martes, 30 de agosto de 2016

Joseph Conrad revisitado: tres calas en "El Negro del Narcissus" (II) - GALERÍA: Marinas. Varios autores




Hay en el tándem Soledad/Solidaridad la imprescindible tensión de un puente,
tensión que se resuelve en beneficio: la posibilidad del tránsito entre una y otra.
Soledad es el estado esencial del ser humano, el ser individual desgarrado del Ser.
Solidaridad es la actitud que permite acercar la conciencia de sí a la del otro.
Sólo salvando la soledad, cruzando periódicamente hacia la solidaridad,
puede el hombre superar lo que de otra forma se convertiría en atroz angustia.
Por otra parte, la Soledad es necesaria para experimentar la conciencia de sí.
La conciencia de sí es la que nos incita a buscar la unión con la conciencia de los demás,
para salvar, precisamente, esa desgarradura que sentimos cuando sólo somos conciencia de sí.
La muerte viene para poner orden, con ella se acaba la conciencia de sí,
y, por tanto, también la soledad; pero este acabamiento ha de afrontarse en soledad,
—y, no nos engañemos, nadie nos acompañará, ni en el trance, ni al otro lado
debiendo cruzar el temido umbral sin garantías de que, tras él, nos aguarde destino alguno.
La muerte se empequeñece, sus tinieblas retroceden, ante la luminosa solidaridad.
Joseph Conrad no nos habla de otra cosa, cuando pone en boca de Kurtz aquel grito susurrado:
el horror, es la consecuencia de una humanidad desprovista de solidaridad.
Ser solidarios ante la muerte es, en cierto modo, vencerla, alejar el horror que nos sugiere.
Pensamientos últimos. Héctor Amado


TERCERA CALA

.....En esta tercera cala nos topamos con el espléndido narrador que es Joseph Conrad en estado puro: su vocación y experiencia marinera y su prosa directa y vívidamente ilustrativa, pictóricamente realista —aunque no exenta de un cierto romanticismo simbólico— aportando el adecuado escenario a una acción que se desarrolla con todo tipo de detalles para llegar al alma y el corazón del lector como si éste fuese testigo ocular de los hechos. Pocos con la capacidad de Conrad para recrear un ámbito tan especial y específico como el de un temporal en el mar, una experiencia de esas que dejan huella en todo marino, y que hacen que su figura se agigante, adquiriendo las dimensiones de lo heroico. Conrad, no obstante, nos lo presenta —al marino, a los marineros que bregan contra los elementos en su estado más furibundo— como un trabajador del mar, eficaz, sí, pero trabajador en todo caso. Lo saca así del anonimato de una labor habitualmente muda y desapercibida, para presentárnoslo en primer plano, dándole —dándoles— voz y el particular rango de la singularidad. Ya no son marineros sacando del aprieto a un barco en un temporal, sino que son Singleton, Allistoun, Baker, Creighton, Donkin o Wait. Poseen nombre y entidad, y desde ella aspiran al empíreo de los héroes, por más que tras la acción, tras la heroicidad, vuelvan a su vida anónima de simples, pero satisfechos, trabajadores del mar.

.....El fragmento que presento, bello donde los haya, consta de dos partes (y he querido que sea así por hacerlo más significativo, y porque es la secuencia elegida por el autor): en la primera se presenta el gran protagonista: el barco, el Narciso: sus cualidades, sus virtudes, su defecto; otorgándole aptitudes cuasi humanas. La segunda parte, y núcleo del fragmento que se cita, corresponde a la tempestad que pone a prueba al barco y a los hombres encargados de dirigirlo y cuidarlo. Es la parte más emocionante, la más asombrosa por la cantidad de imágenes, la más difícil, también, por el lenguaje técnico que Conrad, como experimentado marino, domina y utiliza, y que da a la narración esa coloratura misteriosa y evocadora propia de los universos cerrados, donde la expresión posee códigos específicos. Términos tan técnicos —y desconocidos para el lector profano en materia del mar— como "obenque", "acollador", "candelero", "batayola", "escota", o los más conocidos, pero que conviene precisar para coger todo el sentido a la narración y, sobre todo, situar correctamente el escenario: "verga", "jarcia", "braza", "barlovento/sotavento", "gavia", "trinquete", "mesana", "turbión/turbonada"... etc.  Qué duda cabe que este lenguaje marinero aporta un plus de enigmática belleza al relato, y el sagaz dominio con que Conrad lo emplea es clave para que la obra adquiera mayor calado, más profundidad. Con ustedes: Joseph Conrad, ejerciendo magisterio.

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El negro del «Narciso»
(Fragmento del Capítulo III.
Pags 81-97, Ed. Espasa Calpe, 2006)

[El Narciso]

.....Entre tanto, el Narciso, con las vergas en forma de cruz, salía vertiginoso del monzón favorable. Se deslizó morosamente, balanceándose en la dirección de todos los puntos de la brújula., tras unos cuantos días de desconcertante brisa ligera. Bajo el repiqueteo de cálidos y breves aguaceros, los hombres refunfuñaban al hacer girar las pesadas vergas de un lado a otro; agarraban los cabos empapados gruñendo y suspirando, mientras que sus oficiales, hoscos y chorreando agua de lluvia, les daban las órdenes incesantemente con voces cansadas. Durante los breves instantes de respiro, miraban con disgusto a las escocidas palmas de sus manos rígidas y se preguntaban los unos a los otros con amargura:
.....—¿Quién sería marinero si pudiera ser granjero?
.....Todos estaban de mal humor y nadie medía sus palabras. Una noche negra, cuando los componentes de la brigada, jadeantes de calor y casi ahogados por la lluvia, habían sufrido cuatro horas eternas yendo de braza en braza, Belfast se juró que dejaría para siempre lños barcos de vela y se embarcaría en un vapor. Era algo excesivo, sin duda. El capitán Allistoun, con destacable autocontrol, le murmuraba tristemente al señor Baker, después de haber logrado abrirse paso, esquivando y maniobrando su elegante barco, a través de sesenta millas en veinticuatro horas:
.....—No está tan mal, no está tan mal.
.....Desde el umbral de su pequeño camarote, Jimmy, con la mano en la barbilla, observaba nuestras desagradables labores con ojos insolentes y melancólicos. Le hablábamos con amabilidad y, lejos de su vista, intercambiábamos agrias sonrisas.

.....Luego, con un viento favorable y bajo un cielo despejado, el barco siguió acumulando millas en dirección latitud Sur.. Rebasó Madagascar y Mauricio sin que atisbáramos sus tierras. Se pusieron amarras de sobra en los palos de repuesto. Se aseguraron las escotillas. El camarero, en sus ratos de ocio y con aire preocupado, intentó poner cuñas de madera en las puertas de los camarotes. Se plegaron con cuidado las resistentes lonas. Ojos preocupados miraban hacia el Oeste, hacia el «Cabo de las Tormentas». El barco entró en una marejada del sudoeste y el cielo tenuemente luminoso de las latitudes bajas fue asumiendo un fulgor más apagado sobre nuestras cabezas con el transcurso de los días: se abovedaba allá en lo alto sobre el vibrante y pálido barco como una inmensa cúpula de acero, resonante con la voz profunda de las frescas tempestades. El sol brillaba frío sobre las níveas crestas de las negras olas. Frente al fuerte soplo de las turbonadas del oeste, el barco, con el velamen reducido, se inclinaba tardo, obstinado y, al mismo tiempo, complaciente. Navegaba hacia uno y otro lado en el pertinaz empeño de abrirse camino a través de la invisible violencia de los vientos: cabeceaba precipitándose en el oscuro y hondo piélago; forcejeaba para elevarse sobre los nevados farallones del convulso mar; se bamboleaba incansable de un lado a otro, como atormentado por el dolor. Sufrido y valiente, respondía a la llamada de los hombres, y sus palos esbeltos, que se mecían infatigablemente en abruptos semicírculos, parecían suplicar en vano ayuda al cielo tormentoso. 

.....El invierno fue duro en el Cabo aquel año. Los timoneles que acababan de ser relevados llegaban agitando los brazos, o corrían pateando el suelo con dureza y tratando de reavivar con el aliento los dedos hinchados y enrojecidos. La brigada de la guardia en cubierta hacía lo posible por esquivar la punzada de la gélida espuma o, en cuclillas en rincones resguardados, observaban descorazonados las elevadas y despiadadas olas abordando el barco una y otra vez con furia implacable. El agua caía como en cascada sobre las puertas del castillo de proa. Había que abrirse camino corriendo a través de un torrente para meterse en una litera húmeda. Los hombres se acostaban empapados y se levantaban ateridos para enfrentarse a las redentores y crueles exigencias de un destino glorioso y oscuro. En el extremo más alejado de la proa, mirando vigilantes a barlovento, podía verse a los oficiales a través de la neblina de las turbonadas. De pie, ceñudos, firmes y relucientes, embutidos en sus largos abrigos, se agarraban a la batayola; y, en las anárquicas zambullidas del dolorido barco, se les veía allá en lo alto, atentos y en actitud inmóvil, alzándose por encima de la línea gris de un horizonte ensombrecido.
.....Vigilaban el tiempo y el barco como los hombres de tierra adentro están atentos a los azares trascendentales de la fortuna. El capitán Allistoun nunca abandonaba la cubierta; como si formara parte de los aparejos del barco. De vez en cuando, el camarero, temblando, pero siempre en mangas de camisa, se abría paso porfiando hasta él con una taza de café caliente. la mitad de la cual se la llevaba la tormenta antes de que alcanzara los labios del capitán. Se bebía lo que quedaba de un solo trago con semblante severo, al tiempo que fuertes rociones salpicaban su capa de hule y las susurrantes olas rompían en sus botas de agua. Nunca retiraba la mirada del barco. Mantenía los ojos fijos en él al igual que un enamorado contempla el generoso afán de una mujer delicada del tenue hilo de cuya existencia depende todo el significado y toda la dicha del mundo.

.....Todos nosotros mirábamos atentamente al Narciso. Era hermoso y tenía un punto débil, mas no lo amábamos menos por ello. Ensalzábamos sus cualidades en voz alta, nos ufanábamos de ellas, contándonoslas los unos a los otros como si fueran nuestras, y manteníamos enterrado en el silencio más profundo de nuestro afecto el conocimiento de su único fallo. Había nacido en el atronador golpear de martillos batiendo sobre el hierro, en los negros remolinos de humo, bajo un cielo gris, en las orillas del Clyde. La estrepitosa y sombría corriente engendra objetos de belleza que flotan lejos bajo el sol del mundo para ser amados por los hombres. El Narciso formaba parte de esa estirpe perfecta. Acaso era menos perfecto que muchos, pero era nuestro y, en consecuencia, incomparable. Estábamos orgullosos de él. En Bombay, los ignorantes marineros de agua dulce se referían a él como «ese bonito barco gris». ¡Bonito! ¡Vaya lisonja tan mezquina!. Nosotros sabíamos que era el barco más magnífico que se hubiera botado jamás. Tratábamos de olvidar que, como muchos buenos barcos, a veces era bastante propenso a cabecear. Era exigente. Precisaba de cuidados al cargarlo y manejarlo, y nadie sabía exactamente cuánto cuidado sería suficiente. ¡Tales son las imperfecciones de los simples seres humanos! El barco lo sabía, y a veces corregía la presuntuosa estulticia humana mediante la saludable disciplina del miedo. Habíamos oído historias ominosas acercad e pasadas travesías. El cocinero (oficialmente un hombre de mar, pero no un marinero en realidad), cuando se hallaba trastornado por algún infortunio, como que se le cayera una sartén, solía musitar lúgubremente mientras limpiaba el suelo:

.....—¡Vaya! ¡Ya está haciendo de las suyas! ¡En uno de estos viajes hará que se ahogue toda la tripulación! ¡Al tiempo!
.....A lo que el camarero, tomándose una pausa en la cocina para darle un respiro a su ajetreada existencia, replicaba con filosofía:
.....—De todas maneras, aquellos que lo vean no lo contarán. Lo que es yo, no quiero verlo.
.....Nosotros nos reíamos de aquellos temores. Nuestros corazones se solidarizaban con el viejo cuando forzaba al barco para que siguiera su rumbo, para que mantuviera cada pulgada de agua ganada al viento cuando, con las velas amarradas, lo hacía saltar oblicuamente sobre las olas. Los hombres, reunidos en la popa en un grupo compacto y presto a la primera y brusca orden de un oficial llegado para hacerse cargo de la cubierta durante el mal tiempo —«¡Atentos a la maniobra!»—, admiraban su valor. Los ojos de los marineros parpadeaban frente al viento; sus bronceados rostros estaban humedecidos con gotas de agua más saladas y amargas que las lágrimas humanas; las barbas y los bigotes, empapados, colgaban y chorreaban como finas algas. Se mostraban extrañamente deformes; con altas botas de agua, con gorros semejantes a yelmos y balanceándose torpemente, entumecidos y voluminosos bajo los relucientes impermeables, parecían hombres insólitamente preparados para acometer alguna aventura fabulosa. Cada vez que el barco se elevaba con facilidad sobre una encumbrada ola verdosa, los codos se clavaban en las costillas de los otros, los rostros se iluminaban y los labios murmuraban:
.....—¡Qué bien lo ha hecho!
.....Y todas las cabezas, volviéndose como una sola, observaban con sonrisas sardónicas a la frustrada ola, rugiendo en dirección a sotavento, lívida con la espuma de una ira monstruosa. Pero cuando no era lo suficiente veloz, y, golpeado con fuerza, flotaba tembloroso bajo la embestida, nos aferrábamos a los cabos y, elevando la mirada a los estrechos flejes de las velas empapadas y tirantes ondeando desesperadamente en la arboladura, pensábamos en lo más profundo de nuestros corazones:
.....—No me extraña, ¡Pobrecillo!

[La tempestad]

.....El trigésimo segundo día de nuestra partida de Bombay comenzó bajo malos augurios. Por la mañana una ola destruyó una de las puertas de la cocina. Atravesamos corriendo unas nubes de vapor y hallamos al cocinero muy mojado e indignado con el barco:
.....—Esto va peor cada día. ¡Está intentando ahogarme delante de mi propio fogón!
.....Estaba muy enfadado. Lo tranquilizamos, y el carpintero, aunque el agua lo apartó de allí en dos ocasiones, se las apañó para arreglar la puerta. A causa de aquel accidente nuestra comida no estuvo lista hasta tarde, pero al final poco importó, porque Knowles, que había ido a por ella, fue derribado por una ola y la tiró por la borda. El capitán Allistoun, con un gesto más duro y los labios más apretados que nunca, se obstinaba en navegar con todas las gavias y el trinquete, y no se daba cuenta de que el barco, sujeto a un esfuerzo excesivo, parecía perder el ánimo del todo por primera vez desde que lo conocimos. Se negaba a levantar la proa y se abría paso con desgana a través de las olas. Dos veces seguidas, como si hubiera estado ciego o hastiado de la vida, se zambulló deliberadamente en una enorme ola y las cubiertas quedaron inundadas de un extremo a otro. Según apreció el contramaestre con palpable enojo, mientras chapoteábamos acá y allá como un solo hombre por tratar de salvar un barreño sin valor alguno.:
.....—Todos los malditos objetos que hay en el barco se van a ir por la borda esta tarde.
.....El venerable Singleton rompió su habitual silencio y, echando una mirada hacia arriba, dijo:
.....—El viejo está de un humor de perros con el tiempo, pero no sirve de nada enfadarse con los vientos del cielo.
.....Naturalmente, Jimmy había cerrado su puerta. Sabíamos que estaba seco y cómodo en su pequeño camarote, y, a nuestra absurda manera, nos complacíamos por un instante y nos exasperábamos al siguiente con esa certeza. Donkin escurría el bulto descaradamente, inquieto y despreciable. Se quejaba:
.....—Me estoy muriendo de frío aquí afuera con estos jodidos harapos empapados, mientras ese negro haragán se sienta seco sobre su maldito baúl lleno de condenadas ropas. ¡Maldita sea su negra estampa!

.....No le prestamos la mínima atención; apenas pensábamos en Jimmy y en su amiga íntima. No había tiempo para el ocioso sondear de los corazones. Las velas soplaban a la deriva. Las cosas se soltaban. Muertos de frío y empapados, el agua nos barría a uno y otro lado de la cubierta mientras tratábamos de reparar los daños. El barco cabeceaba sacudido con furia, como un juguete en manos de un lunático. Justo a la hora del crepúsculo, tuvimos que apresurarnos a arriar las velas ante la amenaza de una lúgubre nube que anunciaba granizo. La fuerte ráfaga de viento llegó brutal como el golpe asestado por un puño. El barco, aligerado de velamen justo a tiempo, la recibió con valentía; se entregó reacia al violento asalto; luego, elevándose con un movimiento majestuoso e irresistible, inclinó los palos a barlovento ante la proximidad de la estridente borrasca. Desde la oscuridad abismal de la negra nube, por encima del barco jarreó el blanco granizo, repiqueteó en las jarcias, brinco a puñados en las vergas y rebotó en la cubierta, redondo y brillante en el lóbrego tumulto, como una lluvia de perlas. Pasó la nube. Por un instante, un sol lívido arrojó horizontalmente rayos postreros de luz siniestra sobre las montañas de olas ondulantes y empinadas. Luego, una noche salvaje irrumpió vertiginosa y suprimió con un gran rugido el tenebroso vestigio de aquel día tormentoso.

.....Nadie pudo dormir a bordo aquella noche. La mayoría de los marineros recuerdan en su vida una o dos noches de tormenta en toda su plenitud. Nada parece quedar de todo el universo excepto la oscuridad, el clamor, la furia... y el barco, que, como la huella postrera de una creación hecha pedazos, va a la deriva, transportando los angustiados restos de la humanidad pecadora a través de la aflicción, el tumulto y el padecimiento de un terror vengativo. Nadie pegó ojo en el castillo de proa. La lámpara de hojalata, colgada de una larga cuerda, echando humo, describía amplios círculos; las ropas mojadas se amontonaban oscuras en el suelo reluciente; una fina capa de agua corría de un lado al otro. Es las literas los hombres estaban tumbados con las botas puestas, descansando sobre los codos y con los ojos abiertos. Los impermeables de hule colgados en sus ganchos oscilaban de acá para allá, vivaces e inquietantes como fantasmas temerarios de marineros decapitados que bailaran en una tempestad, Nadie habló; todos escuchaban. Fuera, la noche gemía y sollozaba bajo el acompañamiento de un continuo y bronco temblor, similar al de innumerables tambores resonando lejanos. El aire se llenó de gritos. Unos golpes secos y tremendos hicieron estremecerse al barco mientras éste se deslizaba bajo el peso de las olas que ondeaban en su cubierta. En ocasiones, el Narciso volaba vertiginoso, como si fuera a dejar esta tierra para siempre; luego, durante interminables instantes, se precipitaba al vacío con todos los corazones de a bordo completamente paralizados, hasta que un espantoso choque , esperado y repentino a la vez, los volvía a poner en marcha. Después de cada violenta sacudida del barco, Wamibo, tumbado cuan largo era, con su rostro sobre la almohada, gemía tenuemente con el dolor de su atormentado universo. De cuando en cuando, durante la fracción de un intolerable segundo, el barco, en el más feroz estallido de un terrible alboroto, permanecía inclinado sobre su costado, vibrante y estático, con una quietud más pavorosa que el más impetuoso de los movimientos. Luego, un escalofrío, un estremecimiento de suspense, sacudía a todos aquellos cuerpos colocados boca abajo. Un hombre sacaba su ansiosa cabeza y un par de ojos brillaban en el oscilar de una luz que resplandecía salvaje. Algunos movían un poco las piernas, como si se aprestaran a saltar. Pero varios de ellos, inmóviles sobre sus espaldas y con una mano asiendo fuertemente el borde de la litera, fumaban nerviosos con rápidas bocanadas, mirando hacia el techo, paralizados en un anhelo sempiterno de paz.


.....A media noche se dieron órdenes de aferrar las gavias y la mesana. Con inmenso esfuerzo los hombres se subieron a la arboladura afrontando un ataque inmisericorde del temporal, recogieron las velas y descendieron casi exhaustos para sufrir en jadeante silencio los golpes crueles de las olas. Acaso por primera vez en la historia de la marina mercante, la brigada de guardia no abandonó la cubierta, aunque se le permitió que lo hiciera, como si se sintieran compelidos a permanecer allí por la fascinación de una violencia ponzoñosa. A cada fuerte ráfaga de viento, Los hombres, apiñados, se susurraban unos a otros: «No puede soplar más fuerte», pero, súbitamente, la tormenta los desengañaba con un aullido penetrante y hacía que el aliento se les helara en la garganta. Un fiero turbión parecía desgarrar la espesa masa de vapores negros como el hollín y, por encima del naufragio de nubes desgarradas, podían atisbarse vislumbres de la alta luna retrocediendo hacia el ojo del huracán. Muchos agachaban la cabeza, murmurando que mirarla «les revolvía las entrañas». Pronto las nubes se cerraron y el mundo se transformó otra vez en unas tinieblas iracundas y ciegas que aullaban, lanzando al barco solitario espuma salada y aguanieve.

.....Alrededor de las siete y media la negra oscuridad que nos circundaba se tornó de un gris espectral y supimos que el sol había salido. Aquella luz del día antinatural y amenazadora, bajo la cual acertábamos a ver los ojos aterrados y los rostros abatidos de los otros, fue sólo una carga añadida a nuestro sufrimiento. El horizonte parecía haberse extendido por todas partes alrededor del barco, quedando a su alcance. En el estrecho círculo, las furiosas olas brincaban, golpeaban y se retiraban. Una lluvia de saladas y pesadas gotas caía sobre nosotros como la niebla. Se hacía preciso izar la gavia del palo mayor y, con estólida resignación,  todos se prepararon para encaramarse de nuevo a la arboladura; pero los oficiales nos gritaron y empujaron hacia atrás hasta que comprendimos finalmente que no se permitía que subieran  a la verga más hombres de los necesarios par ala tarea. Como era probable que en cualquier momento los mástiles pudieran partirse o salieran volando, dedujimos que el capitán no quería ver caer a toda su tripulación por la borda al mismo tiempo. Era razonable. La brigada de guardia que se hallaba de servicio en aquel momento, dirigida por el señor Creighton, comenzó a esforzarse para subir a las jarcias. El viento los aplastaba contra las escalas, luego, aflojando un tanto, les permitía ascender un par de escalones; y, de nuevo, con una ráfaga traidora, clavaba en el obenque a toda la fila entera de escaladores como si fueran crucificados. La otra brigada se zambullía en la cubierta principal para izar la vela. Las cabezas de los hombres salían del agua mientras que ésta los arrojaba irremediablemente de un lado a otro. El señor Baker, en medio de nosotros, gruñía dándonos ánimo, farfullando y resoplando entre los enmarañados cabos como una enérgica marsopa. Favorecida por un instante de calma ominosa y falaz, la tarea fue llevada a cabo sin que se perdiera ningún hombre ni en cubierta ni en la verga. Por el momento, la tempestad parecía ir amainando y el barco, como si se sintiera agradecido por nuestro esfuerzo, se armó de valor y capeó mejor el temporal.

.....A las ocho, los hombres de la guardia que dejaban el servicio, aprovechando la oportunidad, corrieron por la cubierta anegada hacia la proa para tomarse un respiro. La otra mitad de la tripulación permaneció en la popa para, según sus propias palabras, «ayudar al barco en aquel aprieto». Los dos oficiales exhortaban al capitán a que bajara a descansar. El señor Baker le gruñó al oído:
.....—¡Grrr! Aproveche ahora... ¡Grrr!... Confíe en nosotros... No hay nada más que podamos hacer... Es cuestión del barco... ¡Grrr! ¡Grrr!
.....El joven  y espigado señor Creighton le sonrió alegremente :
.....—¡Está en perfectas condiciones ! Échese un sueñecito, señor.
.....Él les lanzó una mirada petrificada con ojos somnolientos e inyectados en sangre. Los borde de sus párpados eran de color escarlata, y movía la mandíbula incesantemente con tanto esfuerzo, como si masticara un pedazo de caucho. Negando con la cabeza, repetía:
.....—No se preocupen por mí. Tengo que ver cómo sale de ésta... Tengo que verlo...
.....Sin embargo accedió a sentarse durante un instante en la claraboya con su rostro adusto vuelto impávidamente hacia barlovento. el mar le escupía a la cara, y ésta, con expresión estoica, se hallaba empapada de agua como si hubiera estado llorando. En la popa, en el costado de barlovento, la brigada de guardia, asidos a las jarcias del palo de mesana y sosteniéndose entre sí, hacían lo posible por intercambiar palabras de ánimo. Singleton, al timón, les gritó:
.....—¡Tened cuidado!
.....Su voz les llegó como un susurro de advertencia. Se asustaron.


.....Una ola enorme, espumante, brotó de la niebla; se dirigió hacia el barco, rugiendo salvajemente, y en su avance parecía tan dañina y turbadora como un loco provisto de un hacha. Un par de marineros, gritando, se encaramaron a las escalas; la mayoría, conteniendo convulsamente la respiración, se aferraban a lo que podían allá donde se encontraban. Singleton hundió las rodillas bajo las ruedas del timón y la soltó de éste cuidadosamente para facilitar la abismal cabezada del barco, pero sin retirar la mirada de la ola que se aproximaba. Se alzaba cercana y gigantesca, como un muro de cristal verde cubierto de nieve. El barco se elevó volando hacia ella como si tuviera alas, y por un momento reposó equilibrándose sobre la espumante cresta como si fuera una gran ave marina. Antes de que pudiéramos recobrar el aliento, una fuerte ráfaga de viento lo golpeó y otra ola lo cogió a traición bajo el costado de barlovento.El Narciso dio un tambaleante bandazo y sus cubiertas quedaron inundadas. El capitán Allistoun dio un brinco y cayó; Archie voló por encima de él, gritando
.....—¡Se levantará de nuevo!.
.....El barco dio otro bandazo a sotavento; los acolladores interiores se vinieron abajo pesadamente; los marineros perdieron pie y se quedaron suspendidos, pataleando por encima de la inclinada popa. Podían ver el barco hundiendo el costado en el agua, y todos gritaron como un solo hombre:
.....—¡Se va a hundir!.
.....Las puertas del castillo de proa se abrieron de par en par, y se pudo ver a los componentes de la brigada de guardia allá abajo, saltando los unos tras los otros, alzando los brazos; y, cayendo sobre las manos y las rodillas, gatearon hacia la popa a cuatro patas por la parte de la cubierta que se había quedado elevada, más empinada que el tejado de una casa. Las olas crecían a sotavento, persiguiéndolos; los hombres parecían víctimas de una lucha desesperada, como ratas que escapan de una inundación; pugnaban por trepar por la escala de barlovento de la popa, semidesnudos y con una mirada salvaje. Y tan pronto como se levantaron, salieron disparados en pequeños grupos, corriendo a ciegas hacia sotavento, hasta chocar fuertemente con las costillas contra los candeleros de hierro de la batayola; luego, gimiendo, rodaron en una masa confusa. El inmenso volumen de agua arrojado sobre la proa por la última zambullida del barco había destruido por completo la puerta de sotavento del castillo de proa. Podían ver sus baúles, sus almohadas, mantas, ropas... salir flotando hacia el mar. Mientras se esforzaban por llegar a barlovento, los marineros miraban consternados aquellos objetos. Los jergones de paja atravesaban las olas; las mantas, extendidas, ondulaban, al tiempo que los baúles, repletos de agua y con una pesada escora, cabeceaban bruscamente como cascos desarbolados a punto de hundirse. La enorme capa de Archie paso por nuestro lado con las mangas extendidas, asemejándose a un marinero ahogado flotando con la cabeza bajo el agua. Los hombres se resbalaban hacia abajo mientras intentaban asirse a las planchas con los dedos; otros, arracimados en rincones, miraban con los ojos fuera de sus órbitas. Todos gritaban sin cesar:
.....—¡Los mástiles! ¡Cortadlos! ¡Cortadlos!...


.....Un negruzco turbión aullaba quedo sobre el barco, que yacía sobre sus costado con las vergas apuntando a las nubes; entre tanto, los elevados palos, inclinados casi hasta la línea del horizonte, parecían de una longitud inconmensurable. El carpintero se soltó, rodó hasta la claraboya y comenzó a arrastrarse hacia la entrada del camarote, donde se guardaba una gran hacha para una emergencia como aquella. En aquel instante, la escota de la gavia se rompió, el extremo de la pesada cadena serpenteó en la arboladura y chispas de rojo fuego se precipitaron sobre cubierta, mezclándose con la vertiginosa espuma. La vela gualdrapeó una vez con un tirón que pareció desgarrar nuestros corazones y sacarlos por la boca, y al momento se transformó en un manojo de ondeantes y finos jirones que se enlazaban en nudos y se quedaban enredados en la verga. El capitán Allistoun hizo un esfuerzo supremo y logró ponerse en pie con el rostro cerca de la cubierta, sobre la que los hombres se hallaban suspendidos de los cabos, como ladrones de nidos en un acantilado. Uno de sus pies se posaba sobre el pecho de alguien; su rostro era de color pùrpura; sus labios temblaban. Gritaba también; gritaba, inclinándose hacia adelante:
.....—¡No! ¡No!
.....El señor Baker, con una pierna sobre el soporte de la bitácora, rugía a plena voz:
.....—¿Ha dicho usted que no? ¿Que no los cortemos?
.....Negó con la cabeza con vehemencia:
.....—¡No! ¡No!
.....Arrastrándose entre sus piernas, el carpintero lo escuchó, se cayó y se quedó tumbado cuan largo era en el ángulo de la claraboya. Algunas voces repitieron el grito:
.....—¡No! ¡No!

.....Luego todos se quedaron en silencio, esperaban que el barco volcara totalmente y que los lanzara al mar; pero en mitad del terrorífico fragor del viento y las olas, no sobresalió siquiera un murmullo de protesta de las bocas de aquellos hombres, cada uno de los cuales hubiera dado con gusto unos buenos años de su vida con tal de ver «saltar por encima de la borda aquellos condenados palos». Todos creían que se trataba de su única oportunidad de salvación; sin embargo, un hombre menudo y de expresión severa negaba con su cabeza gris y gritaba  «¡No!» sin prestarles la mínima intención. Se quedaron callados y jadeantes. Se agarraban a los candeleros, se habían enrollado extremos de cabos bajo los brazos; se aferraban a los cáncamos, reptaban apelotonados en busca de un lugar en el que hallar un punto de apoyo para los pies; se sujetaban con ambos brazos a cualquier cosa que hubiera en barlovento con los codos, la barbilla y casi con los dientes; y algunos, sin poder alejarse reptando de donde habían sido arrojados, sintieron cómo una ola saltaba, golpeándoles la espalda mientras se apresuraban a huir trepando. Singleton continuaba aferrado al timón. Su cabello volaba al viento; la tormenta parecía jalar de la barba a su enemigo jurado y sacudir su vieja cabeza. Se resistía a soltarse, y con las rodillas afianzadas entre los radios del timón, se bamboleaba arriba y abajo como un hombre sobre una rama. Como la muerte no parecía estar preparada aún para acabar con ellos, los marineros comenzaron a mirar a su alrededor. Donkin, enredado el pie en un cabo, colgaba cabeza abajo casi hasta llegar al suelo y aullaba con el rostro vuelto hacia la cubierta:
.....—¡Cortad los palos! ¡Cortadlos!.

.....Dos hombres se deslizaron con cautela hacia él; otros tiraron de la cuerda. Lo cogieron, lo pusieron en un lugar más seguro y lo sostuvieron. Lanzaba maldiciones al capitán, agitaba los puños hacia él mientras profería horribles blasfemias, y continuaba exhortándonos entre maldiciones:
.....—¡Cortadlos! ¡No hagáis caso a ese lunático asesino! ¡Que alguien los corte!
.....Uno de los que le rescató le asestó un buen revés en la boca; su cabeza rebotó sobre la cubierta y se quedó callado al instante, con el rostro lívido, respirando fatigosamente y con unas pocas gotas de sangre manando del labio partido. En el costado de sotavento se podía ver a otro hombre extendido cuan largo era como si estuviera aturdido; sólo el pretil impedía que se cayera por la borda. Era el camarero. Tuvimos que izarlo como si fuera un fardo, porque estaba paralizado de terror. Había salido a toda prisa de la despensa cuando sintió que el barco se ladeaba y había rodado desvalido hacia abajo, sosteniendo con fuerza una taza de porcelana que no se había roto. Se la quitamos con dificultad, y cuando la vio en nuestras manos se quedó pasmado: 
.....—¿De dónde habéis sacado eso? —nos preguntaba reiteradamente con voz temblorosa. Su camisa estaba hecha trizas; las mangas desgarradas se agitaban como alas. Dos hombres lo amarraron a la cubierta y, doblado sobre la cuerda que lo ataba, parecía un manojo de harapos empapados. El señor Baker serpenteó por delante de la fila de hombres, inspeccionándolos y preguntándoles:
.....—¿Estáis todos?

.....Algunos parpadearon distraídos, otros temblaban de manera convulsiva; la cabeza de Wamibo estaba hundida en su pecho; y todos respiraban pesadamente con actitud dolorida, con cortes producidos con las amarras, exhaustos de tanto agarrarse, agazapados en los rincones. Los labios les temblaban, y a cada horrible sacudida del barco escorado, sus bocas se abrían de par en par como si fueran a gritar. El cocinero, abrazado a un candelero de madera, repetía una plegaria de manera inconsciente. A cada breve intervalo del infernal ruido que los circundaba se le podía oír allí, sin gorro ni zapatillas, implorando al Señor de nuestras vidas que no le dejara caer en la tentación en aquella tormenta. Pronto él también se quedó en silencio. En aquel grupo de hombres ateridos y hambrientos que esperaban extenuados una muerte violenta, no se escuchaba una sola voz; estaban enmudecidos, y en sombría reflexión escuchaban las espantosas imprecaciones de la tempestad. 
.....Pasaron las horas. Gracias a la acentuada inclinación del barco se hallaban protegidos del viento, que emitía presuroso sobre sus cabezas un prolongado e ininterrumpido gemido, pero, de cuando en cuando, gélidos aguaceros penetraban en la ardua calma de su refugio. Sometidos al tormento de aquel nuevo castigo, un par de hombres temblaban. Unos dientes castañeaban. El cielo se estaba despejando, y un sol esplendente brilló sobre el barco. Después de cada acometida de las batientes olas, un vívido y fugaz arco iris se cernía sobre el casco a la deriva entre coletazos de espuma. La tempestad terminaba con un claro fulgor que brillaba y cortaba como un cuchillo.


(fin de la cita)



 


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Thomas Buttersworth - the ‘Warrior’ in a storm at the mouth of the Tagus.
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Willem van de Velde II (1633–1707) - An English Ship at Sea Lying-To in a Gale
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