martes, 2 de octubre de 2012

María Magdalena: Equívoco y Misterio (3)





Tres eran las que caminaban continuamente con el Señor:
su madre, María, la hermana de ésta  y Magdalena, 
a quien se designa como su compañera.
María es, en efecto, su madre, su hermana y su compañera.
Evangelio de Felipe, 32.

Junto a la Cruz de Jesús estaban su madre 
y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, 
y María Magdalena.
Jn, 19:25

Introducción
¿Cuál es el papel de María Magdalena en la vida de Jesucristo? ¿Qué representa? ¿Cuánto hay de verdad y cuánto de invención en su personaje? ¿Qué han colocado, qué han visto, qué han necesitado ver en ella todos cuantos a ella se han acercado? Son preguntas interesantes, esenciales, capitales en la Cristología, no tanto en cuanto respecto el punto de vista de la minoría que cuestiona si Jesús la tuvo como esposa o compañera, o de aquella otra que considera su importancia apostólica mucho mayor de la que los textos canónicos admiten y sugieren, sino porque depende de las respuestas a estas preguntas el que se revise y, en su caso, reconsidere el papel de la Mujer como intermediario válido, en igualdad de condiciones con el hombre por tanto, ante Dios. El papel de María, la Virgen, es el de madre; el papel de María de Cleofás o de María de Betania, o el de María la hermana de Marta y Lázaro (en caso de ser personajes distintos), al igual que los de La Samaritana o el del grupo de mujeres que acompañaba a Jesús en sus prédicas, es el de hermanas; pero el rol de María de Magdala, sobre todo en el evangelio de Juan, da pábulo a considerar una relación más intensa y directa, distinta a la que pudiera existir con las demás mujeres. No olvidemos que es, junto a su madre --y por delante de ella en el episodio de la Resurrección y primera aparición ulteriores (Jn, 20:11-18; Mc,16:9-10)-- quien desde un primer momento está siempre junto a él. Y cuando, al ser detenido Jesús, todos los discípulos lo abandonan (incluido el que será piedra sobre la que se cimentará su iglesia, que lo negará tres veces), sólo permanecerán a su lado las tres Marías y Juan (y el grupo de mujeres que lo acompañaba y lo servía, Mc, 15:40-41; Lc, 23:48). ¿Quién elige a alguien sin importancia para servir de heraldo de una buena nueva del calibre de la Resurrección (Jn, 20:16-18)? ¿A quién enviaría uno a informar a los suyos de algo tan inaudito --si anunciado-- como el haber vuelto de entre los muertos? ¿A quien según la tradición judaica --seguida por la patrística-- no es ni digna para hablar en la asamblea? ¿Por qué no elegir a Juan, o a su Madre, o, incluso, a quien va a ser detentador del cayado, Pedro? Es obvio (para mí lo es), que si jugamos al juego de creer en las escrituras --en todas las escrituras: tanto en el 4º evangelio como en los sinópticos--, no es defendible que Jesús eligiera al primero que se encontró para que transmitiera la noticia de su vuelta a la vida. Si se considera que no hay nada hecho al azar en la vida de Jesús, que todo cuanto se dice en los evangelios (como testimonios de sus dichos y obras) tiene una significación, por qué no damos la misma importancia al hecho de su relación privilegiada con María Magdalena?

Es capital ser conscientes de que la relación de Jesús con las mujeres está preñada de tanta significación y tanta intencionalidad como el mensaje que nos quiere transmitir en nombre del Padre (Dios, o sea cual fuere la entidad suprema en nombre de la cual habla). Ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo, nos dirá que es el primero y más importante de sus mandamientos, y no perderá ocasión para subrayarlo. Jesús ama a todos por igual, y siempre a su Padre más que a todos. De hecho a su Madre, María, le da un tratamiento formal: "mujer", la dirá en las bodas de Caná (Jn, 2:3-5), para adevertirle que aún no ha llegado su hora (pero la hará caso, y resolverá la falta de vino en el banquete). Se dice que a Jesús hay que interpretarlo no escucharlo, que cuando habla siempre lo hace parabólicamente; ésto, en el caso del 4º evangelio adopta proporciones filosóficas. Se nos dice, también, que sólo sus intermediarios (teólogos y exégetas ordenados) están en condiciones de interpretar acertadamente el significado de sus palabras. Pero lo cierto es que apenas podemos captar al hombre detrás del Dios; al Hijo del Hombre, detrás del Hijo de Dios. No esperemos una conversación trivial o un discurso directo (incluso le reprocha a Marta --quien recrimina a su hermana por sentarse a escuchar al Maestro en vez de ayudarla (Lc, 10:36-42)-- que prefiera atender las labores de casa  antes que escucharle a él como hace María). Jesús cuando habla lo hace en clave (En el principio existía la Palabra. La Palabra estaba junto a Dios. La Palabra era Dios) para recrear el mundo, para traer otro mundo. ¿Podemos creer en serio que en un hecho tan trascendental para su magisterio --el anuncio de su Resurrección-- fue trivial y sin intención? ¿Qué se esconde, qué se nos ha escondido durante dos mil años de la vida y el mensaje de aquel hombre que se autoproclamó hijo unigénito de Dios (Jn, 3:16)? ¿Qué se ha ocultado y por qué se ha hecho? ¿Por qué esta resistencia, este ir a contrapelo de un mensaje que por un lado se nos revela y por otro se nos encubre, o se nos hurta?
Es fácil objetar con una apelación a la teoría conspirativa, y es curioso y paradójico que se haga precisamente desde una institución cuyos representantes no han hecho otra cosa en casi dos mil años de existencia que conspirar.

Si realmente existió aquel hombre --si es que no fue más que Palabra encarnada--, no me cabe la menor duda (incluso tras, o debido a, haber leído detenidamente y sin prejuicios los testimonios de aquellos que los recogieron de quienes dijeron ser coetáneos de él, y por tanto testigos, es decir: los Evangelios) de que lo haría (existir) siendo hombre con todas las consecuencias. Y, al decir esto, me refiero a que es muy probable que dejase traslucir, trasudar o transpirar, la divinidad que todo hombre (que todo ser) es o significa, pero que al hacerlo lo realizó sin dejar de ser hombre, y de tal forma que actuó de catarsis y catalizador para una gran parte de seres humanos, que sintieron una tal divinidad latiendo en sus venas, pulsando en su alma, resonando en su espíritu. Pero era preciso (¿es preciso ahora?) que en ese mensaje se hablara de lo sobrenatural, de lo celeste, de lo que espera después de la vida, al otro lado de la muerte, ¿Y qué mejor forma de hacerlo que afirmar la divinidad del mensajero como hijo de Dios, Dios él mismo, y por tanto portador de consuelo ante la muerte, pues él mismo resucitaría?. Bálsamo fue un tal mensaje para la angustia del corazón del hombre ante lo irremediable del acabamiento: ese nuevo mundo --más allá de éste, después de éste-- que la Palabra encarnada prometía. Por cierto, bálsamo como ese atributo que es el más repetido en toda la iconografía magdaleniana --y que simboliza la esencia de vida, el agua milagrosa que confiere eternidad-- con que se representa a María, a las tres Marías, a todas las Marías, es decir: a la Mujer, quien unge al hijo, al Creador, a la Palabra, y lo hace por los pies (la de Betania, Lc, 7:36-38), por la cabeza (la pecadora, Mc, 14:3-8)), y por el cuerpo exangüe (Magdalena, Mc, 16:1), convertido en vida victoriosa, que no derrota a la muerte sino que la asume y la da vuelta; bálsamo que es preservante, abono y ofrenda, que alivia, fertiliza y corona.

En el relato que sigue, María Magdalena: tres Marías en una, se tratará de todas estas cosas: de cómo no solo hay una Trinidad sino muchas (que el Dogma me perdone); de cómo las diversas trinidades no son sino figuras en que se funda el estado de equilibrio en el ser humano; de cómo, Padre, Hijo y Espíritu Santo, sea una de las mejores representaciones de Lo Que Es que se haya imaginado nunca: triángulo, trípode, terna teológica perfecta (de aquí su éxito); de cómo Lo Posible puede concebirse como emergiendo infinitamente fractal de ese esquema trino; de cómo, en fin, María, nuestra María Magdalena, puede servirnos de clave para descodificar un tal enigma triangular.
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RELATO
 María Magdalena: Tres Marías en una

I
Los hechos que seguidamente se relatarán me fueron revelados durante un sueño. Mas aún ahora, en este mismo momento en que me dispongo a consignarlos, no tengo la certeza absoluta de no ser yo, y mi circunstancia vital, lo soñado por la realidad que allí se relata (y que aún duerme, y me sueña en trance de narrar el sueño que no es otra cosa que su realidad). Por tanto, quizá, el que esto lea no sea sino producto del mismo sueño en el que yo mismo estoy inmerso. No obstante, me arriesgaré; en última instancia nada se pierde. Me considere sujeto o predicado, sueño o realidad, agente o paciente, en nada cambiará el relato; y si quien esto lea no es más que parte del sueño de la misma realidad que me está soñando, mero figurante onírico engendrado por mi rol, bien está que lo considere tan real como yo mismo, pues, al fin y al cabo, en el sueño o la realidad los protagonistas tienen todos, cada uno en su ámbito, idéntico rango de certidumbre.

Flotaba mi conciencia viajera a través de los eones, como suele ocurrirme cuando, enfrascado y agotado por mis incesantes búsquedas, me quedo dormido sobre el olvido de mí mismo. Atravesaba el espacio, que por definición no puede ser infinito pero cuya expansión tiende hacia él, dejando a un lado y a otro, arriba y abajo, afuera y adentro, mundos innumerables insertos en innumerables galaxias conteniendo, cada una de ellas, miríadas de estrellas. Como le sucedía al replicante Roy Batty de Blade Runner, en esos viajes cosmológicos cuyo periplo me lleva más allá de la curvatura del tiempo, veo cosas difíciles de creer, y lo menos fantástico que puedo reseñar es, para envidia de mi querido androide nexus 6, haber visto brillar rayos C cerca de la Puerta de Tanhäuser. Cuando, de pronto, me vi cayendo hacia uno de esos mundos; quizá debido al tropiezo de mi conciencia con una inconsistencia del sueño, o como resultado de una súbita zozobra de mi inconsciente onírico, algo parecido a una inesperada caída de energía en el propulsor imaginativo. A medida que mi conciencia descendía, pareciendo condenada a chocar contra ese mundo, me sobresaltó la sensación de un temor al que, por muy familiar que me resulte, no me acabo de acostumbrar, y es que en esos viajes no logro desprenderme totalmente de la conciencia corporal. No obstante, en seguida lo superé al convencerme de que siendo mera conciencia inmaterial el impacto no debía causarme ningún daño; todo lo más, me vería encajado en algún ente inopinado, como así sucedió. El mundo hacia el que me precipitaba --o que me atraía, como a una lima de hierro un imán-- apareció ante mí: redondo, intensamente azul y taraceado de blanco, verde y ocre, bellísimo. Mi conciencia descendía a una velocidad superior a la de la luz, que es tanto como decir que su descenso estaba dotado de la inmanencia instantánea con que se produce el más fugaz de los pensamientos. Me acabé encajando en el ser de un recién nacido que en ese momento abandonaba la conciencia compartida de su madre. Supe inmediatamente, sin saberlo, que me encontraba en una ciudad del Asia Menor, uno de esos enclaves jónicos a orillas del Egeo, una ciudad bendecida por la civilización: Éfeso "la sagrada", calificada así por Tucídides, quien fuera el primer gran historiador de la cultura mediterránea y, por ende, de Occidente. Motivos no le faltaban para aseverarlo pues siempre fue respetada, tanto por Ciro, rey de los persas, como por Alejandro el invencible macedonio, como por Octavio Augusto y Tiberio por parte de los romanos; solo los bárbaros godos se atrevieron a profanar su templo y asolar la urbe. Cuando cayeron los dioses y la ciudad perdió su protección, sólo entonces, dejó de ser la privilegiada. Quizá le viniese ese carácter de sacro privilegio por ser sede del más fastuoso e imponente templo dedicado al culto de la diosa Artemisa, hija de Zeus y hermana de Apolo, la Potnia Theron citada por Homero, deidad de la naturaleza virgen y los animales --diosa de la caza, asimilada como Diana--, de la virginidad, las doncellas y los nacimientos. Tanta fue la bien merecida fama del santo lugar, tanta magnificencia tuvo, que sería considerada muy tempranamente una de las Siete Maravillas del mundo antiguo, junto a la Gran Pirámide de Keops, los Jardines Colgantes de Babilonia, la estatua criselefantina de Zeus en Olimpia, el mausoleo de Halicarnaso, el Coloso de Rodas y el Gran Faro de Alejandría. Sea como fuere, esta nueva estación del viaje de mi conciencia tuvo a Éfeso como marco espacio-temporal.

Miro a mi alrededor, y aunque no sea capaz de distinguir aún ni formas ni colores sé que me hallo en la época que Roma estaba gobernada, desde Capri, por Tiberio. También sé, sin ser consciente de ello, que en el mismo momento de mi encarnación, cuando aún resuena en mis recién adquiridos oídos el eco desgarrador del grito de mi madre al abrírsele las entrañas para alumbrar a este que soy y exhalar su último suspiro, otros lamentos se elevan a los cielos, desgarrando el éter, condoliéndose por la atroz muerte de un justo al que injustamente han crucificado. Sé todo esto desde mi inconsciencia recién adquirida, desde mi latente conciencia viajera.
Todo se acelera ahora, mi inconsciencia va dejando paso a mi consciencia, por donde penetra la conciencia del que soy. Crezco deprisa esquivando enfermedad y muerte, aprendiendo rápido y bien: ya soy un adolescente esponjado por la curiosidad. Mi pertenencia a una antigua familia de origen griego me permite recibir una esmerada educación. En este tiempo, muertos Tiberio y el sangriento Calígula, Roma está bien gobernada por un tartamudo llamado Claudio al que no se augura una larga vida. Le habrá de suceder uno mucho peor, capaz de quemar su hermosa ciudad para componer malos versos inspirado en la inmensa pira.
En la academia hace tiempo que se oye hablar de una secta perseguida. Se llaman a sí mismos "cristianos" porque su inspirador y fundador es tenido por un mesías, es decir, un Cristo, un ungido. Aquél, precisamente, que el mismo día en que mi conciencia tomaba posesión de mi cuerpo, la suya lo abandonaba, tras sufrir horrible tortura. Se dice que predicó una nueva vida, que sería eterna, y aseguran que resucitó de entre los muertos al tercer día de morir, como había predicho. Parece ser que la norma básica --su principal mandamiento, según él-- para alcanzar esa vida eterna era el amor (amaos los unos a los otros, como yo os he amado). Y dicen los suyos que murió por ello, que entregó su vida por amor al mundo, al que redimió de la oscuridad. No entiendo muy bien qué quieren decir con eso, pues el sol sale y nos alumbra todos los días, y por las noches las teas y el aceite nos alumbran cuando no lo hace la luna. Aun así, a pesar de un mensaje tan extraño y alambicado, parece ser que el número de los que le siguen es imparablemente creciente. Y eso, habiendo sido perseguidos cruelmente por Tiberio, y sobre todo por Calígula, al predicar contra los dioses, ya que según ellos, los cristianos, sólo hay un único dios verdadero, negando de esta forma la existencia de todos los demás: de Júpiter, y Venus, y Poseidón, y Isis, y Serapis, y todas las demás deidades que pueblan los diferentes panteones de las diversas culturas, a los que consideran meras idolatrías paganas y supercherías huecas de sentido. Persecución que también es llevada a cabo allí en su tierra, en Judea, por las autoridades judías, pues el Cristo, siendo judío, parece que vino a enmendar la Ley de Moisés. Es así que pese a las dificultades y persecuciones, de un modo clandestino, no dejan de sumar nuevos acólitos. Ante la curiosidad que este hecho me suscita, decido ralentizar el transcurrir de mi conciencia para interesarme detenidamente en el fenómeno.

Me entero que ha tiempo se instalaron en la ciudad algunos apóstoles preeminentes de este nuevo credo, entre ellos parece ser que llegó la anciana madre del Cristo, que ya murió, su compañera, y un discípulo que fue el único que no le abandonó en el momento difícil de su arresto y ejecución. También me informan que otro de los apóstoles --como son llamados los predicadores del nuevo culto--, que no había sido discípulo del Cristo sino fariseo y celoso perseguidor de ellos, llamado Paulo, de Tarso, y, por tanto, romano de nacimiento, aunque judío también de sangre, estuvo en esta ciudad hace unos años ya convertido a la nueva fe y activo propagador de ella a los gentiles, no judíos. Y que desde aquí escribió cartas a las diversas comunidades repartidas por la diáspora, incluida una a nosotros, los efesios (una copia de la misma obra en mi poder). En ella habla de su revelación, merced a la cual dejó de perseguir cristianos para convertirse en uno de los más eminentes, y en ella se nos comunica la buena nueva, que incluye afirmaciones tan extrañas como ésta: "Pues uno solo es el cuerpo y uno solo el Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos", al lado de otras tan ofensivas como la que dice: "...[os digo y os repito]que no viváis ya como los gentiles (es decir, nosotros), que se dejan llevar por su mente vacía, obcecados en las tinieblas y excluidos de la vida de Dios por su ignorancia y por la dureza de su corazón. Habiendo perdido el sentido moral, se entregaron al libertinaje, hasta practicar con desenfreno toda suerte de impurezas". No me extraña que sean perseguidos. Un tal mensaje exclusivista es incendiario, pues va contra toda tradición y creencia milenaria en las potencias de la naturaleza, y contra los dioses que surgieron del caos y ordenaron las cosas del mundo, a los que se debe veneración. Y dice, además, que si no pensamos como ellos, si no abrazamos su credo, ¡somos gente de mente vacía, ignorantes y duros de corazón! Es un mensaje muy ambivalente, el suyo: por un lado predica amor y por otro insulta y ofende. Si no hubiera sido porque la subliminal conciencia de lo que soy arroja destellos sobre el mundo engañoso y superficial de las apariencias, aquél del que se nutre la percepción física de lo que es --es decir, la consciencia--, habría sido presa de la perplejidad, de la contradicción o de la ira. Mas, no sé por qué razón, siempre me ha acompañado, como un preventivo oracular, la intuición de que la realidad abarca mucho más de lo que ante nuestros ojos se muestra; y ahí, oculto, debe de estar el motivo y el secreto del éxito de esta doctrina. Por ello estoy decidido a establecer contacto con la comunidad cristiana establecida en nuestra ciudad.


II
Informado a cerca del lugar dónde viven tanto la compañera de aquel hombre tenido por santo, de nombre María Magdalena, como el discípulo llamado Juan, acudo a visitarlos. Espero descubrir, al menos, una verdad capaz de satisfacer mi curiosidad. Es un secreto a voces que en esa casa, de forma discreta, se reúnen los miembros de la comunidad para celebrar sus encuentros, realizar sus liturgias, discutir el mensaje de su fundador y consignar sobre texto lo que hasta el día de hoy no había tenido otro medio de transmisión que el oral.
Encomendándome a Artemisa, y tras realizar una ofrenda en el templo a ella dedicado, me dirijo a la casa de los cristianos. En la puerta me recibe un hombre dándome la paz, después me conduce hacia el patio interior donde encuentro una asamblea reunida. Recibo la bienvenida de los presentes con un "la paz sea contigo" coral. Me ofrecen un asiento en unas gradas improvisadas. Toma la palabra una mujer, ya mayor, cuyos ojos denotan una gran viveza y fuerza interior. Sin ser hermosa sería inexacto decir que no fuera agraciada. De joven, sin duda alguna, habría concitado el común beneplácito masculino. Su voz era pausada y melodiosa. Me miró fijamente mientras me ofrecía un responso en señal de saludo. En aquellos ojos vivos ardía una llama semejante a la que ya había visto antes en las sacerdotisas del Templo de la diosa, sólo en ellas. No escuché nada de lo que me dedicó, sólo sentí su mirada penetrando en mi ser como si se tratase del más agudo acero. Las mejillas me ardían y el corazón me corría desbocado en el pecho. Ella debió notarlo, pues sonrió; y cuando lo hizo, todas las dudas huyeron de mi mente. Ya entonces supe que aquella mujer me transmitía todo el amor que mi madre, muerta en el mismo momento de mi nacimiento, nunca pudo dedicarme. Aquella sonrisa deshizo un nudo que llevaba apretado toda mi vida en mi corazón. Aquella mujer era María Magdalena.
Pasado el primer momento de turbación, me dispuse a escuchar y observar a aquellas gentes que parecían imbuidas de la mejor voluntad y mejor disposición. Se hablaban con gran respeto unos a otros; a veces discutían, pero sin ánimo de disputa, sino por hallar un punto de encuentro; cuando se alcanzaba, un escribano fijaba lo acordado por escrito. Al lado de María había un hombre más joven que ella, de mirada limpia y penetrante, frente amplia y barba entrecana; parecía tener el pelo entretejido con hebras de plata. Cuando hablaba su palabra era escuchada con gran veneración. Éste era el apóstol Juan, el único de los discípulos masculinos que permaneció junto al Cristo en los momento finales de la cruz.

Nunca había visto nada igual. Esa consideración y respeto hacia el otro, ese clima de fraternidad, ese entusiasmo por la Palabra, esa felicidad trasudando los rostros. Hombres y mujeres en pie de igualdad: eso me pareció extraño viniendo de una doctrina judía, en que el papel de la mujer está relegado al ámbito privado. Allí no. A María Magdalena cada vez la asociaba más a la gran sacerdotisa del Templo. Poseía un gran magnetismo y penetración intelectual. Bien podría ser la líder de aquel grupo; aunque este puesto podría también recaer en Juan. No vi actitudes prepotentes en ellos, sino ánimo y disposición de servicio. Nunca intentaban que prevaleciese su palabra sobre la de los demás. Me atrevería a decir que incluso evitaban decir la última palabra, prefiriendo dejar que fuera otro quien cerrase una discusión (aunque ellos sugirieran la conclusión, parecía que se regocijaban viendo cómo era otro quien los leía el pensamiento o adivinaba la intención). Su autoridad, no obstante, era patente en el aquella comunidad.
A ese primer día siguieron otros. Me convertí en un asiduo; me lo tomé como un complemento a mi formación. No hice profesión de fe, tampoco se me demando ni ofreció. No hubo presión ni intento de aleccionamiento, se me permitió asistir y participar. Yo, ingenuamente, expresaba mis objeciones filosóficas aprendidas en la academia, discutidas con los compañeros de estudios y los maestros. Ellos me matizaban, me exponían su visión, la visión del Salvador (como también lo llamaban); dejaban que yo hiciese mi reflexión, que escuchase a mi corazón. Era curioso ese método parabólico que tenía aquel hombre para expresar y comunicar su doctrina, con aquellas figuras retóricas se sugería mucho más de lo que las palabras por sí mismas habitualmente indicaban.

Un día, un enviado de Pablo se presentó en la asamblea (catequesis, la llamaban) para dejar patentes las reticencias de las congregaciones apostólicas de Antioquía y Roma por el sesgo que estaban tomando las comunidades bajo la influencia de Alejandría, y, por qué no decirlo, por nuestra propia deriva, que calificaba de ligeramente gnóstica y contraria a la Ley transmitida. Mientras este emisario leía las reconvenciones de Pablo, observé cómo Magdalena y Juan se miraban; no había sonrisas en sus caras, sino gravedad. Aquella mirada recíproca parecía preñada de complicidad, como constatando algo que ambos sabían. El mayor revuelo se organizó cuando el emisario leyó el punto en el que Pablo aconsejaba la dirección pastoral de la comunidad de Éfeso a Juan, ya que era desusado que una mujer dirigiera una circunscripción tan importante como la de Éfeso. Nunca les había visto tan preocupados. No diré que airados, pero sí contrariados. Magdalena y Juan pusieron calma. Magdalena tomó la palabra y dijo que lo importante era el mensaje de Cristo, que no importaba quien dirigiera o dejara de dirigir. Juan parecía menos dispuesto que ella a ceder. Defendió la predilección de Jesús por ella, las enseñanzas privativas que a ella le transmitió, que la colocaban en la mejor posición para interpretar y fijar el canon (después supe que estaban escribiendo un evangelio ex aequo); en todo caso, que nada podía hacerse con la suficiente garantía de fidelidad a la doctrina que predicara Cristo sin su intervención (de Magdalena). Aquello fue el origen de algo que ocurriría después, y que en aquel momento no creí posible: la tergiversación de la historia por los Padres de aquella Iglesia. Pues que se acabaría forjando una Iglesia de Padres, donde las Madres no tendrían sino una función marginal y terciaria.


III
Siendo como era un adorador de Artemisa (es posible que mi horfandad contribuyera a ello) quise saber por boca de Magdalena cuál era el papel que Jesús, el Cristo, el Salvador, atribuía a la mujer en su doctrina, y cuál había sido la relación que verdaderamente había existido entre ellos, porque se decían tantas cosas... Magdalena, volviendo a esbozar aquella sonrisa que me dejaba el alma en vilo se dispuso a darme la última lección que de ella recibiría:

--Por boca de Jesús hablaba Dios, la divinidad (como por boca de los aedos hablaban los dioses). Él mismo era Palabra encarnada, y él nos transmitió lo que en el reino de Dios sucedía, que no era sino lo que sucedía en el Espíritu. Y el Espíritu y Dios y la Palabra eran una y la misma cosa, y Jesús era parte de esa cosa, Hijo de Dios y del Hombre, Palabra encarnada y Espíritu encarnado. Y como tal trataba a todos los seres en plano de igualdad, y a la mujer la colocó por encima del hombre, no sólo en la persona de su madre (a la que los hombres han sentido la necesidad de considerar Virgen Inmaculada, para hacerla digna de tal destino), sino en la persona de la pecadora que salvó de la dilapidación, en la de María de Betania que lo ungió, en la de la hermana de Marta que ensalzó su vida contemplativa, en la de la hermana de Lázaro que le convenció para obrar el milagro que lo resucitaría, en la de aquella otra pecadora --con quien se me asimilará-- que ungiría sus pies con bálsamo y los secaría con sus cabellos, incluso en mi misma persona, pues me hizo merecedora de confidencias que ha nadie hizo. ¿Que si me amaba más que a las demás? ¿Y eso qué significa? Jesús no amaba por grados: amaba, simplemente; y cuando lo hacía era por entero, sin distinción, sin reserva. ¿Hay que decir que Jesús vino al mundo para proclamar una verdad que nunca se había proclamado con tanta claridad? Pero es una verdad que, por clara, no deja de ser abstrusa. Una verdad que habla de amor y de ausencia de pecado. Para Jesús el pecado era la negación de la evidencia, del camino recto, del camino del Espíritu, al que identificaba con la Verdad última que late en el alma del ser humano. El Espíritu es refractario al pecado, es tan ajeno a él como el agua al aceite. Contempla la vida de Jesús, siempre rodeado de mujeres, dando a cada una lo suyo. ¿Qué fui yo para él? Una discípula más ¿Alguien especial? nunca lo supe, yo no podría aseverarlo, pero sí que puedo sostener ante quien quiera que por él fui tratada como cualquier otro de los Doce. ¿Fui una de las dilectas? No me corresponde a mí decirlo; me eligió para revelar su resurrección y comunicársela a los demás, ¿Es esto un privilegio, una señal? A otros corresponde decirlo. Él me amó y yo le amé, como se aman dos espíritus conscientes de serlo. ¿Como hombre y mujer? Por su puesto, eso no se puede separar en el momento en que nos encarnamos. Espíritu-hombre, Espíritu-mujer, ¿Qué diferencia hay? Para el mundo de las apariencias quizá mucha, para la realidad trascendente de Lo que es, del Espíritu que todo lo abarca, no hay diferencia ninguna. Sólo quien cree que el mundo de las apariencias, el de las diferencias, es el único mundo posible, yerra, pues que la diferencia es condición imprescindible para que el mundo de las apariencias perviva, pero no para que lo haga el Espíritu. Al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. César es la imagen en la moneda, la apariencia; Dios es la trascendencia y la inmanencia al mismo tiempo, es el espíritu sin imagen, fluido y eterno, inagotable. Es Padre porque de él todo sale, es Hijo porque se sucede a sí mismo, es Espíritu Santo porque habita en todos nosotros. ¿Quién es María Magdalena, quién María Virgen, quién María de Cleofás? ¿Quién es Artemisa? ¿Quién es Isis? ¿Quién es Ishtar? ¿Qué o quién es y significa la mujer para el Hijo de Dios y del Hombre? La posibilidad y la Vida; el cauce inagotable del Amor Divino a través del cual todas las cosas surgen. Sólo quien se teme a sí mismo más que a Dios es incapaz de ver esta verdad. Él me la transmitió y yo no puedo transmitírsela a éstos. Deben de descubrirla en sus corazones y en su mente. Ya has visto lo que está sucediendo con nuestra comunidad. Corren malos tiempos. Pero siempre será preferible que parte del mensaje perviva, a enzarzarnos en disputas que sólo perjudicarían al éxito de la empresa acometida por el Señor. Debo retirarme. Dejaré a Juan que concluya él solo el evangelio.

Epílogo
Aquella fue la última vez que la vi. Al día siguiente había desaparecido. Algunos dicen que fue a Egipto, otros, en cambio, sostienen que se hizo a la mar y arribó a una tierra lejana donde viviría en una cueva hasta su muerte, dedicada a Dios, es decir, al Espíritu que es vida. Yo abandoné las reuniones. También dejé de ir al Templo de la Diosa. Las cosas se están poniendo difíciles para los cristianos, Nerón los está masacrando, pero el mensaje se extiende como una mancha de aceite. Se está pervirtiendo en cierto grado. Surgen tendencias jerarquizantes y autoritarias, exclusivistas. Me retiro del mundo y me vuelco en las bibliotecas, en los lugares donde está remansado y fondeado el saber. Busco. Busco sin cesar. De vez en vez a mi mente vuelve una sonrisa, una sonrisa que me devuelve a la madre que perdí, y también a la esposa que no tendré, y, sobre todo, a la Mujer que va conmigo, espíritu con espíritu. También, de vez en vez, enfrascado y agotado por mis búsquedas me quedo dormido, y sueño. Sueño que mi conciencia viaja a través de los eones...

(Fin de María Magdalena: tres Marías en una)

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GALERÍA

María Magdalena. Iconografía 3
(1575-1600 )

Maddalena penitente. Guido Reni (1575-1642) (1)
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Mary Magdalene. Guido Reni (1575-1642) (2)
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The Penitent Magdalene. Guido Reni (1575-1642) (3)
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Saint Mary Magdalene. Guido Reni (1575-1642) (4)
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María Magdalena Penitente. Cristofano Allori (1577-1621)
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Magdalena penitente. Ludovico Cardi Cigoli (1598)
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The Penitent Magdalene in the Wilderness. Cristofano Allori (1577-1621)
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Cristo y María Magdalena. Peter Paul Rubens (1577-1640)
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Christ at Simon the Pharisee. Peter Paul Rubens (1577-1640)
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Maddalena Penitente. Carlo Saraceni (1579-1620)
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Madeleine Penitente. Trophime Bigot (1579-1650)
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Saint Mary Magdalene Penitent. Carlo Sellito (1581-1614)
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Asunción de María Magdalena. Domenichino (1581-1641)
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María Magdalena. Domenichino (1581-1641)
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Pentecostés. Juan Bautista Maíno (1581-1649)
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Pentecostés (detalle: María Magdalena). Juan Bautista Maíno (1581-1649)
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Pentecostés (v 2). Juan Bautista Maíno (1581-1649)
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Magdalena Penitente. Juan Bautista Maíno (1581-1649)
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Magdalena Penitente. Juan Bautista Maíno (1581-1649) (2) 
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Magdalena Penitente. Juan Bautista Maíno (1581-1649) (3) 
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La Virgen, Santa Catalina y Santa María Magdalena se aparecen a un fraile dominico en Seriano.
Juan Bautista Maíno (1581-1649) 
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Ascensión de Maria Magdalena. Govanni Lanfranco (1582-1647)
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Sainte Madeleine au désert Gaspard de Crayer (1584-1669)
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Magdalena Penitente. Luis Tristán (1585-1624)
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Melancholia Mary MagdaleneHendrik Jansz ter Brugghen (1588-1629)
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The Repentant Magdalen. Nicolas Régnier (1589-1667) (1)
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Magdalena Penitente. Nicolas Regnier (1589-1667) (2)
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Magdalena Penitente. Nicolas Regnier (1589-1667). Atribuido
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Maddalena penitente. Domenico Fetti (1589-1623) (1)
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Santa María Magdalena Penitente. Domenico Fetti (1589-1623) (2)
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Magdalena Penitente. Alejandro de Loarte (1590-1626). Atribuido
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Magadalena penitente. Francesco Lupicini (1590-1656)
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Marta y María Magdalena. Simón Vouet (1590-1656)
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María Magdalena en casa de Simón (¿!). Simón Vouet (1590-1656)
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Virginia da Vezzo como la Magdalena. Simon Vouet (1590-1649) (1)
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Le Râvissement de Sainte Madeleine. Simon Vouet (1590-1649) (2)
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Magdalene penitente. Simon Vouet (1590-1649) (3)
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Magdalene penitente. Simon Vouet (1590-1649) (4)
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Magdalena Penitente. Simon Vouet (1590-1649) (5)
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Magalena Penitente. Giacomo Galli (c 1640)
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The repentant Magdalen. Gerard Seghers (1591-1651)
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Magdalena en el desierto. José de ribera (1591-1652) (1)
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Magdalena en el desierto. José de ribera (1591-1652) (2)
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Ascensión de la Magdalena. José de Ribera (1591-1652) (3)
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Magdalena Penitente (vanitas). Jose de Ribera (1591-1652) (4)
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Magdalena in meditation. José De Ribera (1591-1652) (5)
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Saint Mary Magdalene Penitent. José De Ribera (1591- 1652) (6)
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María Magdalena. Guercino (1591-1666) (1)
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Magdalena penitente. Guercino (1591-1666) (2)
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Magdalena y dos ángeles. Giovanni francesco Barbieri "Guercino" (1591-1666) (3)
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Maddalena penitente. Guercino (1591-1666)
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Penitent Mary Magdalene. Artemisia Gentileschi (1593-1653)
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Penitent Mary Magdalene. Artemisia Gentileschi (1593-1654)
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Magdalena arrepentida. Georges de la Tour (1593-1652) (1)
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La Maselaine à la veilleuse. Georges de la Tour (1593-1652) (2)
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La Maselaine à la veilleuse (v 2). Georges de la Tour (1593-1652) (3)
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Madeleine en pénitence. Georges de la Tour (1593-1652)


Madeleine en pénitence (Détail). Georges de la Tour (1593-1652)
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María Magdalena despojándose de joyas. Alonso del Arco (s XVII)
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Penitent Magdalen. Peter Wtewael (1596-1660)
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