sábado, 27 de agosto de 2011

¿Es el arte, estúpidos? O cuando el arte ha de ser beligerante




¿Es el arte objeto de oportunidad? Cuando el arte se expone dentro de una manifestación cultural ad hoc, sin ninguna intencionalidad mas que la inherente a su carácter provocador como producto artístico en sí, -provocador de sensaciones intelectuales y emocionales propias a su función, si no no sería arte-, y encuentra, como respuesta, no la reacción sensible a su mensaje, no la réplica dialéctica entre el receptor y la idea que el emisor quiere exponer, no el diálogo entre las conciencias implicadas -la del artista originario y las del público destinatario-, sino, antes bien, se topa con la censura, con la intolerancia, con el rechazo y la negación, con la aniquilación, en fin, de su objetivo, por causas políticas, religiosas o sociales; entonces, el arte, así condicionado, ¿ha de contemplarse solo desde su dimensión artística, o adquiere, en una sociedad definida como libre, la categoría de instrumento de reivindicación de esa libertad?

¿Debe el artista ser políticamente correcto? ¿Se puede someter la creatividad a restricciones morales sectoriales? ¿Se puede someter el arte a una moral que no le es inherente -es decir, la estética artística? ¿No se estaría incurriendo en una paradoja y un sinsentido, al hacerlo? ¿No se estaría incurriendo en presupuestos filo fascistas/filo nazis/filo autoritarios, al supeditar la creación artística al albur de las moralinas hegemónicas de turno? ¿Ha de tener límites el arte? ¿En caso afirmativo, quién o qué los marcaría? Y si así fuera ¿Qué deberíamos definir como arte si lo hacemos depender, en primer y último término, del ámbito de lo político, religioso, o socialmente correcto?

Si por algo se define toda manifestación artística es por su re-interpretación de la realidad, ese tratar de desvelar lo que se oculta bajo el manto de la apariencia, de lo necesario, de lo vulgar. De ahí su carácter provocador, su función de sacudidor de conciencias; también de ahí su objetivo como talismán para la superación de una realidad no pocas veces anodina, huera o desagradable
El arte es a la vida cotidiana, lo que el sueño a la vigilia: una necesidad por la que el ser humano descansa del sometimiento a la percepción limitada, material y simple de los sentidos -lo irremediable- para adquirir una conciencia trascendente, un desbordamiento de los límites dimensionales (forma, espacio, tiempo) para invadir las regiones de la ensoñación, del espíritu, de lo misterioso.


Una sociedad sometida a la inviolabilidad de los símbolos -sean éstos religiosos, políticos o éticos- es una sociedad coartada, no-libre, esclava de sus propias limitaciones -y, por tanto, de sus miserias-; una sociedad blindada a la crítica, que la rechace, es una sociedad enferma, tísica, insegura; una sociedad temerosa de sus manifestaciones artísticas, y, por ende, censora, es una sociedad castrante.
Desde el primer mundo se censura muchas veces los gestos de intolerancia que muy a menudo se dan en sociedades autoritarias, frecuentemente del segundo o tercer mundo, sin reparar, hipócritamente, en los propios dejes intolerantes; entre ellos, el intento de sometimiento de las formas de expresión libre, como lo pueda ser, en grado sumo, el arte, a las normativas emanadas de la intolerancia ética, revestidas de eufemística casuística social.

Habrá quien diga -aún en esas nos hallamos- que qué tiene que ver con el arte una fotografía de medio cuerpo casi desnudo en la que se aprecia un escapulario -con la imagen del Cristo de Velázquez- cubriendo el sexo de un hombre. Dicho así, podría parecer que poco, salvo en lo referente a las cualidades inherentes al propio formato, es decir, a las virtudes de la fotografía misma: iluminación, oportunidad, encuadre, gesto, capacidad sugestiva, etc. Pero si añadimos que la imagen del fotografiado es la de un actor en su camerino durante el proceso de maquillaje del cuerpo para un papel que lo requiere -pues representará a un protagonista del Infierno de la Divina Comedia del Dante-, entonces a la dimensión artística propia del formato (fotografía) estamos añadiendo la de otras dos manifestaciones artísticas más: la literaria -poética- y la teatral.


Solo quien no haya leído la fundamental obra del insigne florentino puede sentirse impresionado, cuanto más, ofendido, con esta inocua fotografía. Quien haya accedido al universo dantesco, esta fotografía le parecerá una bagatelle, un mero juego de niños. ¿Hay que quemar, por ello, la Divina Comedia? ¿No habrían de sentirse ofendidos, con más poderosa razón, muchos de los personajes, no pocos contemporáneos a su autor, que el divino Aligheri coloca en su Inferno como resultado de su actitud viciosa, inmoral, o socialmente reprensible? ¿Se le juzgó por ello? ¿Se le censuró?
Ah -se me dirá- pero es que, en este caso, se hace escarnio -si no es que se considera directamente, blasfemia-, de lo más sagrado, del símbolo de los símbolos de una de las religiones monoteístas más vigilantes de la observancia ortodoxa, de la moral social, una religión que hasta hace nada estaba íntimamente ligada al poder político (en nuestro país hasta antes de ayer, si es que aún no lo está...). Y es desde esa cercanía con el poder político que la religión utiliza su influencia para el interdicto, la prohibición, la censura.

Un escapulario con la imagen soberbiamente artística, es decir, sublimando una realidad bastante más cruel -de por sí poco edificante- de un hombre martirizado en la cruz, ocultando el sexo de un actor, cuyo fin es transmitir toda la fuerza y la significación de un texto bellamente irreverente, en donde puede, por medio de esta elipsis, llevar más allá la expresión de la agudeza (Gracián dixit) encerrada en esta utilización del símbolo del dolor por antonomasia, puede estar sometida a la crítica -es uno de sus objetivos- pero nunca debe intentarse silenciar, suprimir, censurar. Podrá gustar más o menos, se podrá coincidir o no con su idoneidad, pero querer negarla es tanto como cuestionar la creación libre, la interpretación de las obras ya realizadas... o es hipocresía de la peor especie, esa empleada hasta la saciedad en el ámbito de esta religión -la católica- que así se ofende ante cuestiones intrascendentes y es capaz de mirar hacia otro lado ante sangrantes cuestiones infinitamente más cruciales para la sociedad que pretende salvar.


Que los propios defensores del arte entren en este juego, que se dejen mediatizar por la intolerancia, que sean capaces de postergar su derecho a la libertad por una más que dudosa oportunidad política, dice mucho de hasta qué punto nuestra sociedad está desnortada en cuanto a la reivindicación de los derechos y deberes fundamentales de unos ciudadanos tenidos como libres, pertenecientes a un país enmarcado en el entorno de los que gozan del sistema político más pretendidamente abierto y liberal.

La foto de marras, bella en sí misma desde el punto del vista artístico, inapropiada desde ciertos sectores socio-religiosos, no hubiera salido de su ámbito cultural (aunque hubiera suscitado la crítica y el debate) si no hubiera sido señalada con el dedo dictatorial de la intransigencia y el fanatismo más casposamente recalcitrante de este país como reo de anatema, y consiguiente prohibición. Se ha desbordado, así, el ámbito que le debiera ser propio -el artístico- para, enarbolando la bandera del sectarismo más retrógrado, re-situarlo en el plano de las "buenas costumbres" a las que la Iglesia nos tiene acostumbrados: sus buenas costumbres (a Dios rogando y con el mazo dando). Y los representantes políticos, tenidos por liberales, no digo ya los que a sí mismo se consideran progresistas, que debieran haber sido los primeros en defender la legitimidad del derecho a la expresión artística, no solo consienten y avalan la prohibición sino que la justifican, cuando no, la aplauden. Mi admirado Karl Popper (liberal a lo anglosajón, que es la manifestación más pura de liberalismo) algo tendría que decir aquí.

¿Acaso deberíamos hacer lo propio, pues, y unir nuestra intransigencia a la de aquellos que persiguen -e, incluso, condenan a muerte- a quienes realizan unas caricaturas de Mahoma, o utilizan críticamente unos versículos del Corán? ¿Esa es la sociedad libre que nos damos, en la que queremos vivir?


El director del Teatro Español que pensaba llevar a cabo la exposición fotográfica íntegra de Camerinos, de Sergio Parra (entre cuyas obras se encuentra la que causó la polémica en Mérida y que llevó a la dimisión de la directora del festival, Blanca Portillo) ha accedido, con la connivencia del artista, posponer la misma, tras reunirse con representantes del área de las artes del Ayuntamiento de Madrid. Los motivos que exponen es la necesidad de que se exhiban las obras sin contaminaciones polémicas espúreas en un periodo, el electoral, muy dado a utilizar cualquier motivo como arma arrojadiza entre los competidores políticos.
¿Quién sale perdiendo con todo esto? Como siempre, el ciudadano, que ve, así, cómo se cercena su derecho fundamental a la libertad (el poder disfrutar libremente de una oferta artística) en una sociedad que se jacta de ser libre y madura, pero que es capaz de sentirse condicionada por el fanatismo de un sector... (¿demasiado poderoso?). ¿En verdad somos un estado laico como recoge nuestra constitución? Este caso -sin ser el único- lo pone en entredicho.
Mas bien pudiera parecer lo contrario: una sociedad que se pliega a la inmoralidad -en tantos ámbitos- de que hacen gala sus representantes políticos, religiosos y sociales no es una sociedad libre, sino esclava de su conformismo. Así nos va.

Y la que nos está cayendo nos traerá aún más muestras de este jaez. Malos tiempos no solo para la lírica, sino para la ética social de un sistema, el democrático, que vive una de sus horas más bajas desde la 2ª Guerra Mundial. De nuestra posición como ciudadanos libres, de nuestra beligerancia en pro de la defensa de los derechos conquistados dependerá que sigamos adelante, o retrocedamos, en esas conquistas, en esa evolución social justa, igualitaria y libre.
Yo, por mi lado, seguiré apostando por la Belleza, sin olvidarme de defender el derecho a su disfrute sin prohibiciones ni cortapisas.



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lunes, 22 de agosto de 2011

El Barquero (2)




Al volver la barca
me volvió a decir
las niñas bonitas
no pagan aquí.

Canción popular


Tañe el Barquero cuerdas de plata, hiende la púa rasgando el agua.
"Tañe, Barquero, con tu remo, y canta dando a tu pena canoras alas. Barquero que remas, suspiras y cantas, por unos ojos negros que te robaron el alma. Rema, Barquero, rema, y arroja tu pena al agua, porque navegue hasta el mar y allí en la sal se deshaga".
Niña de los ojos negros, niña de intensa mirada, ladrona de corazones que van pilotando barcas, ¿por qué tan cruel te comportas con quien, remando, te canta?

"Yo no quiero que me canten los barqueros en sus barcas, que quiero que dejen el remo y me canten en mi casa".

"Ay, niña de los ojos negros; ay, niña de intensa mirada, mira que sabe el barquero dónde tu hogar se remansa, y hasta allí no quiere ir, porque habrá de dejar su barca, y la vida que ahora tiene, de brisa y sol en la cara; pues tú vives donde hay noche, sin luna y sin madrugada, y sin estrellas ni sueños, solo sombras hechizadas por tus bellos ojos negros y esa tu intensa mirada. No pretendas que te siga a donde tienes tu casa: que el abrazo que prometes es de nieve y carne pálida. Déjale que cante la pena de no sentirte abrazada, déjale que siga sacando, con su remo, acordes al agua."

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domingo, 21 de agosto de 2011

El Barquero




Al Pasar la barca
me dijo el barquero
las niñas bonitas
no pagan dinero.

Canción popular


Hacia el crepúsculo rema el Barquero. Hastío en la mirada, en las manos el remo. Hacia el crepúsculo rema, donde las luces son todo fuego de mar en llamas y luego, allí, tras la oscuridad, deja su cargamento de aquellos que ya, cumplido su periplo en el vivir, fueron. Lo deja y no sabemos dónde; nadie sabe lo que se esconde tras las aguas del olvido, quizás lo no vivido, quizás un mañana presentido, quizás, tras algunos haberes, una larga lista de debidos.
Rema el barquero, ojos de carbón encendido, hundiendo el remo en las aguas del olvido. Van las almas silenciosas, temerosas del destino de los que ya no tienen destino, acurrucadas en un rincón de una especulación y un sinsentido.
El Barquero hunde el remo en la nada que a nada lleva, y avanza hacia un crepúsculo de soles ateridos, los soles de los que fueron ojos encendidos, no, ya, apagados, sino postergados, esperando el testigo que los devuelva a cielos renovados.
Rema barquero, rema. Hunde el remo en la profunda y negra nada, lleva tu funesta carga a donde una esfera luminosa la reclama.
Van las almas sin un gesto, huida la conciencia, solo almas, en la barca, de aquellos que ya vivieron y, viviendo, cumplieron la misión predestinada. ¿Qué si nos pareció poco? ¿Qué si nos fue escasa? Vive la vida en los vivos lo que a los vivos querer no alcanza. Nos vive la vida lo que quiere ella vivir, de nuestra voluntad, disfrazada; y, al cabo, cumplido lo vivido, el alma, arrimada al océano del olvido, espera al Barquero, que la habrá de llevar hacia un crepúsculo donde arden, eternas teas encendidas, las marchitas esperanzas.

Tiene el Barquero callos en las manos que semejan flores secas y el aliento gris y lacio de los crepúsculos invernales, pero tiene el corazón latiéndole albores irisados y una compasión infinita por las almas que transporta. Rema Barquero, rema, conduce tu barca de noche hacia las esferas, preñadas de día, luminosas, donde las almas de aquellos que vivieron, dichosos ya de no sentir, reposan.

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jueves, 18 de agosto de 2011

De Dragones: y (7)



En el anterior post dejamos a Lord Dunsany en una pausa de su relato; pausa que aprovechó para beber un sorbo del agua más pura y etérea que imaginarse pueda: agua procedente de manantiales de las Montañas Azules, producida por la condensación de los sueños del dios de la lluvia que allí tiene su morada (precioso líquido que es trasunto, pues, del mítico licor de la fuente Castalia con el que las musas residentes en las estribaciones del Helicón regalan el gaznate y las mentes de los poetas por ellas amados).
Una vez hidratada su garganta, refrescadas sus cuerdas vocales y estimulada su imaginación, Edward John Moreton Drax Plunkett, decimoctavo Baron de Dunsany, conocido popularmente por Lord Dunsany, ajustándose los quevedos al puente de su fina y aristocrática nariz, prosiguió el relato...


ORIENTE Y OCCIDENTE
(Lord Dunsany)

El hombre del segundo carruaje iba vestido del mismo modo que el primero, aunque aún más empapado que el anterior, pues no había cesado el aguanieve; pero un traje de noche sigue siendo un traje de noche en cualquier lugar del mundo. El conductor también llevaba el mismo sombrero engrasado y la misma capa impermeable que el primero. Cuando el carruaje hubo pasado, la oscuridad engulló las dos lámparas, la nieve cubrió el rastro de las ruedas, y no quedaron más que las especulaciones del pastor acerca de cómo un cabriolé había podido ir a parar hasta aquel lugar de China. No obstante, pronto también éstas se desvanecieron, y el pastor volvió a sus leyendas y a la contemplación de cosas más serenas.
La tormenta, el frío y la oscuridad hicieron un último esfuerzo y lograron hacer que temblaran los huesos del pastor, que castañeaba los dientes de aquella cabeza que divagaba entre fábulas de flores. De repente, había amanecido. Podían ya distinguirse las siluetas de las ovejas, y el pastor las contó. Ningún lobo parecía haberse acercado. No faltaba ninguna. En ese momento apareció el tercer cabriolé con sus lámparas aún encendidas y un aspecto ridículo a la pálida luz de la mañana. Todos venían del Este con el aguanieve; todos se dirigían al Oeste. Y el ocupante del tercer carruaje también vestía traje de noche.
Entonces el pastor manchú, tranquilamente, sin ninguna curiosidad y aún menos asombro, sino como alguien acostumbrado a ver cualquier cosa que la vida tenga que mostrarle, aguardo allí durante cuatro horas para comprobar si pasaba alguno más. El aguanieve y el viento del este persistían. Y al fin, al cabo de las cuatro horas, paso un nuevo carruaje. El cochero iba tan rápido como podía, como si quisiera aprovechar al máximo la luz diurna. Su capa de cochero ondeaba al viento, y en el interior del carruaje un hombre vestido con traje de noche era sacudido de un lado a otro por las irregularidades del camino.
Se trataba, por supuesto, de la célebre carrera de Pittsburg a Piccadilly por el camino más largo. Ésta había comenzado una noche, después de cenar, en casa de Mr. Flagdrop. Y había vencido Mr. Kagg con el honorable Alfred Fortescue; hijo, como todo el mundo podrá recordar, de Hagar Dermstein, quien llegó a convertirse (mediante Carta de Patente) en Sir Edgard Fortescue y, finalmente, en Lord St. George.
El pastor manchú siguió esperando hasta la noche y, cuando comprendió que ya no pasaría ningún otro carruaje, volvió a su casa para cenar. El arroz que le habían preparado estaba caliente y sabía bien, aún mejor, si cabe, después del horrible frío que había traído el aguanieve. Cuando hubo terminado de comer, repasó concienzudamente su experiencia recreando en su interior cada detalle de los carruajes que había visto, pero desde allí su pensamiento se fue deslizando serenamente hacia la gloriosa historia de China, regresando a los tiempos innobles anteriores a la llegada de la calma y, aún más allá, a los días felices del mundo en que dioses y dragones habitaban la tierra y China era joven. Luego, encendiendo su pipa de opio y dejando fluir sus pensamientos, contempló la futura edad en que ha de producirse el regreso de los dragones.
Durante un largo espacio de tiempo su mente descansó en tan profunda serenidad que ningún otro pensamiento logró apartarla de ella, de modo que al levantarse abandonó su letargo como el hombre que emerge de un baño, renovado, limpio y satisfecho. Así, pues, de sus reflexiones concluyó que todo cuanto había visto en la llanura eran elementos maléficos de la misma naturaleza de los sueños o vanas ilusiones producidas por la acción, la gran enemiga de la calma. Entonces su pensamiento se dirigió a la forma de Dios, el Único, el Inefable, el que se sienta junto al loto blanco negando la acción y le dio las gracias por haber eliminado de China todas las malas costumbres y enviarlas a Occidente igual que la mujer que arroja la suciedad de su hogar a los jardines vecinos.
Después de aquella gratitud, el pastor volvió a entregarse a la calma, y tras la calma, al sueño.

Fin
Oriente y Occidente
Cuentos de los tres hemisferios. Lord Dunsany (1878-1957)


...Y os aseguro que en el Dragon Jazz nadie dormía. El silencio, en el que flotaba aún ese postrer sueño articulado con delectación por aquel Creador de Universos irlandés, parecía a punto de reventar por una emoción, si latente, patente. Uno contemplaba todas esas espantosas caras reptilianas, con el gesto demudado, los ojos más acuosos de lo habitual, las bocas más cerradas, la posición más erguida... Ensoñación atenta sería el término apropiado. Sí, una contradictio in terminis (¿Acaso hay algo más contradictorio que un dragón?).
Fafnir fue quien quebró el silencio con un "¡¡¡Vaya!!!", que resonó como uno de esos truenos que anuncian un rayo cercano, y por primera vez se le oyó decir una frase completa en voz alta: "¡Eso ha estado muy bien caballero. Muy bien!". La algarada que se montó seguidamente es hasta tal punto indescriptible que no sabría cómo trasladarla al papel. Al bueno -e imaginativo- de Dunsany le llovían felicitaciones desde todos los puntos del Club, en todos los lenguajes, con todas las formas expresivas posibles, articuladas con inflexiones nunca antes escuchadas en tan polifónica sintonía... era una monumental coral de sonidos guturales cuya amplitud de registros sería harto fútil intentar describir. Se levantaban copas, se brindaba a la salud de aquel hombre de planta elegante que, ostensiblemente azorado, saludaba con leves inclinaciones de cabeza a uno y otro lado correspondiendo a tales muestras de cariño y reconocimiento.


Yamata-no-Orochi (el dragón marino de ocho cabezas y ocho colas que según el Kojiki y el Nihonshoki, libros ancestrales japoneses, habita en la zona del Mar del Japón conocida como Torikami, en la región de Izumo, el custodio de la espada sagrada Kusanagi -símbolo y emblema de la dinastía imperial de aquel país-, y a quien decapitaría el dios desterrado Susanoo, tras dormirlo engañosamente con sake, y librando a la bella Kushinada, octava y última hija de Ashinazuchi, de morir devorada por él) movía sus cabezas entrelazándolas y formando trenzas con sus ocho cuellos y sus ocho colas, que destrenzaba seguidamente, para volverlas a trenzar en sentido inverso, mientras de sus belfos salían pompas de agua salina que flotaban en el aire y se dirigían hasta donde se encontraba Lord Dunsany para, una vez sobre su cabeza, estallar y derramarse en forma de finísima lluvia de plata azulada que acababa nimbando sus rubios cabellos dejándolos como trigo salpicado de rocío. Los long chinos, los ryus japoneses, los yong coreanos, ondulaban sus sinuosos cuerpos sobrevolando las cabezas de todos, sorteando lámparas y focos, poblando el techo del local de un multicolor mosaico dinámico; se entrechocaban jarras, se guiñaban ojos cómplices, se atizaban palmadas en las espaldas en señal de camaradería cuando se comparten ilusiones y sentimientos...
En el aire se mascaba el optimismo, se habían escuchado las palabras mágicas: "contempló la futura edad en que ha de producirse el regreso de los dragones." Y esto había provocado el estallido de optimismo. Él, un Creador de Universos lo pronosticaba, luego no todo estaba perdido.
Era significativo que quienes debieran devolvernos la ilusión fueran los dragones de Oriente, los sabios, los benéficos, los creados por aquellos hombres que más cercanos se encuentran del Espíritu Inefable, del Dios originario, el Único, el de Todos y el de Nadie. El relato que acabábamos de escuchar no era fortuito. Era un relato premonitorio, un augurio, una narración con poder profético. Y habían sido ellos, los orientales, como no podía ser de otra manera, quienes lo habían traído...


Es curioso, después supe, supimos todos, que la reunión fue convocada por ellos, los orientales. Querían transmitirnos el mensaje: los dragones volverán a caminar, volar y nadar, sobre la tierra, en el aire y bajo el mar. Los dragones volverán, sí, los traerán una raza de hombres nuevos, una raza de hombres sin miedo, una raza de hombres emanada directamente del pensamiento original, aquel que nos engendró a todos: humanos, dioses y dragones, y con ellos a todas las demás maravillas que forman parte y hacen posible la vida en los universos que pueblan la Realidad... y los Sueños.
Mientras tanto esperaremos... Aunque mi consistencia sigue desvaneciéndose, inexorable, trágicamente. ¡Quién sabe! Igual mudo mi apariencia y cuando ya solo quede mi conciencia, cuando mi apariencia draconiana haya desaparecido, una nueva envoltura cubra mi realidad, o mi sueño.

Fin
(De Dragones, 2011)


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martes, 16 de agosto de 2011

De Dragones (6)



No digas que fue un sueño
lo que forjó tu realidad.
Cuando dices, realizas
lo aparentemente soñado.
Ese es el secreto de la Palabra,
ese que está escondido
en el laberinto de la Utopía
que es el vivir.
Nombra y estarás dando realidad
a lo nombrado.
¿Qué es el Ser Humano
sino el Señor de la Palabra?
¿Y qué es la Palabra
sino creadora de la realidad?
De la Realidad, el Sueño y la Palabra
Héctor Amado

El ambiente está más cargado que nunca. Ya están casi todos. Multiformes figuras siniestras atestan este singular local que los ha concitado... quizás por última vez. A pesar de lo siniestro de sus apariencias, el clima de francachela en que las animadas conversaciones se intercalan con risas de todos los tonos y matices, fumarolas de todos los colores dibujando todo tipo de diseños humeantes, llamaradas ocasionales de todos los tamaños, y expresiones de lo más variopinto, todo este guirigay -decía- produce un efecto paradójico que raya en la comicidad. La música, que variando de estilos continuamente a duras penas logra distinguirse entre todo este alboroto, acaba por empastar una amalgama de todo-sonoro difícilmente definible: algo así como el ruido de fondo de un espacio sideral arcano, desaparecido hace ya incontables eones, que llegara a nosotros como un eco de lo que una vez fue y ya, en el momento presente, no existiese mas que como resonancia que un sensible radar detectase y lo diera a conocer.

(Estoy perdiendo consistencia, mi inmaterial materia se va tornando nebulosa; incluso aquí y allá hay zonas de mi espinoso crestón que ya casi son traslúcidas, así como las membranas interdigitales de garras y patas: nada me impide la visión a través de ellas, apenas poco más que evanescentes tules de trama invisible.
Habré de darme prisa, aún he de acabar mi exposición panorámica sobre las criaturas reptilianas que pueblan el Dragon Jazz. Espero poder cumplir mi compromiso antes de que mi pensamiento se diluya en la nada de lo no existente, y esta vez, definitivamente, ni en la realidad, ni en la imaginación, sea posible decir nada, pues nadie habrá para decirlo).


Un creciente sonido de campanillas, chirimías y percusión, interrumpido frecuentemente por el fragor de un estrépito encadenado de explosiones de intensidad progresiva, anuncian su llegada, la de los más sabios, los más divertidos, los más sinuosos y fantásticos de todos nosotros, por tanto, los menos terribles e inquietantes.
No necesitan alas para volar, pues vuelan con su poderosa magia desafiando toda ley y explicación mecánica; vuelan como producto de su omnímoda voluntad. Si bien reptan mientras surcan el aire de grácil manera, no necesitan de ningún sinuoso movimiento para flotar y desplazarse por él; todas esas cabriolas y curvilíneas trayectorias: bucles, espirales, parábolas, etc., realizadas con esa ligereza sorprendente en un ser de tal envergadura, con las que aparecen y que son el regocijo de pequeños y mayores, las hacen por dar espectáculo; conscientes como son de lo horroroso de su apariencia -según los cánones actuales de belleza humana, pues no siempre fue así; hubo un tiempo, cuando los dragones, los hombres y los dioses convivían en un mismo plano, en que el canon estético era mucho más laxo y amplio, y, sobe todo, menos excluyente-, conscientes como son -decía- de su pavorosa imagen, intentan (y lo consiguen en la mayoría de las ocasiones) hacer más digerible, más tolerable, su presencia aportando un toque de diversión y comicidad (pues nada hay que resulte más cómico que ver al horror hacer arlequinadas).

La puerta se abre y una troupe de estos genios voladores venidos de Oriente penetran en el Dragon Jazz. Con sus ojos de langosta -lo que les hace parecer sempiternamente asombrados- sobresaliendo ostentosamente de sus cráneos de caballo o de lagarto, sus cuerpos serpentiformes provistos de patas delanteras y traseras con pezuñas de tres y cuatro garras, bien de águila, bien de saurio, sus melenas de león, sus bigotes de bagre -esos enormes siluros anguiliformes-, sus hocicos de perro, sus cornamentas de ciervo, y sus escamas de pez, llegan, multicolores -amarillos, verdes, rojos, algún azul-, haciendo juegos malabares con bolas de fuego, y lanzando guirnaldas de papel de seda teñidos con el polen de las flores que adornan el Gran Jardín del Imperio Celeste del Dragón de Oriente. Pero... ¡Oh! ¡Qué veo! ¡Con ellos viene un humano! ¡¡¡Un humano aquí!!! No, no es que esté prohibida su entrada, es que no es habitual que alguno se deje caer en tan peculiar lugar. Recuerdo que hace mucho tiempo (pero mucho) Fafnir se presentó con Sigfrido, que no dejaba de mirar hacia todos lados con ojos más asombrados que los de estos congéneres que acaban de hacer su entrada. Pero Sigfrido era un personaje, digamos que, de leyenda. Pero este es un humano; yo lo conozco, he visto su foto en un libro que sin duda está escrito por él, y que incluye su imagen como homenaje gráfico al autor.
Es un hombre delgado, alto, apuesto -según los actuales cánones de belleza-, con poblado bigote bien cuidado y unos quevedos sobre la nariz que le dan un aire aún más intelectual del que ya tendría de por sí sin ellos. Señoras y señores dragones, ante ustedes: Lord Dunsany, ese fantástico creador de universos fantásticos, de mundos que estando en éste solo él veía (y alguien más, que leyéndolo se sentía -o se siente- menos solo y extraño).
Sí, se trata del aristócrata irlandés Edward John Moreton Drax Plunkett, decimoctavo Baron Dunsany, quien viviera a caballo entre el siglo XIX y XX del cómputo occidental humano, el correspondiente a la Era Cristiana. ¿Qué hará aquí? Ha hecho su triunfal entrada montado a horcajadas, cual jinete draconiano, sobre el magnífico Dragón Amarillo, Huanglong (quien revelaría los elementos de la escritura al sabio Fuxi). Se le ve feliz, con una sonrisa de oreja a oreja, que casi le hace perder la típica flema aristocrática anglosajona -pues los irlandeses comparten con británicos rasgos de carácter, sobre todo entre el estamento de la nobleza.


Abriendo la comitiva, no obstante, exhibiendo su destreza gesticulante y voladora va el impresionante Tianlong, el Dragón Celestial chino, de un color zafiro intenso, con el vientre celeste, las melenas más doradas que el sol, los cuernos de dos puntiagudas puntas (cosa rara) y los bigotes de bagre más largos que los de todos los demás; sino fuera por lo tremendamente difícil que es determinar tal particular gesto en un ser no humano, se diría que este Emperador de los Dragones esboza una amplia sonrisa que entre los ojos saltones y las fauces de dientes afilados resulta aún más turbadora y desconcertante.
Con él, y ondeando a su lado, Ryujin, el Dios Emperador del Mar del Japón, algo más pequeño que su colega chino, aunque no de menor prestancia, pues muestra un color tornasolado que vira del azul turquesa al ciano en oleadas de escamas cuyo borde metálico da al cuerpo la apariencia de un continuo oleaje en movimiento; el azul se satura hacia la cabeza hasta adquirir un intenso color marino-verdoso indescriptible y misterioso, semejante a los fondos abisales del mar sobre el que flotan las islas del País del Sol Naciente, tan repletos de seres ominosos y de tesoros propios y ajenos, de los que no son los menos valiosos esos cofres orgánicos que elaboran primorosamente, entre sus enormes valvas nacaradas, las perlas más grandes y hermosas de cuantas pueblan los fondos marinos, incluidos los de los Mares del Sur, y que, por ello mismo, son custodiadas por ejércitos de feroces escualos. Ryujin el Mimético, Ryujin el Antropomorfo, ya que puede tomar la forma de los humanos, y cuando lo hace, aparece con una larga melena undosa de color negro azabache con reflejos azulados que se continúa hacia la cara con barba y cejas de igual color, ocultando una cara de edad indescriptible, ni joven ni vieja, en la que destacan unos ojos intensamente azules y acuosos cuyo rielante brillo recuerda el reflejo de la luna en la superficie del océano durante las noches de plenilunio. Se dice que Ryujin posee un palacio submarino que en nada ha de envidiar al Gran Palacio de los Nueve Reinos del Cielo, del Dragón Celestial chino, ni en tamaño ni en magnificencia, pues su fábrica es de nácar y los dinteles y jambas de sus puertas y ventanas del más fino y labrado coral, el pavimento es de jaspe y los sitiales que ocupan dragones de alto rango y doncellas-dragón del mar son de ámbar marino, aún más preciado que el terrestre pues en él se encuentran atrapados los primeros pensamientos de Dios, formando figuras prodigiosas y enigmáticas de una belleza inmarcesible.


La música se ha parado. Los dragones de Oriente han cesado en su batahola festiva. Simpáticamente en el local se hace el silencio. Unos golpecitos que el servicio de megafonía amplifica convenientemente, y que se resuelven en una distorsión sonora, anuncian un parlamento. La voz bellísima del aura de Oriente, ese sonido apenas perceptible por el oído de los humanos con que el sol anuncia su salida todas las mañanas, se deja oír:
"Mis queridos dragones, disculpad que nos hayamos unido a la fiesta en último lugar. Los que fueron primeros bien está que guarden preeminencia y rindan cortesía a quienes les han sucedido poblando culturas posteriores. Asistimos a este cónclave con la confianza y la certeza de que no será el último, mas conscientes somos de los malos tiempos que vivimos para la imaginería de nuestros creadores, los humanos, enfrascados como están ellos en sus entelequias positivistas atiborradas de una realidad que los ahoga. Creo -creemos-, que no todo está perdido, que nuevas generaciones de humanos vendrán en que nos rescatarán del olvido y nos restituirán al lugar que nos corresponde. En señal de homenaje y sacrificio, de invocación a dioses y hombres, hoy, aquí, hemos traído a un digno representante de esa estirpe de seres que son capaces de crear mundos, de forjar universos, de recrear y reinterpretar lo que es, en clave de lo que debería ser; una estirpe a la que debemos, en gran medida, nuestra existencia, pues sin la íntima aquiescencia que todo ser humano siente en su corazón con nuestra posibilidad, tampoco sería posible nuestra viabilidad.
Habrán reconocido Ustedes a Lord Dunsany: su fisionomía lo delata, su sonrisa lo presenta, sus historias lo desvelan. Este extraordinario especimen humano es uno de tantos a los que tanto debemos. Lo hemos traído para que su alma humana se impregne de la nuestra -¡tan irrealmente real!- y para que nos dé él algo de la suya. Que su voz sea el clamor que haga retumbar los cimientos de todos los universos, que su voz, su voz pausada, sugerente, creadora, sea invocación al Espíritu Inefable (esto os lo dice quien, según ellos, los hombres, creó la escritura y sus pilares; luego sé bien del poder de la palabra).
Él mismo nos va a contar uno de sus cortos relatos de largo recorrido, en el que nos homenajea tan bellamente como es posible hacerlo, colocándonos en el centro de un tiempo de bienaventuranza, una Edad de Oro en que Humanos, Dioses y Seres Fantásticos (entre quienes los dragones nos contamos) caminábamos, volábamos y nadábamos juntos por este mundo, reflejo del Otro, donde el Ser Inefable habita.
Amigos míos, todos tenemos hermosas historias que contar; bellas leyendas detrás de nuestras vidas (incluso las más truculentas no carecen de su faceta prístina, de difícil belleza, pero belleza al fin y al cabo). La historia que nos va a contar Lord Dunsany tiene esa belleza; que ella nos sirva de exorcismo del olvido, que actúe de llamado a la puerta de lo aún innominado para que engendre la Palabra Nueva que nos rescate y restituya.
Señoras, Señores, con todos Ustedes, Oriente y Occidente, de Lord Dunsany".

Sobre el silencio sobrevenido sonaron, inconfundibles, las notas de un gong cual latidos del corazón del tiempo, y, sobre ellas, se escuchó la voz humana, levemente atiplada, de Edward John Moreton Drax Plunkett, más conocido por Lord Dunsany, de la estirpe de los hombres creadores de universos...


ORIENTE Y OCCIDENTE
(Lord Dunsany)

Era una cerrada noche invernal. Un horrible viento traía aguanieve del Este y hacía ulular las altas hierbas secas. Dos minúsculos puntos de luz aparecieron en medio de la llanura desolada: era un hombre a bordo de un cabriolé que viajaba en solitario por el norte de China, sin más compañía que la de su conductor y el exhausto caballo.
El conductor vestía una buena capa impermeable y, por supuesto, sombrero de seda engrasado, pero el pasajero del carruaje, en cambio, tan solo llevaba un traje de noche. No llevaba cerrada la ventanilla a causa de las frecuentes caídas del caballo, el aguanieve le había apagado el cigarro y hacía demasiado frío para dormir. Las dos lámparas destellaban mecidas por el viento. Gracias a la luz vacilante que parpadeaba en el interior del carruaje, un pastor manchú, que vio pasar el vehículo mientras vigilaba sus ovejas en la llanura por temor a los lobos, pudo tener ante su vista por vez primera un traje de noche. Aunque sólo lo vislumbró vagamente y empapado de agua, fue como si contemplara un pasado a mil años de distancia, pues siendo su civilización mucho más antigua que la nuestra, ellos probablemente habían dejado ya atrás toda esa clase de cosas.
Lo miró estoicamente, no maravillado ante algo nuevo, si es que en realidad era algo nuevo en China. Meditó sobre ello un momento de un modo que a nosotros nos es desconocido, y cuando hubo añadido a su filosofía lo muy poco que podía extraerse de la visión de aquel hermoso carruaje, volvió a su vigilancia de las oportunidades que la noche brindaba a los lobos y a aquellos pensamientos sacados de las leyendas de China, que a tales fines habían sido preservadas, a los que de vez en cuando se entregaban como entretenimiento. Pues ni qué decir tiene que en una noche como aquella el entretenimiento era no poco necesario. Pensó entonces en la leyenda de la doncella-dragón que era aún más hermosa que las flores y carecía de igual entre las hijas de los hombres. A pesar de su hermosura humana, era sin embargo, la hija de un dragón descendiente de los dioses antiguos , y por ello también completamente divina al igual que los primeros miembros de su estirpe, aún más divinos que el propio emperador.
Cierto día la hermosa doncella abandonó su pequeña tierra, un verde valle escondido entre las montañas. Descendió por escarpados desfiladeros mientras las rocas, para complacerla, resonaban como campanillas de plata a su alrededor al paso de sus pies desnudos, y aquel sonido era como el de los dromedarios de un príncipe que regresa a su palacio a la caída de la tarde, cuando suenan sus campanillas de plata para regocijo de los aldeanos.
Había ido a coger la amapola encantada, que solía crecer y sigue creciendo hasta hoy -como los hombres podrían comprobar si fuesen capaces de dar con ella-, en un prado al pie de las montañas. Si alguien, alguna vez consiguiera la amapola, con ella llevaría al hombre amarillo la felicidad, la victoria sin lucha, las buenas cosechas y la paz infinita. La doncella descendía de las montañas con toda su hermosura... Y mientras se entretenía recordando la leyenda en la hora más difícil de la noche, la misma que precede al alba, aparecieron dos nuevas luces y el pastor vio pasar otro cabriolé.

(continuará)


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