los devengos de sus sucesivos matrimonios. Matrioska -pues tal era el nombre de la recalcitrante viuda- era una mujer agraciada cuyo zenit gracioso, no obstante, ya había pasado cuando "enganchó" a aquel orondo, nervioso y simpático -aunque incomprensible- partido. Tenía ojos grises casi blancos, nariz levemente aguileña y larga melena desteñida que enrollaba en su cogote con un gran moño, lo que le hacía llevar el cuello siempre tenso para no ceder al peso y quedar mirando al cielo. La buena mujer reía con esa risa entrecortada y gritona que recuerda la de las hienas (si es que las hienas se ríen cuando emiten esos destemplados sonidos), por lo que nuestro cáustico y mordaz protagonista se cuidaba muy mucho de que su mujer entendiera el humor con el que solía tratarla, sobre todo en presencia de sus conocidos, o en las múltiples recepciones a las que eran invitados. Aún así debía sufrirla frecuentemente, ya que nada le gustaba más a ella que reír por cualquier cosa. Como los aristócratas -y más los venidos a menos- no suelen tener amigos, sino pares, se le podía ver exhibiendo su ingenio y mordacidad en los círculos más discretos de la corte y en las muchas fiestas donde era reclamada su presencia por una creciente burguesía adinerada de aquella Rusia zarista que tocaba a su fin. ¿No lo hemos dicho ya? Un hombre de su clase, por definición -y más tratándose de la rancia aristocracia rusa-, no trabajaba, y lo más parecido a un quehacer que se le conocía era el coleccionismo, en su caso de pornografía en cualquier soporte, pero con especial predilección por los artilugios emboscados; es decir, aquellos artefactos que simulaban tener una apariencia inocua, pero que, al activar un oculto mecanismo, la inocente figura mostraba su verdadero y salaz fin; además poseía una colección envidiable de cuadros de pequeño y mediano formato, cartones, grabados, Shunga japoneses, y, tras la revolucionaria aparición de la fotografía, más de 5000 instantáneas de mujeres y grupos en las más barrocas composiciones (algunas de ellas formando series con nombres evocadores, relacionados, por ejemplo, con títulos de las obras del Marqués de Sade: Justine o los infortunios de la virtud, La Filosofía en el tocador; o diversas versiones del Kama Shutra de Vatsyayana, con sus ocho maneras de hacer el amor, que multiplicadas por las ocho posiciones básicas dan un total de 64 artes). En suma, era un hombre apreciado por unos, denostado por otros, y, dada la proverbial cortesía de los círculos nobles de la alta sociedad, aceptado por todos.


Creo llegado ya el momento de demostrar sin ningún género de dudas que todo este acervo accesorio de circunstancias nada tiene que ver con el núcleo, la esencia, el alma, de nuestro relato. ¿Y cómo me propongo tal veraz y concluyente demostración? Muy sencillo, yendo al relato mismo, a contar lo que desde el inicio quería contar que sucedía a un hombre, nuestro hombre, que ya no será un hombre vacío, privado de alma y de nombre, de aspecto y de carácter, de historia y de vicisitudes, no, sino del que dispondremos dos versiones totalmente divergentes cada una con su cúmulo de información, y aún así, veremos qué de baladís habrán sido sus diversas personalidades y qué de superfluas sus vitales circunstancias.
"Era un día cualquiera de principios de primavera, cuando la tierra se renueva y la sangre se altera -según dicen- en ese ímpetu renovador que busca, persigue y consigue el amancebamiento de todas las cosas, su fecundación, el aseguramiento de la consecución del impulso vital. También la época en que el índice de suicidios se dispara, quizás animado por ese impulso renovador que, incluyendo el atajo, quiere ahorrar tiempo en su labor de eliminación de los seres menos dotados; es decir, la época en que la selección natural sale de caza, y lo hace con un espejo por todo arma; espejo que será utilizado cruel y eficazmente contra toda víctima propiciatoria que salga al paso. ¡Vaya tontería! me dirán ustedes. Nada de eso, yo les replico. Un espejo puede ser un arma letal para un hombre (vale, de acuerdo, también para una mujer): no hay más que colocar un espejo capaz de reflejar la imagen de un alma ante un ser racional que aún conserve un mínimo porcentaje de vergüenza, para que su efecto sea más letal que el más afilado de los aceros, que la más explosiva de las balas, que el más ponzoñoso de los venenos. Así es como la Vida (que contiene y necesita a la Muerte) realiza todas las primaveras su cosecha de almas superfluas y, de paso, hace sitio a los cuerpos que han de proliferar.
Nuestro hombre fue uno de los que engrosaría esas funestas listas de caza primaverales. Apareció aquel día, un día cualquiera de primavera, con toda probabilidad un día especialmente claro y hermoso, tendido sobre la cama, o recostado extrañamente en el sillón donde le gustaba quedarse dormido tras el almuerzo, con una expresión de desagrado en la cara, como saliendo de mala gana de la vida, o como rúbrica gestual a esos últimos pensamientos en los que podría hallarse la justificación de su postrero y extremo acto... o como reacción a la imagen que viera reflejada en el letal espejo venatorio. Como suele ser habitual en estos casos, nadie pudo explicar qué peregrinas razones le conducirían a semejante claudicación. Los sesudos próceres y los amigos -o pares- más allegados dirían (estamos en el primer tercio del siglo XX y las doctrinas de Freud empiezan a causar furor) que posiblemente arrastraba traumas generados en la más tierna infancia y que, inopinadamente, como a uno le puede tocar la lotería, ese día afloraron con toda su crudeza cargados de horror, un horror que se habría tornado insuperable e insufrible."

¿Ven? ¿Ven como para la esencia del relato daba igual la circunstancia aleatoria? La muerte nos iguala a todos. Da lo mismo qué seamos, cómo seamos, qué representemos; al final, por el final, todo da igual. La naturaleza humana, en su múltiple diversidad, es una y la misma, siempre. Los miedos y las alegrías, las risas y los llantos, las ilusiones y los desengaños, son producidos siempre por semejantes motivos, por más que tengan lugar en circunstancias diferentes a gentes diferentes. La Naturaleza Humana no hace sino reaccionar siempre de la misma forma a un determinado estímulo vital . Pueden cambiar los intérpretes y los escenarios, pero los papeles y el guión ya están escritos, y la obra se acabará desarrollando siempre de la misma previsible manera, y, sobre todo, con idéntico final.
Por cierto, regalo a la imaginación del lector el método adecuado que, a su parecer, correspondería al fin de cada uno de nuestros dos modelos. De todas formas, como ya he dicho, va a dar lo mismo, el resultado no variará.



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