1. La Espera
...No podía hacer otra cosa que sentarse, literalmente, a esperar. A esperarla, a ella. Sabía que vendría aquella misma tarde. Oh, sí, tenía la más completa seguridad. Ahora, ya, sí. No le quedaba otro remedio. Y se dispuso cómodamente a hacerlo; a esperar, me refiero. Se abandonó indolente y plácidamente (no es concebible la indolencia sin cierta dosis de placidez, inherente, por tanto, a la esencia de todo abandono) a los elementos que lo rodeaban, a la calurosa tarde de julio, voluptuosamente tórrida tarde del extremado julio castellano. Se sentó en uno de aquellos bancos de forja primorosamente labrados y rematados con gruesos listones de roble, pero ya ajados y blancuzcos por la exposición a la intemperie. Bancos que en un principio estaban destinados a ubicarse en los espacios que dejaban los más frondosos que altos cipreses que flanqueaban el alargado y estrecho estanque rectangular, pero que la gente colocaba a su gusto buscando la sombra según la posición del sol a lo largo del día. El banco que eligió para su espera estaba estratégicamente situado, a esa hora, a la sombra de uno de los cipreses, al abrigo del aplanador sol de la tarde. Desde allí se podía disfrutar de una vista panorámica a las pinadas y, más allá, al camino que serpenteaba por las suaves lomas hasta perderse de vista tras los amarillos campos recién segados y el verdor de algunos cultivares de forraje o patata. Era un buen lugar para esperarla. Desde allí la vendría venir.
...Producto del paradójico abandono vigilante al que se sometió, su cuerpo se abrió como una flor al reclamo de la luz, sintiendo, con ello, agudizarse su percepción sensorial en una feliz e íntima relación con su pensamiento más clarividente, cuyo resultado fue una exacerbación de sus sensaciones interiores. De otra forma: se sumergió en una especie de meditación por medio de la cual el entorno captado se fundía con su imaginación en una suerte de tótum revolútum de efectos alucinantes, como si las sensaciones mecánicas recogidas del exterior fuesen automáticamente traducidas a sensaciones vívidas, a imágenes de un mapa sensorial íntimo e intelectual y, a un mismo tiempo, emocional. Así: el sonido del lascivo arrullo de las palomas coqueteando en las altas cornisas del palacio, los trinos dialogantes de zorzales y gorriones que sobrevolaban y poblaban el césped de la pradería, el más lejano cu-cú de los cuclillos que con espaciada cadencia provenía de la pinada; o la calmante contemplación de las ramas de los altos pinos mecidas casi deleitosamente por el aire cálido a modo de aéreos piélagos de mar verde, o el vuelo caótico de los estorninos, o el revoloteo no menos espasmódico e irregular de las mariposas, o el tránsito aleve de algún vilano deseoso de posar su seminal carga en lugar fértil, o las aisladas y altas nubes pegadas en el intenso azul, o los cuadrangulares perfiles bellamente arquitectónicos del palacio: su majestuosidad modernista de altos ventanales y balaustradas en columnata o filigrana de celosía, sus airosas buhardillas apuntadas, su no menos agudo tejado de pizarra erizado de las pequeñas pagodas en que se resolvían las varias chimeneas distribuidas regularmente, los setos bordeando la fachada principal, la gran pradería todo en derredor, las esculturas que parecían florecer sobre ella, como parte de su vegetación. Todo contribuía a establecer en su mente una especie de compás de espera sensorialmente dinámico, vario y enajenador.
...Entre todas estas percepciones sus pensamientos surgían y se transformaban sin solución de continuidad, sin saltos, de modo fluido, se podría decir que psicodélicamente: se amoldaban a un sonido y al punto volaban con la mariposa para reposar sobre la filigrana de la balaustrada del primer piso del palacio, y desde allí retornar traído en andas por el arrullo colombino y acabar provocando en su mente el florecimiento de un ramificado árbol de alusiones con otros tantos pensamientos que volaban abrazados a las percepciones sonoras, visuales, táctiles, olorosas... A veces le daba la impresión de estarse fundiendo con el entorno, o que el entorno se fundía en él, y que en su mente se re-elaboraba para proyectarse de nuevo al exterior por sus sentidos, que ya no serían receptores sino emisores, creando así un mundo propio: el mundo. Al fin y al cabo ¿no se trataba de eso?, ¿no percibe cada cual la realidad atendiendo a su singular sensibilidad?, y eso, ¿no es lo mismo que estar recreando el mundo constantemente desde cada ser, desde cada individualidad convertida de este modo en creadora de la totalidad? Luego, no existiría un mundo sino muchos, tantos como seres capaces de percibirlo, tantos como la inteligencia es capaz de concebir. Un mundo en cada percepción, eso es; pues cada percepción es una semilla que germina en quien percibe, y de la que florece un mundo; como un ser unicelular, un gameto fertilizado, es capaz de florecer y dividirse hasta crear un organismo complejo. Así lo había barruntado en más de una ocasión; era una concepción que con el tiempo, y la experiencia trabajando en ese sentido, se convertiría casi en certeza. Y esa tarde, durante la alucinante espera, estaba en condiciones de ratificarlo.
...Llegó a perder la noción del tiempo. No se dio cuenta de cuándo el sol se habría ocultado; percibió su ausencia al desaparecer la sombra que lo cobijaba. Tampoco es que le importara, salvo por el detalle, nada nimio, de que si anochecía antes de que ella llegara, no observaría cómo se acercaba, y verla venir, desde lejos, era un placer del que no hubiera querido privarse: su apariencia, la forma en que lo hiciera, su manera de llegarse hasta él, sabedora como era de que le esperaba. Sentía en su abandono cómo miraba, no ya con ojos, hacia el camino por donde ella vendría, era toda su atención, su alma, en el sentido más explícito, la que estaba orientada hacia aquella sinuosa estela alfombrada de acaso. Hasta que, por fin, precedida por un extraño e indefinible resplandor, como un nuevo alba en el ocaso, apareció.
...Entre todas estas percepciones sus pensamientos surgían y se transformaban sin solución de continuidad, sin saltos, de modo fluido, se podría decir que psicodélicamente: se amoldaban a un sonido y al punto volaban con la mariposa para reposar sobre la filigrana de la balaustrada del primer piso del palacio, y desde allí retornar traído en andas por el arrullo colombino y acabar provocando en su mente el florecimiento de un ramificado árbol de alusiones con otros tantos pensamientos que volaban abrazados a las percepciones sonoras, visuales, táctiles, olorosas... A veces le daba la impresión de estarse fundiendo con el entorno, o que el entorno se fundía en él, y que en su mente se re-elaboraba para proyectarse de nuevo al exterior por sus sentidos, que ya no serían receptores sino emisores, creando así un mundo propio: el mundo. Al fin y al cabo ¿no se trataba de eso?, ¿no percibe cada cual la realidad atendiendo a su singular sensibilidad?, y eso, ¿no es lo mismo que estar recreando el mundo constantemente desde cada ser, desde cada individualidad convertida de este modo en creadora de la totalidad? Luego, no existiría un mundo sino muchos, tantos como seres capaces de percibirlo, tantos como la inteligencia es capaz de concebir. Un mundo en cada percepción, eso es; pues cada percepción es una semilla que germina en quien percibe, y de la que florece un mundo; como un ser unicelular, un gameto fertilizado, es capaz de florecer y dividirse hasta crear un organismo complejo. Así lo había barruntado en más de una ocasión; era una concepción que con el tiempo, y la experiencia trabajando en ese sentido, se convertiría casi en certeza. Y esa tarde, durante la alucinante espera, estaba en condiciones de ratificarlo.
...Llegó a perder la noción del tiempo. No se dio cuenta de cuándo el sol se habría ocultado; percibió su ausencia al desaparecer la sombra que lo cobijaba. Tampoco es que le importara, salvo por el detalle, nada nimio, de que si anochecía antes de que ella llegara, no observaría cómo se acercaba, y verla venir, desde lejos, era un placer del que no hubiera querido privarse: su apariencia, la forma en que lo hiciera, su manera de llegarse hasta él, sabedora como era de que le esperaba. Sentía en su abandono cómo miraba, no ya con ojos, hacia el camino por donde ella vendría, era toda su atención, su alma, en el sentido más explícito, la que estaba orientada hacia aquella sinuosa estela alfombrada de acaso. Hasta que, por fin, precedida por un extraño e indefinible resplandor, como un nuevo alba en el ocaso, apareció.
2. Ella
...Llevaba estrellas en el pelo, luceros que titilaban arrojando luz irisada a su alrededor. Venía flotando en una nube de luz. Así la había imaginado, no podía ser de otra forma. Parecía caminar sobre la tierra ocre, pero no distinguía su pies. Más pareciera deslizarse, fluir como un líquido, como una antropomórfica corriente de aire denso. A medida que se acercaba, el resplandor se hacía más evidente pero no crecía, era como un aura que nimbaba su cuerpo. No distinguía vestimenta alguna, solo luz nimbando una silueta. Llegó un momento en que se sumergió en la pinada, desapareció tragada por ella. Apenas podía distinguir el resplandor de su aura parpadear entre los pinos. Cuando saliera de la fronda y cruzara el alto seto que bordeaba la finca ya estaría suficientemente cerca, podría distinguirla, contemplar su cuerpo, su cara, su apariencia. Era de natural curioso, pero su curiosidad no llegaba nunca a causarle desasosiego, ni tan siquiera desazón. Sentía interés por las cosas, pero no apremio porque se le revelaran. Todo sucede cuando debe suceder, solía pensar; ni cuando uno quiere, ni cuando uno lo espera: las cosas acaecen según su tiempo, cuando se cumple la recóndita relación que las une y conecta, una relación que nunca se podrá desvelar totalmente porque el ser humano no dispone del conocimiento ni de la perspectiva para hacerlo.
...Al fin, el resplandor que la precedía anunció su inmediata aparición. Del otro lado del seto un halo de luminosidad policromática se movía en dirección a la puerta de entrada... Allí estaba, esplendente, blanca como la Vía Láctea, deslumbrantemente rotunda. Nada la cubría salvo un irisado velo de luz que resaltaba aún más su nívea piel. Su larga melena negra parecía surcada por luciérnagas, sus ojos, en cambio, eran oscuros, tanto que parecían negros, de un negro profundo y mate, como de azabache sin pulir, el óvalo de su rostro era perfecto, la nariz recta y menuda, los pómulos suaves, las mejillas levemente cóncavas, la boca de labios carnosos sugería voluptuosidad y la barbilla era delicada, el resto del cuerpo poseía tal belleza que las palabras no harían sino rebajarla, simplemente diré que irradiaba una blancura desconcertante, irreal. Él no esperaba otra cosa. Era tal y como la había imaginado. Quizá, hasta hubiese aparecido con la imagen sugerida por su mente (ese pensamiento le asaltó de improviso y tomó la forma de una certeza: aquella visión concreta, precisa en todos sus términos de luz y armónica proporción, de belleza inmarcesible, en forma de Aphrodita ultramontana, bien pudiera estar condicionada por su imaginación, invocada a instancias de su propio pálpito, diseñada por su voluntad).
Sonreía, y al acercarse se dio cuenta hasta qué punto estaba dotada de una belleza nunca por él imaginada, a menos que pudiese ser posible juntar en un momento, en un solo ser, toda la belleza experimentada a lo largo de una vida, en diversos momentos, con diversos seres y cosas. ¿Sería así? Aquel ser que tenía delante, aquella visión con apariencia de mujer, ¿era el resultado de sumar todos los instantes en que la belleza le traspasó con su dardo adamantino? ¿Y por qué no?.
...Ella se paró justo delante del banco donde él aún permanecía sentado mirándola con ojos extasiados pero inquisitivos.
--He acudido a tu llamada. Ya me tienes aquí. He venido para cumplir tus deseos, y para cumplirlos de una manera que ni tu ardiente imaginación podría nunca vislumbrar --eso dijo aquel bello avatar; y su voz sonaba como procedente de un mundo donde la voz tuviese la facultad de acariciar como solo las manos más suaves y delicadas pueden hacerlo.
Él se quedó allí, demudado, mirándola, sin saber qué decir o sin querer siquiera hablar, temeroso de romper el hechizo. Le bastaba con sentir, y... decidió seguir esperando. Ahora que la tenía allí, seguía esperando. Esperaba que ella le guiara, le señalara su papel: qué hacer, qué actitud tomar, qué pasos seguir. La había citado para eso. Las decisiones no estaban ya de su mano, él sólo podía dejarse ir, someterse, obedecer; sus deseos culminaron al convocarla, iban implícitos en su conjuro. Bien sabía ella qué se esperaba de su presencia, pues a sus deseos --los de él-- debía su aparición, y de ellos estaba hecha, o, al menos, en apariencia.
...En un instante, cuando aquella hermosa revelación le alargó los brazos invitándole a tomar sus manos, todo cambió: el entorno, la pradería, el palacio, la pinada, los campos verdes y amarillos, la sinuosa senda por donde había llegado, las aves, el ocaso,... Todo se fundió en una especie de magma psicodélico en el que formas y colores y sonidos tenían una y la misma consistencia fluida, de una ubicuidad tal que ninguna dimensión podía abarcar, pues sin duda las contenía todas. Ellos dos eran las únicas conformaciones explícitas, definidas, con límites sino precisos sí diferenciados, sumergidas en aquel indiviso y caleidoscópico ámbito. Ella lo atrajo hacia sí y lo abrazó. Él sintió la morbidez de aquel cuerpo de ensueño contra el suyo. Lo sintió tanto, tan adentro, que no podía decir sino llegó a tener la impresión de hacerlo suyo, de mezclar íntimamente sus células a las propias en una única constelación orgánica. Pero no, lo sentía como otro; lo acariciaba, y aquél se estremecía bajo sus caricias. Fundieron sus bocas, y fueron sus labios cálidos toboganes por los que descendieron y descendieron hasta caer en el centro de un océano cuyas aguas estaban constituidas por besos: espumantes oleadas de besos ardientes y apasionados, y ondulantes y calmas olas de besos tiernos y dulces, todos ellos besos dichosos. El latido poderoso de su sexo buscó y encontró compás y ritmo en el sexo de ella, que parecía acogerlo como si todo él fuera miembro viril penetrando, ceñido, en el corazón de su deseo, haciéndose diapasón con su latir. A medida que ascendían hacia el clímax, él sintió (con una intensidad milagrosamente soportable) cómo dejaba atrás las más intensas sensaciones tenidas antes en su vida, cómo aquellos pasados orgasmos palidecían ante lo que él estaba experimentando en ese momento. No sabría decir cómo lo lograba ni en qué grado se lo debía a ella, pero lo cierto es que, en cualquier otro momento de su vida pasada, semejante estado de excitación como el que ahora ella le provocaba (y que se explicitaba en su forma de gozar, de jadear, de abrazarlo, de asirlo, de estrujarlo y de absorberlo) habría acabado por estallar mucho antes, para diluirse después en el aturdimiento de la vulgar y anodina satisfacción. Pero aquello no tenía fin, seguía y seguía, aumentando la intensidad de placer a cada embate, a cada simple movimiento, a cada roce, a cada mirada (pues mientras se hacían el amor no dejaban de mirarse a los ojos, huyendo de la aislada y egoísta sensación individual para fundirse en la compartida). Tal crescendo excitante parecía amenazar con estallar, verdadera y realmente, su capacidad de percepción y de asimilación sensorial, su conciencia incluso (pues ésta la notaba ya diluida en su cuerpo). Pero el clímax no llegaba. La cumbre, como el horizonte, parecía alejarse a medida que tendían hacia ella; superadas ya definitiva y sobradamente todas las cotas nunca antes alcanzadas. La ascensión continuaba, y llegó un momento en que cuerpo, mente, alma y espíritu eran uno, y su placer fue ubicuo; y ninguna palabra creada para definir las cosas de este mundo podría dar cuenta de las sensaciones que experimentó. Ni siquiera la poesía, con todo su poder evocador y trascendente, con toda su capacidad taumatúrgica y alusiva, sería útil para sugerir lo inimaginable de lo acontecido.
...Podría decir que todo terminó... y describir una especie de tránsito místico, un viaje inconcebible a través de todos los universos conocidos e imaginados,... cosas así. Pero mentiría, porque no terminó. Su espíritu hecho placer se tornó risa, y ambos reían interpenetrándose, y, con cada carcajada, el placer seguía creciendo, y así durante una eternidad de clímax por llegar, en el que todos los cenit de los mundanos espasmos orgásmicos no eran sino pequeñas sonrisas comparadas con aquella interminable carcajada. Al fin, todo había desaparecido alrededor. Nada había reconocible. No sabría decir si se hallaban en un lugar o en un momento, ni tan siquiera podría decir que "estaban", pues que seguían estando, lo están mientras escribo estas palabras... Y a algo que no se sabe si es o no es (lo que es, cómo es), si está o no está (para estar hay que ocupar un espacio o un tiempo), no se le puede aplicar atributo alguno. Lo único que puedo decir es que él, muy probablemente, consiguió lo que quería. Aunque eso nunca lo sabremos: desapareció sin dejar rastro. Miento, sí dejó uno pequeño: en un banco, de los varios que se ubican entre los cipreses que flanquean el estanque del Palacio, se encontró un libro marcado y un cuaderno amarillo con su letra autógrafa. En él, que bien podría definirse como dietario, figuraba un batiburrillo de notas sueltas sobre pensamientos, citas (probablemente de autores de libros leídos), apuntes sobre ideas, esquemas de relatos, intercalados con direcciones postales, números de teléfono, datos sobre exposiciones y actos culturales... y todo ese tipo de cosas que suelen anotarse en un cuaderno de bitácora informal que hace las veces de agenda... pero nada que revelara su paradero ni que explicara su misteriosa desaparición. La última anotación hacía referencia a una cita, pero era algo confusa: dada su manera alegórica de escribir, bien pudiera tratarse de una simple licencia literaria; decía así:
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...Al fin, el resplandor que la precedía anunció su inmediata aparición. Del otro lado del seto un halo de luminosidad policromática se movía en dirección a la puerta de entrada... Allí estaba, esplendente, blanca como la Vía Láctea, deslumbrantemente rotunda. Nada la cubría salvo un irisado velo de luz que resaltaba aún más su nívea piel. Su larga melena negra parecía surcada por luciérnagas, sus ojos, en cambio, eran oscuros, tanto que parecían negros, de un negro profundo y mate, como de azabache sin pulir, el óvalo de su rostro era perfecto, la nariz recta y menuda, los pómulos suaves, las mejillas levemente cóncavas, la boca de labios carnosos sugería voluptuosidad y la barbilla era delicada, el resto del cuerpo poseía tal belleza que las palabras no harían sino rebajarla, simplemente diré que irradiaba una blancura desconcertante, irreal. Él no esperaba otra cosa. Era tal y como la había imaginado. Quizá, hasta hubiese aparecido con la imagen sugerida por su mente (ese pensamiento le asaltó de improviso y tomó la forma de una certeza: aquella visión concreta, precisa en todos sus términos de luz y armónica proporción, de belleza inmarcesible, en forma de Aphrodita ultramontana, bien pudiera estar condicionada por su imaginación, invocada a instancias de su propio pálpito, diseñada por su voluntad).
Sonreía, y al acercarse se dio cuenta hasta qué punto estaba dotada de una belleza nunca por él imaginada, a menos que pudiese ser posible juntar en un momento, en un solo ser, toda la belleza experimentada a lo largo de una vida, en diversos momentos, con diversos seres y cosas. ¿Sería así? Aquel ser que tenía delante, aquella visión con apariencia de mujer, ¿era el resultado de sumar todos los instantes en que la belleza le traspasó con su dardo adamantino? ¿Y por qué no?.
...Ella se paró justo delante del banco donde él aún permanecía sentado mirándola con ojos extasiados pero inquisitivos.
--He acudido a tu llamada. Ya me tienes aquí. He venido para cumplir tus deseos, y para cumplirlos de una manera que ni tu ardiente imaginación podría nunca vislumbrar --eso dijo aquel bello avatar; y su voz sonaba como procedente de un mundo donde la voz tuviese la facultad de acariciar como solo las manos más suaves y delicadas pueden hacerlo.
Él se quedó allí, demudado, mirándola, sin saber qué decir o sin querer siquiera hablar, temeroso de romper el hechizo. Le bastaba con sentir, y... decidió seguir esperando. Ahora que la tenía allí, seguía esperando. Esperaba que ella le guiara, le señalara su papel: qué hacer, qué actitud tomar, qué pasos seguir. La había citado para eso. Las decisiones no estaban ya de su mano, él sólo podía dejarse ir, someterse, obedecer; sus deseos culminaron al convocarla, iban implícitos en su conjuro. Bien sabía ella qué se esperaba de su presencia, pues a sus deseos --los de él-- debía su aparición, y de ellos estaba hecha, o, al menos, en apariencia.
...En un instante, cuando aquella hermosa revelación le alargó los brazos invitándole a tomar sus manos, todo cambió: el entorno, la pradería, el palacio, la pinada, los campos verdes y amarillos, la sinuosa senda por donde había llegado, las aves, el ocaso,... Todo se fundió en una especie de magma psicodélico en el que formas y colores y sonidos tenían una y la misma consistencia fluida, de una ubicuidad tal que ninguna dimensión podía abarcar, pues sin duda las contenía todas. Ellos dos eran las únicas conformaciones explícitas, definidas, con límites sino precisos sí diferenciados, sumergidas en aquel indiviso y caleidoscópico ámbito. Ella lo atrajo hacia sí y lo abrazó. Él sintió la morbidez de aquel cuerpo de ensueño contra el suyo. Lo sintió tanto, tan adentro, que no podía decir sino llegó a tener la impresión de hacerlo suyo, de mezclar íntimamente sus células a las propias en una única constelación orgánica. Pero no, lo sentía como otro; lo acariciaba, y aquél se estremecía bajo sus caricias. Fundieron sus bocas, y fueron sus labios cálidos toboganes por los que descendieron y descendieron hasta caer en el centro de un océano cuyas aguas estaban constituidas por besos: espumantes oleadas de besos ardientes y apasionados, y ondulantes y calmas olas de besos tiernos y dulces, todos ellos besos dichosos. El latido poderoso de su sexo buscó y encontró compás y ritmo en el sexo de ella, que parecía acogerlo como si todo él fuera miembro viril penetrando, ceñido, en el corazón de su deseo, haciéndose diapasón con su latir. A medida que ascendían hacia el clímax, él sintió (con una intensidad milagrosamente soportable) cómo dejaba atrás las más intensas sensaciones tenidas antes en su vida, cómo aquellos pasados orgasmos palidecían ante lo que él estaba experimentando en ese momento. No sabría decir cómo lo lograba ni en qué grado se lo debía a ella, pero lo cierto es que, en cualquier otro momento de su vida pasada, semejante estado de excitación como el que ahora ella le provocaba (y que se explicitaba en su forma de gozar, de jadear, de abrazarlo, de asirlo, de estrujarlo y de absorberlo) habría acabado por estallar mucho antes, para diluirse después en el aturdimiento de la vulgar y anodina satisfacción. Pero aquello no tenía fin, seguía y seguía, aumentando la intensidad de placer a cada embate, a cada simple movimiento, a cada roce, a cada mirada (pues mientras se hacían el amor no dejaban de mirarse a los ojos, huyendo de la aislada y egoísta sensación individual para fundirse en la compartida). Tal crescendo excitante parecía amenazar con estallar, verdadera y realmente, su capacidad de percepción y de asimilación sensorial, su conciencia incluso (pues ésta la notaba ya diluida en su cuerpo). Pero el clímax no llegaba. La cumbre, como el horizonte, parecía alejarse a medida que tendían hacia ella; superadas ya definitiva y sobradamente todas las cotas nunca antes alcanzadas. La ascensión continuaba, y llegó un momento en que cuerpo, mente, alma y espíritu eran uno, y su placer fue ubicuo; y ninguna palabra creada para definir las cosas de este mundo podría dar cuenta de las sensaciones que experimentó. Ni siquiera la poesía, con todo su poder evocador y trascendente, con toda su capacidad taumatúrgica y alusiva, sería útil para sugerir lo inimaginable de lo acontecido.
...Podría decir que todo terminó... y describir una especie de tránsito místico, un viaje inconcebible a través de todos los universos conocidos e imaginados,... cosas así. Pero mentiría, porque no terminó. Su espíritu hecho placer se tornó risa, y ambos reían interpenetrándose, y, con cada carcajada, el placer seguía creciendo, y así durante una eternidad de clímax por llegar, en el que todos los cenit de los mundanos espasmos orgásmicos no eran sino pequeñas sonrisas comparadas con aquella interminable carcajada. Al fin, todo había desaparecido alrededor. Nada había reconocible. No sabría decir si se hallaban en un lugar o en un momento, ni tan siquiera podría decir que "estaban", pues que seguían estando, lo están mientras escribo estas palabras... Y a algo que no se sabe si es o no es (lo que es, cómo es), si está o no está (para estar hay que ocupar un espacio o un tiempo), no se le puede aplicar atributo alguno. Lo único que puedo decir es que él, muy probablemente, consiguió lo que quería. Aunque eso nunca lo sabremos: desapareció sin dejar rastro. Miento, sí dejó uno pequeño: en un banco, de los varios que se ubican entre los cipreses que flanquean el estanque del Palacio, se encontró un libro marcado y un cuaderno amarillo con su letra autógrafa. En él, que bien podría definirse como dietario, figuraba un batiburrillo de notas sueltas sobre pensamientos, citas (probablemente de autores de libros leídos), apuntes sobre ideas, esquemas de relatos, intercalados con direcciones postales, números de teléfono, datos sobre exposiciones y actos culturales... y todo ese tipo de cosas que suelen anotarse en un cuaderno de bitácora informal que hace las veces de agenda... pero nada que revelara su paradero ni que explicara su misteriosa desaparición. La última anotación hacía referencia a una cita, pero era algo confusa: dada su manera alegórica de escribir, bien pudiera tratarse de una simple licencia literaria; decía así:
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"Lo he decidido. Hoy, por fin, me reuniré con Ella".
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