miércoles, 28 de noviembre de 2012

Salomé y Judit: Un Encuentro Inédito (II)


 



--Déjame besar tu boca, Jokanaán.
--¡Nunca, hija de Babilonia! ¡Hija de Sodoma, nunca!
--Besaré tu boca, Jokanaán, besaré tu boca.
[...]
--¡Ah! He besado tu boca, Jokanaán, he besado tu boca. 
Tus labios tenían un amargo sabor. ¿Era el sabor de la sangre...?
Puede ser, aunque tal vez sea el sabor del amor.
Salomé. Oscar Wilde


SALOMÉ
--Razón tienes en lo que dices, amiga mía. Yo también ardo en deseos de poder contar algo que me quema por dentro, que me lleva quemando sin piedad desde hace ya tres mil años.
"Como todo el mundo sabe (todo el mundo que haya leído o escuchado el Gran Libro) nací en Edom, a la sombra de Petra. Pero lo que no se conoce es que a la hora en que yo nací la luna bailaba una danza de muerte. Esa noche mi madre contemplaba el rielar de la luna llena en el estanque de palacio, cuya superficie se ve siempre levemente agitada por la corriente de una fuentecilla que mana de continuo. La luna llevaba a cabo su danza de plata en las ondas mientras mi madre esperaba el momento del parto, cuando, de improviso, una lechuza blanca como la nieve, y como la nieve, fría, cruzó el cielo sobre el estanque reflejando su silueta en el agua. La luna desapareció por un instante y cuando volvió a alumbrar las suaves ondas, en la superficie yacía una paloma ensangrentada... no tenía cabeza. Quizá la lechuza la llevara colgada del pico, y el cuerpo exangüe se desprendiera cayendo al estanque, quién sabe. Lo cierto es que la impresión (puede que no fuera más que el anuncio de mi venida) aceleró el argentino y níveo alumbramiento, y aquella misma noche la tierra escuchó el llanto que mi madre, a través de mi garganta, vertiera por la visión de la paloma decapitada. Esta anécdota me la contaría mi progenitora siendo yo una niña aún, por tal motivo no pocas veces me desperté agitada en medio de la noche, pues en mis sueños me imaginaba a mí misma siendo la paloma que bailaba, sin cabeza, sobre las ondas de un negro estanque.
A pesar del inquietante presagio crecí esbelta y hermosa como ninguna. Era el orgullo de Petra, y mi padre no veía con quien podría casar un día a semejante joya (como me llamaba). No sé qué tuviera que ver con las especiales condiciones de mi nacimiento, pero lo cierto es que recibí de la luna el don de la danza, del arrobador ritmo de la ensoñación, de la seducción más arrebatadora. Cuando bailaba en palacio, a instancias de mi padre, debía hacerlo protegida por la guardia, pues los hombres perdían el sentido, y no pocas veces se lanzaban a mis pies. Mi educación fue todo lo selecta que corresponde a una princesa idumea. Apenas conocí el dolor, que se me evitaba por todos los medios; así es que no sabía qué cosa fuese esa sensación que tanto espantaba a las gentes --mi conciencia lo recuerda como no más que una incomodidad--, así como tampoco llegué a saber qué cosa fuera el miedo. No había nada en mi vida por lo qué temer. No carecía de nada, cualquier capricho era inmediatamente atendido. En una palabra, me eduqué al margen de los sufrimientos de este mundo. Para mí todo era un juego, la sonrisa estaba adornando siempre mi rostro, y encontraba un gran placer en provocar admiración y deseo, pues se volvían hacia mí como un eco de halagos y lisonjas."

"Todo empezó a cambiar cuando mi madre repudió a mi padre para casarse con su hermano, el Tetrarca de Judea y Galilea, también llamado Herodes, mi tío. Algo de aquel paraíso en el que viví hasta entonces se modificó. Vi el interés y la ambición de mi madre, pero lo achaqué a cosas que pasan en la vida de los adultos y en las que una niña no debe entrar. Al final, como mi vida apenas se alteró, salvo para mejor, ya que la nueva  corte era más rica que la de Edom, me adapté más bien que mal, y más pronto que tarde. En Judea los fastos --y las intrigas-- eran mayores dada su cercanía al centro de poder que Roma ostentaba en la zona. Mi tío, como mi padre antes, presumía de mi belleza y de mi habilidad en el baile ante las delegaciones extranjeras siempre que tenía ocasión. Ahora, a la distancia, puedo asegurar que en aquellas miradas de mi tío, además de fascinación, había un brillo lascivo, un reflejo de lujuria; pero el temor a mi madre era mayor que su deseo por mí. Nunca intentó nada conmigo, salvo solazarse con el espectáculo de mi cuerpo cimbreándose a la luz de la luna y las teas. Tenía muchas razones para sentirme utilizada. Ahora lo veo con claridad, pero yo, entonces, no tenía esa perspectiva, ni esa conciencia. Me gustaba bailar y recibir los aplausos y jaleos con que todos aquellos nobles me regalaban. ¿Hay algo que incline a la censura en ello? Una joven de catorce, quince o dieciséis años que hace felices a los demás a base de sentirse feliz ella misma ¿Es censurable que sienta un justificado orgullo, incluso cierta inocente vanidad?
El siguiente giro en mi vida, y determinante, vino del exterior. En un principio parecía ajeno a mí. No tardaría en descubrir mi error. Parece ser que un profeta --de los muchos que hay en esta tierra de profetas--, llamado Juan, que tenía a su alrededor a un gran número de seguidores, y que se había ganado el respeto del sanedrín como santón, no hacía más que criticar la unión ilegítima e incestuosa --según decía él-- de mi madre con Herodes Antipas, mi tío, llegando a tacharla de ir contra la ley de Dios. A mi madre no le hacía ninguna gracia que un desarrapado la tratara de ramera, y más de una vez la sorprendí maldiciéndolo en voz alta. Yo no lo conocía aún, pero fue tanta la curiosidad que un día decidí salir ir en su busca. Esta decisión fue fatal. Quizá la historia no se hubiera alterado de no haberlo yo conocido, pero al menos no habría sufrido lo que sufrí después, lo que sigo sufriendo desde entonces..."

"Me despojé de mis lujosos vestidos, me puse ropas de campesina y me fui a su encuentro. Lo hallé bautizando a un grupo de seguidores. Cuando me vio en la orilla del río, a pesar de estar tocada con un velo, se me quedó mirando, fijamente, durante un instante (¡Aquellos ojos negros como tizones en los que ardía una llama como nunca viera antes! ¡Maldigo el día que los vi! ¡No he dejado de maldecirlo en todos estos años!). Él siguió como si nada con sus jaculatorias mientras vertía agua sobre la cabeza de aquellos fieles ilusos. Tras terminar su liturgia bautismal, comenzó a predicar acerca de su fe en su Dios. Hablaba, con aquella voz de trueno, conminando al arrepentimiento, también decía algo sobre una espera que ya había tocado a su fin, pues ya habría llegado el esperado. Yo no entendía nada de toda aquella jerigonza, pero me quedé prendada de la fuerza y penetración de sus mirada, de aquellas guedejas de pelo negro como la noche que le caían en cascada sobre los hombros, de aquellos hombros anchos y moldeados, de aquellos nervudos miembros, de aquel pecho que infundía temor, de aquellas piernas broncíneas labradas por el sol del desierto... Pero sobre todo no podía apartar mis ojos de aquella boca que restallaba como un látigo y ante la que los mismos elementos parecían plegarse. Poseía una voz, un timbre, un ritmo en la palabra que era la misma esencia de lo varonil.
Cuando me retiré de su presencia para volver al palacio las piernas me temblaban. No sabía qué me ocurría, nadie me había prevenido acerca de la turbadora emoción que me embargaba. Mientras regresaba me decía que estaba más que justificada la expresión que se utilizaba para referirse a aquel hombre: La Voz que clama en el desierto. Aquella misma noche mis sueños fueron especialmente vívidos, excitados y húmedos. Nada dije a mi madre de aquel encuentro con el Bautista, pues sabía que la enojaría. Pero debía aclararme sobre la extraña fiebre que se adueñó de mi --hasta entonces-- tranquila y apacible vida. No tardé en averiguar qué era lo que me pasaba. ¡Tonta de mí! A mis diecisiete años aún no conocía el amor, ni sus delicias ni sus desdichas, ni sus placeres ni sus desasosiegos, ni su felicidad ni su angustia. Ahora se me revelaba con toda la fuerza de la inminencia. Era, con mucho, el sentimiento más violento que hasta ese momento hubiera sentido. Y debía darle salida. Criada en ausencia de miedo y precaución, nada temía y por nada debía ser cauta (salvo por no contrariar a mi madre). Decidí volver a encontrarme con él, en secreto. "


"Querida amiga, como te iba a decir antes --cuando corté súbitamente mi reflexión para proponerte este plan de monólogos biográficos--, la gente, con el paso del tiempo, no me ha tratado mal; incluso se ha intentado justificarme, eximirme de responsabilidad en la muerte de aquel santón. Entre mis valedores, dos escritores: un francés, llamado Flaubert; y un inglés, llamado Wilde; y además, un compositor austriaco, llamado Strauss, que pusiera en música y canto la obra del inglés. Los tres reivindicaron mi figura, indultándome de vesania y crueldad, para hacerme víctima y culpable exclusivamente del amor. No anduvieron descaminados aquellos escritores ni aquel músico. Sobre todo el gentleman inglés, alguien, por cierto, muy sensible y "femenino" para ser hombre, muy enterado de la psicología --¿se llama así?-- de nuestro sexo. Gracias a estos tardo enmendadores de una historia tendenciosa, injusta conmigo, y mal contada, mi dolor se ha mitigado algo, aunque no hasta el punto de desaparecer (este incómodo tic de intentar limpiar nuestras manos nos delata).
Toda mi vida fui utilizada como una joya, algo admirable y precioso, digno de ser mostrado y exhibido, de lo que se puede presumir deleitando con ello a los demás, procurando su seducción y predisposición para obtener beneficios políticos o sociales. Así mi padre y mi tío me utilizaron. Pero eso no era nada para lo que me esperaba aún. Más me hubiera valido ser un ser ordinario, con sólo el encanto justo para enamorar a un buen hombre. Pero no, los cielos conceden de forma azarosa y dispar la fortuna, y a algunas nos toca en suerte la seductora belleza condensada de mil. Mi querida madre, mi progenitora, a quien debo la vida, pondría la guinda en el amargo pastel de mi infortunio. Le salió la jugada redonda. Cuando se enteró de que yo andaba enamoriscada de aquel azote de Dios al que ella odiaba con todas sus fuerzas, y que, además, él se había atrevido a despreciarme (¡con qué justeza Wilde describe ese instante!); al leer en mis ojos --desde el mismo día de ser yo rechazada-- cómo el amor ardía, ahora ya con esa roja llama con que arde el odio furibundo del despecho --un odio aún más extremo que el odio nacido de la ofensa o el daño--, a partir de ese momento, digo, trazó su avieso plan. Lo demás es historia. --y aquí calló Salome, hundiéndose en sus recuerdos."

"--Ya --aprovechó Judit, para hacer una síntesis de la secuencia conocida--. Lo de la danza de los siete velos, la petición de la cabeza del Bautista como premio, las reticencias de Herodes a cumplir su compromiso, y, al final, ese su plegarse ante el valor de la palabra dada y, sobre todo, ante la vergüenza a la que se vería expuesto --él, el rey-- en caso de no hacer honor a tal palabra,... En verdad yo debería odiarte, querida, pues al Bautista, en rigor, debo considerarlo uno de los nuestros, y tú fuiste causa de su perdición. Pero... no sé. Algo en mi interior me impide hacerlo; es más, ahora después de escucharte, mi espontánea simpatía hacia ti va tomando cuerpo, fundándose y enfundándose en razones... de mujer. Pero vamos, seguro que hay algo más que debes --y quieres-- contarme. Algo que nunca has revelado a nadie, y que deseas hacerlo, pues en ello, en esa revelación, está, más que en ninguna otra parte la justificación de tus actos.

--Eres muy inteligente, amiga mía. Claro, eres Judit, y ese es uno de tus atributos: la inteligencia. Efectivamente, hay algo más. En ello me he sumergido cuando detuve mi relato. ¡Es tanto el tiempo que lo llevo dentro sin compartirlo con nadie... Desde aquel día, aquel fatídico día, en que se mezclaron todas las emociones, todos los sentimientos, con la fuerza e intensidad inusitadas de una pavorosa tormenta de voluntad y sinrazón: la máxima dicha con la máxima tristeza; el mayor placer con el mayor dolor; el orgullo más desmedido, con la humildad más alienante; la más soberbia sensación de poder, con la más miserable impresión de crueldad... Todo, todo se dio cita aquel día, en mi ser. A partir de aquel baile, en el que también estaban mezcladas las motivaciones y las ansias, todo se precipitó hacia el abismo. Fui una herramienta fortuita para la voluntad de mi madre, pero no fui una víctima. Me responsabilizo y asumo, aquí y ahora, ante ti, mi papel de juez inclemente que dicta sentencia de muerte. No fui instrumento de nadie, fui intérprete de mi propia música. Yo fui quien dancé, haciendo gala y explotando mi belleza y mi seducción; pero todos los que contemplaron mi danza acabarían bailando a mi son. Me sentí Lilith, me sentí Eva, me sentí Susana, me sentí las Hijas de Lot... me sentí tantas... Me sentí mujer, en suma, expuesta a las miradas de todos, sintiendo cómo les hacía perder la razón, bien de deseo o bien de envidia. Las miradas de los hombres y las mujeres subyugadas por mi representación de aquella danza del amor y de la muerte. Danza en la que vertí mi amor más puro por aquel hombre que despreció mis encantos (¡Ay! si me hubiera conocido en verdad, libre de prejuicios --qué bien, otra vez, lo expresaría Wilde en su obra), y en la que, a la vez, desplegué mi mejores armas, unas armas que solo el odio puede afilar. Pero no un odio solamente hacia aquel que me despreció --víctima él mismo de sus prejuicios y su fe--, sino odio hacia todo y hacia todos: hacia la vida fácil e irreal que había llevado hasta entonces, hacia el lujo y la apariencia vana, hacia las intrigas palaciegas que utilizan los sentimientos honestos de los demás para sus propios intereses, hacia los dioses que arrebatan la voluntad de los hombres y no les dejan gozar su vida de hombres... Aquel inmenso amor trenzado a aquel insuperable odio fue lo que hizo de mi cuerpo, al son de una música frenética e indescriptible, el más formidable arma, ante el cual el poder de los más poderosos se rindió. Si pedí la cabeza de aquél a quien idolatraba no lo hice por venganza o por complacer a mi madre, Herodías, ni por humillar a los poderosos. ¿Sabes, amiga mía?, si pedí la cabeza de Juan el Bautista, fue para hacerle mío para siempre. Como así ha sucedido. Ya nunca el nombre del Bautista sonará sin la resonancia de Salomé al lado. Conseguí, al fin, mi propósito, y serví, además, paradójicamente, a unos más elevados fines (a decir de algunos...).
Destino trágico, se dirá. Los griegos lo hubieran dicho. De todas formas, los grandes hitos de la historia van unidos a grandes y ejemplares tragedias. ¡Maldita sea la vida ejemplar! Cuánto he añorado siempre una vida sencilla, anónima, plena, con sus penas y sus alegrías... Pero no fue posible. Nací para ser Salomé, y de ello ejercí como mejor supe --dicho esto, se volvió a hundir en sí misma; pero, ahora ya, como el que se sume en un profundo sueño tras librarse de una desasosegante y angustiosa opresión."

Las dos permanecieron en silencio. Pero Judit, con un gesto inesperado, lleno de delicadeza, puso su mano sobre la de aquella torturada desdichada. Permanecieron así enlazadas, fundidas en un mismo sentir, mientras el sol acariciaba su piel entretejida de sueño e ilusión.

(Continuará)

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GALERÍA 

La Iconografía dedicada a Salomé y Judit se repartirá en los cuatro posts de que consta esta propuesta. Dado el ingente caudal de representaciones que estas dos figuras han sugerido a la imaginación de los pintores a través de las épocas (la mayor parte de las cuales recogidas aquí), y atendiendo al carácter de la exposición del relato --de "encuentro", y por tanto de imbricación en el tiempo de ambos personajes--, los catálogos de imágenes, en cada post, incluirán una sección dedicada a Salomé y otra a Judit, distribuyéndose así los fondos recopilados (más de trescientas obras, en total; siendo las dedicadas a la justiciera y valerosa israelita --Judit--, el doble que las recabadas sobre la princesa idumea amante de danzas y aviesas seducciones --Salomé). Como siempre, la secuencia seguirá un orden cronológico por su interés didáctico, capaz de aportar una perspectiva, ya progresiva, ya diacrónica, del hecho artístico y la relación de cada época con sus estilos propios (tratamiento del personaje en atención a las referencias sociales, éticas y estéticas de cada momento). Otro motivo para ir alternando las obras realizadas sobre un tema y el otro es que, además, se podrá hacer un seguimiento comparativo del diferente enfoque que en cada momento histórico se da a Salomé y a Judit (interés que viene acrecentado por tan diferente naturaleza ética de las dos mujeres, casi antagónicas. Aunque en el texto esto último quizá se vea cuestionado).
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SALOMÉ vs JUDIT 
(2)
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SALOMÉ (2)
(s XVI - s XVII)


Giampietrino (1510-30)
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Andrea Solario (primera mitad del s XVI)
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Andrea Solario (primera mitad del s XVI)
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Salome with Head of St. John The Baptist (1570-75) - Adrien Thomas Key
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Salome with Head of St. John The Baptist (1599) - Palma Giovane
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Salome with the Head of St. John the Baptist - Joseph Heintz the Younger (1600-05)
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Caravaggio 1607
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Caravaggio (1609)
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Battistello Caracciolo (1615-20)
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Salome con la cabeza de Juan Bautista  (1615-20) - Cesare dal Sesto
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Salome ofrece la cabeza del Bautista a Herodiade (1620) - Andrea Ansaldo
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Salome with the Head of The Baptist (1630) - Bernardo Strozzi
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Herodiade (1634-35) - Francesco Cairo
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Guercino (1637)
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The Feast of Herodes (1638) - Peter Paul Rubens 
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Guido Reni (1630-35)
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Guido Reni (1640)
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Massimo Stanzione s XVII
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The Feast of Herod (1660) - Stephan Kessler
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Feast of Herod (1656-61) - Mattia Pretti
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Salome con la cabeza de San Juan el Bautista - Mattia Preti (s XVII)
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Salome con la cabeza del Bautista (1680) - Onorio Marinari 
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Onorio Marinari (s XVII)
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Carlo Dolci (1655-70)
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Carlos Dolci (1681-85)
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Gottfried Schalken  (1700)
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The Beheading of St. John The Baptiste (1732) - Tiepolo
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JUDIT (2)
(s XVI - s XVII)
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Judith with the Head of Holofernes (1540) - Jan Sanders van Hemessen
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Judith with the Head of Holofernes (1540) - Jan Sanders van Hemessen
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Judith with the Head of Holofernes (1540-50) - Girolamo da Carpi (Girolamo Sellari)
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Judith - (1549) - Jan de Massys 
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Judith - (1549) - Jan de Massys 
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Judith with the Head of Holofernes (1550) - Lambert Sustris
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Judith et Holopherne (1568) - Lambert Sustris
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Judith avec la teête d'Holopherne (1549) - Heures du Connétable Anne de Montmorency
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Judith and Holofernes (1554) - Giorgio Vasari 
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Judith with the Head of Holoferne (1570) - Tiziano Vecellio
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Judith with the Head of Holofernes - Tiziano Vecellio
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Judith and Holofernes (1579) - Tintoretto
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Judith presents the Head of Holofernes to the People (1593) - Abraham Bloemaert
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Judith with the Head of Holofernes (1596) - Fede Galizia
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Judith Beheading Holofernes (1598-99) - Michelangelo Merisi da Caravaggio
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Judith Beheading Holofernes (1598-99) - Michelangelo Merisi da Caravaggio
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Judith with the Head of Holofernes (1605-10) - Giuseppe Cesari
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Judith with the Head of Holofernes (1608) - Giovanni Baglione
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Judith con la Cabeza de Holofernes (1580) - Cristofano Allori  (Palazzo Pitti, Florence)
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Judith con cabeza de Hlofernes (1610) - Cristofano Allori (Gemaldegalerie, Berlin)
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Judith con cabeza de Hlofernes (1613) - Cristofano Allori (Royal Collection, Windsor Castle)
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Artemisia Gentileschi

  

Judith and Her Maidservant (1613-14)
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Judith and Her Maidservant (1613-14)
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Judith Beheading Holoferne (1611-12) (v M. Capodimonte, Naples)
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Judith Beheading Holoferne (1611-12) (v M. Capodimonte, Naples)
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Judith Beheading Holoferne (1612-21) (v Galleria Uffizi, Florence)
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Judith Beheading Holoferne (1612-21) (v Galleria Uffizi, Florence)
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Judith and Maidservant with the Head of Holofernes (1625)
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Judith and Maidservant with the Head of Holofernes (1611-14)
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Judith and Her Maidservant with Head of Holoferenes (Artemisia u/y Orazio Gentileschi) (1612)
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Judith and Her Maidservant with Head of Holoferenes (Artemisia u/y Orazio Gentileschi)
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Otras Judit 
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Pietro Ricchi (1606-75)
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Adam Elsheimer (1650-1700) - Tuscan School s XVII - Carlo Marata (1625-1713) - Joachim Wtewael (1595-1600)
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Il Pordenone (Giovanni Antonio d'Sacchis) (1515 / 1516 / 1539)
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Michel Oestendrofer (1540) - Bugiardini Giuliano (d'après) (s XVI) - Giovanni Battista Spinelli
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Francesco Guarini (Da Solofra) (1625) - Jan Somononsz de Bray (1636) - Antonio Zanchi (1660-70)
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APÉNDICE MUSICAL

Ópera Salomé, de Richard Strauss, con libreto literal de la obra homónima de Oscar Wilde.
(con subtítulos en español.)



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