Introduciendo
...La expresión "en blanco y negro", utilizada para calificar la vida, suele sugerir connotaciones peyorativas; aplicada, la expresión, a la fotografía, en cambio, las sugiere artísticas. La obviedad, no obstante, requiere un pequeño comentario, un sucinto análisis de por qué lo uno y de dónde lo otro....La vida en blanco y negro es señal inequívoca de pobreza colorista, sólo los dos colores básicos: el que los contiene todos, y el que los absorbe en la nada (¿nada?); en medio, un monocromático desierto de grises de horizontes ilimitados. El blanco, mediante la luz, su inflexión en un determinado ángulo, se desglosa en todo el mapa cromático que nuestro órgano de la visión es capaz de percibir. Del negro no sale nada, en su seno todo es absorbido: es la ausencia del color. Por eso, la vida en blanco y negro, referida a un blanco contenido y a un negro incontenible, se considera una vida pobre, triste, seria, falta de chispa y alegría -que sí aportan los colores-. Pero... ¿Cómo es posible que de esta paupérrima expresión e impresión se pueda desplazar el fiel conceptual al otro extremo proclamando el Blanco y Negro como predio y paradigma del arte en fotografía? ¿Qué oculto, misterioso y mágico paso hay que dar para deslindarse y caer en un extremo, que, si no contrario, sí sustancialmente diferente?
...Quizá nos acerquemos a una conclusión satisfactoria y clara si apelamos a la esencia de su ser: la virtualidad. El blanco y negro no existe en la naturaleza como opción cromática del paisaje (sí, obviamente, como color de algunos elementos; nieve, algodón, leche, ébano, azabache, carbón), las cosas se presentan a nuestra realidad perceptiva en una sinfonía de color, solo mediante la imaginación --y ciertos medios técnológicos-- el ser humano puede concebir --y plasmar-- una vida en blanco y negro (siempre tomando como referencia la percepción humana, claro esta; pues hay animales que parece ser no pueden percibir de otra manera sino en la ilimitada escala de grises). Así pues, imaginar una vida en blanco y negro, es realizar un ejercicio imaginativo, una metáfora cromática que enfoca todo su sentido en lo anímico, en lo emocional. Y es aquí donde se haya el quid de la cuestión: su irrealidad. Porque ¿qué es el arte sino el lenguaje de lo irreal, de aquello que nos ayuda a explicarnos una realidad personal, subjetiva, capaz de explicitar lo oculto, lo desconocido, aquello que nos emociona y conmociona --muchas veces presente en lo natural, en lo real--, pero que no sabemos por qué? El arte, concluyamos, es el puente entre la creatividad humana ( es decir: su forma de interpretar el mundo, de recrearlo, y hacerlo, además, bellamente, o sea: susceptible de proporcionar placer estético), y la realidad. La fotografía en blanco y negro cumpliría este cometido desde su propia esencia expresiva, desde su más intrínseco lenguaje: aquello que se fotografía y se revela en blanco y negro, es irreal, y, como irreal que es, provoca en la percepción del ser humano una reacción anímica diferente que una imagen real. La fotografía en blanco y negro es susceptible de ser considerada arte por el mero hecho técnico de existir. Otra cosa será el que, incluso en los dominios de los grises, se puede buscar la excelencia, la excepcionalidad, lo sorprendente, la conmoción, en una palabra: la belleza que turba y perturba, que hace soñar y ensoñarse, que vuelve fantástico y maravilloso lo que, de todas formas, tampoco es normal y natural. Porque una foto en blanco y negro, tal cual, de una escena trivial y vulgar, sin la intervención del talento que interviene en el encuadre, la composición, la luz, el tratamiento en laboratorio, o cualquier otro medio que implique elaboración artística, no dejará de ser un remedo de lo que ya existe (aunque nos cause, debido al lenguaje irreal, una cierta "conmoción" o "descoloque"). Es preciso que el talento intervenga, proponga, interfiera, manipule (con diafragma, exposición, contraste, grano, sensibilidad de la película, etc...) para realizar, ahora sí, una imagen enteramente artística, que lo puede llegar a ser en grado sumo. Un ejemplo de todo ello lo tenemos aquí: en Saul Leiter. Su blanco y negro, impregnado de ese estilo suyo inconfundible cargado de sensibilidad y sugerencia, pero privado ahora de la paleta cromática, no incide ya en el lado pictórico --tan decisivo de su obra en color--, sino que carga las tintas en otras virtudes, que son efectos, por ejemplo: el lirismo y la expresividad pura, desnuda. Su paleta de grises se vuelve comunicación, siempre en relación, eso sí, con la propia naturaleza significativa de lo retratado. En el blanco y negro la escena cobra relieve y protagonismo: el instante, la oportunidad, la suerte, son fundamentales; el talento para ver, también. Aquí se comprobará, con la variopinta carpeta que es el motivo de este post, que las escenas callejeras, ya vistas desde otra perspectiva en su trabajo sobre color, se vuelven aún más callejeras, emotivas e inquietantes; y la intimistas, más íntimas y profundas, más poéticas.
...Antes de pasar al port-folio, un pequeño ejercicio narrativo de ficción, un relato que como no podía ser de otra forma remeda el clima de aquella novela policíaca --tildada de negra; por algo será-- de primera mitad del siglo XX, cuyo cenit se viviría con las deslumbrantes figuras de Dashiel Hammett y Raymond Chandler (aunque éste ya sugiriera el color en sus relatos), y que el cine recogiera y adaptara tan maravillosamente en un buen ramillete de extraordinarias películas. Sin pretender tanto, ni tan siquiera medrar bajo su paraguas, creo que la narración que sigue al menos retrata bien aquel ambiente y resuelve adecuadamente su engarce con nuestro tema.
...Un siempre sublime, dramático y nocturnal John Coltrane, con una compilación de algunos de sus mejores temas, pondrá la guinda musical a esta propuesta en blanco y negro.
-o-
RELATO
El fotógrafo indiscreto
One
...Me despertó la lluvia. Sentí de golpe la humedad en el rostro, el frío en el cuerpo empapado y la boca pastosa. Al mismo tiempo todo parecía moverse, como si fuera a bordo de una chalupa en medio de una marejada. Un horrendo dolor de cabeza se fue haciendo, a cada latido de consciencia, más y más omnipresente: desde la nuca golpeaba mis sienes y mi frente... Abrí con gran esfuerzo los ojos, no pareciera sino que los párpados fuesen de plomo. Aún era de noche. Quise incorporarme, pero todo lo que logré fue trastabillar y precipitarme contra un cubo de basura, y de él, rebotando, otra vez di con la piltrafa de mi cuerpo en el suelo encharcado. Apenas me dio tiempo a nada más: el movimiento, o el golpe, o el mareo, ¡qué sé yo!, me provocó el vómito, que se impuso imperiosamente y al que me abandoné servilmente. Creí que la cabeza me iba a estallar por el esfuerzo de las arcadas. Pero no estalló, aguantó, latiendo fuertemente, pero aguantó. Cuando la evacuación terminó creí sentirme algo mejor. Miré a mi alrededor y descubrí que me encontraba en uno de esos callejones sin salida que se ubican como bolsillos accesorios y prescindibles entre dos bloques de edificios. Poco a poco fui tomando conciencia de mi situación. La lluvia seguía cayendo mansa pero persistente. Por lo que recordaba, no había dejado de llover en todo el día (¿o quizá lloviera desde la noche de los tiempos?). Automáticamente eché mano al pecho,... al costado... ¡No estaba!. Me abalancé asustado sobre el rincón en donde había surgido del sueño. Busqué a tientas, la débil luz de la farola de la esquina apenas alumbraba allí... ¡La encontré! Respiré. Allí estaba, envuelta en su funda plástica. Felizmente no había vomitado sobre ella. Mi Leica, mi querida Leica M3. Aquella cámara era tan importante para mí como los propios ojos, al fin y al cabo había llegado a ser una especie de especializada continuación de mi órgano visual, un artefacto con la naturaleza de nexo de unión entre la realidad circundante y mi universo interior, un filtro por medio del cual las apariencias llegaban a mi cerebro transformadas en objetos artísticos. Me incorporé, ahora sí que pude, aunque tambaleante. La horrible jaqueca no había desaparecido, pero ya no era pulsátil, sino una cinta que me oprimía las sienes; en esa modalidad era incómoda pero soportable. A pesar del vértigo sentí que debía comer algo. Recordaba -pude recordar ya- no haber cenado. No me dieron tiempo, tuve que salir corriendo....Poco a poco recobraba la memoria, el puzzle de mi pasado inmediato se fue completando. Imágenes con la consistencia de impresiones vaporosas acudían a mi mente: eran como recuerdos en negativo de una realidad que se resistía a materializarse. ¿De qué había salido huyendo? No lo recordaba. Pero sí sentía aún el miedo al oír pasar balas silbando a mi alrededor. Después: las calles, la muchedumbre, el tráfico, subidas y bajadas de escaleras, tropezones, empujones, angustia... Y, por fin, aquel tugurio que me acogió y por el que no aparecieron. Los había despistado. Allí me quedé y bebí. Bebí hasta perder la noción de la realidad. En su ambiente cargado, sumergido en una de esas penumbras forjadas por el humo del tabaco y la tenue luz rojiza propia de un club nocturno, me sentí seguro. Un trío tocaba, creo recordar, temas de Coltrane sobre un exiguo entarimado en el que parecía milagroso los pudiera contener a todos junto a sus instrumentos. No lo hacían mal si exceptuamos varios atropellos a las codas del saxo y a las continuas pérdidas del pulso del batería. Cuando me quise dar cuenta todo a mi alrededor se transformó. Los sonidos de las conversaciones, la música, el trajín de los camareros, incluso alguna lejana sirena que de vez en vez se filtraba a través de los ventanucos entornados de aquel semisótano, se configuraron en una suerte de sinfonía acompañada de visiones. Eran alucinaciones que tenían la entidad de estrambóticas composiciones fotográficas, pero dinámicas, como mecidas por un suave oleaje que seguía el ritmo de las piezas que iban desgranando, con encomiable tenacidad y buena voluntad, los tres músicos contorsionistas en su reducido espacio. Entre aquellas imágenes una se repetía, pero cambiando la composición. Quiero decir que una escena se repetía, con los mismos intérpretes, pero en distintas situaciones, con distinto fondo y escenario. No podía recordar las caras, me era imposible identificar la escena, pero era obsesiva y contumaz; iba y venía, parecía elástica, flexible y, a un tiempo, intermitente.
...No sé cuánto tiempo estuve allí, el caso es que me acabé cogiendo una buena borrachera. Y con el estómago vacío, que era lo peor; ya sabía lo que ello significaba. Pero, ¡bah!, me daba igual. Había escapado por los pelos, y no sabía si podría seguir haciéndolo. Quizá ya me estuvieran esperando en casa, apostados en el portal, en un coche frente a la puerta, dispuestos a hacerse con ella y a silenciarme a mí. Lo que era meridianamente seguro es que no consentirían que anduviese por ahí quien pudiera inculparlos, quien, aunque hubiese sido de forma accidental, había sido testigo de un crimen atroz: su crimen. No podían dejar que un testigo mudo, pero tan clamoroso, como es una cámara fotográfica, tuviese en su vientre la memoria de un delito, los rostros de los criminales y el de la víctima. De nada servía la casualidad del hecho. De nada mi no culpabilidad. Lo que contaba eran las imágenes registradas en una película fotográfica y mis ojos, mi cerebro, mi memoria. Debían eliminar ambas. Y yo, obviamente, no estaba dispuesto a consentirlo. Lo más sencillo sería acudir a la policía. Pero no podía, eso era imposible. Sabía a lo que me exponía, no tenía escapatoria... Y no obstante me era preciso encontrar una salida. Posiblemente, la ofuscación primero y la colmatación alcohólica después me impedían verla, pero habría una, una al menos.
Two
...Muy poco a poco todo seguía aclarándose; las imágenes, gradualmente, se enfocaban; el velo perdía densidad dejando traslucir los perfiles que se hallaban del otro lado... Pero la cabeza seguía doliendo, el estómago no era sino un hueco dolor visceral y mi vista se empeñaba en ver planos superpuestos que se movían como los fotogramas de una película cuyo rollo crepitara al no poder el motor de tracción completar su giro; todas estas sensaciones se sumaban haciéndome sentir un ser desvalido, frágil, sin capacidad para reaccionar y tomar las decisiones que sin duda debía urgentemente tomar. Quizá por ello acabé en ese oscuro callejón. A pesar de la melopea, tuve la lucidez suficiente para no exponerme, para no delatar mi presencia, para no vagar por la superficie. Había buscado un pozo y a él me había arrojado. Allí no me buscarían --pensé--, aunque ellos tenían la gente y los medios, y sabían buscar (en resumidas cuentas, ¿no era ese su cometido?). Probablemente ya habría cientos de ojos escudriñando la ciudad, dedicados a darme caza....La lucidez, acuciada por la necesidad, me estaba devolviendo el control. Al fin me situé. Reconocí el lugar. No era uno de mis paisajes habituales, pero lo conocía. Había paseado las destartaladas calles de esas manzanas años atrás, cuando comenzaba a realizar mis primeras fotografías callejeras, intentando buscar y definir un estilo que sentía palpitar en mi interior pero que aún debía adecuar a un medio expresivo nuevo para mí. Ya teníamos bastante de escenas truculentas, de realidad descarnada, de angustias, de violencia, de miseria. Yo quería otra cosa. Quería buscar, hallar y exponer las flores que todo muladar posee. Y las encontré, y las descubrí --y yo mismo me asombré de su profusión--, y las expuse para que todos las vieran. Me llamaron romántico, snob, esteta, hasta frívolo. Pero los acabé convenciendo: vieron que mi romanticismo era auténtico compromiso con una postura ética que se fundaba en la estética de la vida misma. Vieron que era otra forma de luchar, porque en la belleza hay tanto poder como en el miedo. Y yo era capaz de ver lo que casi todos ellos no veían: belleza en la aparente fealdad. Hice lo que creo que es más importante: sacar a la luz la belleza agazapada detrás de la sordidez. Yo demostré que siempre es posible la luz, el color, la sonrisa, el arrobamiento, aún en las situaciones más inverosímiles y adversas. Yo no quería fotografiar el dolor, sino la esperanza; no quería fotografiar la violencia sino la calma; no quería fotografiar con gritos ni lamentos, sino con susurros y rumores nemorosos. ¿Qué de malo hay en ello? Los convencí, aunque no los venciera. No me importa. Prefiero ser ignorado. De hecho, serlo -ignorado-, me viene muy bien en las actuales circunstancias. Si fuera alguien conocido entonces sí que estaría perdido. Así, aún tengo una posibilidad... al menos.
...Lo primero es comer, meter algo caliente en el cuerpo. Y quitarme este temblor de encima: la fiebre debe de haber hecho presa en mí. No importa, debo pensar, y para pensar he de nutrir mi sangre; he de aportar glucosa a mi cerebro. Recuerdo vagamente un bar por aquí cerca, uno de esos de apertura continua, veinticuatro horas al día. Discreto bar de barrio que a estas horas de la madrugada no tendrá por clientela sino a borrachines, homeless con posibles, alguna prostituta insomne, algún taxista en cambio de turno y algún desgraciado que, como yo, se haya extraviado en la jungla de asfalto. Hasta creo recordar el nombre: American Pie. Imposible olvidarlo, ya que el local hace esquina y tiene un gran letrero de neón a las dos calles que forman la fachada: en una, figura, en dos colores -azul y rojo, obviamente- el American; y, en la otra, el Pie -en amarillo- seguido de un pretendidamente artístico pastel de manzana que mezcla los tres colores. Le hice varias fotos, una de ellas me gustó y la incluí en una de mis primeras exposiciones en la Sala Seeing. La verdad es que el pastel de manzana estaba muy por encima de su representación publicitaria. Esperemos que siga aún ahí.
...Efectivamente, aquí está, lo tengo frente a mí. El mismo local, la misma fachada, el mismo letrero (aunque con la "e", de Pie, fundida, con lo que no deja de crear cierta confusión con la lógica asociación euclidiana). Está casi vacío, como presumía. No es un sitio muy grande pero dispone de dos filas, en ángulo recto, de seis o siete mesas cada una de esas separadas por bancadas comunes, una hacia cada lado. Tanto los asientos acolchados como las mesas de formica son en color rojo, ya un tanto anaranjado por el uso. En la barra dispone de taburetes giratorios redondos, también rojos. Entro y me acomodo al fondo, en una mesa, donde no hay nadie. Al sentarme estornudo. ¡Vaya! Era de prever, me estoy resfriando. Pido un café solo cargado (no sé porqué lo pido cargado pues sé --recuerdo-- que solo disponen de uno, invariablemente aguado, en una jarra permanentemente colocada sobre un calentador), y una ración de tarta de manzana. Al minuto ya lo tengo en la mesa. Mi cuerpo maltrecho no tiene fuerzas para resistirse a mi obstinación por meter algo caliente y sólido en su seno. De hecho, lo admite bien. Al rato ya noto como la energía circula por mis venas, cómo el cerebro se aclara, como mis miembros se relajan y mi atención se agudiza. En ese momento, extiendo la vista y reparo en que acabo de cometer un terrible error. El vello se me eriza, un escalofrío recorre mi espalda: sobre el mostrador, justo en frente de mí, hay una gorra de policía junto a una taza de café, un cigarrillo encendido reposando en un cenicero y un periódico abierto. En ese mismo momento oigo el pestillo de una puerta, la del aseo, que se abre. Por ella sale un hombre de mediana edad, algo calvo, de complexión fuerte e incipiente barriga. Es el agente al que pertenece la gorra. Al salir se me queda mirando. Noto un pequeño gesto en su rostro que no consigo discernir, pero en el que la sorpresa no está ausente. Después, pausadamente, recoge el sombrero, se lo cala, y se dirige al teléfono. Estoy perdido -pienso-. No puedo salir, el agente me cierra el paso, pues el teléfono se encuentra a medio camino entre la puerta y donde yo me hallo. No tengo otra opción que esperar y confiar. Habla durante un minuto, al tiempo que me observa. Cuelga y se acoda en la barra, espera. De todas formas, en un lugar público no se atreverán, vendrán a por mí y me sacarán de allí bajo cualquier pretexto. Si eso sucede será el fin. De repente, me viene una idea. Creo que es buena...
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Three
...Saco la cámara y con ella me dirijo al dueño del local. Le pido permiso para hacer un reportaje. Le pongo la excusa creíble de un trabajo sobre la noche neoyorquina. Observo de soslayo cómo el agente mira hacia la calle inquieto. El dueño accede a mi petición y me dispongo a hacer las fotos. El agente, primero titubea, después sonríe no sabiendo qué hacer. Eso quiere decir que si presume que yo soy el hombre que buscan, no sabe por qué soy buscado. Después el agente sale a la calle y se queda junto a la puerta, parece custodiarme. He tenido suerte. Antes de que aparezca el coche patrulla ya he realizado una docena de fotos y estoy hablando con el dueño. Aprovecho para sacar hábilmente el carrete de la cámara, sustituirlo por uno nuevo y garabatear en una servilleta mi nombre y dirección. Le entrego al dueño del bar carrete y nota junto con un billete de veinte dólares, diciéndole que si en dos días no he vuelto a por ello que lo haga llegar a la dirección anotada, le recalco que es muy importante que el carrete llegue a su destino, que no le compromete a él a nada, pero que puede salvar la vida de una persona inocente. Le digo que ante todo ese carrete no debe de caer en manos de la policía, que es largo de contar y no tengo mucho tiempo. Le subrayo que si aún duda, que si desconfía de mí, lo entregue directamente en la oficina del fiscal del distrito. El hombre se queda algo perplejo, pero mi expresión le convence de que le digo la verdad, y de que ante sí tiene a un hombre angustiado al que puede echar una mano. Parece hacerse cargo de la situación. Me guiña un ojo. Coge el carrete y la servilleta y los guarda en la caja registradora, en el cajetín oculto bajo el billetero; pero deja encima de la barra el billete veinte dólares. Allí se queda. Todo esto tiene lugar en apenas cinco minutos, que es lo que tarda en aparecer el coche patrulla. De él bajan dos hombres sin uniforme que intercambian unas palabras con el agente uniformado que los estaba esperando, mi ángel custodio. Los tres miran hacia donde yo me encuentro; por su gesto deduzco que están convencidos de que soy yo. Vienen a por mí. No opongo resistencia. Mientras me llevan sonrío al jefe del local que mira preocupado. Me introducen en el coche patrulla. Una vez dentro me arrebatan la cámara, la abren y cogen el carrete nuevo que he colocado en ella, me registran, encuentran otros dos carretes, que también me incautan; y, después, me esposan. Uno de ellos, de paisano, el mayor, un tipo corpulento y malencarado, con pinta de no haber hechado un buen polvo en su vida, me dice que estoy listo. Yo le digo que eso ya lo veremos. Me sacude con el dorso de la mano. Pretende meterme miedo, o quizá sólo desahogarse por la nochecita que les he dado.--Ya sabes adónde vamos, listillo --me suelta el bruto.
--Lo presumo, ¿es un mirador desde el que contemplar la luz de la luna? --le replico yo, a mi vez.
--Lo que digo, eres un capullo listillo. Pero esta vez te has pasado de rosca. A donde vamos nos espera quien ya sabes, quiere expedirte él personalmente. Me ha dicho que después te sacará unas fotos. Ya sabes, por romanticismo, como un homenaje a tu memoria. El sargento es todo un sentimental.
--Encomiable. Le daré las gracias por la consideración y el detalle --le digo, al tiempo que trato de esbozar una de esas sonrisas frozadas. La verdad es que estoy zurrado de miedo, pero, a pesar de ello, no sé por qué confío en mi suerte. No me queda otra que confiar. De todas formas ¿de qué me serviría darles esa satisfacción? La satisfacción de mi miedo, del reconocimiento de su dominio sobre mí. No lo haré, si me llevan por delante que sea, por lo menos, riéndome de ellos.
...Llegamos a Brooklyn Bridge. Allí está esperando el sargento Hiding con otros dos tipos. El sargento es uno de esos suboficiales curtidos en mil batallas, un auténtico tipo duro, que lleva toda la vida en la policía, pese a lo cual no ha conseguido pasar de sargento y dirigir una patrulla, aunque su influencia es notoria en la comisaria, y, me atrevería a decir, en todo el Distrito Este. Lo conocía bien de mis correrías callejeras en busca de instantáneas: quienes patean las calles está condenados a encontrarse. Sabía de sus métodos expeditivos, más de una vez nos habíamos encontrado en el mismo fregado: él de protagonista, yo de testigo gráfico. Habíamos tenido algún rifi-rafe pero todo al fin se saldaba de buena manera. El sargento Hiding era propenso a la ironía, aunque no dominaba el sarcasmo; cuando yo lo empleaba con él, se quedaba con esa máscara sonriente de idiota incapaz de comprender. Pero aquella noche anterior se le fue la situación de las manos, y mi cámara estaba allí para registrarlo. Ahora pienso que hubiera sido mejor no haber estado, al fin y al cabo yo solito no puedo arreglar el mundo. Pero, ¡qué narices! ¿por qué no? Al menos el pedacito que a mí me toca. Y lo iba a procurar. Estaba decidido: la fortuna me había colocado aquella ocasión en bandeja y no podía echarla en saco roto.
...Me bajan del coche. Me llevan hacia el sargento a empujones. Estamos frente a frente, el chato sargento Hiding y yo. Me mira, sonríe y encadena a la sonrisa un puñetazo que me estalla en el estómago. La tarta de manzana se resiente y haciendo comandita con el café aguado desanda el camino y decide esparcirse por la gabardina de aquel tosco émulo de Dempsey.
--¡Joder! ¡Qué cabrón! ¡Pues no me vomita encima, el muy hijo de puta! Te vas a tragar tus vómitos, maldito curioso indiscreto. --decide esta vez utilizar el pie, y me arrea una patada en salva sea la parte. Se me aflojan las piernas, me enrosco y me dejan caer al suelo, donde me retuerzo de dolor.
--Venga, acabemos la faena. Atarle la rueda a los pies y adiós. A ver si les vomita a los peces el muy cerdo. --Y, dirigiéndose a mí:-- allí les podrás hacer fotos a las sirenas, mamón.
A pesar del dolor, me sobrepongo y logro decir:
--Antes creo que debes de escuchar algo importante que te concierne sargento --él, que se había dado la vuelta para irse al coche, se detiene en seco.
--¿Qué? ¡Mira! ¡Si tiene redaños para hablar1. ¿Me quieres comer el tarro, mamón? Aunque no tenemos toda la madrugada puedo aún escuchar cómo te esfuerzas, cómo me suplicas, ¡Oh, sí! será un placer hacerlo. Pero no me llores mucho que soy muy sensible y lo mismo te pego dos tiros para que no sufras el ahogamiento. Ja, ja, ja --su risa sonaba como la de una hiena con flemones.
Me siento en el suelo, pero hago un gesto para que me ayuden a ponerme de pie. No quiero estar por debajo de él cuando le diga que soy yo quien lo tiene bien agarrado por ahí. Me levantan a una señal de su dedo índice hacia arriba.
--Sargento, si mañana no estoy en mi casa sano y salvo, si me ocurre algo, si desaparezco sin dejar rastro, el fiscal del distrito le va a hacer muchas preguntas. Ya sabe lo diligente que es el correo en esta ciudad. En estos momentos un sobre estará llegando a la Oficina del Juzgado, dirigida al fiscal. ¿Adivina lo que hay en ese sobre, sargento Hiding? --a pesar de ser noche oscura, y de que seguía lloviznando, aunque ya sin convicción, pude observar cómo aquel matón se quedaba lívido-- Efectivamente --continué--, un carrete. Un carrete con unas fotos comprometedoras, que yo no tenía intención de hacer; quiero decir, de que en ellas se recogiera lo que accidentalmente se recoge. Es lo que tiene mirar más allá: que el más acá nos pasa desapercibido.
--¡Será capullo! ¿Me estás haciendo chantaje? ¿Es eso? --estaba fuera de sí, me golpeaba la cara con la mano abierta, frenético, impotente. Hasta que lo agarraron y lo convencieron que era mejor cambiar de estrategia. Había que consultar. Eso dijeron. Lo que me daba a entender que la cosa tenía más calado de lo que creía. No era un simple caso de extorsión, ni de abuso de autoridad de unos policías corruptos hacia quienes debían defender y por quienes debían velar. Allí había algo más estructurado, ¿quién sabe? quizá algo con tintes políticos, de amedrentamiento. ¡qué sé yo! Pero algo gordo. No sabía qué podía ser. No era asunto mío, ya no. Lo mío era aportar belleza al mundo, no justicia. Pero, mira por dónde, yendo detrás de la una me había topado con la otra.
...Me soltaron, no sin dedicarme alguna cariñosa caricia de propina, y me fui a casa. Comenzaba a amanecer. El cielo, hacia el este, viraba del negro al violeta. La lluvia había cesado. Un penetrante olor a ozono y calle mojada impregnaba el ambiente. Me dolía la cabeza y la entrepierna, y me ardían la cara y el estómago, pero me sentía feliz. Pese a los detritus generados por la gran urbe, la vida era bella, tan bella como aquella mañana. Acaricié mi Leica, saqué un rollo de película que no me quitaron (y que no diré dónde escondía), la instalé, y fotografié la ciudad que amanecía, pensando que siempre, siempre, quien mira más allá, encuentra más acá lo inesperado.
Fin de El fotógrafo indiscreto
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GALERÍA
Saul Leiter
1923
Blanco y Negro
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Sunday Morning, 1947
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Self-Portrait, 1950
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Self-Portrait, 1848
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Hat, 1952
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Hats, 1948
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Conversation, 1958
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Beso en un lugar abarrotado, '40
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Beso en un lugar abarrotado (alternate take), '40
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Untitled, s/f
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La Señora Goya, NY, 1957
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Untitled, '50
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Seno, 40's
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Desvistiéndose, NY, 40's
.
Perfil, NY, 40's
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Untitled, 1950
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Coffe cup
.
Walking, 1940's
.
Mirando a cámara, NY, 50's
.
Pecas, NY, 1958
.
From the El (¿? 1955)
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Mary, c 1947
.
Man with Tie, 1949
.
Party, 1953
.
Grates, 1950
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Untitled, 1950
.
Halloveen, 1950
.
Village idiot from Halloveen Series, 1950
.
El Chico Andy, NY, 1958
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Le borse, 1950
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Lo spazzino, 1950
.
Untitled, 1950
.
Il Vento, 1950
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Construction Site, 1950's
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Katy Gloria, 1949
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Barbara and Marjory, 1955
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Untitled, s/f
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Boy, 1952
Self-Portrait, 1950
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Self-Portrait, 1848
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Hat, 1952
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Hats, 1948
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Conversation, 1958
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Beso en un lugar abarrotado, '40
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Beso en un lugar abarrotado (alternate take), '40
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Untitled, s/f
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La Señora Goya, NY, 1957
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Untitled, '50
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Seno, 40's
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Desvistiéndose, NY, 40's
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Perfil, NY, 40's
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Untitled, 1950
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Coffe cup
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Walking, 1940's
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Mirando a cámara, NY, 50's
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Pecas, NY, 1958
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From the El (¿? 1955)
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Mary, c 1947
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Man with Tie, 1949
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Grates, 1950
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Untitled, 1950
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Halloveen, 1950
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Village idiot from Halloveen Series, 1950
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Le borse, 1950
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Lo spazzino, 1950
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Untitled, 1950
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Il Vento, 1950
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Construction Site, 1950's
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Barbara and Marjory, 1955
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Untitled, s/f
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Boy, 1952
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Untitled, 1951
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Scarf, 1948
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Exacta, 1948
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A Walk with Bob, New York, 1954
.
Shoe, NY, 40's
.
Torn Shoe, NY, 1950
.
Untitled, '40
.
Acción de gracias, 1945
.
Mujer en el metro, 1950
.
Reflection Corner, NY, 50's
.
From El, with Bob Weaver, 1957
.
East Brooklyn, 1953
.
Jean Pearson, 1948
.
Madre e hija, NY, 50's
.
The young violinist (Young nude on bed, reflected in mirrors), 1967
.
Nude, 1970's
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Untitled, 1951
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Scarf, 1948
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Exacta, 1948
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A Walk with Bob, New York, 1954
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Shoe, NY, 40's
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Torn Shoe, NY, 1950
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Untitled, '40
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Acción de gracias, 1945
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Mujer en el metro, 1950
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Reflection Corner, NY, 50's
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From El, with Bob Weaver, 1957
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East Brooklyn, 1953
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Jean Pearson, 1948
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Madre e hija, NY, 50's
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The young violinist (Young nude on bed, reflected in mirrors), 1967
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Nude, 1970's
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