V
.....A fuer de resultar pesado, por empecinado, me he resuelto a dar continuidad al anterior post donde yo daba cuenta de un hecho por mí incontestable, como es el de que mi estilo literario, mi forma de escribir, podría ser considerado como vilamatiano, es decir, semejante al propio del escritor Enrique Vila-Matas, pero para nada exclusivo de él; sólo que él, al ser personaje ya reconocido, escritor de prestigio, se ha ganado el derecho a ser fundacional, a ser honrado con el privilegio de tildar ése su estilo con la contracción de su doble apellido......Ahora ya, una vez sentadas las bases, dejadas claras las diferencias, señaladas las fronteras que separan el eximio territorio Vila-Matas del ignoto territorio Rodrigo Martín, a modo de reflujo de la pleamar del primer post, donde me alejaba de mismo hacia mi mismo en un insistente ondular vilamatiano, vuelvo hacia mí con una suerte de vilamatismo refluido, que, sin dejar de recordar o evocar el estilo del modelo, se torna menos irónico para hacerse más intimista. Con ello pretendo demostrar aún más palmariamente la verdad que anida en mi pretendido empeño de asociar mi estilo al del antedicho escritor, y ello mediante el rodeo que lleva a visitar algunas coincidencias que, como ruinas, subyacen en nuestras muy diferentes vidas.
.....Es hora, pues, de que, sin abandonar este estilo vilamatiano del que me reclamo representante --y aun dueño a pesar de no llevar mi nombre--, pase a realizar una serie de confidencias, y reflexiones al hilo de ellas, que hasta cierto punto entrarán en contradicción con lo apuntado en los anteriores capítulos. Y digo en contradicción, no en desmentido, pues que lo reseñado allí y lo que aquí se dirá, no es opuesto, sino complementario, fruto de la diferente perspectiva, allí no contemplada y que ahora se adoptará. Nada, de todos modos, que ataña a semejanzas o equivalencias en el carácter o la formación de nuestras muy distintas personalidades, ya que Enrique Vila-Matas y yo mismo somos tan diferentes como pueden serlo un catalán de extracción burguesa y un castellano de clase media, entre un escritor soberbiamente dotado (de ingenio, talento y erudición), y un escribiente humildemente esforzado (impulsado, no por el genio que se sabe, sino por la voluntad de sobrepasarse a sí mismo, de sobrepujar la mediocridad, incluso saliéndose de sí --aunque fuere por abismamiento en la propia conciencia del ser que aún no es--, para buscarse en otro que se quisiera; aunque en mi caso ese otro nada tenga que ver con héroes de juventud, llámense Hemingway o Conrad, sino con la posibilidad de toparme, en el esforzado intento, con quien, habitándome, aún permaneciere oculto, misterio por desentrañar, bien pertrechado del genio, ahora, ausente).
VI
.....En realidad, ahora que caigo en la cuenta --y tras ser convenientemente apercibido por un rumor de sangre rebelada--, yo también estuve, como Vila-Matas, en París. Y no dos, sino doce años: los que allí residiere mi madre a caballo entre la Gran Guerra, la 1ª Mundial (así llamada por ser hasta entonces la mayor habida en la historia), y los célebres y despreocupados Años Veinte del siglo pasado. Allí iría al colegio, aprendería un perfecto francés parisien, a tocar el violín y a tomar café levantando graciosa y coquetamente el dedo meñique de la mano que llevara la taza a los labios. Allí también aprendió a llevar tocada la cabeza con gran estilo. Es decir: en París mi madre aprendió a ser toda una señorita parisina......¡Quién le hubiera dicho entonces que acabaría haciendo churros en una villa castellana de la provincia de Valladolid! (la misma villa donde naciera y de donde un día partió, con apenas dos años de edad, junto al resto del equipaje, con mi abuelo y mi abuela rumbo a América).
.....Llegaría la familia a París en vísperas de la gran conflagración. Mi abuelo tenía trabajo en la construcción de las líneas del metro que, con el impulso de la Exposición Universal de 1900, estaban convirtiendo el subsuelo de París, aún más, en un queso de gruyère. Mi abuelo, ese culo de mal asiento, capaz de echarse la familia a la espalda y recorrer con ella el mundo (en Argentina trabajaría en los ferrocarriles, bajo el amparo de un tío suyo, gerifalte de la sociedad propietaria de los mismos, en Buenos Aires; después, en Panamá, ayudando a terminar la construcción del Canal que evitaría circunnavegar la Tierra del Fuego para pasar del Atlántico al Pacífico, y viceversa). Creo que aquel prurito viajero del abuelo Vicente fue el culpable de vaciar de anhelos aventureros al menos a las tres generaciones subsiguientes.
.....Era mi abuelo, además de culo inquieto, un hombre con inquietudes políticas, no radicales, pero si comprometidas. Allí donde iba metía el cuezo en el sindicato que mejor defendiera su conciencia de trabajador. No importaba que en varias fases de su vida hubiera sido autónomo, su sentido de la justicia social debió tenerlo muy desarrollado. Esto no le traería pocos problemas, y a punto estuvo de costarle la vida durante la Guerra Civil, la nuestra, la del '36. Le salvó algo que siempre existió en nuestra familia: el don de gentes. No le costaba hacer amigos, los tenía en todos los niveles de la escala social. Uno de estos amigos, que sería alcalde de la villa tras el golpe de estado que expulsaría del consistorio al gobierno de izquierdas, le mantendría con vida en la cárcel (donde, según el primer edil, estaría más seguro que en la calle; y posiblemente no el faltaba razón).
.....En los doce años pasados en París, a mi madre le nació un hermanito, es decir, tuve --porque ya murió-- un tío nacido en París, algo que Vila-Matas, a pesar de su mayor talento y erudición, no puede decir. Entre mi madre y mi tío, estaba mi tía. Los tres se llevaban cuatro años, y si a este dato añadimos que durante el regreso de América, en epidemia declarada en el barco, murió una hermana cuatro años mayor que mi madre, podríamos descartar el caprichoso azar en la periodicidad de la progenie familiar y acercarnos más a un curioso y cuaternario ritmo circadiano de preñez en mi abuela. O eso, o un extrañamente preciso cálculo de probabilidades supersticioso. El caso es que allí, en París, los tres irían al colegio, y aprenderían gramática y sintaxis, y música, y, sobre todo, a ser buenos ciudadanos educados en los valores de liberté, egalité et fraternité. Siempre me asombró esa cualidad que tenían, sobre todo mi madre y mi tía, para escribir perfectamente (y con bella caligrafía) no sólo en francés sino en español, a pesar de no haber pisado nunca una institución de enseñanza en España.
VII
.....Así es que ya ven cómo, en cierto modo, no les dije toda la verdad en el anterior post, sin haber dicho ninguna mentira, ya que en mi sangre llevo la resonancia de una estancia de doce años en París, en la cual fui al colegio, aprendí a sorber café con urbanidad y a tocar el violín. Por cierto, mi tía eligió la más popular y barroca mandolina, la cual tocaba como los ángeles de Fra Angélico (si Fra Angélico hubiera sido barroco en lugar de renacentista). Mi tía: ¡qué mujer!. Según muchos, tan guapísima era que fue elegida miss República, cuando ésta se proclamó, el 14 de Abril de 1931, Y allá que se fue, como en el cuadro de Delacroix, envuelta en la bandera republicana, enarbolando su liberalidad y su lema marsellés. Esto, y su nada tibio y reconocido posicionamiento republicano, le reportaría tener que poner pies en polvorosa y seguir el camino del exilio en el '36. En el éxodo le dio tiempo a casarse en Barcelona con un novio catalán, separarse y proseguir viaje hacia París. Allí pasaría casi toda su vida. De allí, de ella, recibiría yo, cuando niño, la última moda parisina en trajes de pantalones cortos, con chaqueta de una sola abertura atrás; moda que entonces más me apuraba que me entusiasmaba, ya que no era suficientemente apreciada en aquella villa mesetaria de Valladolid... Donde yo crecía muy lentamente, y donde devoraba ávidamente todas las historias que de París me llegaban, ya fueran vía materna o, sobre todo, en los periodos de vacaciones en que mi tía nos visitaba (no todos los años)......Entre esas historias, hacían volar preferentmente mi ágil imaginación los pic-nics dominicales al Bois de Boulogne (antes de ser tomado como bastión por las modernas hetairas), a donde solía ir la masa trabajadora de la ciudad en día de asueto. Por eso, entre otras cosas, he comprendido tan bien esa atmósfera de calmada voluptuosidad que destilan los cuadros del puntillista Seurat (como en La Seine à la Grande-Jatte, o Une baignade à Asniers, por ejemplo). O los recuerdos de mi madre, muy vívidos, de su paso por los bulevares (Saint-Germain, Saint Michel, Montparnasse) al ir y al volver del colegio, o, ya de más mayorcita, del trabajo. Cómo se le encendían los ojos cuando evocaba la agitación y alegría que exhalaban todos aquellos locales de los que salía constantemente la música y, en ocasiones, las parejas a bailar a la calle en las tardes de primavera y verano. París era una fiesta: esa expresión ya se la oí yo a mi madre, antes de saber que un tal Hemingway había titulado así un libro suyo, en el que recordaba su feliz paso por la capital del glamour y la bohemia.
Tras acabar la etapa de escolarización, a los 14 años, mi madre comenzó a trabajar en una pequeña fábrica artesanal de bombones. Entró como envasadora --labor que consistía en colocar los dulces caprichos de cacao en lujosas y coquetas cajitas. Una tarea delicada que requería destreza, pero ante todo sensibilidad. Me contaba mi madre que se trabajaba con las manos enfundadas en finos guantes de algodón blanco, para preservar al brillante chocolate del nefasto calor y las huellas de los dedos. Tan eficiente desempeño realizaría en su labor, que a los seis meses sería ascendida a oficial de partida. Recuerdo que me decía que los bombones debían colocarse más con la intención que con los dedos, cosa que a mí me dejaba sumido en la perplejidad, imaginándome a mi madre teletransportando los bombones con el sólo poder de su intención hasta su lugar en la lujosa caja. Más tarde comprendería que aquella expresión era puramente retórica, y que la metáfora era algo consustancial en la familia (de hecho, algo muy consustancial a la manera de ser del castellano bien hablado).
VIII
.....Mi madre pudo haber entendido perfectamente a Eva --quizá más que a Adán--, aunque no en lo concerniente a la manzana, la serpiente o el pecado, le faltaba malicia y le sobraba ingenuidad para ello, pero sí en lo que significa la pérdida del Paraíso. El ángel flamígero que la expulsaría del parisino Edén sería su mismo padre, mi abuelo, al decidir volver a España en vísperas de la huida de Alfonso XIII camino de Roma, como si su ser republicano lo intuyera. El caso es que un aciago día (al que yo debo la existencia, todo hay que decirlo) el culo de mal asiento decidió que ya había agotado sus ansias de trotar el mundo, y con los ahorros hechos en el tiempo que duró el trote, inició la vuelta al principio. Regresó al villorrio (en otro tiempo plaza fuerte de la extremadura castellana, cuna de infantes de Castilla y reyes de Aragón, y rutilante mercado de Europa), abrió casa de comidas cercana a la Plaza Mayor; allí se dedicaría a la hostelería. Mi madre, también. Al poco, ésta, se casaría con un mozo zamorano, nacido en León, cuyos abuelos eran los mismos que los de ella, pero sin mediar cosanguinidad: mi padre. Siempre he pensado que aquella fue más una boda por poderes o conveniencia que resultado del amor......Mi pobre madre. La oí contar también, cuando suspiraba por aquel su paraíso perdido, el choque que recibió al pasar de vivir en París (¡en los Años Veinte!) a hacerlo en un, entonces, pueblecito cuya mayor expresión de glamour eran los bailes del sábado en el Salón Continental bajo los acordes de una pianola, o las verbenas dominicales al aire libre celebradas en un Jardín Versalles, que nada tenía que ver, por cierto, con el fastuoso Versailles galo. El Cambio debió de ser brutal: la elegancia presuntuosa y colorista, atractiva y glamurosa de les gaulois, por la vulgaridad de aquellos hombres y mujeres de corta estatura, penitentes perpetuos del luto, que solían llevar enfundados los cráneos en boinas caladas hasta las orejas o cubiertos por pañuelos tan negros como los grajos, sempiternos moradores de aquellas tierras. Si entonces hubiera sido ahora, posiblemente, mi madre hubiese caído en una depresión profunda, pero en aquellos tiempos aún no se conocía esa demasiado sofisticada enfermedad, ni uno se podía permitir el lujo de padecer su anonadadora y paralizante manifestación patológica. Por lo que, mal que bien, mi progenitora tuvo que pechar con la cruda --casi sangrante-- realidad y seguir viviendo, ahora ya en esa especie de purgatorio, tras haber vivido 12 años en el Paraíso.
.....Haber compartido todo aquello, haber sido, incluso, gestado bajo la influencia de las ensoñaciones en que, de seguro, mi madre se perdía, llenas de añoranza por el paraíso perdido ¿hasta qué punto no pueden haber sido determinantes en la construcción de mi conciencia? ¿No puedo yo reclamarme heredero de aquel paraíso, si perdido, existente? ¿No puedo yo reclamarme copartícipe de aquella paradisiaca presencia, una y otra vez evocada? Así es que ya ves, mi querido Vila-Matas, cómo mi inmersión en París, aunque no voluntaria como la tuya, sí ha sido más profunda, tan profunda como un alma subsumida en otra alma pueda sugerir. Y es más, mi vivencia de París, se halla tan aquilatada, tan tamizada, tan limpia de impurezas, que sólo he tenido conciencia de su condición paradisíaca, sin los inconvenientes, sin los días tristes, sin esa grisura que también París es, pero que en mi conciencia perfundida no existe, sino es como recuerdo de una grisura celestial, pintada por ángeles y regada con agua bendita.
.....Mi madre, que cuando regresaba a su lugar de origen, en uno de aquellos expresos de largo recorrido que tardaban un día en neutralizar la distancia que separa el norte de Francia del centro de Castilla, al observar tantas cigüeñas en los campanarios de las iglesias castellanas, creía poder encontrar en aquellas tierras por ella ya olvidadas, sembradas de cereal de secano y miseria, ciudadanos semejantes a los que acababa de dejar atrás (pues a pesar de sus diecisiete años aún seguía creyendo que los niños venían de París, transportados por las nobles y gráciles garzas, y si venían de París, era forzoso que se parecieran a los que allí habitaban). Pues no. No se parecían en nada.
.....Así de ingenua era mi madre. Lo seguiría siendo hasta su muerte, aunque por medio aprendería, horrorizada, que los niños había que encargarlos de otra manera más tosca y espasmódica, no mediante una aséptica demanda postal con destino París, y que, además, traerlos al mundo suponía un doloroso trance que ella ni podía imaginar en su cándida mente de pacata señorita parisienne.
IX
.....Pero estábamos en París, con mi madre que, defiendo, me transmitiera vía genética y gestacional su amor por el parisino paraíso perdido; defensa que intentaba desarrollar mediante un irónico texto de estilo vilamatiano, pero que, al final, ha tomando un sesgo demasiado familiar, apenas teñido de desvaída ironía. Todo por empeñarme en visitar las vetustas y honorables ruinas de un pasado que me avalase con el soporte de la experiencia un presente en que trato de probar mis connotaciones vilamatianas, incluida la que resulta del paso por París del escritor Enrique Vila-Matas, al principio de su carrera. Etapa que ha dado tema y motivo al libro que actualmente, de él, estoy leyendo, titulado París no se acaba nunca, y que es todo un homenaje a la ironía como antídoto al paso del tiempo, o al tiempo enquistado, en el que he descubierto, con sopresa, uno de mis propios estilos literarios, si bien en una forma más excelsa, más erudita y talentosa, más nutrida de ingenio y dotada de genio, pero, por lo demás, en todo igual a una de mis varias maneras de escribir......También he estado, como el irónico escritor con semblante de lutin, en la Coupole, tomando café, pero no sus famosos helados. Me he paseado por sus vetustos y elegantes salones llenos de referencias a un pasado glorioso, de ilustres conciliábulos y decisivas conspiraciones. Incluso he hecho de su singular espacio escenario de un cuento (La fórmula). Pero yo no me he hecho acompañar de la menuda y aguda Marguerite Duras, sino de la sola compañía de mi imaginación encarnada en ficticios personajes. Mi madre, en la época en que aprendió a tocar el violín y a sorber café levantando coqueta y parisinamente el dedo meñique, posiblemente, no hubiera podido siquiera regalarse uno de aquellos helados que hicieran famoso a uno de los más celebrados cafés de París. Quizá por eso yo me vengara y allí volviera para sentarme en sus rojos terciopelos, y no sólo para tomar café (sin levantar el dedo meñique), sino para comer en un privé con un fantástico personaje, participando de una atmósfera quizá pretérita pero aun presente, por detenida. Es lo que tiene viajar y tomar posesión de lugares lejanos sin moverse de la silla: uno se da cuenta, con el tiempo, que los mismos lugares acaban por viajar hasta donde uno está transportados por esas alfombras mágicas que son los libros o los films.
.....Después de todo, mi estar en París, sin estar, tiene más poso que el de Vila-Matas habiendo estado, aunque tenga menos peso. Es necesario sentir toda la gravedad de aquel mágico universo actuando sobre tu ser, sus rutilantes astros y bellas nebulosas, para sentir cómo ese peso te aplasta contra tu misma mismidad, aplastamiento del que se supone que uno debe extraer lo mejor de sí mismo. En mi caso la gravedad no ha existido, antes bien mi experiencia parisina ha tenido la naturaleza de lo etéreo, de lo sutil de lo inexistente, del sueño y la añoranza de lo que se perdió. Algo en mí ha vivido allí durante doce años, algo que corre por mis venas, un eco diluído en su densa viscosidad que no es sino una resonancia de la luminosa gravedad parisina vivida por mi madre, ésta sí aplastada por aquélla con todo el abrumador peso que tienen los paraísos perdidos.
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