Es pintor, Füssli, que pinta
el abismo de los sueños,
las pesadillas del alma
proyectadas por el miedo;
lugar de confines vagos,
de siempre imprecisos términos,
donde el espacio se pierde
y pierde sentido el tiempo;
oceano pavoroso
en cuyo terrible seno
la inteligencia zozobra
y naufraga el sentimiento.
Füssli. Héctor Amado
TEXTOS AMIGOS
VAMPIRISMO
E.T.A. Hofmann
(II)
«Aurelia recordaba (según refería),
confusamente, los tiempos de su niñez, cómo una mañana, cuando acababa de
despertarse, oyó un tumulto espantoso en la casa. Las puertas se abrían y
cerraban, se oían voces extrañas. Cuando finalmente se hizo la calma, la
doncella tomó a Aurelia de la mano y la llevó a una gran estancia donde estaban
muchos hombres reunidos, y en el centro de la habitación sobre una gran mesa
yacía un hombre que jugaba a menudo con Aurelia, que le daba golosinas, y al
que solía llamar papá. Extendió las manos hacia él y quiso besarle. Los labios
que en otro tiempo estaban cálidos ahora estaban helados, y Aurelia, sin saber por
qué, prorrumpió en sollozos. La doncella la condujo a una casa desconocida,
donde estuvo durante mucho tiempo, hasta que apareció una señora y se la llevó
en un coche. Era su madre que la trasladó a la Corte. Aurelia
debía tener ya dieciséis años cuando apareció un hombre en casa de la baronesa,
al que ésta recibió con alegría, denotando la confianza e intimidad de un amigo
querido desde hace tiempo. Cada vez venía más a menudo, y cada vez era más
evidente que su casa se transformaba y ponía en mejores condiciones. En lugar
de vivir como en una cabaña y vestirse con pobres vestidos y alimentarse mal,
ahora vivían en la parte más bella de la ciudad, ostentaban lujosos vestidos y
comían y bebían con el desconocido, que diariamente se sentaba a la mesa y participaba
en todas las diversiones públicas que se ofrecían en la Corte. Únicamente Aurelia
permanecía ajena a las mejoras de su madre, que, evidentemente, se debían al
extranjero. Se encerraba en su cuarto cuando la baronesa departía con el
desconocido y permanecía tan insensible como antes.
»El desconocido, aunque era ya casi de cuarenta años, tenía un aspecto fresco y juvenil, poseía una
gran figura y su semblante podía considerarse varonil. No
obstante, le resultaba desagradable a Aurelia porque, a menudo, su conducta —aunque
trataba de comportarse educadamente— le parecía
vulgar, torpe y plebeya.
»Las miradas que empezó a dirigir a Aurelia
le causaron inquietud y espanto, incluso un temor que ella misma no sabía
explicar. Hasta el momento, la baronesa no se había molestado en dar alguna
explicación a Aurelia acerca del desconocido. Ahora mencionó su nombre a
Aurelia, añadiendo que el barón era muy rico y un pariente lejano. Alabó su
figura, sus rasgos, y terminó preguntando a Aurelia que qué le parecía. Aurelia
no ocultó el aborrecimiento que sentía por el desconocido; la baronesa le lanzó
una mirada que le produjo un terror indecible y luego la regañó acusándola de
ser necia. Poco después, la baronesa se conducía más amablemente que nunca con
Aurelia. Le regaló hermosos vestidos y ricos adornos que estaban de moda, y la
dejó participar en las diversiones públicas. El desconocido trataba de ganarse
el favor de Aurelia, de tal modo que se hacía todavía más odioso. Fue fatal
para su tierno espíritu juvenil que la casualidad le deparase ser testigo de
todo esto, lo que motivó que sintiese un odio tremendo hacia el desconocido y
la corrompida madre. Como pocos días después el desconocido, medio embriagado,
la estrechase en sus brazos, de modo que no dejase lugar a dudas de sus aviesas
intenciones, la desesperación diole fuerzas varoniles, de forma que le propinó
tal empujón al desconocido que lo tiró de espaldas, tuvo que huir y se encerró
en su cuarto.
»La baronesa explicó a Aurelia fríamente y con firmeza que el desconocido mantenía la casa y que no tenía el menor deseo de volver a la
antigua indigencia, y que, por consiguiente, eran vanos e inútiles los melindres. Aurelia debía
ceder a los deseos del desconocido, que amenazaba abandonarlas. En vez de
compadecerse de las súplicas desgarradoras de Aurelia,
de sus ardientes lágrimas, la vieja comenzó a proferir amenazas y a burlarse
de ella, agregando que estas relaciones le proporcionarían el mayor placer de la vida, así como
toda clase de comodidades, y dio muestras de un desaforado aborrecimiento hacia
los sentimientos virtuosos, por lo que Aurelia quedó
aterrada. Viose perdida, de modo que la única
salvación posible le pareció una rápida
huida.
«Aurelia se había hecho con una llave de la casa,
y envolviendo algunas cosas indispensables para su fuga, se deslizó a medianoche, cuando vio a su madre profundamente dormida, hasta
el vestíbulo iluminado débilmente. Con sumo cuidado
trataba de salir, cuando la puerta de la casa chocó violentamente
y retumbó a través de la escalera. En medio del vestíbulo,
haciendo frente a Aurelia, apareció la baronesa vestida con una bata
sucia y vieja, con el pecho y los brazos descubiertos, el pelo gris despeinado,
moviéndose airada. Y detrás de ella el desconocido, que
gritaba y chillaba: "¡Espera, condenado Satanás, bruja endemoniada, que me las vas a pagar!", y arrastrándola por los pelos, empezó a
golpearla de un modo brutal en mitad del cuerpo, envuelto como estaba en su
gruesa bata.
»La baronesa empezó a proferir gritos de terror. Aurelia,
casi desvanecida, pidió auxilio, asomándose a la ventana abierta. Dio la casualidad que precisamente
pasaba por allí
una patrulla de guardias, que entraron al instante en
la casa: "¡Cogedle! —gritaba la baronesa a los guardias, retorciéndose de rabia
y de dolor—. ¡Cogedle y agarradle bien! ¡Miradle
la espalda!"
»En cuanto la baronesa pronunció su
nombre, el jefe de la patrulla exclamó
jubilosamente: "¡Aja! ¡Al
fin te cogimos, Urian!", y con esto le agarraron y le llevaron consigo, no
obstante resistirse. A pesar de todo lo sucedido, la baronesa se había percatado de las intenciones de Aurelia. De momento se conformó con agarrarla violentamente del brazo, arrojarla al interior de
su cuarto y cerrarlo bien, sin decir palabra. A la mañana
siguiente, la baronesa salió y regresó muy tarde por la noche, mientras Aurelia permanecía en su cuarto encerrada como en una prisión, sin ver ni oír a nadie, de modo que pasó el día sin que tomase comida ni bebida. Así transcurrieron
varios días. A menudo la miraba la baronesa con ojos encendidos de ira, y
parecía como si quisiera tomar una decisión,
hasta que un día encontró una carta, cuyo contenido pareció llenarla de alegría: "Odiosa criatura —dijo la
baronesa a Aurelia—, eres culpable de todo, aunque te perdono, y lo único que deseo es que no te alcance la espantosa maldición que este malvado ha descargado sobre ti". Luego de decir
esto se mostró muy amable, y Aurelia, ahora que ya aquel hombre se había alejado, no volvió a pensar más en la huida, por lo que le fue concedida mayor libertad.
»Pasado ya algún tiempo, un día que Aurelia estaba sentada sola en su
cuarto, oyó un gran tumulto en la calle. La doncella salió y volvió diciendo
que era el hijo del verdugo que iba detenido, después de ser marcado por robo y
asesinato, y que al ser conducido a la cárcel se había escapado de entre las
manos de los guardianes. Aurelia vaciló, asomándose a la ventana, dominada por
temerosos presentimientos; no se había engañado, era el desconocido que,
rodeado de numerosos guardianes, iba aherrojado subido en una carreta. Le
conducían camino de la ejecución de la condena y de la expiación de sus faltas.
Casi estuvo a punto de desmayarse en su sillón, cuando la espantosa y salvaje
mirada del hombre se cruzó con la suya, al tiempo que con gestos amenazadores
levantaba el puño cerrado hacia su ventana.
»Era costumbre de la baronesa estar siempre fuera de casa, aunque
regresaba para hablar con Aurelia y hacer consideraciones acerca de su destino
y de las amenazas que se cernían sobre ella, presagiando una
vida muy triste. Por medio de la doncella que había
entrado a su servicio el día después del
suceso de aquella noche, y a la que habían
tenido al corriente de las relaciones de la baronesa con aquel pícaro, se enteró Aurelia de que todos los de la casa compadecían a la baronesa por haber sido engañada
tan vilmente por un delincuente tan despreciable.
»Bien sabía Aurelia que la cosa era de otro
modo, y le parecía imposible que los guardias que poco antes habían detenido a este hombre en casa de la baronesa no supieran de
sobra la buena amistad de la baronesa con el hijo del verdugo, ya que al
apresarle, la baronesa había proferido su nombre y había hecho alusión a la marca de su espalda, que
era la señal de su crimen. De aquí que, incluso, la misma doncella
a veces expresase con ambigüedad lo que se decía por todas partes, y que insinuase que los jueces estaban
haciendo averiguaciones, de forma que hasta la honorable baronesa estuviese a
punto de sufrir arresto, debido a las extrañas
declaraciones del malvado hijo del verdugo.
»De nuevo se dio cuenta la pobre Aurelia de la situación tan lamentable en que se hallaba su madre, y no comprendió cómo podría después de aquel horroroso acontecimiento permanecer un instante más en la residencia.
«Finalmente, viose obligada a abandonar el lugar, donde se sentía rodeada de un justificado desprecio, y a dirigirse a una región alejada de allí. El viaje la condujo al palacio
del conde, donde sucedió lo que ya hemos referido.
»Aurelia se sintió extremadamente feliz,
libre de las tremendas preocupaciones que tenía, pero he aquí que quedó
aterrada cuando al expresarle su madre el favor divino que le concedía este
sentimiento de bienaventuranza, ésta, echando llamas por los ojos, gritó con
voz destemplada: "¡Tú eres la causa de mi desgracia, desventurada
criatura, pero ya verás, toda tu soñada felicidad será destruida por el
espíritu vengador, cuando me sobrecoja la muerte. En medio de las convulsiones
que me costó tu nacimiento, la astucia de Satanás...", y aquí se detuvo
Aurelia, se apoyó en el pecho del conde y le suplicó que le permitiese callar
lo que la baronesa había proferido en su furor demencial. Hallábase destrozada,
pues creía firmemente que se cumplirían las amenazas de los malos espíritus que
poseían a su madre.
»El conde consoló a su esposa lo mejor que supo,
no obstante sentir él mismo escalofríos que le recorrían el cuerpo. Hubo de confesarse a sí
mismo, cuando estuvo tranquilo, que el profundo aborrecimiento de la baronesa,
aunque hubiese fallecido, arrojaba una negra sombra sobre la vida, que le había parecido tan clara.
«Poco tiempo después se notó un marcado cambio en Aurelia. Como la palidez mortal de su
semblante y la mirada extenuada denotase enfermedad, pareció como si Aurelia ocultase un nuevo secreto en el interior de su
ser, que se mostrase inquieto, inseguro y temeroso. Huía incluso hasta de su marido, se encerraba en su cuarto, buscaba
los lugares más apartados del parque, y cuando se la veía, sus ojos llorosos y los consumidos rasgos de su semblante
denotaban que sufría una pena profunda. En vano el conde se esforzaba por conocer los
motivos del estado de su esposa. Del enorme desconsuelo en el que finalmente se
sumió, la sacó un famoso médico, al insinuar que la gran irritabilidad de la condesa, a
juzgar por los síntomas, posiblemente denotaba un cambio de estado, que haría la dicha del matrimonio. Este mismo médico
se permitió, como se sentase a la mesa del conde y de la condesa, toda clase
de alusiones al supuesto estado en que se hallaba la condesa.
»La condesa parecía indiferente a todo lo que
escuchaba, aunque de pronto prestó gran atención, cuando el médico comenzó a
hablar de los caprichos tan raros que a veces tenían las mujeres que estaban en
estado, y a los que se entregaban sin tener en consideración la salud y la
conveniencia del niño.
»La condesa abrumó al médico
con preguntas, y éste no se cansó de responder a todas ellas,
refiriendo casos asombrosamente curiosos y divertidos de su propia experiencia:
"También —repuso— hay ejemplos de caprichos anormales, que llevan a las
mujeres a realizar hechos espantosos. Así la
mujer de un herrero sintió tal deseo de la carne de su
marido, que no paró hasta que un día que éste
llegó embriagado, se abalanzó sobre él con
un cuchillo grande y le acuchilló de manera tan cruel que pocas
horas después entregaba el espíritu".
»Apenas hubo pronunciado el médico
estas palabras, la condesa se desmayaba en la silla donde estaba sentada, y con
gran trabajo pudo ser salvada de los ataques de nervios que sufrió a continuación. El médico
se percató de que había sido muy imprudente al
mencionar en presencia de una mujer tan débil y
nerviosa aquel terrible suceso.
»Sin embargo, pareció que aquella crisis había ejercido un influjo bienhechor en el ánimo de la condesa, pues se tranquilizó, aunque como de nuevo volviese a enmudecer y a convertirse en una extraña criatura solitaria, con un fuego intenso que brotaba de sus ojos, adquiriendo la palidez mortal de antes, el conde nuevamente volvió a sentir pena e inquietud acerca del estado de su esposa. Lo más raro de él, era que la condesa no tomaba ningún alimento, y sobre todo que demostraba tal asco a la comida, especialmente a la carne, que más de una vez se alejó de la mesa dando las más vivas muestras de aborrecimiento.
»Sin embargo, pareció que aquella crisis había ejercido un influjo bienhechor en el ánimo de la condesa, pues se tranquilizó, aunque como de nuevo volviese a enmudecer y a convertirse en una extraña criatura solitaria, con un fuego intenso que brotaba de sus ojos, adquiriendo la palidez mortal de antes, el conde nuevamente volvió a sentir pena e inquietud acerca del estado de su esposa. Lo más raro de él, era que la condesa no tomaba ningún alimento, y sobre todo que demostraba tal asco a la comida, especialmente a la carne, que más de una vez se alejó de la mesa dando las más vivas muestras de aborrecimiento.
»El médico se sintió incapaz de curarla, pues ni las
más fuertes y cariñosas súplicas
del conde, ni nada en el mundo podía hacer que la condesa tomase
ninguna medicina.
Como transcurriesen semanas y meses sin que
la condesa probase bocado, y pareciese que un insondable secreto consumía su vida, el médico supuso que había algo raro, más allá de
los límites de la ciencia humana. Abandonó el
palacio con un pretexto cualquiera, y el conde pudo darse cuenta de que la
enfermedad de la condesa parecía muy sospechosa al acreditado médico, y denotaba que la enfermedad estaba muy arraigada, sin que
hubiese medio de curarla. Hay que suponerse en qué
estado de ánimo quedó el conde, no satisfecho con esta
explicación.
«Justamente por esta época un viejo y fiel servidor
tuvo ocasión de descubrir al conde que la condesa abandonaba el palacio todas
las noches y regresaba al romper el alba. El conde se quedó helado. Ahora es cuando se dio cuenta de que desde hacía bastante tiempo, a eso de la medianoche, le sobrecogía un sueño muy pesado, que atribuía a algún narcótico que la condesa le administraba para poder abandonar sin ser
vista el dormitorio que compartía con él.
»Los más negros presentimientos sobrecogieron su alma; pensó en la diabólica madre, cuyo espíritu quizá revivía
ahora en la hija, en alguna relación ilícita
y adulterina, y hasta en el malvado hijo del verdugo. A la noche siguiente iba
a desvelársele el espantoso secreto, único
motivo del estado misterioso en que se hallaba su esposa.
»La condesa acostumbraba ella misma a preparar el té que tomaba el conde y luego se alejaba. Aquel día decidió el conde no probar una gota, y
como leyese en la cama, según tenía por
costumbre, no sintió el sueño que le sobrecogía a medianoche como otras veces.
No obstante se acostó sobre los cojines, e hizo como si durmiese. Suavemente, con gran
cuidado, abandonó la condesa el lecho, se aproximó a la
cama del conde e iluminó su rostro, deslizándose de la alcoba sin hacer ruido.
»El corazón le latía al conde violentamente, se
levantó, echóse un manto y siguió a su esposa. Era una noche de luna clara, de
modo que, no obstante lo veloz de su paso, se podía ver perfectamente a la condesa
Aurelia, envuelta su figura en una túnica blanca. La condesa se dirigió a
través del parque hacia el cementerio y desapareció tras el muro.
«Rápidamente, corrió el conde tras ella, atravesó la puerta del muro del cementerio, que halló abierta. Al resplandor clarísimo
de la luna vio un círculo de espantosas figuras fantasmales. Viejas mujeres semidesnudas,
con el cabello desmelenado, hallábanse arrodilladas en el suelo, y
se inclinaban sobre el cadáver de un hombre, que devoraban
con voracidad de lobo. ¡Aurelia hallábase entre ellas! Impelido por un horror salvaje, el conde salió corriendo irreflexivamente, como preso de un espanto mortal, por
el pavor del infierno, y cruzó los senderos del parque, hasta
que, bañado en sudor, al amanecer encontróse
ante la puerta del palacio. Instintivamente, sin meditar lo que hacía, subió corriendo las escaleras, y atravesó las
habitaciones hasta llegar a la alcoba. La condesa yacía, al
parecer entregada a un dulce y tranquilo sueño. El
conde trató de convencerse de que sólo
había sido una pesadilla o una visión
engañosa que le había angustiado, ya que era sabedor
del paseo nocturno, del cual daba trazas su manto, mojado por el rocío de la mañana.
»Sin esperar a que la condesa despertase, se vistió y montó en su caballo. La carrera que dio a lo largo de aquella hermosa
mañana a través de los arbustos aromáticos, de los que parecía saludarle el alegre canto de
los pájaros que despertaban al día,
disipó las terribles imágenes nocturnas; consolado y
sereno regresó al palacio.
»Como ambos, el conde y la condesa, se sentasen solos a la mesa, y
como de costumbre ésta tratase de salir de la estancia a la vista de la carne
guisada, dando muestras del mayor asco, se le hizo evidente al conde, en toda
su crudeza, la verdad de lo que había contemplado la noche anterior.
Poseído del mayor furor se levantó de
un salto y gritó con voz terrible: "¡Maldito
aborto del infierno, ya sé por qué aborreces
el alimento de los hombres, te cebas en las tumbas, mujer diabólica!". Apenas había proferido estas palabras, la
condesa, dando alaridos, se abalanzó sobre él con
la furia de una hiena y le mordió en el pecho. El conde dio un
empujón a la rabiosa mujer y la tiró al
suelo, donde entregó su espíritu en medio de las convulsiones más
espantosas. El conde enloqueció.
Fin
de Vampirismo, de E.T.A. Hoffamnn
GALERÍA
Johan Heinrich Füssli
(1741-1825)
DRAWINGS
.
The artist moved to despair at the grandeur of antique fragments, 1778–79
.
The Shepherd's Dream, 1786
.
Midsummer-Night's Dream, Act IV, Scene I: A wood - Titania, Queen of the fairies, Bottom, fairies attending
.
Titania, Queen of the fairies
.
Brunhilde Observing Gunther, Whom She Has Tied to the Ceiling
.
Kriemhild zeigt Gunther im Gefängnis den Nibelungenring
.
Hamlet and his father's Ghost, 1780-1785
.
Allegory of Vanity, 1811
.
Eros and Psyche
.
Amavia finds her knight, Sir Mordant, bewitched in Acrasia's Bower of Bliss, 1810
.
Fallen Horseman Attacked by a Monstrous Serpent, c 1800
.
Dante and Virgil Mounting Geryon. 1811
.
Study for the 'Finding of the Body of Bassanio, 1804
.
Study of a Nude Woman Seatted, 1801
.
Oedipus cursing his son, from Sophocles 'Oedipus Coloneus', 1776-1778
.
Oedipus cursing his son, from Sophocles 'Oedipus Coloneus', 1777-1778
.
Oedipus Cursing His Son Polynices, 1826
.
Oedipus Cursing His Son Polynices, 1826
.
Shakespeare: Tempest, Act I, Scene II
.
Shakespeare: Macbeth, Act I, Scene III
.
Midnight
.
Satan Summoning his Legions
.
The Fall of Satan
.
The Dismission of Adam and Eve from Paradise
.
Der Nachtmahr Verlast das Lager Zweier Schlafender Madchen, 1810
.
The Fall of the Damned
.
The Witch and The Mandrake c.1812
.
The Death of Cardinal Beaufort, 1772
.
Drawing for the Frontispiece of Erasmus Darwin's "The Botanic Garden"
.
Design for the Frontispiece of Erasmus Darwin's "The Botanic Garden"
.
Figure Leaning over Stairs, 1789
.
Anteros
.
Hephaestus, Bia and Crato Securing Prometheus on Mount Caucasus
.
Percival Frees Belisane from the Spell of Urma
.
Selling of Cupids, 1775-76
.
Woman reading seatted before a Window
.
Lady Macbeth with the Daggers, 1809
.
Odysseus vor Scilla und Charybdis, 1812
.
Die Töchter des Pandareos, 1795
.
.
Odysseus vor Scilla und Charybdis, 1812
.
Die Töchter des Pandareos, 1795
.
Midsummer-Night's Dream, Act IV, Scene I, Oberon, Queen of the Fairies, Puck, Bottom and Fairies attending
.
Ixion and Nephele
.
Aphrodite carrying off Paris after his battle with Menelaus
.
Aphrodite führt Paris zum Duell mit Menelaos
.
Shakespeare: Tempest, Act I, Scene II
.
Shakespeare: Macbeth, Act I, Scene III
.
Shakespeare: Second Part of King Henry the Fourth, Act II, Scene IV
.
Adam resolved to share the fate of Eve
.
Erotische Burlesque
.
Kallipyga
.
Symplegma eines gefesselten nackten Mannes und zweier Frauen. Unten Skizze eines Gesichts.
.
Symplegma eines Mannes mit drei Frauen
.
Symplegma; Man and Three Women (ca. 1810)
.
Symplegma eines Mannes und einer Frau mit helfender Dienerin
.
Artists, 1825
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-o-o-o-