domingo, 30 de noviembre de 2014

Dido, Reina de Cartago (II) - GALERÍA: Dido en el Arte (2)




Sólo te dejo, hermana, este gravamen;
Que escribas unos versos de esta suerte
En mi sepulcro, porque más me infamen:
«Eneas dio la causa de esta muerte;
La espada dio también como inhumano,
Y Dido, tan amante como fuerte,
Murió herida con su propia mano.»
Dido a Eneas, (versos finales). Publio Ovidio Nasón
(traducción en verso castellano de Diego de Mexía)


Dido, Reina de Cartago
Invocación
Canta, Aedo, la historia
de la desdichada reina
fundadora de Cartago,
de los dioses marioneta.
Canta, y tus cuerdas vocales
apropiadamente templa,
para dar el tono justo
sin falsear la leyenda.
Canta, y hazlo siendo fiel
a las voces tan diversas
que, recogiendo lo hechos,
recrearon la tragedia.
Canta y los males espanta
de lo que la historia cuenta:
la fatalidad debida
a divina providencia.
Sea el tuyo un canto alegre,
que lo grave dé la vuelta,
convirtiendo lo gravoso
en aleve ligereza.
Que tu voz module clara
la preclara moraleja
que en la trama de esta historia,
entretejida se encuentra;
mas hazlo sin pretensiones,
huyendo de las sentencias
y de intenciones pedantes
que desorienten la meta.

Tiro
No hay en toda Fenicia
ciudad más rica que Tiro,
en ella bulle el comercio
y en ella hierve el destino
que en el Mediterráneo
encontrará su objetivo.
De su puerto parten naves
hacia lo desconocido,
donde fundarán ciudades
al albur de su albedrío,
pues el mar es un imperio
para el carácter fenicio:
el imperio de las ondas
donde trazan los caminos,
cuyos límites costeros
circunscriben sus dominios.

Matán I gobierna
y Matán tiene tres hijos,
y de los tres dos nacieron
a la vez, son, pues, mellizos:
el avieso Pigmalión
y la encantadora Dido;
Ana, la última en nacer,
el tercer miembro es del trío.
Viendo cercana su muerte
Matán expresa su arbitrio
de legar el trono, a dúo,
a los univitelinos.
Coherederos los nombra,
pero no piensan lo mismo
quienes, llegada la hora,
sancionan al elegido:
Pigmalión será quien reine
según decide el machismo
de una sociedad sexista
que prima lo masculino.
Dido se queda sin trono,
sin legado compartido;
y, además, será obligada
a tomar como marido
al sacerdote del templo
de Melkart —su propio tío.
Desea el artero hermano
saber el lugar preciso
donde el tesoro del templo
se halla muy bien escondido.
Codicioso, Pigmalión,
de su hermana espera auxilio,
sonsacándole al esposo,
mediante amoroso oficio,
la ubicación de los bienes
a los dioses ofrecidos.
Dido, que lo ve venir,
determina con buen tino,
equivocar a su hermano
señalando mal el sitio.
Ignorante, Pigmalión,
del taimado plan urdido,
al sacerdote da muerte,
pagando mal sus servicios.
Mientras Dido pone mar
de por medio, el asesino
burlado queda en su trono,
víctima de su delirio.

Fundación de Cartago
Cruzan el Ponto, veloces,
muy bien pertrechados barcos,
más que surcar las olas,
se dijera, van alados.
Es la flota que una reina
destronada lleva al mando,
formada por los más fieles
y leales partidarios.
A popa han dejado Tiro,
y, con Tiro, su pasado;
mas la proa hacia el futuro
resueltamente apuntando.
Se dirigen al extremo
del mar Mediterráneo,
en busca de un territorio
donde fundar nuevo estado.

Y lo hallan en la Libia,
no se sabe si por pálpito
o, de tanto navegar,
por justificado hartazgo.
Llegados a un promontorio,
bien dispuesto y soleado,
con ensenada abrigada
y muy ubérrimos campos,
atracan, sin atracar,
y fondean, fondeando,
de la costa a poco menos
de un bien medido estadio.
Tras lo cual, poniendo en tierra
los dos pies de un ágil salto,
van en busca del Señor
que gobierna aquellos pagos.

Y lo encuentran en su tienda
en un oasis cercano;
se llama Yarbas y es
un bereber muy bizarro,
con aspecto de tizón
por lo fosco y requemado.
Gobierna sobre cien tribus,
y manda diez mil vasallos
que le obedecen al punto
seguido los sus mandatos.
Hacia él se llega Dido
con cortesía y recato,
mas con orgullo de reina,
solicitándole amparo.
El bereber, que es un hombre,
si guerrero, hospitalario,
cortesmente corresponde
al pedido con un pacto:
tierra le dará que abarque
lo que la piel de un astado,
para que more y descanse
del undoso oceano.

Dido, que ya ha dado muestras
de destreza en el engaño,
acepta artera los términos
del equívoco contrato.
Más que tiras, de la piel,
corta hilos tan delgados
que con ellos circunscribe
un perímetro tan amplio
que además del promontorio
abarca ensenada y campo.
Yarbas ríe tanta astucia
y le da en señal la mano
de acatamiento rendido
ante un ingenio tan vasto.
Y allí Dido da en fundar,
sobre un cerro soleado,
el emporio conocido
por el nombre de Cartago.

Cartago
Ya Cartago se levanta
sobre bien pulidas piedras,
avenidas con calzadas
flanqueadas por aceras,
primorosos edificios
y esculturas aún más bellas.
Cada poco el frescor
de una fuente y diez palmeras
contribuyen a aportar
bienestar y complacencia.
Se alza Cartago, orgullosa,
como una ciudad moderna.

El comercio, imparable,
en su puerto se concierta
y en dos lustros se convierte
en lugar de referencia.
Todo el occidente libio
canaliza su riqueza
a través del rico emporio
que Cartago representa,
para, desde allí hacia Oriente,
en viaje de ida y vuelta,
en cien barcos presurosos,
traficar surcando estelas.
Se convierte así en confin
de la Ruta de la Seda
la ciudad que tiene a Dido
como su primera reina.

Eneas
Pero un día hasta sus costas
grandes olas de tormenta
arrojan, no mercancías,
sino a gentes muy maltrechas,
en desarbolados barcos
sin insignias ni banderas:
siete naves, de una flota
que sumaba más de treinta;
las demás las tragó el mar
y los monstruos que en él medran.
Escilla y Caribdis son
los últimos de esta cuenta,
que el estrecho de Mesina
tienen como residencia.
Desde allí llega esta escuadra
que comanda el bravo Eneas,
héroe en la guerra de Troya
que se salvó de la quema
huyendo con su hijo Ascanio
llevando a su padre a cuestas.

Hijo de Anquises y Venus,
esposo de la fiel Creusa
que lo animó a escapar
sacrificándose ella—,
es su destino fundar
en Italia nación nueva
con sangre de los olímpicos:
la que fluye por sus venas.
De Júpiter el mandato
procede, no de cualquiera,
que pretende así enmendar
el desastre de una guerra
que convertiría a Troya
en alimento de hoguera.

Nieto, pues, del dios de dioses,
protegido por su égida,
en su huida se da al mar
para realizar su empresa.
Marcha Eneas, de la flota,
con su nave a la cabeza,
en un exilio forzado
rumbo a su sagrada meta.
Atrás Troya quedará,
no más que reminiscencia
de un pasado ya lejano
cubierto por la humareda.

Mas hay quien no piensa así,
quien ni olvida ni exonera,
alguien de mucho poder
para quien viva la afrenta
aún sigue que un certamen
de belleza supusiera.
Juno es la rencorosa,
de todas las diosas reina,
quien jurara a los troyanos
la venganza más cruenta,
porque Paris, como juez
y troyano por más señas—,
en un Juicio ya famoso,
desairara sus propuestas,
al seleccionar a Venus
de entre la divina terna
(cuya tercera en discordia,
recuérdese, fue Minerva).

Intenta Juno apartar
de su destino a Eneas,
persiguiéndolo por mar
y asediándolo por tierra.
Sufre el héroe la inquina
con coraje y entereza,
los avatares de un viaje
que es trasunto de odisea,
por lo azaroso y lo incierto
de las varias peripecias
que le hicieran dar mil tumbos
como a Ulises sucediera.

Contubernio de las diosas
Viendo que en Júpiter tiene
el troyano a quien defienda
con más firme garantía
el éxito de su empresa;
comprobando que la insidia,
las argucias y las tretas,
de la vengativa diosa
contra la Égida se estrellan;
opta Juno por cambiar
hábilmente de estrategia,
buscando astuta alianza
con la olímpica más bella.
Contra natura, rivales,
las dos deidades acuerdan
por motivos diferentes,
coincidentes en la esencia—
hacer nacer el amor
entre el príncipe y la reina.
Y es así que Juno y Venus
suman sus divinas fuerzas,
por desviar el objetivo
que hacia Italia a Eneas lleva.
Juno abrirá el corazón
que Dido, con mil cadenas
muy fuertemente sellado,
puro, en su pecho alberga.
Y Venus al fiel Cupido
enviará, con la apariencia
de Ascanio, para que hunda
sus envenenadas flechas
en el corazón, ya abierto
a la amante efervescencia.

Dido y Eneas: el encuentro
Se maravilla el troyano
cuando en el puerto fondea
por lo bien dispuesto de éste
en penacho de palmera,
donde en curvilíneos muelles
cien atraques allí encuentran
acomodo; por la gente
que en fragor de voces llena
el ambiente bullicioso;
por la bella ciudadela
que se asoma a la ensenada
como balconada regia;
por el lujo que se exhibe,
por el orden que gobierna,
porque a Troya, tan llorada,
vagamente le recuerda.

Boquiabierto, embelesado,
el troyano esto contempla,
hasta que la autoridad
del asombro lo despierta.
Una guardia uniformada
le saluda y se interesa
por saber la identidad
de quien el mando detenta.
Como príncipe troyano,
exiliado, se revela,
uno de los pocos que
se escapara de la quema
que redujera a cenizas
una ciudad tan señera.
Al oír el capitán
de la guardia tal respuesta,
inclinándose lo invita
y cortesmente se presta
a conducirlo a palacio
y presentarlo a su reina.

Junto al príncipe va Acates,
y un Ascanio en aparencia
que es Cupido fementido
quien adopta su silueta—.
Ya ante Dido, los viajeros,
su gratitud manifiestan,
a lo que ella corresponde
con ternura y gentileza,
recibiendo entre sus brazos
al hermoso hijo de Eneas,
a quien besa en las mejillas
y contra su pecho estrecha
(circunstancia que Cupido
para sus fines emplea:
imposible errar el tiro
cuando el blanco está tan cerca).

Siente Dido en el abrazo
un deleite que atraviesa
como flecha sus entrañas,
y que crece cuando encuentra
en sus ojos la mirada
del troyano, noble e intensa;
siente cómo en su interior
chiribitas y pavesas
saltan de su corazón
convertido ahora en hoguera;
Siente Dido levedad,
la de las llamas etéreas,
que se agitan sin cesar
como codiciosas lenguas;
siente cómo la pasión
en su pecho se despierta,
cómo se estira el deseo
y el amor se despereza.
El veneno de Cupido
ya circula por las venas
de quien presumía ser,
a lazos de amor, ajena.

Tras jornada interminable,
de fugacidad eterna,
en que el príncipe troyano
sus peripecias le cuenta
(desde el momento que Troya,
de una equina estratagema
por los dánaos urdida,
víctima del fuego fuera,
hasta ser desarbolados
por la alevosa tormenta
que arrojándolos del mar
en Cartago los pusiera),
Dido da al cuerpo descanso
y al espíritu contienda:
arderá la reina en sueños
como Troya misma ardiera.

Dido y Eneas: la caza, la tormenta, la gruta
Dido al príncipe agasaja,
lo regala y lo deleita;
a banquetes lo convida,
en su palacio lo hospeda,
y a su lado, embelesada,
por sus jardines pasea
mientras bebe sus palabras
sin saciarse nunca de ellas.

Tras varios días holgando,
recuperando las fuerzas,
partirán de cacería
con la comitiva regia.
Precedidos por los cornos
baten campos y florestas,
de donde, despavoridas,
huyen veloces las bestias
perseguidas por los perros,
por las lanzas y las flechas;
una tras otra se cobran.
en gran número, las piezas
de pelo y pluma, variadas,
que abastecerán las mesas.
Mas de súbito los cielos
con nubarrones se llenan
y el azul desaparece
bajo un manto de tinieblas;
sopla el viento reciamente,
se aborrasca el aire y sueltan
las alturas un diluvio
con fragor de mil centellas.
La comitiva de caza
asustada se dispersa;
los caballos, desbocados,
piafan y el aire cocean,
descabalgando jinetes
que sobre las grupas vuelan.

Juntos, Eneas y Dido,
cabalgan hacia unas peñas
por buscar allí el amparo
de alguna oportuna cueva...
Y al cabo, tras los arbustos,
medio oculta, al fin la encuentran;
a las zarzas, los caballos,
aseguran por las riendas,
y en la gruta se introducen
midiendo el espacio a tientas.
Fuera el viento sopla airado
y la lluvia baquetea,
mientras dentro el fuego prende
en dos cuerpos, que se incendian...

Satisfacción de las diosas
Las diosas se felicitan
por el éxito alcanzado:
Dido y Eneas unidos
en un mismo e intenso abrazo.
Satisfechas, victoriosas,
Juno y Venus de su pacto,
parecieran congraciarse,
mas no es cierto, que hay engaño:
sabe Juno que su esposo
no consentirá los lazos
que atando a Eneas con Dido,
también lo aten a Cartago;
sabe que no aceptaría,
Júpiter, ser desairado,
en su designio que Eneas
funde nación en el Lacio.
Esto bien lo sabe Juno,
como sabe el resultado
que ha de tener esta historia,
y quién será su pagano.
Y por otra parte Venus,
a pesar de tal engaño,
da por buena la añagaza
pues el amor ha triunfado.
Lo que pase en adelante,
mientras su hijo esté a salvo,
hasta cierto punto lógico,
le traerá sin cuidado.

Mercurio, heraldo de Júpiter
Anda Júpiter ceñudo,
pues su nieto está olvidando
dónde tiene el objetivo,
por un carnal arrebato.
Y pues que no está dispuesto
a que sus planes sean pasto
del rumiar de los mortales,
manda llamar a su heraldo.
Ya Mercurio, por los aires,
al llamado acude raudo,
y ante el Crónida se para
para escuchar el mandato.
Recibido, sale presto
hacia el sueño del troyano,
para informarle puntual
del olímpico reclamo;
y lo encuentra, ya dormido,
a su Dido entrelazado,
y se introduce en su sueño,
y le recuerda el encargo
de fundar una nación
allende el Mediterráneo,
también le alega el deber
ante los antepasados,
la devoción a los dioses,
la obediencia y el acato.
Eneas, no bien lo escucha,
despierta de un sobresalto,
se separa de su amada
y se aleja de su lado.
Es aún de madrugada,
noche cerrada por tanto,
y hasta que cante la alondra
la pasará meditando.

Marcha de Eneas. Maldición y suicidio de Dido. 
No renunciará Eneas
a su olímpico destino;
oportuno y conveniente
del dios le llegó el aviso.
Renunciando así al amor
que sintiendo está por Dido,
decide hacerse a la mar
para hacerse del dios digno.
Antes será responsable
que víctima de egoísmo;
antes piadoso y devoto
que de una pasión cautivo.
Con las entrañas ardiendo
y el corazón dividido
Eneas dispone el viaje
para cumplir su objetivo.

Intenta la reina en vano
con caricias disuadirlo,
y con razones de amor,
y lacrimosos suspiros.
Mas el troyano se blinda
a la queja y el cariño,
permaneciendo impasible
ante todo dramatismo.
Hacia fuera será hielo
mas por dentro es un suplicio,
que a su reina bien oculta
por no dar al fuego tiro.

Una mañana temprano,
silenciosos, los navíos
abandonarán el puerto
que los acogió, solícito.
A Cartago dan la popa
por dar la proa a un destino
que los dioses han marcado
sobre el humano designio.

La reina, desesperada,
permuta en odio el cariño,
y, maldiciendo a los dioses,
maldice también su sino.
Para después sentenciar,
dirigiéndose al huido:
"Nunca jamás haya paz
entre tu pueblo y el mío".
Tras lo cual firma con sangre
un tan rencoroso edicto:
en su pecho hunde la espada
engastada con zafiros
que Eneas le regalara
en tiempos de rosa y vino.

Y es así como ambos pueblos
serán por siempre enemigos:
por culpa del desamor
causado por los olímpicos.
Pagarán Roma y Cartago,
las envidias, los caprichos,
la voluntad veleidosa
con que actúan los divinos.

Fin del romance

ιδο~
.
GALERÍA

DESPEDIDA DE ENEAS Y MUERTE DE DIDO

Mercury Appearing to Aeneas, Giambattista Tiepolo, 1757
.

The Aeneas's Farewell to Dido, Rutilio Manetti
.
Aeneas takes leave of Dido, Guido Reni, 1630
.
Didone Abbandonata, Pompeo Battoni (s XVIII)
.
Death of Dido, Giovanni Battista Tiepolo
.
The Suicide of Dido, Meister des Vergilius Vaticanus
.
The Suicide of Dido, Master of the Aeneid Legend
.
The Suicide of Queen Dido, Unknow Illuminator, 1413-1415
.
The Death of Dido, Marcantonio Raimondi (after Raphael)
.
The Death of Dido, Pietro Testa
.
The Suicide of Dido, Liberale da Verona
.
The Death of Dido, Peter Paul Rubens, 1635-38
.
The Death of Dido, Peter Paul Rubens, 1635-38
.
The Death of Dido, Andrea Sacchi (s XVII)
.
La Mort de Didon, Simon Vouet, c 1640
.
La Mort de Didon, Sébastien Bourdon (1616-1671)
.
La Mort de Didon, Sébastien Bourdon, 1637-40
.
Death of Dido, Henry Füseli, 1781
.
The Death of Dido, Joshua Reynolds, 1781
.
The Death of Dido, Thomas Robson (after Joshua Reynolds)
.
La Mort de Didon, Joseph Stallaert, 1872
.
Death of Dido - Guercino, 1631
.
La Mort de Didon, Antoine Coypel, 1715
.
Dido on the Pyre, Johann Heinrich Tischbein the Elder. 1775
.
Dido on the Funeral Pyre
.
The Death of Dido, Daniel Haring (1636-1715)
.
The Death of DidoI, Arnold Houbraken
.
Der Tod der Dido, Ottmar Ellinger I (s XVIII)
.
~

Giovanni Francesco Romanelli 
DIDO's SERIE
1630-1635

Dido's Banquet
.
Dido Shows Aeneas Her Plans for Carthago
.
The Royal Hunt
.
Dido's Sacrifice to Juno

Aeneas Leaving Dido
.
The Death of Dido
.
The Death of Dido
.
Maiolica di Casteldurante, piatto con piede col Suicidio di Didone
.
~
.
SCULPTURE


Dido, Christine Jongen, 2007/2008, Bronze sculpture
.
Dido and Eneas, Vincenzo di Raffaello de Rossi, 1558
.
La Mort de Didon, Augustin Cayot (1667-1722)
.
La Mort de Didon, Augustin Cayot (1667-1722)
.
La Mort de Didon, Augustin Cayot (1667-1722) (de profil et de dos)
.
La Mort de Didon, Christophe Cochet, (avant 1634)
.
Unknow Artist (MET)
.
-o-o-o-