domingo, 29 de abril de 2012

Variaciones sobre la Mentira (5)




No me digas la verdad, miénteme, dime tu verdad,
esa que no puedes comunicarme sin traicionar 
a las palabras, para que así pueda creerte.
De lo paradójico.  Héctor Amado

ALÉTHEIA
(Un relato alegórico)

Algunos piensan que fuera ya su extraordinaria concepción quien marcara con la gravedad inapelable de una sentencia el que sería su destino. Concebido de modo oscuro y misterioso, la madre hubo de parirlo a escondidas, al abrigo de las inquisitivas y morbosas miradas de aquella sociedad bien pensante y religiosa a la que pertenecía. ¿Que por qué lo hizo? Por qué aquella bella joven --pues bella era--, educada en el recato y la observancia de las tradiciones, decidió un buen día quedarse embarazada, eso es algo que pertenece al abismo insondable de la insondable conciencia humana. Quizá sus lecturas en las largas y voluptuosas tardes de verano, y las ensoñaciones que éstas le provocaran (espíritu sensible y romántico, era propensa a devorar historias juglarescas medievales en las que Damas, Caballeros, Unicornios y Dragones proclamaban los más altos valores del Amor, la Lealtad, la Piedad y el Coraje), hicieron germinar en su mente una idea y en su corazón un sentimiento: ella sería madre de un caballero de la mejor especie: noble y leal, aguerrido y romántico. Ella, como la madre de Perceval, un día, tras traer al mundo a un ser excepcional, se iría a vivir al bosque, y allí, al amparo de las criaturas sin maldad, al abrigo de la maledicencia, lo educaría, hasta que estuviera dispuesto a afrontar su destino, un destino que sin duda le auguraba singular.

En un nivel más pragmático y cotidiano, se especuló mucho con la identidad del padre (incluso hubo quien, dada la intachable virtud y la proverbial ingenuidad de aquella muchacha, y haciendo gala de un celo en extremo piadoso --o irreverente--, adjudicara la paternidad a un origen divino). No se le conocía novio, nunca lo tuvo. Nunca se la vió en compañía de hombres. Por eso la conclusión más fácil e inmediata (y opuesta a la piadosa o irreverente anterior) era la que especulaba acerca de la complicidad necesaria de su confesor (lo que abundaría en el estigma que tendría durante toda su vida de ser concebido en y por el pecado). Bien es cierto que era éste un clérigo novicio, recién ordenado un par de años antes, los mismos que llevara en aquella comunidad rural, poco mayor que ella y no menos candoroso. Pero, a decir verdad, nunca dieron los jóvenes motivos que avalaran la descabellada teoría, por más plausible que pudiera resultar a un observador objetivo o anticlerical.
Otra teoría era la que relacionaba la enigmática fecundación con ciertas visitas al bosque que la muchacha solía realizar por las tardes durante el buen tiempo. Aquella pequeña comunidad, si piadosa en extremo también supersticiosa y dada a imaginar infiernos y cielos tal y como la imaginería románica sugiriera, barruntaba la impenetrable floresta poblada de aviesos seres innombrables, criaturas de los bosques semejantes a sátiros libidinosos que, se decía, se aparecían y perseguían a las incautas o desobedientes adolescentes que se adentraban, solas,  en la espesura de sus sombras. Lo curioso es que ninguna adolescente, ya incauta o desobediente, picada por la curiosidad, viera nunca a tales seres: eran sus madres y abuelas quienes les prevenían sobre ello. Esta pagana posibilidad también avalaría y justificaría --al entender de aquellas sencillas y pacatas gentes bien pensantes-- el peculiar carácter desenfadado y atrevido de aquel hijo quizá engendrado por una criatura impía, y sin duda infernal, en el casto vientre de la virgen, sobre el mullido lecho verde de algún rincón oscuro en la profundidad del bosque.
Por fin, quien apuntara la paternidad a algún buhonero o vendedor ambulante que, amparándose en el anonimato y en la vergüenza de la infeliz víctima, una vez consumado su delito, y mancillada la inocencia, desapareciera sin dejar rastro. Esta opción, no obstante, era más producto de la falta de una explicación coherente que de una sospecha fundada, pero el ser humano es así: cuando no encuentra respuesta razonable a un hecho, escudriña entre lo menos razonable, incluso rebusca entre lo peregrino... y lo extraño es que a veces acierta.

El caso es que la muchacha tuvo a su hijo. Fue un varón (como pudo haber sido una hembra). Un niño sano y fuerte que no lloró al nacer (primer signo que diera pábulo a la leyenda que se iría fraguando después en torno a él). Antes al contrario, saludó sonriente a la comadrona, y su primera bocanada de aire fue producto de una carcajada. A partir de aquel día la sonrisa nunca abandonaría su rostro resplandeciente; incluso cuando dormía un gesto risueño se esbozaba como una máscara en la relajada y sonrosada carita.
Muy pronto empezó a dar señas de aquel rasgo peculiar: una tendencia natural y espontánea hacia la mentira; o, al menos, eso se consideraba. Menos su madre, su madre tenía su propia teoría, ella decía: "mi hijo no miente, es que él ve así el mundo: un festival de fantasía". A lo que se le contestaba con la resignación del que no desea contrariar a alguien cándido y de buen corazón. Pero lo cierto es que si se preguntaba al infante "¿dónde has estado?", cuando desaparecía desapercibidamente --lo que solía ocurrir con frecuencia--, se podía esperar la respuesta más descabellada: "es que... ha venido una mariposa y me he ido sobre ella a jugar entre las flores"; o bien: "he estado viajando con el viento que mueve las hojas de otoño"; o: "salí por la puerta invisible del hogar apagado al jardín donde siempre luce el sol". Contestaciones que, además de causar perplejidad ("es cosa de niños, y ya se sabe que la imaginación en los niños es muy poderosa"), creaban una cierta incomodidad en la familia (menos en su madre, quien sonreía maravillada y orgullosa ante la imaginación de su hijo).

Lo cierto es que el niño --o niña-- fue creciendo, y al hacerlo no solo no corregía esa tendencia a la fantasía y a transformar la realidad, sino que tan peculiar y fantástica inclinación fue acusándose cada vez más cuando aprendió a leer y comenzó a llenar su mente, además, con todos aquellos universos tan diferentes al real, y que parecían ser productos de la imaginación de seres a quienes concebía como semejantes, al menos, más semejantes que cuantos lo rodeaban (aún era demasiado tierno e ingenuo para entender que las historias que cuentan los libros casi nunca suceden necesariamente en la realidad, ni tan siquiera en la de los que las cuentan).
Como si aquellos universos literarios penetraran en su alma y allí germinaran abonados por su propio sustrato fantasioso, siempre tenía una historia increíble que contar ante el hecho más trivial. No parecía sino que captaba el mundo de forma diferente a lo común, a lo habitual y convencional, empleando las palabras con otro sentido distinto al que todos le daban. Su madre --siempre su madre: su intérprete e irreductible defensora-- decía que su hijo poseía la facultad de ver el significado escondido en las palabras, y era ese significado oculto el que empleaba en su fantástico mundo. Las malas lenguas, ante esta defensa a ultranza de lo que no era sino ya un clamor general de que aquel niño debía ser debidamente reconvenido y encauzado, sintiendo amenazadas las buenas costumbres e inamovibles y sagradas tradiciones que daban cohesión y seguridad a la vida en comunidad, empezaron a urdir una leyenda: era la madre quien le incitaba aquella rebeldía, quizá a instancias de un pacto con el diablo (de quien ya cada vez se dudaba menos la intervención en aquel engendro). El clima llegó a ser tan incómodo, el día a día tan desagradable, que, al final, cuando el niño ya viraba hacia la adolescencia, y con la excusa de buscarle un colegio para cursar los estudios de grado medio, su madre (y ángel de la guarda) cogió los ahorros de que disponía y decidió irse con él a la ciudad. Allí lo matricularía en una de esas instituciones de enseñanza afectas al krausismo, que propugnan un sistema pedagógico libre, crítico y laico, basado en el desarrollo armónico del individuo y su coherente integración tanto en la naturaleza, de la que procede, como en la comunidad, a la que se debe.

El niño --o la niña--, en aquel entorno librepensador, floreció aún más; pero, al no ser censurada sino estimulada su concepción individual de la realidad, este florecimiento se produjo de forma enteramente positiva, no reaccionaria ni rebelde, con lo que su alma no se vio lastrada por la incomprensión ni la frustración, recuperando, de esta forma, la sonrisa que había empezado a perder en la recelosa comunidad rural donde creció, ante la intolerancia y animadversión de sus convecinos.
El joven pronto daría muestras de un genio poco común para todo tipo de manifestación artística. Los mundos fantásticos que desde la más tierna infancia poblaron su alma brotaban de él con exuberancia en las más diversas formas: así en escritos, dibujos o pequeñas esculturas; incluso la música no escapaba a su interés, haciendo gala de un oído y una capacidad para la abstracción sonora solo equiparable a su talento matemático. En una palabra: desarrolló una capacidad multidisciplinar en el ámbito de la creación.
Quien fuera tachado de falsario, mentiroso y hasta demoníaco en su pueblo natal, aquí, libre de aquel rígido corsé pueblerino, en la gran ciudad ávida de lo excepcional, llegó a ser considerado una especie de genio humanista, un creativo de primer orden, alguien que muy bien llegaría a ser un orgullo para la patria.

Pero él supo siempre (como siempre lo supo su madre) que debía su éxito social, precisamente, a su condición de excepción, no a que la comunidad lo estimara como ejemplo y culminación de uno de los suyos. Era su condición de marginal lo que hacía posible, no solo su aceptación, sino su exaltación. Si se hubiera quedado en la mediocridad, si su mundo no lo hubiera sido superlativo, habría sido tachado de mentiroso e inútil --quizá el ejemplo vivo de un castigo a un pecado imperdonable--, y, como tal, apartado, marginado, excluido. Lo que le llevaba a la conclusión de que la excepcionalidad (que no era sino el reconocimiento de la individualidad latente en todo ser), cuando era sincera, natural e irrenunciable, debía vivirse con tal grado de confianza y tenacidad, de fe y convencimiento, que pareciera cosa de locos; así se tenía la seguridad de ser dejado en paz, pues no habría riesgo de contagio: el espíritu gregario haría imposible la epidemia de individualismo. Mas si quien, creyendo en la excepcionalidad (condición individual de cada ser), intentara extender tan peligrosa idea rebajando su intensidad para hacerla posible a los ojos de todos, ese sería inmediata y expeditivamente combatido por los detentadores de la Única Verdad Admitida (Galileo, Giordano Bruno o Servet, pudieran decir algo al respecto).

[Y es que todas las sociedades construidas sobre valores rígidos, fundados en lenguajes falsarios que crean verdades interesadas y que precisan del imperio de la ley para someter a sus individuos, son sociedades que solo admiten la excepción cuando esta se coloca fuera del marco convencional. Saben lo peligrosa que resulta la individualidad en un régimen gregario. Por ello se la combate, por ello tiene tan mala prensa, por ello al individuo que se empeña en serlo se lo considera poco menos que víctima de la locura. Es más, ésta, la locura, es el destino que les espera a no pocos de estos individualistas que vivieron su realidad hasta el límite (Nietzsche, Hölderlin). Quizá no estuviera tan desencaminado aquel sabio e intuitivo pueblo griego al relacionar la enajenación en vida con un rapto de los dioses.]

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Sobre Verdad y Mentira en Sentido Extramoral (y 5)
(Friedrich W. Nietzsche)

II

Como hemos visto, en la construcción de los conceptos trabaja originariamente el lenguaje; más tarde la ciencia. Y así como la abeja construye las celdas y simultáneamente las rellena de miel, así también la ciencia trabaja sin cesar en ese gran  columbarium de los conceptos, necrópolis de las intuiciones; construye sin cesar nuevas y más elevadas plantas, apuntala, limpia y renueva las celdas viejas y, sobre todo, se esfuerza en llenar ese colosal andamiaje que desmesuradamente ha apilado y en ordenar dentro de él todo el mundo empírico, es decir, el mundo antropomórfico. Si ya el hombre que actúa ata su vida a la razón y sus conceptos para no ser arrastrado ni perderse a sí mismo, el investigador construye su cabaña junto a la torre de la ciencia para poder cooperar en su edificación y para encontrar él mismo protección bajo ese baluarte ya existente. De hecho necesita protección, puesto que existen fuerzas terribles que constantemente le amenazan y que oponen a la verdad científica verdades de un tipo completamente diferente con las más diversas etiquetas.

Ese impulso hacia la construcción de metáforas, ese impulso fundamental del hombre del que no se puede prescindir ni un solo instante, pues si así se hiciese se prescindiría del hombre mismo, no está en verdad dominado ni apenas domado por el hecho de que con sus evanescentes productos, los conceptos, se construya un mundo nuevo, regular y rígido, que es como una fortaleza para él. Dicho impulso se busca para su actividad un campo nuevo y un cauce distinto, y los encuentra en el mito y, de modo general, en el arte. Confunde sin cesar las rúbricas y las celdas de los conceptos introduciendo de esta manera nuevas extrapolaciones, metáforas  y metonimias, continuamente muestra el afán de configurar el mundo existente del hombre despierto, haciéndolo tan abigarradamente irregular, tan inconsecuente, tan encantador y eternamente nuevo, como lo es el mundo de los sueños. En sí, ciertamente, el hombre despierto solamente adquiere consciencia de que está despierto, gracias al rígido y regular tejido conceptual y, justamente por eso, llega a la creencia de que está soñando si, en alguna ocasión, ese tejido conceptual es desgarrado por el arte. Tenía razón  Pascal cuando afirmaba que, si todas las noches nos sobreviniese el mismo sueño, nos ocuparíamos tanto de él como de las cosas que vemos todos los días: Si un artesano estuviese seguro de soñar todas las noches durante doce horas seguidas que era rey, yo creo —dice Pascal— que sería exactamente tan dichoso como un rey que soñase todas las noches durante doce horas que es artesano. La diurna vigilia de un pueblo míticamente excitado, por ejemplo, la de los griegos más antiguos, es, de hecho, gracias al prodigio que constantemente se produce, tal y como el mito lo supone, más parecida el sueño que a la vigilia del pensador científicamente desilusionado. Si cualquier árbol puede hablar como una ninfa, o si un dios, bajo la apariencia de un toro, puede raptar doncellas, si de pronto la misma diosa Atenea puede ser vista en compañía de Pisístrato recorriendo las plazas de Atenas en un hermoso carro de caballos -y esto el honrado ateniense lo creía-, entonces, en cada momento, como en los sueños, todo es posible y la naturaleza entera revolotea alrededor hombre como si solamente se tratase de una mascarada de los dioses, para quienes no constituiría más que una broma el engañar a los hombres bajo todas las figuras.

Pero el hombre mismo tiene una invencible tendencia a dejarse engañar y está como hechizado por la felicidad cuando el rapsoda le narra cuentos épicos como si fuesen verdades, o cuando en una representación teatral el actor, haciendo el papel de rey, actúa más regiamente que un rey en la realidad. El intelecto, ese maestro de la ficción, se encuentra libre y relevado de su esclavitud habitual tanto tiempo cuanto puede engañar sin  causar daño y, en esos momentos, celebra sus Saturnales; nunca es tan  exhuberante, tan rico, tan soberbio, tan ágil y tan temerario: poseído de un gozo creador, arroja las metáforas sin orden ni concierto y remueve los mojones de las abstracciones de tal manera que, por ejemplo, designa a la corriente como el camino móvil que lleva al hombre allí donde éste habitualmente va. En esos momentos ha arrojado de sí el signo de la servidumbre: mientras que de ordinario se esforzaba con triste solicitud en mostrarle el camino y las herramientas a un pobre   individuo que ansía la existencia y se lanzaba, como un siervo, en busca de presa y botín para su señor, ahora se ha convertido en señor y puede borrar de su semblante la expresión de indigencia. También ahora todo lo que haga, conllevará, en comparación con sus acciones anteriores, la ficción, lo mismo que las anteriores conllevaban la distorsión. Copia la vida del hombre, pero la toma como una cosa buena y parece darse por satisfecho con ella. Aquel enorme entramado y andamiaje de los conceptos, al que de por vida se aferra el hombre indigente para salvarse, es, solamente, un armazón para el  intelecto liberado y un juguete para sus más audaces obras de arte y, cuando lo destruye, lo mezcla desordenadamente y lo vuelve a juntar irónicamente, uniendo lo más diverso y separando lo más afín, así revela que no necesita de aquellos recursos de la indigencia y que ahora no se guía por conceptos, sino por intuiciones. No existe ningún camino regular que conduzca desde esas intuiciones a la región de los esquemas fantasmales, de las abstracciones: la palabra no está hecha para ellas, el hombre enmudece al verlas o habla en metáforas rigurosamente prohibidas o mediante inauditas  concatenaciones conceptuales, para corresponder de un modo creador, aunque sólo sea mediante la destrucción y la burla de los antiguos límites conceptuales, a la impresión de la poderosa intuición actual.

Hay épocas en las que el hombre racional y el hombre intuitivo caminan juntos; el uno angustiado ante la intuición, el otro mofándose de la abstracción; es tan irracional este último como poco artístico el primero. Ambos ansían dominar la vida: éste sabiendo afrontar las necesidades más imperiosas,  mediante la previsión, la prudencia y la regularidad, aquél, como un héroe desbordante de alegría, sin ver sus propias necesidades y sin tomar como real nada más que la vida disfrazada en la apariencia y la belleza. Allí donde el hombre intuitivo, como, por ejemplo, en la Grecia más antigua, maneja sus armas de manera más potente y victoriosa que su contrario, puede, en circunstancias favorables, formarse una cultura y establecerse el dominio del arte sobre la vida; esa ficción, esa negación de la indigencia, ese brillo de las intuiciones metafóricas y, en suma, esa inmediatez de la ilusión, acompañan a todas las manifestaciones de una vida semejante. Ni la vivienda, ni la forma de caminar, ni la indumentaria, ni la tinaja de barro revelan que ha sido la necesidad la que los ha creado: parece como si en todos ellos hubiera de expresarse una felicidad sublime y una serenidad olímpica y, en  cierto modo, un juego con la seriedad. Mientras que el hombre guiado por conceptos  y abstracciones únicamente con esta ayuda previene la desgracia, sin ni siquiera extraer algún tipo de felicidad de las  abstracciones mismas, aspirando a estar lo más libre posible de dolores, el hombre intuitivo, manteniéndose en medio de una cultura, cosecha a partir ya de sus intuiciones, además de la prevención contra el mal, un flujo constante de claridad, jovialidad y redención que afluyen constantemente. Es cierto que, cuando sufre, su sufrimiento es más intenso; e incluso sufre con mayor frecuencia, porque no sabe aprender de la experiencia y una y otra vez tropieza en la misma piedra en la que yaha tropezado anteriormente. Es tan irracional en el sufrimiento como en la felicidad, grita como un condenado y no encuentra ningún consuelo. ¡Cuán distintamente se comporta el hombre estoico ante las mismas  desgracias, instruido por la experiencia y dominándose a sí mismo mediante conceptos! Él, que sólo busca habitualmente sinceridad, verdad, emanciparse de los engaños y protegerse de las sorpresas seductoras, ahora, en la desgracia, como aquél en la felicidad, lleva a cabo la obra maestra de la ficción; no presenta en rostro humano que se contrae y se altera, sino, por así decirlo, una máscara con digna simetría en los rasgos, no grita, ni siquiera lo más mínimo altera el tono de voz. Cuando todo un chaparrón descarga sobre él, se envuelve en su capa y se marcha, a paso lento, bajo la lluvia.


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GALERÍA

Franz von Stuck
(1863-1928)

Imágenes Bíblicas

El Guardián del Paraíso
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Tentación
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Paraíso Perdido
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Bathsheba
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Susana en el Baño (1)
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Susana en el Baño (2) y (3)
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Judith
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Judith y Holofernes
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Salomé  (1) (con su marco)
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 Salomé (2) (con su marco)
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Salomé (3)
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Inferno
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Lucifer (con su marco)
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Lucifer (dibujo y sin marco)
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La Tentación de San Antonio
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Crucifixión (1)
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Crucifixión (2)
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Golgotha
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La Pietà
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sábado, 28 de abril de 2012

Variaciones sobre la Mentira (4)





Verdad y Mentira

I
En este mundo mendaz,
más que verdad, hay mentira
en la conciencia del hombre,
pues, de costumbre cautiva,
por verdades toma leyes
en la ficción erigidas.

Miente el hombre cuando piensa
y miente cuando imagina,
cuando siente miente menos
y nada cuando se abisma
en ese soñarse el alma
del silencio suspendida.

Es, la palabra, falacia
de metáfora imprecisa
que, queriendo definir,
al definir se extravía
de la verdad que en las cosas,
indefinible, palpita.

Construye el hombre conceptos
como leyes apodícticas,
sometiendo a su lenguaje,
de nociones constreñidas,
el fluir incontenible
de la inmarcesible vida.

Por eso, solo el silencio
de la mente suspendida
puede escuchar el latido
de la verdad que palpita
en ese ser de las cosas
por el que son en sí mismas...

...Y, al escucharlo, sentir
que el alma con ella vibra:
dos verdades cara a cara
palpitando en sintonía,
reconociéndose "cosas"
de un mismo ente surgidas.

Mas si, altiva y engreída,
intentara definirla,
sombra, artificio y engaño
apenas conseguiría:
espejismo de verdad,
fruto de artera inventiva.

II
Para probar cuanto os digo
contemplad el día a día,
observad alrededor:
¿qué procura al hombre dicha?
¿qué la angustia? ¿qué el temor?
¿qué tristeza? ¿qué la risa?

Si de dicha hablar queremos
convendremos que a la vista
del amor nos situaremos,
¿qué allí vemos?: una herida,
tan dichosa, que a la vez
que nos hiere nos fascina,

nos emboba y embelesa,
nos angustia e hipnotiza,
nos transforma lo real
en hechizo y fantasía,
¿Dónde está, pues, su verdad?
¿Por qué rezuma mentira?

Si de angustia y de temor,
nada mejor adoctrina
que la muerte con su corte
de misterio, horror y grima;
de nada valen certezas
de nada instancias divinas: 

lo que se acaba se acaba,
y lo que no, se termina.
Mas la muerte, dice el sabio,
la vida posibilita,
¿Dónde está, pues, su verdad
si la anhelamos mentira?

Si el llanto y la carcajada
su propiedad reivindican
¿por qué hay lágrimas de gozo
y de enajenación risas?
¿por qué lloro de emoción
ante una acción compasiva?

¿Por qué río, trastornado,
ante la crueldad inicua?
Perplejos, mi corazón
y mi alma solicitan:
¿Dónde está, pues, su verdad
si así expresan tal mentira?

Es la palabra tramposa
y la sensación equívoca,
con ellas creamos mundos
de realidades ficticias,
para en ellos refugiarnos
como si fuesen guaridas.

Y es así que me cuestiono,
con palabras harto ambiguas:
si nacidos con conciencia,
si de inteligencia eximia
¿Por qué buscamos verdades
a la luz de las mentiras?

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Sobre Verdad y Mentira en Sentido Extramoral (4)
(Friedrich W. Nietzsche)

Sólo mediante el olvido de ese mundo primitivo de metáforas, sólo mediante el endurecimiento y la  petrificación de un fogoso torrente primordial compuesto por una masa de imágenes que surgen de la capacidad originaria de la fantasía humana, sólo mediante la invencible creencia en que este sol, esta  ventana,  esta  mesa son una verdad en sí, en una palabra, gracias solamente al hecho de que el hombre se olvida de sí mismo como sujeto y, por cierto, como sujeto artísticamente creador, vive con cierta calma, seguridad  y consecuencia; si pudiera salir, aunque sólo fuese un instante, fuera de los muros de la cárcel de esa creencia, se acabaría en seguida su autoconsciencia. Ya le cuesta trabajo reconocer ante sí mismo que el insecto o el pájaro perciben otro mundo completamente diferente al del hombre y que la cuestión de cuál de las dos percepciones del mundo es la correcta carece totalmente de sentido, puesto que para decidir sobre ello tendríamos que medir con la medida de la  percepción correcta, esto es, con una medida  de la que no se dispone. Pero, por lo demás, la percepción correcta —es decir, la expresión adecuada de un objeto en el sujeto—, me parece un absurdo lleno de contradicciones,  porque entre dos esferas absolutamente distintas como lo son el sujeto y el objeto no hay ninguna causalidad (4-bis), ninguna exactitud, ninguna expresión, sino, a lo sumo, un comportamiento estético, quiero decir, una extrapolación alusiva, una traducción balbuciente a un lenguaje completamente extraño. Para lo cual se necesita, en todo caso, una esfera intermedia y una fuerza mediadora, libres ambas para poetizar e inventar. La palabra fenómeno encierra muchas seducciones, por lo que, en lo posible, procuro evitarla, puesto que no es cierto que la esencia de las cosas se manifieste en el mundo empírico. Un pintor al que le faltaran las manos y que quisiera expresar por medio del canto la imagen que ha concebido, revelará siempre, en ese paso de una esfera a otra, mucho más sobre la esencia de las cosas que el mundo empírico. Incluso la misma relación de un estímulo nervioso con la imagen producida no es, en sí, necesaria; pero cuando la misma imagen se ha producido millones de veces y se ha transmitido hereditariamente a través de muchas generaciones de seres humanos, apareciendo  finalmente en toda la humanidad como consecuencia cada vez del mismo motivo, entonces acaba por tener el mismo significado para el hombre que si fuese la única imagen necesaria, como si la relación entre la excitación nerviosa originaria con la imagen producida fuese una estricta relación de causalidad estricta; del mismo modo que un sueño eternamente repetido sería percibido y juzgado como algo absolutamente real. Pero el endurecimiento y la petrificación de una metáfora no garantizan en modo alguno ni la necesidad ni la legitimación exclusivas de esa metáfora.

Sin duda, todo hombre que esté familiarizado con tales consideraciones ha sentido una profunda desconfianza hacia  cualquier idealismo de esta especie, cada vez que se ha convencido con la claridad necesaria de la consecuencia, ubicuidad e infalibilidad de las leyes de la naturaleza; y ha sacado esta conclusión: aquí, cuanto alcanzamos en las alturas del mundo telescópico y en los abismos del mundo microscópico, todo es tan seguro, tan elaborado, tan infinito, tan regular, tan exento de lagunas; la ciencia cavará eternamente con éxito en estos pozos, y todo lo que encuentre habrá de concordar y  no se contradirá. Qué poco se asemeja esto a un producto de la imaginación; si lo fuese, tendría que quedar al descubierto en alguna parte la apariencia y la irrealidad. Al contrario, cabe decir por lo pronto que, si cada uno de nosotros tuviese una percepción sensorial diferente, podríamos percibir unas veces como pájaros, otras como gusanos, otras como plantas, o si alguno de nosotros viese el mismo estímulo como rojo, otro como azul e incluso un tercero lo percibiese como un sonido, entonces nadie hablaría de tal regularidad de la naturaleza, sino que solamente se la concebiría como una
construcción altamente subjetiva. Entonces, ¿qué es para nosotros, en definitiva, una ley de la naturaleza? No nos es conocida en sí, sino solamente por sus efectos, es decir, en sus relaciones con otras leyes de la naturaleza que, a su vez, sólo nos son conocidas como suma de relaciones. Por consiguiente, todas esas relaciones no hacen más que remitirse continuamente unas a otras y, en su esencia, para nosotros son incomprensibles por completo; en realidad sólo conocemos de ellas lo que nosotros aportamos: el tiempo, el espacio, por tanto las relaciones de sucesión y los números. Pero todo lo maravilloso que admiramos precisamente en las leyes de la naturaleza, lo que reclama nuestra explicación y lo que podría introducir en nosotros la desconfianza respecto al idealismo, justamente reside única y exclusivamente en el rigor matemático y en la inviolabilidad de las representaciones del tiempo y del espacio. Sin embargo, esas nociones las producimos en nosotros y a partir de nosotros con la misma necesidad que la araña teje su tela; si estamos obligados a concebir todas las cosas únicamente bajo esas formas, entonces deja de ser maravilloso que, hablando con propiedad, sólo captemos en todas las cosas precisamente esas formas, puesto que todas ellas deben llevar consigo las leyes del número y el número es precisamente lo más asombroso de las cosas. Toda la regularidad que tanto respeto nos impone en las órbitas de los astros y en los procesos químicos, coincide en el fondo con aquellas propiedades que nosotros aportamos a las cosas, de modo que, con ello, nos infundimos respeto a nosotros mismos. De aquí resulta, en efecto, que esa artística creación de metáforas con la  que comienza en nosotros toda percepción presupone ya esas formas, y, por tanto, se realizará en ellas; sólo partiendo de la firme persistencia de estas formas primordiales resulta posible explicar el que más tarde haya podido construirse sobre las metáforas mismas el edificio de los conceptos. Pues éste edificio es, efectivamente, una imitación de las relaciones de espacio, tiempo y número, sobre la base de las metáforas.

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GALERÍA

Franz von Stuck
(1863-1928)

Mitología 2

Circe (1)
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Circe (1) (con su marco)
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Circe (2)
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Centauro y Ninfa
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Cabalgada de Centauro
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La Bella Helena
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Phryne
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Hercules y la Hidra
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Fauno y Ninfa
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Dánae
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Medusa (1)
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Sísifo
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Spazierritt (Trote)
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Wasser und Feuer (Agua y Fuego)
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Medusa (2)
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viernes, 27 de abril de 2012

Variaciones sobre la Mentira (3)

ARTÍCULO

El Arte: la Mentira Bella, reveladora de Verdad
Frente al mundo conceptualmente estructurado, fijo, rígido, verdadera fortaleza en la que el hombre, tras la expulsión del Paraíso, se guarece, avalado y soportado, necesario contrafuerte, por la Ciencia que objetiva y uniformiza, surge, revolucionario, verdadera válvula de escape, eco de aquel Edén perdido, el caelidoscópico y subjetivo mundo del Arte.
El arte es la excepción a la ley de la lógica (del Logos, de la Razón fundadora de conceptos uniformes y objetivos --mas, como ya hemos visto, ilusorios, tramposos e irreales) que toda cultura se permite. Hubo un tiempo que incluso gozaba de la categoría de manifestación  divina, y sus artífices, los artistas, eran considerados como una especie de mediums entre los dioses y los hombres. Sus obras, las obras de arte, no eran --no son-- sino metáforas sugeridas, cuando no dictadas, por aquellos que gozaban, en la estima de los mortales, de la máxima perfección. Tan es así que incluso, a veces, en los casos más excelsos, el eximio artista, en razón a su sublime crear, era deificado por sus semejantes para asimilarlo al origen del cual, creían, procedía su arte: lo divino.

Y es excepción, y se le permite la excepcionalidad, en razón a la necesidad que toda cultura tiene de seguir manteniendo puentes con la Verdad; pues preciso es ahora decir, con emocionada y temblorosa certidumbre, que el Arte, siendo metáfora --mentira pues--, lo es de un modo tan sincero y desinteresado que, al provenir de la genial intuición que el artista tiene de la cosa en sí, supone una visión --constatación, atisbo-- de la Verdad de lo que es.
Desde este punto de vista, una definición de ese estado (polémico: pues unos lo admiten y otros no, como necesario en la obra de arte) al que se achaca la culpa del privilegio creador, la inspiración, sería: el momento, más o menos duradero, en que se produce la apertura de la cosa en sí, a modo de una revelación, captado y/o aprovechado por el artista. Quizá sea el artista quien fuerce o provoque tal estado de apertura, su sensibilidad, su poder de penetración, su disposición espiritual particular ante la presencia de la cosa, que se abriría ante él, mostrándole su ser, revelándole su verdad; o quizá el artista se encuentre, mientras merodea en torno a su propio, penetrante y azaroso mundo sensible imbuido de lo maravilloso, con una falla en el sistema cerrado en el cual permanecen las cosas en sí mismas, falla que solo él puede percibir (su don, su sensibilidad), capturando ese instante con el lazo de su genio y trasladándolo, después, mediante su singular talento, a la obra de arte.

Si algo caracteriza al Arte, ello es su subjetivismo: cada artista tiene una visión particular de la realidad; y así debe de ser so pena de dejar de ser arte, so pena de no ser sincero. Si cada individuo tiene unas características que le son propias y diferentes a cualquier otro, forzoso es que su experiencia de la realidad también lo sea. El artista, en grado sumo, traduce esta individualidad en un propio mapa referencial de sensaciones e impresiones, con sus singulares filtros intelectivos y sensoriales, con sus capacidades para interpretar y reproducir lo experimentado, conformando así un modo de expresión que al no depender directamente, o, al menos, en tan gran medida como el hombre común --no artista-- del lenguaje fundador del mundo ficticio, rígido y convencional, se expresará más libremente, sin las ligaduras conceptuales a que está sometida la vida ordinaria.

Al artista se le permite esta excepcionalidad a la regla, esta originalidad, en la medida en que su obra no choque con valores esenciales (pilares) de la fortaleza conceptual de una determinada cultura, y en la medida en que su obra la ensalce, la prestigie o la enriquezca; no importará si resulta polémica, mientras devengue beneficios aparentemente intangibles (prestigio, orgullo tribal).
Dijimos en otro lugar anterior que la Ciencia uniformiza (debe hacerlo, debe buscar leyes generales, no importando para su objetivo los casos individuales --aunque en ellos se base), el método científico busca lo repetitivo de lo idéntico, busca controlar los fenómenos (y con ello aportar tranquilidad, sosiego, paz, a la incertidumbre de lo desconocido, con el que no se compadece el instinto del rebaño). Pues bien, el Arte es lo contrario a la uniformización. Es más, ese mismo ciudadano que huye en su vida diaria ante el pavor a lo desconocido, en el arte no admitiría lo repetitivo, lo conocido, pues lo que más valora del arte es su capacidad para sorprenderlo, y a ser posible, sorprenderlo causando disfrute, procurando el gozo (aunque tampoco desprecia una sorpresa que lo perturbe --esa tendencia por el terror, la zozobra, la intriga, el gore, bebería de esta afición contradictoria). Esto lo saben muy bien los artistas efímeros, aquellos más austera y estrechamente dotados de creatividad: pierden rápidamente el crédito, estima y beneplácito de la gente al perder --o no tener-- poder de provocación (sorpresa, asombro).

Pero, ¿cómo miente el Arte y en base a qué digo que es capaz de revelar la Verdad? La obra de arte, para serlo, no puede remitirse a un simple plagio o imitación de la realidad: debe portar un sugerente contenido añadido (más que un valor). Si se limitase a replicar la realidad, no sería sino calco de una cosa, vulgar copia de una manifestación individual de algo. La obra de Arte, para serlo, debe representar fiel y cabalmente a la cosa en sí, su verdad, una verdad que está aparentemente oculta, y que la obra de arte tiene el poder de revelar por medio de la belleza contenida en ella (en tanto en cuanto se sirva de esa cualidad que denominamos lo bello para plasmarla: aquello capaz de halagar los sentidos y que se percibe como un bien en el ánimo --en el ánima).

Debería de aclarar que la cosa en sí, término filosófico donde los haya, viene a significar el ser de la cosa, aquello sin lo cual no sería, y que está más allá de la apariencia (cosa, en filosofía, no tiene un sentido despectivo, considerándose cosas todas las manifestaciones de la existencia --la realidad--, de  la no existencia --la ficción--, o la nada). La cosa en sí es imposible de definir, al intentar definirla mentimos, pues hemos de hacer un doble ejercicio metafórico: representarnos una imagen de la cosa (de algo que implica un caudal de imágenes relacionadas) y articular una palabra que condense su definición (que en cierto modo reproduzca aquel caudal de imágenes u otras equivalentes de semejante tenor), cuyo concepto aluda a su apariencia, utilidad o valor --su forma y sus características--, pero que, indefectiblemente, traicionará su ser (pues quien escuche esa palabra se podrá imaginar una cosa semejante, pero nunca coincidirá plenamente con la imagen y el caudal de imágenes relacionadas del que la pronuncie; el significado será, pues, aproximado, nunca idéntico; con lo que se habrá traicionado a la cosa en sí que late en la cosa aludida, y que se resiste a cualquier definición).
La cosa en sí es incomunicable, pudiéndose, a lo sumo, intuir su ser por medio de unos sentidos excepcionalmente sutiles y exacerbados y la experiencia intelectiva individual propios del ser creador; y éste, todo lo más, puede aludir a ella, incluso recrear nuevos sentidos en torno a ella, implícitos en la alusión, pero jamás la comunicación pretendida de la cosa supondrá identidad completa, por tanto estaremos falseando siempre, en cierta medida, su realidad --de la cosa en sí.

Un ejemplo. Si decimos "mesa", en nuestra mente, inmediatamente, con la palabra "mesa", se nos agolpan una serie de imágenes: quizá la primera sea una forma cuadrangular, pero bien pudiera ser redonda, ovalada o irregular; quizá la imaginemos con cuatro patas, pero bien pudiera tener tres, dos o un solo pivote central; imaginamos que esa cosa que llamamos mesa es más o menos alta (mesa de comedor o de trabajo) o baja (mesa supletoria o de recibidor); el material de que esté hecha cabría suponerlo madera, mármol, cristal o uno de esos conglomerados sintéticos; su color puede ser el natural del material que la compone o estar pintada... etc. En todos estos casos se trata de mesas diferentes, y no de una única mesa. La única mesa implícita en la palabra "mesa" no existe, existen las mesas individuales. En este tenor, con cualquier cosa.
Pero nuestro discurso se compone de palabras, fijadas en un marco conceptual convenido y establecido (un idioma), que resulta que son conceptos de cosas inexistentes, pero que sugieren cosas distintas que si existen: ese algo inexistente, inasible, sugerente, sería la cosa en sí que define al lenguaje, pero no la cosa en sí de la cosa a la que se refiere, pues ésa solo está en la cosa individual, y ésta es percibida --de serlo-- por cada individuo de forma diferente. El Arte lo que haría sería representar esa cosa en sí individual de una forma tan sugerente, tan cargada de sentido, que quien lo percibiere (viere, oyere, leyere, sintiere) sería capaz de sentir latir la cosa en sí ante él.

El artista, en la obra de arte, lo que hace es trasladar una experiencia individual, propia y particular a una materia, a la que dotará del significado que él ha intuido. Esa intuición, que el artista tiene de forma difusa e indefinible, se la representa por medio de imágenes (metáforas de la realidad); después, con su talento, intentará trasladar esa/s imagen/es a la materia informe, al espacio o al vacío de la página en blanco. Allí cobrará forma, sentido y significación la intuición tenida (más nunca exactamente del modo en que la ha imaginado y sentido, nunca exactamente a lo intuido), allí plasmará la sensación propia del latido intuido en la cosa, y lo hará en forma de escultura, cuadro, partitura, espacio estructurado o poema. Habrá mentido a la realidad de una forma bella, y, al hacerlo, habrá captado, no obstante, y a su genial manera, la verdad que la realidad de la cosa le ha transmitido en su latir. Mediante la forma sugerente, cargada de significación, estará revelando parte de la verdad que es la cosa representada (la cosa en sí).
El mármol dejará así de ser piedra para ser leyenda, sugerirá verdades no contenidas en la piedra, pero que la piedra hace suyas, pues ella les aportará, además, durabilidad, belleza, asombro, vehiculación. Los diversos pigmentos, al mezclarse sabia y proporcionalmente, y al conformarse en armónica danza de líneas, capas y contrastes, abandonarán su ser inerte, meramente químico, par adquirir otro ser, que como pigmento les pertenece y que con la intervención del genio del artista se convertirán en otra cosa diferente, ya no materia inerte, sino sentido hecho forma y color: leyenda. Los sonidos puros, que por separado poco significan y menos informan, se unirán conforme a unas pautas armónicas y rítmicas, y a un tempo definido, que revelará la melodía y la música contenida en las calladas cosas, surgiendo un discurso nuevo antes inexistente, capaz de conmover y emocionar. El espacio, la extensión, antes yermo o ya obsoleto, se llenará o reordenará con estructuras que darán volumen y significado al vacío, utilidad y aún orgullo y bienestar, fundados en la belleza, a quien los goce. Las palabras, violentado el significado tradicional, adecuado a su origen, recrearán significados nuevos con sentidos aún más sugerentes que los dados en ellas por los meros conceptos usuales, revelando así una realidad que las palabras, por sí mismas, constreñidas por el lenguaje convencional, no delataban.

La verdad de la cosa representada, desvelada por la interpretación individual del artista (del individuo creador), no objetivada ni sometida a la falaz uniformización, se ha puesto en juego en la obra de arte. En la medida en que ésta, además de la singularidad propia del artista, condense un sentido con significado para un mayor número de espectadores, o para unos espectadores más cualificados, de gusto más educado o exquisito, ocupará un lugar determinado en la cultura de un pueblo, hasta llegarse a convertir en símbolo de una época, representación de un sentir de toda una multitud de seres que, sin haber sido causa de la obra misma, sí han contribuido a crear las condiciones para su realización (piénsese en las Edades de Oro de todas las culturas hegemónicas que en el mundo han sido, y se encontrarán obras de arte representativas de todas ellas). Para esos pueblos, para esas culturas, su verdad estará más explícita en esos iconos de sus genios creadores --los artistas. Verdad que pregonarán unas obras realizadas a base de artificio, de metáfora y de intuición; es decir: de mentiras, que falseando la realidad la justifican y explicitan por medio de lo bello que en ella hay. Y cuando digo "lo bello", estoy diciendo estimable, bueno o deseable, en su magnitud de excelso. En pocas palabras: el Arte justifica la existencia. ¿Qué de extraño pueda tener que también posea un efecto de venturoso deleite, consolador y, a la vez, estimulante?
Al ser una actividad, la creación artística, no sujeta al servilismo de la necesidad ni del utilitarismo, al escapar a la ocultación necesaria en el ámbito del marco conceptual general --fundador de la ley igualadora--, al poder expresarse sin ambages ni intermediarios, comunicando fielmente la experiencia individual del artista (del individuo de genio), al permanecer siempre fiel a sí misma revelando la verdad por ella intuida, se convierte en la coartada perfecta, en el argumento decisivo, para colocar a la humanidad en el lugar que le corresponde como conciencia de lo bello; y, quizá, como excepcional y feliz accidente del devenir por donde un día escapó, efímeramente, la Verdad de todo: la Verdad de lo Uno.

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Sobre Verdad y Mentira en Sentido Extramoral (3)
(Friedrich W. Nietzsche)

¿Qué es entonces la verdad? Un ejército móvil de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas, adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, a un pueblo le parecen fijas, canónicas, obligatorias: las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son, metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora consideradas como monedas, sino como metal. 
No sabemos todavía de dónde procede el impulso hacia la verdad, pues hasta ahora solamente hemos prestado atención al compromiso que la sociedad establece para existir, la de ser veraz, es decir, usar las metáforas usuales, así pues, dicho en términos morales, de la obligación de mentir según una convención firme, de mentir borreguilmente, de acuerdo con un estilo obligatorio para todos. Ciertamente, el hombre se olvida de que su situación es ésta, por tanto, miente inconscientemente de la manera que hemos indicado y en virtud de hábitos milenarios -y precisamente en virtud de esta inconsciencia, precisamente en virtud de este olvido, adquiere el sentimiento de la  verdad-. A partir del sentimiento de estar obligado a designar una cosa como roja, otra como fría, una tercera como muda, se despierta un movimiento moral hacia la verdad; a partir del contraste del mentiroso, en quien nadie confía y a quien todos excluyen, el hombre se demuestra a sí mismo lo venerable, lo fiable y lo provechoso de la verdad. En ese instante el hombre pone sus actos como ser  racional bajo el dominio de las abstracciones: ya no soporta ser arrastrado por las impresiones repentinas, por las intuiciones y, ante todo, generaliza todas esas impresiones en conceptos más descoloridos, más fríos, para uncirlos al carro de su vida y de su acción. Todo lo que eleva al hombre por encima del animal depende de esa capacidad de volatilizar las metáforas intuitivas en un esquema, esto es, de disolver una imagen en un concepto, pues en el ámbito de esos esquemas es posible algo que nunca podría conseguirse bajo las primeras impresiones intuitivas: construir un orden piramidal por castas y grados, crear un mundo nuevo de leyes, privilegios, subordinaciones y delimitaciones, que ahora se contrapone al otro mundo de las primeras impresiones intuitivas como lo más firme, lo más general, lo mejor conocido y lo más humano y, por ello, como una instancia reguladora e imperativa. Mientras que toda metáfora intuitiva es individual y no tiene otra idéntica y, por tanto, sabe escaparse siempre de toda clasificación, el gran edificio de los conceptos presenta la rígida regularidad de un  columbarium romano e insufla en la lógica el rigor y la frialdad que  son propios de las matemáticas. Aquél a quien envuelve el hálito de esa frialdad apenas creerá que también el concepto, óseo y octogonal como un dado y, como tal, versátil, no sea a fin de cuentas sino como el residuo de una metáfora y que la ilusión de la  extrapolación artística de un estímulo nervioso en imágenes es, si no la madre, sí sin embargo la abuela de cualquier concepto. Ahora bien, dentro de ese juego de dados de los conceptos se denomina verdad a usar cada dado tal y como está designado; contar exactamente sus puntos, formar clasificaciones correctas y no violar en ningún caso el orden de las castas ni los turnos de la sucesión jerárquica. Del mismo modo que los romanos y los etruscos dividían el cielo mediante rígidas líneas matemáticas y conjuraban, en ese espacio así delimitado, a un dios, como en un templum, así cada pueblo tiene sobre él un cielo conceptual semejante, matemáticamente dividido, y en esas circunstancias entiende,  entonces, como exigencia de la verdad, que todo dios conceptual ha de buscarse solamente en su propia esfera. Cabe admirar en este caso al hombre como poderoso genio constructor, que acierta a levantar sobre cimientos inestables y, por así decirlo, sobre agua en movimiento, una catedral de conceptos infinitamente compleja; y ciertamente, para encontrar apoyo en tales cimientos debe tratarse de un edificio hecho como de telarañas, tan fina que sea transportada por las olas, tan firme que no sea desgarrada por el viento. El hombre, como genio de la arquitectura, se eleva de tal modo muy por encima de la abeja: ésta construye con cera  que recoge de la naturaleza; aquél con la materia bastante más fina de los conceptos que, desde el principio, tiene que producir de sí mismo. Aquí él se hace acreedor de admiración profunda  -si bien, de ningún modo por su impulso hacia la verdad, hacia el conocimiento puro de las cosas-. Si alguien esconde una cosa detrás de un matorral, después la busca de nuevo exactamente allí y, además, la encuentra, en esa búsqueda y en ese descubrimiento no hay, pues, mucho que alabar; sin embargo, esto es lo que sucede al buscar y al encontrar la verdad dentro de la jurisdicción de la razón. Si doy la definición de mamífero y a continuación, después de examinar un camello, digo: he ahí un mamífero, no cabe duda de que con ello se ha traído a la luz una nueva verdad, pero es de un valor limitado; quiero decir, es antropomórfica de pies a cabeza y no contiene ni un solo punto que sea verdadero en sí, real y universalmente válido, prescindiendo de los hombres. El  investigador de tales verdades tan sólo busca en el fondo, la metamorfosis del mundo en los hombres; aspira a una comprensión del mundo en tanto que cosa humanizada  y consigue, en el mejor de los  asos, el sentimiento de una asimilación. Del mismo modo que el astrólogo considera las estrellas al servicio de los hombres y en conexión con su felicidad y su desgracia, así considera un tal investigador que el mundo en su totalidad está ligado a los hombres; como el eco infinitamente repetido de un sonido primordial, el hombre, como la reproducción multiplicada de una imagen primordial, el hombre. Su procedimiento consiste en tomar al hombre como medida de todas las cosas, pero entonces parte del error de creer que tiene estas cosas ante sí de manera inmediata como objetos puros. Olvida, por lo tanto, que las metáforas intuitivas originales no son más que metáforas y las toma por las cosas mismas.

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GALERÍA
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Franz von Stuck
(1863-1928)
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Mitología 1.

Amazona herida
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Amazona herida (con su marco)
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El columpio
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El beso de la esfinge
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Esfinge (con su marco)
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Scherzo (con su marco)
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Disonancia
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Disonancia (con su marco)
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Orestes y la Erinias
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Amazona y Centauro
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Baco niño
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Amazona combatiendo (con su marco)
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Faunos peleando
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Hércules y Neso
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Sirena
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Prometeo encadenado
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Rapto de una ninfa
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Narciso
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Pan (con su marco)
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Cazador de avestruces
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