El Dios alfarero
(1)
I
Presentación
.....Kikomichi Kakiemon es un muchacho algo extraño. Por tradición debería seguir la estela familiar, la dejada por una saga de alfareros que hunde sus raíces en la protohistoria (se dice que su origen hay que buscarlo en el periodo Jomon, cuando Japón aún estaba sumergido en las tinieblas de un tiempo sin crónica), pero dicen que sus luces son limitadas, que su inteligencia no se correponde con la de un muchacho de su edad, y que, por ello, difícilmente va a poder seguir la senda artesanal de la ilustre familia en el duro y artístico trabajo del alfar. Pero su padre confía en él. Rizuo Kakiemon es ya casi un anciano (la labor alfarera tiene la virtud de acelerar el proceso de envejecimiento, como si el organismo del artista, en contacto continuo con el horno, se cociera más rápido de lo normal) respetado y reconocido tanto por su genio artístico como por su sabiduría, una sabiduría que más tiene de lógica natural que de erudición. Por eso, esa su confianza en el único hijo tenido con una esposa ya muerta (de hecho murió al poco de nacer Kikomichi, de unas fiebres puerperales que la mantuvieron delirando siete días), por un lado enternece y por otro desconcierta. Como si la sabiduría que a Rizuo se le supone fuese capaz de hacer una sospechosa excepción con alguien tan cercano. No falta quien diga que el ya casi anciano ha ido perdiendo la cordura a medida que su hijo no la ganaba. Pero eso lo dicen sólo algunos. La verdad es que, también dicen otros, quien eso asevera lo hace más por envidia que por ser hecho cierto. En cualquier caso, la ternura que provoca cómo el celebrado alfarero explica una y otra vez de modo paciente, incansable y amable, a su hijo los diversos procesos necesarios para conseguir la obra de arte que supone cada pieza salida del horno, justifica por sí misma la confianza depositada en Rizuo Kakiemon, y de que al final tendrá razón, y su hijo, ése que no parece tener muchas luces, terminará siendo el gran genio que nadie intuye, salvo él, su padre.(1)
I
Presentación
.....En lo tocante al grado de dominio de un arte (o de cualquier otra habilidad creativa humana) hay menor distancia cualitativa en pasar de malo a bueno (a veces propiciado simplemente por el azar) que la que supone sobrepujar de excelente a extraordinario, a único, a absolutamente genial. Rizuo Kakiemon había alcanzado esta última y sobresaliente categoría, sólo reservada a unos pocos elegidos y bien amados de los dioses.
.....¿Cómo no considerar que la saga familiar tocaba a su fin, y que con este insigne viudo daba el último, si magnífico, fogonazo antes de extinguirse? Era tal el grado de inaudita perfección contenida en aquellos objetos de cerámica y porcelana, que resultaba del todo imposible (por inimaginable) que aquel aparentemente limitado hijo pudiera siquiera intentar remedar al padre. No parecía sino que la perfección que el artista había ido alcanzando, lo había hecho a base de ir absorbiendo el talento destinado al hijo. Pero todo esto son especulaciones hechas desde fuera, quién sabe qué pasaba en realidad por las mentes y los corazones de aquellos dos seres. Sólo ellos lo sabían, si es que lo sabían; quiero decir: si es que eran conscientes de todo cuanto su vida, y en ella, su especial relación paterno-filial, suscitaba a su alrededor, en los demás, porque más bien parecía lo contrario. En ningún momento se los vio pendientes de su entorno, si no fuere en lo relativo a su trabajo: pedidos, encargos, compras y recogidas de materiales; hasta las ventas las llevaba a cabo un marchante de su confianza que periódicamente les daba cuenta de la revalorización que los productos Kakiemon iban cobrando en el selecto mercado al que iban dirigidos. Padre e hijo ni buscaban ni accedían a tener una vida social, por lo que difícilmente se podía obtener de ellos ninguna opinión o consideración acerca de lo que al común interesa. Ellos sólo estaban interesados en sus obras, en su mutua relación y en la relación con la naturaleza que los rodeaba por todas partes.
II
El escenario
.....El alfar estaba situado en el valle que surca, de norte a sur, la prefectura de Arita, en la isla de Kuyshu (cuna de la civilización japonesa), en una zona en que el terreno comienza a empinarse, justo antes de adentrarse en una densa y exuberante fronda, conocida como el Bosque Impenetrable. La casa de los Kakiemon se hallaba, pues, en una zona fronteriza: ya no valle y aún no bosque. Los hornos estaban incrustados en un talud natural, un desnivel que servía como excelente cobertor a las bóvedas de aquellos singulares espacios cerrados donde, remedando el corazón del sol, el fuego culminaba la obra del genio (se decía que éste era uno de los secretos). La familia Kakiemon tuvo siempre allí el alfar: en sus orígenes sólo con el horno destinado a la cerámica; después, ya con Rizuo como maestro, tras el descubrimiento del caolín en Izumiyama, con el nuevo horno para porcelana capaz de alcanzar más de 1000º C de temperatura. Si bien las realizaciones en porcelana esmaltada eran prodigiosas, sus más celebradas obras seguían siendo las cerámicas de barniz natural. Era ésta una técnica descubierta por azar (como tantos decisivos hallazgos del ser humano; como si el azar se empeñase en demostrar a la inteligencia lo modesto de su capacidad para desentrañar los misterios de mundo) en el siglo XII, correspondiente a la cerámica de estilo Sueki. Consistía en que las mismas cenizas de la combustión de la madera al adherirse a la superficie de la cerámica, por efecto del calor, acababan licuándose sobre la arcilla cocida formando un barniz natural y original; tan original que nunca salían dos piezas iguales del horno. Una vez descubierto este efecto se llegó incluso a revestir la superficie del barro húmedo de las piezas que iban a ir al horno con diversos tipos de materiales leñosos (pajas, cañas, juncos) para obtener así barnices aún más artísticos y, sobre todo, intencionados, no ya obra enteramente del azar sino de la voluntad del artista.El escenario
.....No obstante, el albur seguía imprimiendo su sello, pues el horno tenía vida propia, una vida que no se dejaba dirigir por la voluntad del hombre. Rizuo Kakiemon había adquirido esa maestría capaz de domeñar el capricho del veleidoso atanor, logrando la realización de piezas en que la naturaleza y, por ende, el diseño del barniz, su caprichoso azar, como le gustaba apuntar al mismo artista, suponía no más del 50% en la obra final. Por eso una de las expresiones que se forjaron para calificar su arte, alcanzando categoría de lema, decía: "En el arte de Rizuo Kakiemon colaboran los dioses al 50%". O, más llanamente, como traducía el vulgo: "El arte de Kakiemon es mitad divino, mitad humano".
.....La época en la que está inmerso este relato es la correpondiente a las postrimerías del conocido como Período Sengaku, o período de los estados en guerra, tiempo en que el Japón se había levantado en armas (se calcula que en aquel período el número de guerreros -no todos samurais- se acercaba a los dos millones) y donde poderosos daimyos se disputaban la hegemonía, las tierras y el poder de influir en el emperador (relegado ya a poco más que una figura representativa, religiosa y estética, mero títere sin poder real). Ni la distancia al foco de las contiendas, ubicado en la zona central de la mayor de las islas, Honsu, hizo que allí, en la más meridional de las grandes islas, el estado de guerra continua llegara amortiguado. Con estatus autónomo propio, la isla de Kyushu, no escapó a la acción de los diversos clanes para alinearse con uno u otro Señor de la Guerra. Dos eran los clanes predominantes en aquel momento en Kyushu: el poderoso y antiguo clan Otomo (400 años de antigüedad serían testigos de su gobierno sobre las provincias de Bungo y Buzen), uno de los pocos clanes convertidos al cristianismo (traído hasta allí por jesuitas portugueses); y el opuesto clan Shimazu, otro, no menos poderoso y más rico, clan fundado a comienzos del siglo XIII, descendiente del mítico clan Minamoto (también denominado Genji, el mismo que disputara a los Fujiwara y los Taira la supremacía en el Japón de la Era Heian, y cuyo clan protagonizaría dos de las más antiguas y famosas crónicas de aquella época ubicada entre los siglos VIII y XII: el Heike Monogatari, y el Genji Monogatari, obras cumbre de la literatura japonesa), que controlaba la amplia región de Satsuma (y que incluía la provincia homónima y las de Osumi e Hyuga). Aquél se alinearía con Toyotomi Hideyoshi, éste con Oda Nobunaga.
.....Hideyoshi, quien daría el primer impulso unificador al Japón, estaba a punto de acabar con la resistencia en Honsu, cuando se decidió a invadir Kyushu. Se alió con el clan Otomo y juntos combatieron al clan Shimazu (Oda Nobunaga acababa de morir traicionado por uno de sus generales). Kyushu en aquellos días fue un campo de batalla. Las escaramuzas eran constantes, las aldeas sufrían las consecuencias: tan pronto se veían en manos de uno, como de otro contendiente. A pesar de que por una ley no escrita la vida aldeana se respetaba durante las hostilidades bélicas, los campesinos y artesanos no pocas veces padecían la ira de tropas derrotadas o la avaricia de las vencedoras.
III
Los personajes
.....Pese a no tener más que cuarenta y cinco años, la dura vida en el alfar, su incesante labor creativa y la preocupación constante por su hijo, Rizuo Kakiemon parecía envejecido prematuramente. Grandes surcos cruzaban su frente y sus mejillas, el pelo ralo y blanco apenas le cubría el cráneo y sus movimientos remedaban cada vez más a los de un simio: la artrosis roía sus articulaciones, por lo que se desplazaba dando tumbos, bamboleándose a un lado y otro, aunque lo hiciera con una cadencia pendular de reloj desvencijado. Tres eran los rasgos que desentonaban de este estado de aparente ruina física: sus ojos, que aunque enmarcados por piel cuarteada, conservaban una viveza y lozanía impropia de su aspecto general; sus manos, que pese a estar también avejentadas, se movían con precisión y habilidad pasmosas; y su mente, que a pesar de lo hermética no dejaba de germinar con ideas nuevas, con prodigiosos diseños, con insultante frescura. Rizuo, el tesoro viviente, hablaba lo preciso, no gastaba palabras para comunicarse. Su arte era su expresión, en él iba dicho cuanto Rizuo quería decir en la vida.
.....Este hermetismo se acentuó aún más con la muerte de su esposa; se adensó, se volvió más introspectivo. Aunque habría que subrayar que, en el caso de Rizuo, no era la suya la típica huida hacia el interior de sí mismo del que sufre los reveses de la fortuna a nivel emocional, sino, antes bien, al contrario, su aparente silencio se trataba más de una apertura atenta e ilimitada hacia el exterior. Tras la muerte de su esposa, su alma se abrió como una sensible antena para recoger cuanto del entorno podía percibir, y no me refiero sólo a registros sensoriales, debidos a los cinco sentidos corporales, sino a fuerzas y energías más sutiles que rodean constantemente la vida de los seres. Incluso el contacto con su hijo, extremadamente tierno, era parco, realizado a través de suaves gestos, de indicaciones, de movimientos de voluntad, que Kikomichi era capaz de captar como si fuesen claros mensajes orales. Oh, sí, hablaban entre ellos, pero sólo para las imprescindibles cuestiones prácticas que lo requiriesen. En realidad no necesitaban hablar para entenderse. Si bien, desde fuera no era sencillo percibir esta corriente de permanente comunicación entre ellos. La gente creía que simplemente Rizuo no hablaba a su hijo porque Kikomichi no entendería lo que su padre le quisiera decir. Cuan lejos se hallaban de la verdad quienes así pensaban.
.....Poseía pues, Kikomichi, una cabezota redonda como un sol, y sus ojos, aunque levemente rasgados como corresponde a su raza, eran anormalmente grandes, por lo que daban la impresión de ser redondeados. Este fue el primer dato que abonó la opinión de que el niño no era normal. El segundo dato lo dio precisamente en el hecho de lo tardo en emitir más datos: demoró más tiempo de lo habitual en aprender a hablar (o simplemente tardó mucho tiempo en hacerlo, como si saber, supiera, pero no quisiera hacerlo. Claro que tampoco lo necesitaba). No lloraba, como mucho gimoteaba cuando tenía hambre o cuando se notaba escocido, pero jamás se lo vio llorar. La nodriza, y después aya, que pusieron a su cuidado, podía confirmar este aserto. La fámula y niñera, que hablaba algo más que su patrón, aunque tampoco fuera dicharachera, decía que aquel niño era un tanto extraño pero adorable y tranquilo, como un budita de esos que copaban las hornacinas de los altares familiares, y que ella, siendo niña, contemplara en el templo de Sofuku-ji, en el vecino Nagashaki.
(continuará)
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GALERÍA
Toyohara "Yōshū" Chicanobu
1832-1912
Selección 1
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Tea Ceremony
Tea Ceremony (detail)
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Tea Ceremony
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Preparing for a Concert (detail)
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Creating Bonseki
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Theater Perfoming
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Catching Fireflies (detail)
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Villa of a Wealthy Family, 1889
Villa of a Wealthy Family, 1889 (detail)
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Dancer on a Boat under the Moonlight, 1890
Dancer on a Boat under the Moonlight, 1890 (detail)
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Beauties Serving Refreshments
Beauties Serving Refreshments (detail)
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Wednesday, Waterfall at Meguro, 1896
Wednesday, Waterfall at Meguro, 1896 (detail)
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Genji Noblewoman and Tea Ceremony
Genji Noblewoman and Tea Ceremony (detail)
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Imperial Lineage, 1878
Imperial Lineage, 1878 (detail)
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Cherry Blossoms at Night, 1889
Cherry Blossoms at Night, 1889 (detail)
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Excited Dogs, 1896
Excited Dogs, 1896 (detail)
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View of Urami no taki Waterfall, 1891
View of Urami no taki Waterfall, 1891 (detail)
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Cat Monster of Okazaki, 1887
Cat Monster of Okazaki, 1887 (detail)
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High-ranking Ladies of the Tokugawa Era, 1897 (detail)
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Garden in Early Summer, 1893 (detail)
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