domingo, 1 de abril de 2012

Francesca y Paolo (I)




Un libro, un sueño les revela 
que son formas de un sueño que fue soñado...
Inferno V, 29 (vs. 20-21). Jorge Luis Borges

I
El motivo del siguiente veteado texto no deja de estar impregnado de esa extraña y fantástica esencia que de vez en cuando rezuman las hendiduras del tiempo: aromática fragancia de hallazgo inusitado, donde confluyen, sin sospecharlo, extractos destilados de historias cien veces repetidas: lugar común de excepción ejemplar; modelo, de tan copiado, al final disgregado e, incluso, olvidado en los pliegues más felices de una soberbia copia.
La copia aludida, en este caso, es celebérrima obra del mayor dramaturgo que ha dado la lengua inglesa: William Shakespeare; la obra: Romeo y Julieta; y el modelo: Francesca y Paolo. Muchos conocen de la obra del inglés; pocos, muy pocos, saben del episodio histórico que la diera pábulo. El tema es similar, si bien los personajes tienen los nombres trocados; el escenario sigue siendo Italia, aunque otra sea la región; pero, sobre todo, el trágico final, sino idéntico, coincide en el resultado en ambos casos.
Mas en este caso, como en tantas ocasiones, la realidad supera a la tremenda imaginación del genio. Quitando la sabrosa salsa de detalles barrocos, en los que se recrea la exuberante mente del prolífico sajón, la complejidad del hecho original no ha de desmerecer la fantasía del mayor creador de personajes de la historia de la Literatura Universal (con permiso, concedido, de nuestro excelso Don Miguel, aquel manco gracias al turco que dedicara su tiempo de ocioso cautiverio a escribir la obra definitiva de la lengua castellana --entre genios anda el juego). El tema, pues, ya deducido, es el del amor trágico: aquel que sucumbe a su propia consumación.
Para satisfacer la curiosidad de aquél que se pregunte qué tiene que ver el misterioso y críptico primer párrafo del presente texto con la historia que se quiere contar, he de afrontar ahora un previo relato clarificador que disipe como niebla la bruma alambicada de aquellas frases.

¿Cuántas veces habré contemplado Le Baiser de Rodin? ¿Cuántas, admirado su belleza sugestiva, la absoluta de sus formas? ¿Cuántas, me he quedado absorto en el sublime gesto, sin pensar en nada más; sin pensar en que esa escena fuera otra cosa que la representación ideal de uno de los actos más característicos y bellos que pueda realizar el ser humano? Jamás sospeché --declaro avergonzado mi ignorancia-- que la pareja que tenía ante mí, ese hombre y esa mujer, esa mujer y ese hombre, tenían nombres y apellidos, simbolizaban un episodio real ocurrido en la temprana Edad Media, tan temprana que aún pudo el Dante inmortalizarlo en su inmortal Divina Comedia (hablamos, pues, del siglo XIII).
¿Que cómo me enteré? La respuesta explicará lo de la aromática fragancia de hallazgo inusitado que las hendiduras del tiempo rezuman de forma extraña y fantástica del alambicado primer párrafo aludido... Para averiguar qué hay detrás del veteado texto solo habrá que esperar y seguir leyendo, poniendo atención en la alternancia de los capítulos y su distinto matiz.


II
Fue en Le Musée Rodin, de París. Me encontraba contemplando el blanco mármol de la expresión por antonomasia del beso, solazándome en detalles aún no descubiertos, entregándome a la placentera labor de dejar volar mi emoción entre las formas tan fidedigna y delicadamente cinceladas, revoloteando mansamente alrededor de la obra (cual diletante moscardón), cuando escuché una voz detrás de mí,
--Sin duda alguna, su interés está más allá del simple gozo estético.
Giré mi cabeza para comprobar si era a mí a quien se dirigían aquellas precisas palabras. Una mujer, de pelo castaño, ojos grandes y verdes, atractiva sino bella, quizá en la frontera que difusamente separa la juventud de la madurez, me miraba al tiempo que exhibía una sonrisa que tenía algo de misteriosa.
--¿Cómo dice? --llegué a balbucear, más por darme tiempo a pensar que porque no hubiera entendido sus palabras.
--Sí, le decía que le llevo observando varios días: viene, la contempla de frente durante unos minutos, se acerca, se aleja, se queda pensativo. A veces garabatea algo en ese cuaderno que lleva ahora en las manos. Y después comienza la danza de la luna, ja,ja,ja... --rió maravillosamente desinhibida--. Es decir, se pone a dar vueltas alrededor de ella, lentamente, muy lentamente; mirando ora a ella, ora a él, ora un brazo, ya una pierna,... Y así se pasa una hora. Exactamente una hora, tras la cual se marcha, no sin antes dedicarle una última mirada, desde la puerta de la sala, antes de perderla de vista.
Me quedé aún más sorprendido. Miré a un lado y a otro esperando ver a alguien conocido, lo cual hubiera sido más raro aún pues nadie sabía de mi "retiro" en París. No había nadie más, nadie que me quisiera sorprender. Aquella mujer me era completamente desconocida.
--¿Usted me ha observado? ¿Durante varios días?  ¿Aquí?
--Sí, eso he dicho --y la sonrisa que mostraba se tornó aún más misteriosa; comenzaba a poseer algo de enigmática incomodidad--. Aquí, sólo aquí. No lo he seguido fuera... --titubeó un instante-- No tengo ningún motivo para hacerlo. El único motivo que hace que me dirija a usted es su reiterada visita a esta sala, su rendida actitud contemplativa a esta obra.
Aturdido, puede ser una certera apreciación para definir mi estado en aquel momento. Y ella se dio cuenta de mi perplejidad; acaso ya lo tenía previsto, porque continuó de la manera más natural,
--Sé que le parece extraño, quizá disparatado. Pero, créame, mi intención es enteramente honesta. Me ha conmovido su interés nada habitual (por lo insistente) ante esta escultura, nada más... y nada menos. Imagino que sabe a quién se representa en esta sublime expresión de un beso... --aguardó mi asentimiento; creo que la sorprendí cuando le dije que ignoraba que se estuviese representando a personajes concretos.
--¡Imposible! Ese interés. Esa delectación ¿Y no sabe quienes son? --me replicó, ahora sin sonreír.
--Lo siento señorita. Siento decepcionarla, pero es así; ignoro de quiénes se trate. El placer que obtengo de su contemplación es formal, sugestivo, abstracto, por decirlo de alguna manera...
--¡Vaya por Dios! --y, esbozando de nuevo la sonrisa más franca--. Aunque, eso, tiene fácil arreglo: está  usted delante de Francesca da Polenta (más conocida como Francesca da Rimini) y Paolo Malatesta, señor mío --y mientras decía aquellos nombres su mirada se perdió en las marmóreas figuras, aunque parecía no detenerse en ellas, sino seguir más allá... Después de un instante y volviendo otra vez sus ojos hacia mi, continuó--: imagino, entonces, que tampoco sabrá quienes fueron... --misma actitud de espera; y, ante mi ya esperada negativa, mismo gesto de indulgencia--. Creo que usted y yo (si no me he equivocado juzgándole) tenemos cosas de qué hablar. Creo que ya tengo un motivo para salir fuera con usted, si es que usted acepta.
Aún no habían transcurrido más que cincuenta minutos de mi visita pero, por esta vez, creí razón suficiente para acortarla el indagar algo más acerca de la historia que contenía aquella soberbia obra que llevaba varios días solicitando mi interés. Salimos tomando la dirección de la confidencia.


III
Gianciotto 
Sólo un excluido puede comprender real, visceralmente, a una víctima de cualquier tipo de exclusión. Sentirse distinto; ser obligado a sentirse distinto, a base de miradas, de gestos de disgusto o de desagrado, o aún peor: de conmiseración o de piedad...
A pesar de mi privilegiada posición como primogénito de una de las familias más poderosas de Rímini, los Malatesta, llamados a ejercer la Señoría de la ciudad, no puedo dejar de experimentar una especie de castigo de Dios sobre mi espalda... Sobre mi espalda, sí, ya que una deforme joroba hace patente este fardo con que la providencia ha tenido a mal obsequiarme. Tengo el convencimiento de que mi cuerpo contrahecho purga pecados cometidos por mis antepasados, deudas innombrables contraídas por sus almas. No puedo dejar de sentirme un chivo expiatorio, una ofrenda sacrificial, el resultado de una especie de exhorto votivo. Bien, cumpliré mi cometido. Mas no con resignación.
El Destino, que, a pesar de escribir su guión sobre la perplejidad de los hombres, es misericordioso, ha querido aliviar mi pena y mi desgracia poniendo ante mí la ocasión para encubrir mi deformidad, y resolver la soledad a la que debiera estar abocado. Gracias a un cruce de circunstancias entre las cuales no es la menor una situación sobrevenida, que hace que estemos, los italianos, en constante pugna dos bandos enfrentados: los Güelfos, partidarios del Pontificado, a cuya facción pertenece mi familia; y los Gibelinos, partidarios del Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, al que Dios confunda y castigue su impiedad; gracias, decía, a esta pugna que divide a las ciudades, a las familias y a los hermanos, y en aras de conseguir alianzas fuertes para derrotar a nuestros enemigos, se ha concertado mi matrimonio, por poderes, con la hija del Señor de Rávena, Guido da Polenta. Francesca, que así se llama la doncella, según cuentan, posee tal hermosura que hasta la Aurora palidece ante el candor sonrosado de sus mejillas, y la Luna enrojece ante la visión de su blanco y bien modelado pecho. Y este capullo en flor será mi esposa. La Providencia, sí, a pesar de todo, es misericordiosa; Dios, satisfecho, ha premiado mi fidelidad a su causa y enmienda un destino adverso.

Ya no estaré condenado a mal satisfacer mis instintos venéreos con meretrices que dan sus caricias a cambio de dinero e interés. Se acabaron las pamemas y las carantoñas fingidas e interesadas, el observar cómo las rameras miran hacia otro lado para no ver la fealdad de mi cara, lo grotesco de mi cuerpo (claro que, algunas, demasiado insolentes, se llevan su merecido) . Ella, mi cielo, sabrá amar la ternura que, aún virgen, habita en mi corazón; una ternura que, proporcional a mi fealdad, la llenará de atenciones, encumbrándola como a una diosa que todos admirarán.
Mas, he de establecer una estrategia. No puedo presentarme a ella sin que antes me conozca. La primera impresión, sin noción de la belleza que encierra mi corazón, sería de repulsión, y eso no debe de suceder. Si de algo he dado sobradas pruebas es de inteligencia y astucia (amén de una determinación despiadada, cuando he tomado una decisión); he de valerme de estas virtudes con las que Dios ha compensado mis carencias para, en primera instancia, conseguir mi amado objetivo: un bien mayor a la argucia con el que espero conseguirlo de buen grado. Después, ella sabrá perdonar, pero solo después.
Este es mi plan: enviaré a mi hermano pequeño, Paolo, con quien Dios, en orden a la Belleza, se portó tan generoso como cicatero lo fuera conmigo; él que es hermoso como un Adonis, y honesto y leal como ninguno, sabrá preparar el camino, servirá para endulzar la senda que a mí la conduzca: bello colibrí en pos de la bella flor. Una vez desposada, con una imagen de mí preconcebida en su corazón, avalada por la proyección que le transmita mi agraciado hermano (al fin y al cabo ¿quién puede imaginar que un tal efebo pueda tener por hermano un ser tan contrahecho como yo?). Una vez en la cámara nupcial, al abrigo de la delatora luz (ya me encargaré de concitar esa primera noche para que coincida con la ausencia de luna en el cielo), ella conocerá la ternura que transformará mi cuerpo y lo acoplará a la imagen que de mí, en su corazón, Paolo, mi hermano, le habrá dejado.
Mañana mismo saldrá rumbo a Rímini el heraldo de mi dicha, la sangre de mi sangre, il mio fratello.

(Continuará)

-o-
.
UT PICTURA POIESIS
.
Rima XXIX
(La bocca mi baciò tutto tremante...)

Sobre la falda tenía 
el libro abierto, 
en mi mejilla tocaban 
sus rizos negros: 
no veíamos las letras 
ninguno, creo, 
y, sin embargo, guardábamos 
hondo silencio. 

¿Cuánto duró? Ni aun entonces 
pude saberlo. 
Sólo se que no se oía 
más que el aliento, 
que apresurado escapaba 
del labio seco. 
Sólo sé que nos volvimos 
los dos a un tiempo 
y nuestros ojos se hallaron 
y sonó un beso. 
(...) 


Creación de Dante era el libro, 
era su Infierno. 
Cuando a él bajamos los ojos 
yo dije trémulo: 
¿Comprendes ya que un poema 
cabe en un verso? 
Y ella respondió encendida: 
¡Ya lo comprendo! 

Gustavo Adolfo Becquer
.


Franck Dicksee
.
Anselme Feuerbach
.
Marie-Philippe La Coupierie
.
William Dyce
.
Edward Charles Halle
.
Dominique Ingres (1855-60, Hyde Collection, Glen Falls, New York, USA) (1)
.
Dominique Ingres (1919, Musée des Beaux Arts d'Angers) (2)
.
Dominique Ingres (1814, Musée Bonnat, Bayonne) (3)
.
Dominique Ingres (1814, Musée Chantilly)  (4)
.
Dominique Ingres (1814-20, Birmingham) (5)
.
Clemente Alberi
.


-o-o-o-