sábado, 31 de diciembre de 2011

La Misión




LA MISIÓN

Hasta donde le alcanzaba la memoria -aquellas primeras imágenes difusas que con el paso del tiempo se van modificando, enriqueciendo, y orientando según la necesidad psíquica de cada cual-, siempre tuvo clara su actitud ante la vida: primero, como una fuerte impresión de perfiles distorsionados, como una gran mancha negra sobre el papel en blanco de su futuro que en sus límites se perdía en un marasmo de grises; silueta que después, poco a poco, a medida que crecía, se fue enfocando y haciendo más nítida, hasta aparecer con total claridad: había nacido para cumplir una misión. Todo en su vida giraba en torno a esta certidumbre, solo faltaba descubrir la entidad de esa misión.

De naturaleza tendente a lo fantástico e imaginativo, pasaba las horas pergeñando y desarrollando aventuras en las que enfrentaba procelosos mares, sórdidos desiertos, inhóspitas cumbres, sombríos abismos... Cuando tenía a mano soldaditos de plomo, o figuritas de cerámica o plástico representativas de famosos héroes, jugaba horas y horas recreando las tareas de aquellos héroes, las batallas de aquellos valerosos soldados; y cuando no, salía a los taludes de la vía del tren, a los campos en barbecho aledaños, donde abundaban las piedras de tamaño apropiado, los cantos rodados, las planchas de yeso desechadas, los ladrillos rotos, y con ellos, debidamente elegidos, preparaba ingentes ejércitos que representaban todos aquellos hechos recién aprendidos en los libros de historia: tan pronto era el Gran Alejandro guiando a sus macedonios por toda Asia, derrotando al fabuloso ejército persa en singular combate en el campo de batalla, o a los indómitos bactrianos o gedrosios en guerras de guerrillas, o al gigante Poro en las orillas de Ganges; tan pronto encarnaba a Julio César sometiendo la Galia y a las tribus germánicas, o pasando el Rubicón a lomos de su Alea jacta est para adueñarse de Roma y, con ella, del senado y el Imperio; o concitaba hordas crecientes de rebeldes oprimidos en torno de aquella figura que tanto le atraía, aquel hombre que fuera capaz de rebelarse contra su destino y poner en jaque al mayor Imperio conocido, el tracio Espartaco, con su voluntaria gleba de gladiadores y esclavos; o se veía en la piel del intrépido Aníbal, el cartaginés, quien, pasando por la hispánicas tierras, acosara, y casi lograra derrotar, a los invencibles romanos, afrontando retos increíbles, y cruzando las elevadas puertas de los Alpes con su tropa de elefantes africanos; o aquel guerrero más cercano, Campeador de luengas barbas y fuerte brazo, apodado por sus mismos adversarios El Cid, invencible aun después de muerto... Proezas, en fin, multitud de proezas sembradas en su imaginativa mente por la historia y los maestros encargados de transmitirla. Eso era el hombre, pensaba, a eso está llamado; luego él debía realizar algo así. No consideraba otro cometido en su vida que no fuera la proeza, y, para ello, necesitaba una misión.

Su mente infantil, no obstante, con todos esos juegos y representaciones, iba conformando su carácter. Su familia ayudaba no poco a ese fin. Los relatos de su padre, soldado en la pasada Guerra Civil, no hacían sino corroborar las peripecias de aquellos héroes transmitidos por la historia. Y estas aventuras tenían, además, el aval de la figura paterna: le llegaban de primera mano, no por medio de letra impresa y más o menos acertadas representaciones ilustradas.
¿Su misión estaría asociada a algún hecho bélico? ¿A alguna vicisitud viajera? ¿Una de esas situaciones límites en que se demanda lo mejor que el ser humano puede dar? Estaba deseoso de encontrar esa su misión, pero, mientras tanto, no cejaba de buscarla por medio de su fantasía.
Le atraían mucho esas figuras ambivalentes que lo mismo son capaces de manejar la espada que la pluma, el puño que la yema de los dedos. Cuando entró en esa edad en que las hormonas indican ya una preferencia en la orientación de los objetivos sensuales, la edad en que parece que todo el cuerpo entrara en erupción, añadió otra característica más a la misión pretendida: el amor debía jugar un papel predominante, ya fuera en positivo o en negativo; pues al tiempo que descubría su sexualidad y la pasión amorosa, comenzó a saber lo que era la renuncia, el enorme caudal de energía que genera renunciar al amor que quema, esa fabulosa hoguera que surgiendo en el pecho se propaga por vientre y cerebro y que, siendo imposible de apagar, ha de ser derivada hacia otro objetivo de semejante intensidad. Creyó que quizás una de esas renuncias podían ser el leiv motiv que disparara su vida hacia la misión para la que había nacido.

Fue así cómo, a medida que crecía y maduraba, tanteando opciones, buscando infatigablemente, no acababa de hallar la misión para la que su alma estaba llamada, aquella que justificara su vida. Sí sentía la responsabilidad del deber, de los pequeños retos cotidianos, del valor del compromiso; pero todo ello no era, no lo consideraba, sino un mero entrenamiento para lo que estaba por llegar: SU MISIÓN, la que daría sentido a su vida, la que se justificara su razón de ser.
Siguió leyendo, alimentando su imaginación con multitud de historias, ahora ya no expresamente bélicas, mas siempre ligadas a los demás, a la resolución de conflictos, para las que se exigía la capacidad de un verdadero héroe. También se dio cuenta, en este su camino hacia la madurez, que la misión, cuando se presentara, la reconocería de inmediato, y cada vez estaba más convencido de que no sería una de esas gestas que se publicitan a los cuatro vientos, sino que sería algo más anónimo, más austero, aunque implicara a muchos. Descubrió que la importancia de la misión, la suya, la única, para la que había nacido, sería una importancia que se agotaría en su propio valor; es decir, debía ser importante, sobre todo, para él mismo. No le inquietaba la publicidad, el reconocimiento, los laureles. Sí, estaban bien, eran agradables, pero, a sus ojos, devaluaban el valor del gesto. Decididamente, debía ser una misión secreta, y hasta casi desapercibida; imaginaba el ideal de su misión como asociada a otro, sobre el cual recayeran las loas y parabienes, mientras él, desde la distancia y el anonimato, miraría de reojo, con una sonrisa satisfecha, sabiéndose a sí mismo como el héroe ignorado por todos, el verdadero héroe, ese que solo Dios reconocería como tal, y por tanto solo celebrado por la armonía de las esferas.

La realidad era que vivía como de prestado. No consideraba nada suyo, todo lo que llegó a poseer o utilizar, lo hizo más con la sensación de usufructuario que como propietario. Le gustaba decir que solo la vida pertenece a la vida, que el hombre nada posee, puesto que nada es, sino polvo consciente, mero sueño vigilante y efímero de lo que acaece. Le gustaba denominarse El Impostor, pues hasta que no llegara esa su querida misión todo le parecía una impostura, incluso sus propias posiciones socio-políticas en las discusiones donde defendía una actitud solidaria con el ser humano, en el polo opuesto tanto del comunismo autoritariamente igualador como del fascismo exacerbadamente individualista, ambos de perfil enajenador. Impostor porque no lograba tener esa conciencia vital que todo el mundo a su alrededor tenía, esa seriedad ante la vida, ese creerse las cosas que se hacen en pro de un porvenir, esa importancia dada a la lucha por lo necesario; para él todo eso era ajeno, algo que no sentía, y de lo que no tenía ninguna necesidad.
Amaba, amaba con todo su ser; le dolían hasta las pestañas cuando amaba, gozaba hasta el éxtasis solo con una mirada del ser amado. Se sentía en comunión con la naturaleza, en esto, muy cercano al Hermano de Asís, pero, a la vez, incapaz de vivir una existencia bucólica sometida a los rigores de un campo que se suele mostrar adverso y del que solo con esfuerzo se obtienen sus frutos. Coqueteó con los círculos ecologistas, pero parecían alejarle de la sustancia decadente, cultivada y, a sus ojos, atractiva de una sociedad urbana en la que crecían, feraces, las plantas más hermosas de la imaginación.
Cuando murieron sus padres (sus héroes de andar por casa), él, no tuvo un comportamiento nada ejemplar (rehuyó el óbito de ambos); no era esa su misión. Sí estuvo presente en la de su hermano mayor (su héroe de referencia en esta vida), rastrera y a traición, y al sentirse partícipe de ese momento en que la guadaña siega una vida, una vida que se ama y se admira, mirando cara a cara a quien ha de arrebatarte de los brazos una parte importante de tus sueños, el anhelo de encontrar la misión se acentuó, se exacerbó; como si sintiera que la vida transcurría y no había hecho aún nada que ante sus ojos mereciera la pena.

Tras muchos intentos y peripecias, agotando posibilidades y cosechando fracasos (para él lo eran, aunque tuviera el reconocimiento de los demás), una certidumbre comenzó a vibrar en su interior. Era algo, primero, como el ronroneo de un gato que apacible dormita en el regazo; después, fue creciendo, haciéndose insistente ruido de fondo, como un motor al ralentí instalado en el pecho... Y siguió creciendo, y creciendo, hasta hacerse ensordecedor. ¿Sería la MISIÓN que anunciaba así su venida? Llegó a no poder dormir por las noches; le resultaba imposible conciliar el sueño debido al fragor que desde el pecho ascendía y rebotaba en los estrechos límites de su cráneo. A todo esto, cada vez se alejaba más de la gente, no encontraba en ella aliciente ni motivación. No creía ver en sus congéneres vivos -sí en los muertos, aquellos a los que seguía leyendo- una escala por la que alcanzar esa su misión que se anunciaba ya con el estruendo del terremoto...
Una madrugada vio la luz. El ruido cesó de improviso, y pudo dormir. Al despertar de aquel sueño sin sueños, tuvo la certeza de que por fin había descubierto su misión, aquella por la que suspiraba desde pequeño, la que justificaba toda su vida, para la que se había entrenado, endurecido, preparado... ¡Al fin!
Lo vio más claro de lo que nunca antes hubiera visto nada, lo sintió más profundamente de lo que nunca antes nada sintiera. A sus cincuenta y seis años había conseguido su objetivo: descubrir la misión que le reconciliaría con su conciencia de ser vivo, aquello gracias a lo cual podía sentirse verdaderamente útil. La afrontó con decisión y entereza, con la lucidez propia de un iluminado, con la convicción de quien sabe, por fin, cuál es el camino a seguir...

Lo encontraron sobre la cama, con el rictus de una beatífica sonrisa en su cara y un revólver a medio empuñar en su mano derecha reposando inerme a su costado. Aparentemente parecía dormir. Solo una discreta mancha oscura a la altura del corazón, trasudando el suéter granate, delataba que su sueño era, con toda seguridad, ya eterno.

Fin



-o-o-o-

jueves, 29 de diciembre de 2011

Lilith





Relámpagos de risas carmesíes
Ha aprendido la rama a cimbrearse con su talle,
e implora la gacela la gracia de su cuello;
joven de ojos de hurí que muestra, al sonreír,
el brillo del relámpago entre ascuas y granizo.
Abu Tammam ibn Rabah de Calatrava

Así era Lilith: tal como describe Abu Tammam a su hurí. Si sentada era hermosa, representación ideal de la hermosura era caminando. Cuando la vi salir a la calle, con la melena ya suelta cayéndole a ambos lados, sobre los hombros, en largos mechones ligeramente rizados, con ese su andar seguro de sí mismo, elástico, casi felino, con su radiante sonrisa en movimiento dibujando auras cóncavas en el espacio, con sus enormes ojos verdes ya universos en expansión, ya agujeros negros que atraían irremisiblemente todas las miradas... Parpadeé por cerciorarme de que lo que me estaba pasando no era un sueño...
El "¿vamos?" que me espetó cuando estuvo a mi altura me devolvió a la realidad... soñada. Sí, estaba pasando. Aquella mujer que decía llamarse Lilith caminaba animadamente a mi lado, y, al hacerlo, yo no dejaba de tener la extraña sensación de ser una víctima sacrificial. Mas una víctima entusiasta que enfila el ara del sacrificio con la convicción de que allí -en el altar donde tendrá lugar el rito- se ha de realizar la ofrenda ansiada que liberará al alma de sus ataduras.
Mientras nos dirigíamos a una taberna de comidas caseras distante apenas media manzana, íbamos charlando de cosas intrascendentes, midiendo las distancias, tanteándonos, lanzando cabos o dejando puntadas sueltas que el otro se apresuraba a hilvanar, o simplemente sobrenadándonos, dejándonos mecer por el suave oleaje de las palabras del otro; yo notaba su fuerza, su energía, su magnetismo, vibrando a mi lado, transpirando, invisible, de su espléndido cuerpo (algo parecido a lo que se siente cuando se monta un brioso pero contenido caballo y que llega a erizarnos el vello). Era una sensación poderosa que mi alma sensible percibía como si de una marea se tratase, penetrando estuario arriba hacia las fuentes de donde brota el sentimiento.
Hablamos de su trabajo, ese custodiar universos imaginativos, ese dispensar cápsulas contra el tedio, esa función de celoso y eficiente guardián del saber. Ella reía, ahora ya abiertamente, con gran naturalidad, y, al hacerlo, formaba un maelstrom a su alrededor: allá dónde llegaba el sonido cristalino y liberador de su expresión risueña provocaba un similar efecto reflejo. Decir que yo caminaba sobre nubes sería demasiado tópico, más preciso y adecuado a mi sentir sería decir que me desplazaba como inmerso en una nebulosa, una de esas formaciones multicolores que pueblan el universo dotándolo de belleza y misterio. Pues a pesar del feliz anonadamiento que me envolvía no dejaba de experimentar algo misterioso en ella, algo ligeramente inquietante, algo dotado de la entidad de lo arcano. Podría afirmar que en la exultante naturalidad voluptuosa con que se movía aquella atractiva mujer resonaba, aún nítido, el eco de lo primordial...

El local estaba casi lleno, y no tardaría en estar atestado. Por suerte aún quedaban un par de mesas libres. Era uno de esos lugares tipo bistró en que se suele servir un único más que bien resuelto menú del día -habitualmente guisos de cuchara-, completando su oferta con una docena de propuestas selectas para los más caprichosos; una corta pero igualmente apropiada carta de vinos cerraba una oferta, si sencilla, realmente apetitosa. A la entrada también disponía de una barra donde tapear de manera informal diversas preparaciones tradicionales con un toque moderno en el acabado y la presentación, así, a la suculenta tortilla de patatas -justa en el punto de cocción- la acompañaban unas lascas casi gaseosas de jamón ibérico recién cortado, a las láminas de bacalao al pil-pil sobre tosta de pan de pueblo se le añadía un fino granizo de torreznillos -apenas más grandes que granos de arroz- de cerdo igualmente ibérico, y a  unas generosas rebanadas de pan tostado napadas con confitura de tomate casera y aceite de oliva virgen se les cubría con una delicada loncha de un jamón de bellota de cosecha propia.
Estratégicamente ubicado, Pantagruel, concitaba una pléyade de trabajadores institucionales y profesionales liberales a la hora de la comida, a los que se añadía todo tipo de gente bohemia y aspecto chic, por la noche.
Era jueves, tocaba cocido madrileño que se servía con moderación y diligencia, apenas dos vuelcos: un plato hondo con la sopa de fideo del nº 1, y una bandeja alargada con la berza, los tiernos garbanzos y el compongo; de postre: natillas vaporosas sobre las que flotaba un tenue bizcocho de soletilla. El vino de la casa, que se servía en jarritas de barro de media pinta -para dos-, era un tinto tipo cosechero fresco y ligero, pero rico y aromático.
Alguien podría decir que esto no es una comida de mediodía que permita con eficacia proseguir el trabajo por la tarde, pero aseguro que ello es posible, y aún más: es preceptivo; pues uno se levanta de la mesa con la sensación de poder acometer los doce trabajos de Hércules, si fuera preciso.

Sentados uno frente a otro, no semejábamos sino dos mares enfrentados, oleaje contra oleaje, espuma contra espuma, corriente contra corriente, o vientos que soplando en sentidos opuestos luchan y se interpenetran, ora como suaves brisas, ora como tempestuosos vendavales. Así, las palabras, las  miradas, los gestos, iban y venían, de ella hacia mí, de mí hacia ella; y con las palabras, las miradas y los gestos, un universo oculto, invisible, emboscado, latiendo con la fuerza de un pulsar cósmico, o un más prosaico corazón desbocado. Yo lo sentía, y, con toda seguridad, ella también. Hablamos de libros, de fantasía, de magia, de realidades maravillosas, y de esa otra realidad sórdida que, como una sombra, siempre está ominosamente al lado de aquéllas. Indefectiblemente, la conversación, tras multitud de meandros necesarios que propiciaban el mutuo conocimiento, abocó en el tema: acabamos zambulléndonos en el mito que contenía su nombre: Lilith. Cada vez que ella -o yo- lo pronunciaba, parecíansele abrir más los ojos y estirarse verticalmente su negra pupila. Quizás no fuera sino la imaginación cosida a la evocación, pero juro por lo más sagrado en lo que creo -mi propia alma- que me pareció percibir a veces cómo esa mirada se clavaba en mí como lo harían dos afiladísimos colmillos, inoculándome una telepática sustancia hipnótica. Tal me hacía sentir en algunas fases de nuestro diálogo, de nuestro intercambio, de nuestra relación. Decididamente acabé, hacia los postres, por llegar a sentir cómo se estrechaban sus anillos alrededor de mí, cómo se adueñaba de mi conciencia, de mi interés, de mi voluntad. A cada respiración mía, a cada latido, notaba la mareante presión de su abrazo; delicado, pero firme; voluptuoso, pero inmovilizante.

Hablamos de las representaciones iconográficas que a lo largo de la historia ha sugerido el misterio que rodea el mito de Lilith, desde las hieráticas de los sumerios (representando a Lilitu, o Inanna, que después daría lugar a Ishtar y Astarté, diosa de la guerra y del amor), pasando por las más cercanas, relacionadas y derivadas de la tradición genésica de los relatos bíblicos (en que se la asocia con la serpiente, o, incluso, con una especie de Leviatán, cola y garras de dragón, que sería quien indujera al primer hombre a rebelarse contra dios), hasta esas representaciones llenas de sugerente erotismo en las que se representa una especie de súcubo irresistiblemente bello, con el que todo hombre que se precie le gustaría yacer -aun a costa de perder su alma. La bellísima versión de Collier, la más fría de Dante Rosetti, la bíblica de Miguel Ángel, y, sobre todo, las seductoras y lascivas de Von Stuck, todas ellas tan irremisiblemente atractivas que uno da gracias a la vida por no encontrarse con una cara a cara... Cuando le hacía esta observación -sobre lo irracional y fantástico de estas representaciones artísticas-, sus labios se estiraron levemente, las narinas se le dilataron, y puedo asegurar que de sus ojos saltó un destello; no fue un reflejo, no un visaje de la luz, nada de eso: había saltado un destello, como una chispa desde el centro de su negra pupila, que por momentos tomaba la forma de un ojal vertical. Tan cierto es esto que digo como que tuve que parpadear de forma refleja para evitar que aquella chispa colisionara con mis ojos.
Después rió, rió fuerte y claro, como no lo había hecho antes. Más que una risa natural, era una risa primordial que surgiera del núcleo mismo del origen de la risa. Al tiempo que las carcajadas resonaban propalándose por el local, las lágrimas caían por sus mejillas, con una mano se cogía el vientre y con la otra esbozaba un leve gesto de espera. Mi perplejidad en ese momento era gemela de mi estupefacción.

Cuando ya pudo hablar, pidiéndome disculpas, se levantó para ir al baño. Yo aproveché para determinar si debía seguir adelante o... salir corriendo. La observé mientras cimbreaba su silueta camino de los aseos. ¡Dios Santo! Realmente tenía un cuerpo de esos que dicen de pecado. Se me vinieron a la cabeza todas aquellas imágenes de Collier, sí, pero sobre todo de Von Stuck. Aquellas voluminosas serpientes ciñendo los hermosos y blancos cuerpos, siendo uno con ellos, como una segunda naturaleza que el talento del artista desdoblara del único cuerpo original. Me sentía clavado al asiento. No pude ni mover las piernas. Solo aquellas imágenes latiéndome en el vientre. Sus ojos, su boca, su voz siseante por momentos, aquella sutil verticalización de las pupilas (¿serían invenciones de mi imaginación?), aquella sensación de cálida opresión de la que no podía escapar, que asfixiaba mi respiración (¿todo imaginaciones mías?).
Ya no había remedio. Aquí estaba de vuelta, y traía una sonrisa extraña -aún más extraña-; no era pícara ni maliciosa, ni lasciva ni salaz, pero era todas ellas juntas. Comprendí su significación cuando dijo,
-Ya está. Ya he arreglado mi indisposición para esta tarde -su voz sonaba casi divertida, pero segura.
-¿Cómo? -contesté yo con un ligero temblor en la voz. Mis piernas también temblaban.
-Acabo de llamar a la biblioteca para comunicarles que esta tarde no iré al trabajo. Una leve indisposición propia de toda mujer que ha de afrontar mensualmente la ley de la naturaleza, mientras esté en periodo fértil. Tenemos todo lo que queda del día para nosotros...
¡Glup! Pensé para mí. Esta mujer va en serio. Me pellizqué sin que se diera cuenta, por comprobar una vez más que lo que acontecía era de verdad. Me hice daño. Sí era de verdad.
-Me dejas totalmente sorprendido. No esperaba... vamos, quiero decir, que... que no creía que...
-Ya ya -contestó ella ahora abiertamente divertida y pícara- ¿No me resultarás ahora uno de esos pseudo intelectuales que salen corriendo cuando la mujer que ansían, a la que dedican páginas y páginas llenas de ensoñaciones y especulaciones, se planta ante ellos, verdad?
Me callé la respuesta directa que pugnaba por hacerse manifiesta. Por un lado, algo en mí hubiera querido chascar los dedos y aparecer a mil millas de allí -y de ella, claro; por otro, mi innato, aunque tímido, sentido de la aventura y el riesgo, del reto ante lo desconocido, me hizo guardar silencio, mientras con mi sonrisa asentía.
-Tengo en casa (a diez minutos de aquí) una espléndida biblioteca familiar en la que destaca, entre otras, la colección completa de La Biblioteca de Babel en su primera edición; los treinta y un autores que Borges eligiera, más los dos volúmenes que hacen las veces de presentación e índice. Podemos echarla una ojeada y quién sabe, a lo mejor se nos ocurre alguna otra cosa...
-¿Cómo por ejemplo descubrir qué tienes tú realmente de Lilith? -contesté yo, totalmente lanzado ya por un tobogán que aquella misteriosa mujer había colocado ante mí.
Me miró fijamente con los ojos más seductores que jamás he vuelto a ver, y sonrió, solo sonrió; y por primera vez me pareció detectar en esa sonrisa, además de alborozo, picardía o malicia, un deje de ternura.
Salimos de Pantagruel en busca de mi destino, fuera el que fuese.


-o-o-o-


ICONOGRAFÍA

El Círculo Mágico - J.W. Waterhouse
.
Lilith - Dante Gabriel Rosetti
.
Lilith -  John Collier
.
Sphinx - Franz von Stuck
.
Sin - Franz von Stuck
.
Sensuality (3) - Franz von Stuck
.
Sensuality (2) - Franz von Stuck
.
Sensuality (1)- Franz Von Stuck
.
Lilith, Adán y Eva. Capilla Sixtina - Miguel Ángel Buonarrotti
.
The Nude Snake Charmer (La charmeuse de serpents). Paul Desire Trouillebert
.
The Man, the Woman and the Serpent - John Liston Byam Shaw

-o-o-o-

lunes, 26 de diciembre de 2011

Un Campo en la Biblioteca




Paseaba mi anonadamiento por los pasillos de uno de esos sanctasantórum del saber donde atestados anaqueles de volúmenes escrupulosamente ordenados por materias y autores desprenden aromas de vetustez y tiempo detenido. Siempre que me hallo en ese estado de estupidez estéril, de idiotez vacua, en que lo más imaginativo que se me ocurre es sentarme al sol y esperar a que la rueda gire con la esperanza de que vuelva a descender el espíritu creativo, recurro, como alternativa al sedentario solaz, a la inmersión en el silencio clamoroso de las bibliotecas. Ésta era una de esas que suelen instalarse en las capitales de provincia, o en núcleos urbanos de cierta importancia, en edificios con carácter histórico, pero que no detentan la categoría suficiente como para formar parte del patrimonio institucional. Edificios reconvertidos en lugares útiles y adecuados al uso que se les da. En este caso se trataba de antigua casa-palacio solariega de un noble cuya descendencia se extinguió, y de la que corrían seculares rumores de hechos acaecidos entre sus paredes cuya entidad sonrojaría, cuando no preocuparía, a todo alma bienpensante. Uno penetraba en aquel lugar y era como si cambiara de dimensión (bueno, eso, en realidad, ocurre siempre con todas las bibliotecas, pero en este caso, la sensación, avivada por la leyenda, se agigantaba). ¿Qué mejor que un sitio así para recuperar la chispa imaginativa?
Allí estaba yo, pues, paseando distraído, sin poderme concentrar en la consecución abrumadora de títulos y autores, intentando descubrir una gota de agua en el océano, sin saber qué gota siquiera.
Al final opté por algo que no suelo hacer casi nunca: pedir consejo. Quizás la solución viniera referida, no por el puro azar, sino por el azar intermediario que otro alma, ajeno a mi situación, pudiera propiciar.
Me acerqué al mostrador con la esperanza de encontrar al timón de aquel culto barco varado a un experimentado piloto que consiguiera orientarme hacia zonas de corrientes cálidas sobre las que navegar y salir del impasse en el que me encontraba. Me recibieron unos enormes ojos verdes gravitando sobre una sonrisa capaz de descongelar el inconstante océano ártico. Como siempre suele ocurrirme ante la contemplación de la belleza, me quedé sin palabras.

-¿Le puedo ayudar en algo? -inquirió, acentuando aún más la sonrisa y, por ende, la luminosidad esmeraldina de su mirada.
Yo, reponiéndome de mi refleja timidez, e intentando aparentar un aplomo que no tenía, logré balbucear mi pretensión consiguiendo hilvanar una serie de frases sobre falta de inspiración, vacío existencial y estupidez innata. Ella, sin dejar de abrumarme con aquellos enormes universos verdes, pasó de la sonrisa a la risa contenida.
-Suele pasar, Sí. Cada cierto tiempo la imaginación, de improviso, se pliega como un paraguas, y a veces nos pilla dentro, aprisionándonos con su negras alas.
Me quedé atónito. Ni en el mejor de los casos hubiera esperado una observación así. Decididamente, era uno de esos días en que, a pesar de todo, la suerte le ronda a uno. Comencé a sentir, indefectiblemente, ese súbito enamoramiento que todos los acuarianos sentimos cuando alguien especialmente hermoso (de apariencia o de carácter) accede a nuestra órbita. La seguí escuchando embelesado, dejándome mecer por aquel rostro que, por sí mismo, ya suponía suficiente estímulo para mi imaginación aletargada.
-En casos así, lo mejor es recurrir a las fuentes donde brota tumultuosa y diversa esa fantasía que nos falta. Yo le recomendaría alguno de los autores románticos que la poseían con prodigalidad, o los grandes fabuladores del siglo XX, en cierto modo herederos de aquéllos: Bécquer, Borges, Cortázar o Bioy Casares, entre los hispanos; Poe, Lord Dunsany, Arthur Machen o Lovecraft, entre los sajones...
-Si pudiera ser algo más concreta -apunté yo, más por afán de conversación, de sentirme mecido por su voz, que porque me diera una solución a mi demanda.
Se quedó mirándome unos segundos mientras parecía pensar (la sonrisa permanecía allí, menos abierta, pero presente, en aquella cara levemente angulosa, enmarcada por una cabellera castaña recogida atrás en una especie de moño descuidado del que pendían aquí y allá mechones sueltos aportándola un aire de natural apostura).
-El País del Yann -dijo, al cabo-. De la colección La Biblioteca de Babel que realizara Borges para la Editorial Siruela en el comienzo de su feliz andadura en el difícil y complejo mundo de la edición bibliófila, a instancias de Franco María Ricci -se la veía orgullosa de su erudición, pero sin caer en la afectación-. Ahí quizás encuentre los estímulos apropiados que lo desatasquen -y, al decir esto, volvió la sonrisa franca y luminosa, pero ahora ya teñida de cierta ironía rayana en la picardía.
¿Qué puedo decir yo, que mi lector no pueda ya adivinar? Gracias a que poseemos un grado de densidad  material suficiente para soportar altas temperaturas emocionales no es posible la licuefacción, sino, allí mismo, yo hubiera sido ejemplo vivo de transmutación de la materia, pasando del estado sólido al líquido con la simple injerencia de aquel catalizador de ojos verdes y sonrisa sideral.
Tras garabatear con soltura sobre una ficha, la puso en mis manos. En la nota figuraba el título, autor y signatura del libro recomendado; con aquella aurora risueña bajo mis pies me fui flotando en busca del volumen.
Incomprensiblemente pude orientarme y encontrar la obrita de poco más de centímetro y medio de canto. Me instalé en una de aquellas alargadas mesas de viejo nogal abrillantado por la acción de innumerables codos, y me dispuse a leer; cosa que logré no sin esfuerzo, pues me resultaba tremendamente difícil relegar a un segundo plano aquella revelación en forma de bibliotecaria.

Consulté el índice y opté por un relato corto. Me pareció lo más pertinente para soltar las verdes amarras. Ni qué decir tiene que al cabo de dos párrafos ya estaba yo nadando entre dos aguas: la literaria y la real, que diez metros más allá, sabía que estaba, quizás, pensando en este alelado romántico, presa fácil de una sirena como ella. Seguidamente transcribo el relato por el que navegué gozosamente mientras sentía el calor de dos verdes soles gravitando sobre mi conciencia...


EL PAÍS DEL YANN
Lord Dunsany

El Campo

   Cuando se han visto caer ya en Londres las flores de la primavera y cómo ha aparecido, madurado y decaído el verano, con esa rapidez con que transcurre en las ciudades, y, sin embargo, se está en Londres todavía, entonces, en un momento imprevisto, el campo alza su cabeza florida y nos llama con su voz clara, urgente e imperiosa. Cerros y colinas parecen surgir como surgirían en el horizonte celestial las filas angélicas de un coro dedicado a rescatar a las almas empedernidas en el vicio, arrancándolas de sus tugurios.
   El trajín callejero no hace el suficiente ruido para ahogar su voz, ni las mil asechanzas londinenses podrían distraernos de su llamada. Una vez que se le ha oído, nos es imposible sujetar la fantasía, que se siente fascinada por el recuerdo de cualquier arroyo rural, con sus guijarros de colores... Londres entero cae vencido por aquél, como un Goliath metropolitano atacado de improviso.
   De muy lejos vienen esas voces interiores, muy lejos en leguas y en remotos años, porque esos montes y colinas que nos solicitan son los montes que fueron: esa voz es la voz de antaño, cuando el rey de los duendecillos soplaba aún su cuerno.
   Yo las veo ahora, aquellas colinas de mi infancia -porque ellas son las que me llaman-, las veo con sus rostros vueltos a un atardecer de púrpura, cuando las frágiles figurillas de las hadas, asomándose entre los helechos, espían el caer de la tarde.  Sobre las cumbres pacíficas no existen aún ni apetecibles mansiones ni regaladas residencias, que han echado hoy a las gentes del lugar y las han sustituido por efímeros inquilinos.
   Cuando sentía interiormente la voz de las montañas, iba a buscarlas pedaleando en una bicicleta, carretera adelante, porque en el tren perdemos el efecto de verlas acercarse poco a poco y no nos da tiempo para sentir que vamos despojándonos de Londres como de un viejo y pertinaz pecado. Ni se pasa tampoco por las aldehuelas del camino, guardadoras de alguno de los últimos rumores de la montaña; ni nos queda esa sensación de maravilla de verlas siempre allí, siempre las mismas, conforme nos acercamos a sus faldas, mientras a lo lejos, distantes, sus santos rostros nos miran acogedores. En el tren nos las encontramos de improviso, al doblar una curva: de repente, allá se presentan todas, todas sentadas bajo el sol.
   Creo yo que si alguno escapase al peligro de algún enorme bosque tropical, las bestias salvajes decrecerían en número y en crueldad conforme nos alejásemos, las tinieblas se irían disipando poco a poco y el horror del lugar terminaría por desaparecer. Pues bien: conforme uno se aproxima a los límites de Londres y las crestas de las montañas comienzan a dejar sentir su influencias sobre nosotros, nos parece que las casas urbanas aumentan en fealdad, las calles en abyección, la oscuridad es mayor y los errores de la civilización se muestran más a lo vivo al desprecio de los campos.
   Donde la fealdad alcanza su apogeo, en el sitio más hórrido y miserable, nos parece oír gritar al arquitecto: "¡Ya he alcanzado la cumbre de lo horrible! ¡Bendito sea Satanás!". En aquel instante un puentecillo de ladrillos amarillentos se nos presenta como puerta de afiligranada plata, abierta sobre el país de la maravilla.
Entramos en el campo.
   A derecha e izquierda, todo lo lejos que la vista alcanza, se extiende la ciudad monstruosa. Pero ante nosotros los campos cantan su vieja, eterna canción.
   Una pradera hay allá llena de margaritas. Al través de ella, un arroyuelo corre bajo un bosquecillo de juncos. Tenía la costumbre de descansar junto a aquel arroyuelo antes de continuar mi larga jornada por los campos, hasta acercarme a las laderas de las montañas.
Allí acostumbraba yo a olvidarme de Londres, calle tras calle. Algunas veces cogía un ramo de margaritas y se lo mostraba a las montañas.
Frecuentemente venía aquí. En un principio no noté nada en aquel campo, sino su belleza y la sensación de paz que producía.
Pero a la segunda vez que vine pensé que algo ominoso se ocultaba en aquellas praderas.
Allá abajo, entre las margaritas, junto al somero arroyuelo, sentí que algo terrible podía acontecer. Allí precisamente, en aquel mismo sitio.
No me detuve mucho en ese lugar. Quizás, pensé, tanto tiempo parado en Londres me habrá despertado esas mórbidas fantasías. Y me fui a las colinas tan deprisa como pude.

Varios días estuve respirando el aire campesino, y cuando tuve que volverme fui de nuevo a aquel campo a gozar del pacífico lugar antes de entrar en Londres. Pero algo siniestro se ocultaba todavía entre los juncos.
Un año entero pasó antes de volver allí. Salía de la sombra de Londres al claro sol, la verde hierba relucía y las margaritas resplandecían en la claridad; el arroyuelo cantaba una cancioncilla alegre. Mas en el momento en que avancé en el campo, mi antigua inquietud renació, y esta vez peor que en las anteriores. Me parecía notar como si entre la sombra se cobijase algo terrible, algún espantoso acontecimiento futuro, que el transcurso de un año habría acercado.
Quise tranquilizarme haciéndome el razonamiento de que tal vez el ejercicio de la bicicleta era malo y que en el momento en que se toma descanso se despertaría ese sentimiento de inquietud.
Poco después volvía a pasar ya de noche por aquella pradera. La canción del arroyo en medio del silencio me atrajo hacia él. Y entonces me vino a la fantasía el pensar lo terriblemente frío que sería aquel lugar para quedarse allí, bajo la luz de las estrellas, si por cualquier razón uno se viese herido, sin posibilidad de escapar.
Conocía a un hombre que estaba informado al detalle de la historia de la localidad. Fui a preguntarle si había ocurrido algo histórico alguna vez en aquel lugar. Cuando me estrechaba a preguntas para que le explicase la razón de las mías, le contesté que aquella pradera me había parecido un buen sitio para celebrar una fiesta. Pero me dijo que nada de interés había ocurrido allí, nada absolutamente.
Así, pues, era del futuro de donde procedía la inquietud.
Durante tres años hice visitas más o menos frecuentes a esa campiña, y cada vez con más claridad presagiaba cosas nefastas, y mi desasosiego se agudizaba cada vez que me entraba el deseo de descansar entre su fresca hierba,junto a los hermosos juncos.
Una vez, para distraer mis pensamientos, intenté calcular la rapidez con que corría el arroyuelo, pero me asaltó la conjetura de si correría tan deprisa como la sangre.
Y comprendí que sería un lugar terrible, algo como para volverse loco, si de improviso se empezasen a oír voces.
Por fin fui allá con un poeta a quien o conocía. Le desperté de sus quimeras y le expuse el caso concreto. El poeta no había salido de Londres durante todo aquel año. Era necesario que fuese conmigo a ver aquella pradera y decirme qué era lo que estaba próximo a acontecer en ella. Era a fines de julio. El suelo, el aire, las casas y el polvo estaban tostados por el verano; se oía, a lo lejos, el trajín londinense, arrastrándose siempre, siempre, siempre. El sueño, abriendo sus alas, se remontaba en el aire, y, huyendo de Londres, se iba a pasear tranquilamente por los lugares campestres.
Cuando el poeta vio aquel prado se quedó como en éxtasis; las flores brotaban en abundancia a lo largo del arroyo;después se acercó al bosquecillo cercano. A la orilla del arroyo se detuvo y pareció entristecerse mucho. Una o dos veces miró arriba y abajo con melancolía; se inclinó y miró las margaritas, una primero, luego otra, muy detenidamente, moviendo la cabeza.
Durante un gran rato estuvo silencioso, y, entretanto, todas mis antiguas inquietudes volvieron con mis presagios para lo futuro.
-¿Qué clase de campo es este? -Le dije.
Y él movió la cabeza con pesadumbre.
-Es un campo de batalla -dijo.

Fin



Por increíble que parezca había logrado olvidar a mi consejera. Cuando emergí del relato sus ojos volvieron a mí, su sonrisa apareció de nuevo intercalada con aquel paisaje inquietante que había pasado, con sutil y sabio avance, de la enunciación bucólica, idílica y pastoril de la naturaleza no hollada, contrapuesta a la sordidez urbana, a la ominosa premonición del horror mancillando margaritas y tiñendo de rojo el apacible fluir del arroyuelo.
Cercana la hora del mediodía, al acercarme de nuevo al mostrador para devolver el libro, no pude evitar, al tiempo que dejaba en las manos de aquella hermosa mujer El País del Yann, junto a mi explícito agradecimiento, preguntarla si le apetecería comer conmigo. Ella, sonriendo ahora con cierta malicia, me contestó que solo disponía de hora y media antes de volver a su puesto.
-Suficiente para ilustrarme sobre qué hay de cierto acerca de los rumores que corren sobre este lugar: esa leyenda no sé si truculenta o morbosa, que lo dota de un misterio añadido -le dije yo, de forma automática, sin pensar, con lo primero que se me vino a la mientes.
-¿Le parece bien en veinte minutos? -dijo ella, divertida ante el azoramiento que yo intentaba malamente disimular.
-Me parece perfecto. La espero en la puerta. ¿Su nombre es...?
-Lilith, mi nombre es Lilith -contestó sin pestañear.


-o-o-o-

lunes, 19 de diciembre de 2011

Un sueño de siglos...




Tenía uno de esos días que uno no espera tener cuando, a pesar de emerger plúmbeamente del sueño, despierta por la mañana. Uno cree que con despertar así, como saliendo a duras penas y con gran esfuerzo de un pantano de arenas movedizas, ya es suficiente; que con aterrizar en la vigilia rebotando, con la boca del estómago queriendo salirse por la boca, uno ya ha purgado sobradamente el delito que supone estar vivo un día más. Pero no, antes de una hora uno acaba por darse cuenta de que se encuentra en caída libre por una pendiente de despropósitos: al pobre pie descalzo le sale al encuentro la esquina de la incómoda cómoda que por arte de magia adquiere elasticidad invadiendo la trayectoria del paso, se acaba el agua caliente en medio de la ducha (es invierno), se queman las tostadas (pues el tostador, cómplice ese día, se encasquilla y pasa del termostato), se acabaron las galletas y no tienes más pan (habrás de beberte el café sin más acompañamiento que las noticias de las ocho -que ese día son especialmente luctuosas), "casualmente" se ha estropeado el ascensor y te toca bajar los siete pisos "a pata", sales a la calle y, obviamente, está lloviendo a mares -con lo que odias circular en coche los días de lluvia-,... En fin, todo aquel que haya tenido uno de esos días, sabe a lo que me refiero. Días así deberían estar terminantemente prohibidos, descontados del cómputo vital de un ser vivo; o, sino, adecuadamente resarcidos: por cada día insufrible, dos de vacaciones... debidamente asegurados, claro.

El caso es que tenía uno de esos días. A medida que avanzaba de despropósito en despropósito sentía esa sensación, que uno suele tener en días así, de que alguien se está riendo de ti. Pero riendo de lo lindo. Uno, entonces, encuentra plausible y justificada la invención, por parte de los hombres, de seres irreales, de dioses, de duendes; pues es imposible que las cosas sucedan tan coherentemente mal encadenadas de una manera fortuita. Lo primero que se piensa en una situación así -a poco que se piense- es que alguien está jugando con los pobres mortales, que una inteligencia invisible está tirando de los hilos que manejan las cosas visibles. ¡Qué inteligentes los griegos, los sumerios antes que ellos, todos los pueblos con una cultura altamente desarrollada, en general! Qué bien supieron ver la necesidad de echarle la culpa a alguien de la empecinada y recalcitrante mala suerte. Le echas la culpa a alguien, y en ese preciso instante te sientes idefectiblemente descargado, traspasas la responsabilidad o, al menos, la repartes. Esto lo saben muy bien los políticos, por ejemplo; y por eso lo utilizan en beneficio propio (y con buenos réditos, por cierto; pues no hay más que apuntar con el dedo para que todo el mundo, de manera refleja, mire -ya sea en dirección a donde se apunte, o al dedo).

Tras dar las clases a unos alumnos más revoltosos de lo habitual (¿tendrá la mala suerte carga eléctrica negativa?), opto por huir y recluirme en un lugar, a priori, a salvo de los idus nefandos: la biblioteca municipal. Voy a leer, así es que no me siento incumbido al ver el cartel que indica que hay una caída en la red informática y, en consecuencia, el servicio cibernético no funciona. Las mesas, las sillas, los libros, están ahí, no hay, pues, problemas: podré leer. Y aquí comienza a virar el día, o, al menos, eso creo. Paseando la mirada por los anaqueles (paso por esta vez de poesía; dado el día que llevo necesito algo más evasivo y más inocuo, menos cruento), ¡ops!, me encuentro con un librito que nunca antes vi (y soy de los que suelo tener bastante controlados los estantes de las bibliotecas que suelo visitar ). Pertenece a una edición antigua, ya descatalogada, de una colección encargada a Jorge Luis Borges por Carlo María Ricci sobre literatura fantástica. Nadie mejor que el autor del Aleph para un encargo así. Treinta y tres títulos poco frecuentados, desconocidos muchas veces, joyitas de esas que conviven al lado de uno sin uno enterarse hasta que alguien apunta con el dedo (¡!)... y el dedo apuntador de uno de los mayores fabuladores de la literatura universal no es cualquier dedo: es un dedo con autoridad, un dedo al que uno puede seguir con la convicción de que lo que ha de encontrar en la dirección que apunta es tan fantástico como el propio dedo. Por cierto, cada libro de la colección está magníficamente prologado por el taumaturgo argentino.
El volumen que tengo ahora ante mí es El País del Yann, del inefable aristócrata irlandés John Moreton Drax Plunkett, más conocido como Lord Dunsany, un autor al que Borges consideraba indispensable, y que no suele figurar, incomprensiblemente, en los listados de autores, no ya más leídos, sino tan siquiera citados en las antologías críticas.

Heredero de Edgar Allan Poe, Lord Dunsany es uno de esos creadores de universos propios, cuya materia sideral se nutre de lo fantástico, que surgirían en el último tercio del siglo XIX y primero del XX (Lovecraft, Tolkien, los Bloch o Howard de Weird Tales). Autores imbuidos aún de romanticismo y ambiente gótico que compensaban con su tremenda imaginación una realidad existencial demasiado sometida a lo necesario, a lo material, privando al ser humano de algo tan esencial como el sentido mágico de la vida. Ellos pusieron sólidos pilares a un género que recién iniciaba su andadura y que hasta hoy no ha dejado de crecer y ramificarse (a lo fantástico, lo maravilloso o el terror, se añadiría después la ciencia ficción, las sagas de superhéroes, la metafísica de los orígenes, etc.).
Pero les hablaba de uno de esos días puestos patas arriba, de su imprevisible desarrollo, de su inextricable destino. Ese destino me puso en las manos aquel librito que el bueno de Borges había seleccionado para componer una hipotética e ideal Biblioteca de BabelEl País del Yann... 
De prosa elegante y fluida, Dunsany, realiza con pasmosa facilidad y coherencia la simbiosis entre la realidad y lo maravilloso, deslizándose de una a otro sin solución de continuidad, lo que dota a sus relatos de gran verosimilitud. Podría decirse que su universo literario es más maravilloso que fantástico, goza más de la fascinación de lo posible que de la probabilidad de lo mágico. Al leerlo uno tiene la sensación de penetrar en sus prodigiosas tramas con la facilidad con que lo hace el café con leche en un bizcocho...
Feliz por el hallazgo, cojo la preciosa edición de Siruela, de tapas cartoné y papel Torreón Guarro Casas, verjurado, de tono ebúrneo, con tipografía en caracteres bodonianos, clara y grande, disponiéndome a pasar un rato más que agradable y, sobre todo, a conjurar el maleficio de un día aciago. Realismo mágico, azar y fantasía contra realismo dramático, previsibilidad y aojamiento.

No me resisto a transcribir íntegramente el primer relato de la compilación, ya que su argumento podía ilustrar perfectamente ciertas oscuras zonas oníricas de mi propia experiencia...


EL PAÍS DEL YANN
Lord Dunsany

En donde suben y bajan las mareas

Soñé que había hecho una cosa horrible, tan horrible, que se me negó sepultura en tierra y en mar, y ni siquiera había infierno para mí. Esperé algunas horas con esta certidumbre. Entonces vinieron por mí mis amigos, y secretamente me asesinaron, y con antiguo rito y entre grandes hachones encendidos, me sacaron.
Esto acontecía en Londres, y furtivamente, en el silencio de la noche, me llevaron a lo largo de calles grises y por entre míseras casas hasta el río. Y el río y el flujo del mar pugnaban entre bancos de cieno, y ambos estaban negros y llenos de los reflejos de las luces.Una súbita sorpresa asomó a sus ojos cuando se les acercaron mis amigos con sus hachas fulgurantes. Y yo lo veía, muerto y rígido, porque mi alma aun estaba entre mis huesos, porque no había infierno para ella, porque se me había negado sepultura cristiana.
Bajáronme por una escalera cubierta de musgo resbaladizo y viscosidades, y así descendí, poco a poco, al terrible fango. Allí, en el territorio de las cosas abandonadas, excavaron una somera fosa. Después me depositaron en la tumba, y de repente arrojaron las antorchas al río. Y cuando el agua extinguió el fulgor de las teas, viéronse, pálidas y pequeñas, sobrenadar en la marea; y al punto se desvaneció el resplandor de la calamidad, y advertí que se aproximaba la enorme aurora: mis amigos fugitivos desaparecieron calladamente.
Entonces volvió el fango cansadamente y lo cubrió todo, menos mi cara. Allí yacía solo, con las cosas olvidadas, con las cosas amontonadas que la marea no llevará más adelante, con las cosas inútiles y perdidas, con los ladrillos horribles, que no son tierra ni piedra. Nada sentía, porque me habían asesinado, mas la percepción y el pensamiento estaban en mi alma desdichada. La aurora se abría, y vi las desoladas viviendas amontonadas en la margen del río, y en mis ojos muertos penetraban sus ventanas muertas tras las cuales había fardos en vez de ojos humanos. Y tanto hastío sentí al mirar aquellas cosas abandonadas, que quise llorar, mas no pude, porque estaba muerto. Supe entonces lo que jamás había sabido: que durante muchos años aquel rebaño de casas desoladas había querido llorar también; mas, por estar muertas, estaban mudas. Y supe que también las cosas olvidadas hubiesen llorado, pero no tenían ojos ni vida. Y yo también intenté llorar, pero no había lágrimas en mis ojos muertos. Y supe que el río podía habernos cuidado, podía habernos acariciado, podía habernos cantado; mas él seguía corriendo, sin pensar más que en los barcos maravillosos.
Por fin, la marea hizo lo que no hizo el río, y vino y me cubrió, y mi alma halló reposo en el agua verde, y se regocijó, e imaginó que tenía la sepultura del mar.
Mas con el reflujo descendió el agua otra vez, y otra vez me dejó solo con el fango insensible, con las cosas olvidadas, ahora dispersas, y con el paisaje de las desoladas casas, y con la certidumbre de que todos estábamos muertos. 
En el renegrido muro que tenía detrás, tapizado de verdes algas, despojo del mar, aparecieron oscuros túneles y secretas galerías tortuosas que estaban dormidas y obstruidas. De ellas bajaron al cabo furtivas ratas a roerme, y mi alma se regocijó creyendo que al fin se vería libre de los malditos huesos a los que se había negado entierro. Pero al punto se apartaron las ratas breve trecho y cuchichearon entre sí. No volvieron más. Cuando descubrí que hasta las ratas me execraban, intenté llorar de nuevo.
Entonces, la marea vino retirándose, y cubrió el espantoso fango, y ocultó las desoladas casas, y acarició las cosas olvidadas, y mi alma reposó por un momento en la sepultura del mar. Luego me abandonó otra vez la marea.
Y sobre mí pasó durante muchos años arriba y abajo. Un día me encontró el Consejo del Condado y me dio sepultura decorosa. Era la primera tumba en que dormía. Pero aquella misma noche mis amigos vinieron por mí, y me exhumaron y me llevaron de nuevo al hoyo somero del fango.
Una y otra vez hallaron mis huesos sepultura a través de los años; pero siempre, al fin del funeral, acechaba uno de aquellos hombres, quienes, no bien caía la noche, venían, me sacaban y me volvían nuevamente al hoyo del fango.
Por fin, un día murió el último de aquellos hombres que hicieron un tiempo la terrible ceremonia conmigo. Oí pasar su alma por el río al ponerse el sol.
Y esperé de nuevo.
Pocas semanas después me encontraron otra vez, y otra vez me sacaron de aquel lugar en que no hallaba reposo, y me dieron profunda sepultura en sagrado, donde mi alma esperaba descanso.
Y al punto vinieron hombres embozados en capas y con hachones encendidos para volverme al fango, porque la ceremonia había llegado a ser tradicional y de rito. Y todas las cosas abandonadas se mofaron de mí en sus muchos corazones cuando me vieron volver, porque estaban celosas de que hubiese dejado el fango. Debe recordarse que yo no podía llorar.
Y corrían los años hacia el mar adonde van las negras barcas, y las grandes centurias abandonadas se perdían en el mar, y allí permanecía yo sin motivo por miedo a la terrible envidia y a la cólera de las cosas que ya no podían navegar.
Una vez se desató una gran borrasca que llegó hasta Londres y que venía del mar del Sur; y vino retorciéndose río arriba empujada por el viento furioso del Este. Y era más poderosa que las espantosas mareas, y pasó a grandes saltos sobre el fango movedizo. Y todas las tristes cosas olvidadas se regocijaron y mezcláronse con cosas que estaban más altas que ellas, y pulularon otra vez entre los señoriles barcos que se balanceaban arriba y abajo. Y sacó mis huesos de su horrible morada para no volver nunca más, esperaba yo, a sufrir la injuria de las mareas. Y con la baja mar cabalgó río abajo, y dobló hacia el Sur, y tornóse a su morada. Y repartió mis huesos por las islas y por las costas de felices y extraños continentes. Y por un momento, mientras estuvieron separados, mi alma creyóse casi libre.
Luego se levantó, al mandato de la Luna, el asiduo flujo de la marea, y deshizo en un punto el trabajo del reflujo, y recogió mis huesos de las riberas de las islas del sol, y los rebuscó por las costas de los continentes, y fluyó hacia el Norte hasta que llegó a la boca del Támesis, y allí volvió a Occidente su faz implacable, y subió por el río y encontró el hoyo del fango, y en él dejó caer mis huesos; y el fango cubrió algunos y dejó otros al descubierto, porque el fango no cuida de las cosas abandonadas.
Llegó el reflujo, y vi los ojos muertos de las casas y la envidia de las otras cosas olvidadas que no había removido la tempestad.
Y transcurriendo algunas centurias más sobre el flujo y el reflujo y sobre la soledad de las cosas olvidadas. Y allí permanecía, en la indiferente prisión del fango, jamás cubierto por completo ni jamás libre, y ansiaba la gran caricia cálida de la tierra o el dulce regazo del mar.
A veces encontraban los hombres mis huesos y los enterraban; pero nunca moría la tradición, y siempre me volvían al fango los sucesores de mis amigos. Al fin dejaron de pasar los barcos y fueron apagándose las luces; ya no flotaron más río abajo las tablas de madera, y en cambio llegaron viejos árboles descuajados por el viento, en su natural simplicidad.
Al cabo percibí que por dondequiera a mi lado se movía una brizna de hierba, y el musgo crecía en los muros de las casas muertas. Un día, una rama de cardo silvestre pasó río abajo.
Por algunos años espié atentamente aquellas señales, hasta que me cercioré de que Londres desaparecía. Entonces perdí una vez más la esperanza, y en toda la orilla del río reinaba la ira entre las cosas perdidas, pues nada se atrevía a esperar en el fango abandonado. Poco a poco se desmoronaron las horribles casas, hasta que las pobres cosas muertas que jamás tuvieron vida encontraron sepultura entre las plantas y el musgo. Al fin apareció la flor del espino y la climátide. Y sobre los diques que habían sido muelles y almacenes se irguió al fin la rosa silvestre. Entonces supe que la causa de la Naturaleza había triunfado y que Londres había desaparecido. 
El último hombre de Londres vino al muro del río, embozado en una antigua capa, que era una de aquellas que en un tiempo usaron mis amigos, y se asomó al pretil para asegurarse de que yo estaba quieto allí; se marchó y no le volví a ver: había desaparecido a la par que Londres.
Pocos días después de haberse ido el último hombre entraron las aves en Londres, todas las aves que cantan. Cuando me vieron, me miraron con recelo, se apartaron un poco y hablaron entre sí.
-Sólo pecó contra el Hombre -dijeron.
-No es cuestión nuestra.
-Seamos buenas con él -dijeron.
Entonces se me acercaron y empezaron a cantar. Era la hora del amanecer, y en las dos orillas del río, y en el cielo, en las espesuras que un tiempo fueron calles, cantaban centenares de pájaros. A medida que el día adelantaba, arreciaban en su canto los pájaros; sus bandas espesábanse en el aire, sobre mi cabeza, hasta que se reunieron miles de ellos cantando, y después millones, y, por último, no pude ver sino un ejército de alas batientes con la luz del sol sobre ellas, y breves claros del cielo. Entonces, cuando nada se oía en Londres más que las miriadas de notas de canto alborozado, mi alma se desprendió de mis huesos en el hoyo de fango y comenzó a trepar sobre el canto hacia el cielo. Y pareció que se abría entre las alas  de los pájaros un sendero que subía y subía , y a su término se entreabría una estrecha puerta del Paraíso. Y entonces conocí por una señal que el fango no había de recibirme más, porque de repente me encontré que podía llorar.
En ese instante abrí los ojos en la cama de una casa de Londres, y fuera, a la luz radiante de la mañana, trinaban unos gorriones sobre un árbol; y aun había lágrimas en mi rostro, pues la represión propia se debilita en el sueño. Me levanté y abrí de par en par la ventana, y extendiendo mis manos sobre el jardincillo, bendije a los pájaros, cuyos cantos me habían arrancado a los turbulentos y espantosos siglos de mi sueño


Fin

-o-

Cuando salí de la lectura de este desasosegante relato afuera había dejado de llover, el sol hacía rato que se había escondido tras el horizonte y el día, orientado ya hacia su tramo final, ese en que se deja deslizar apresuradamente hacia las puertas del sueño, parecía haber cambiado sus aviesas intenciones, quizás ya ahíto de repartir zozobra y malestar. Cerré el libro y me dirigí al mostrador donde gestioné el préstamo. Me lo llevé a casa portándolo en la mano, no pudiendo evitar sentir en su palma una cierta humedad terrosa, como transpirada por aquellas páginas en que se desarrollaba la desventurada aventura fangosa e insepulta de aquel desdichado. Mientras caminaba entre el reflejo de las luces en las calles mojadas y el intenso olor a húmedo del ambiente, en mi cabeza no dejaba de bullir la especulación sobre qué horrible y execrable crimen habría podido cometer el protagonista del cuento para merecer tan maldito destino.
En cierto sentido, lo comprendía muy bien; algo en mí no dejaba de sentirse culpable por haber cometido al menos un delito que mereciera tal fin. Lord Dunsany quizás no hiciera sino reflejar la tortura a la que un alma humana que ha vivido, padecido, luchado y gozado, no deja de someterse alguna vez en su vida. Quizás el crimen de haber nacido...
También pensé que el día, definitivamente, no había sido tan aciago, o que lo había sido de manera intencionada para empujarme a aquel dichoso encuentro. Porque si algo sé, es que las cosas sólo suceden una vez, una única vez, y si no se está ahí cuando suceden, nunca ya se podrán vivir, nunca en ese momento único.





-o-o-o-

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Villancico en claroscuro. Navidad 2011





Villancico en claroscuro
Romance de Navidad 2011

Está la noche muy fría,
son espejos las aceras,
perezoso, el agua nieve,
según se tiende, se hiela.
En las calles solitarias
el silencio se pasea
a la luz de las farolas
que en el suelo reverberan.

Solo un coche, rezagado,
se apresura con cautela:
aunque tarde, llegar quiere
sin percances a su meta;
gira en la esquina, derrapa,
y al instante se endereza;
queda en susto, mete marcha,
y acelerando, se aleja.

Otra vez vuelve el silencio,
que impasible callejea,
con su ubicuo pasear,
por las aceras desiertas.

La borrasca se empecina:
el viento y el agua arrecian;
hace una noche de perros,
de fieros perros de presa...
...que con colmillos de hielo
al infortunado acechan,
a quien, flébil y olvidado,
peregrina en la indigencia,
al que no tiene cobijo,
ni nadie que se lo ofrezca:
víctima es, propiciatoria,
para una noche como esta...

Todo el mundo está en su casa,
en familia y en la mesa:
dice, mudo, el calendario
que esta noche es Nochebuena.
Mas, no es buena para todos,
ni de una misma manera,
que lo bueno para algunos
es para otros miseria...

En algún balcón las luces
de colores parpadean,
encaramadas a un árbol
de transitoria existencia;
y al compás del parpadeo
un villancico resuena
con soniquete insistente
de mecánicas corcheas.
Esperpéntica salmodia,
banda sonora grotesca
ambientando el vendaval
que en la noche, glacial, reina.

Estamos en Navidad,
tiempo de ensueño y quimera,
de pueril sensiblería
y de consumo sin tregua,
de canciones infantiles,
de zambomba y pandereta,
de milagros improbables
y de falsas apariencias.

Pero hay otra realidad
empeñada en ser muy terca,
que a la sombra del festejo
muestra su cara más fea...

En la noche fría hay quien
marcha con hielo en las venas,
arrastrando helados pies,
y una helada cruz a cuestas:
lleva corona de espinas,
la espalda sanguinolenta,
las rodillas descarnadas,
y estigmas que lo laceran;
en el rostro, sin embargo,
una sonrisa, que es mueca,
desmiente su atrabiliaria
y lastimosa apariencia.

Se diría que es locura
lo que al desdichado aqueja
-imposible es sonreír
con imagen tan patética-,
mas sonríe, en su dolor,
con sonrisa verdadera,
mientras avanza arrastrando
su carga de ajenas penas...

¡Quién diría que es el mismo
que en un pesebre naciera,
en una noche improbable,
para traer buenas nuevas!
Verlo aquí, ¡Válgame Dios!,
llevando las lacras viejas
que los hombres, obstinados,
en su confusión generan.

En el calor de las casas
las mesas están repletas,
los estómagos ahítos,
y vacantes las conciencias:
corre el champán, y el turrón
con fruición se paladea,
quedan pelados los huesos,
rebañadas las bandejas,
las lombardas y escarolas
rumiadas con competencia,
los mariscos engullidos,
succionadas las almejas,
el cascajo bien ronchado,
trasegado el rico néctar
de las uvas, y zampada
la dulce sopa de almendras...

Se celebra a Gargantúa
en nombre de la opulencia,
y en el de aquel Niño Santo
que en un establo naciera.

En la noche acerba y fría
los hogares hacen fiesta,
y de aquellos que tiritan
pocos son los que se acuerdan.
Despiadada, la ventisca,
da dentelladas de fiera
y zarpazos, con sus garras,
de afilada indiferencia.

Menos mal que un hombre ronda,
menos mal que un niño vela,
con una sonrisa cálida
y una helada cruz a cuestas:
con la cruz, el mal alivia;
con la sonrisa, calienta.
Los olvidados del mundo
no disfrutan Nochebuena,
pero tienen quien les ama,
y, compasivo, consuela:
al final todos, iguales,
yacerán bajo la tierra.

El Niño que nace es hombre,
un Hombre pura entelequia,
que de la cuna a la cruz
imagen de amor proyecta.
Ese amor es lo importante,
el motivo de la fiesta;
mas... no olvidéis que en la noche,
en la fría Nochebuena,
por las calles silenciosas
vaga también la pobreza.
.



-o-o-o-

lunes, 12 de diciembre de 2011

María Magdalena: Equívoco y Misterio (1)




"Entonces Leví hablo y dijo a Pedro: Pedro, siempre fuiste impulsivo.
Ahora te veo ejercitándote contra una mujer como si fuera un adversario.
Sin embargo, si el Señor la hizo digna, ¿quién eres tú para rechazarla?
Bien cierto es que el Salvador la conoce perfectamente, por eso la amó
más que a nosotros. Más bien, pues, avergoncémonos, y revistámonos
del hombre perfecto, partamos tal como nos lo ordenó y prediquemos el evangelio,
sin establecer otro precepto ni otra ley fuera de lo que dijo el Salvador".
Evangelio de María (Fragmento copto berolinense), Pag 18

¿Cuántas historias encubre la Historia? ¿Cuántos hechos hay detrás de los hechos?
Lo prodigioso, a veces, no es más que una realidad obviada y encubierta
que un día se desvela, dotando de un sentido vivo y maravilloso
a lo que solo era intuición. En los casos en que esto sucede,
el Ser Humano siente en su nuca algo semejante
al formidable y esquivo aliento de Dios.
Las historias de la Historia. Héctor Amado



PRESENTACIÓN

La de tapas moradas era la más voluminosa de todas las carpetas; su título: Equívoco y Misterio: La necesidad de María Magdalena. ¿Equívoco y Misterio? ¿Por qué ese título tan ambiguo para una historia sobradamente conocida? Para alguien perteneciente a cualquiera de los cultos cristianos -y no digamos, católicos- decir Magdalena es tanto como decir pecadora redimida... ¿Dónde, pues, el equívoco y el misterio? ¿Por qué la necesidad? Abrí la carpeta y me dispuse a descubrir aquel dónde y éste porqué. En su interior, como siempre, una amalgama de notas dispersas cogidas por un clip, y, sujetas por otro, un dossier debidamente ordenado: en la primera hoja, un índice, en las que seguían, el desarrollo de lo expuesto en él. Comencé leyendo la introducción esperando encontrar, sino ya alguna respuesta, sí al menos el planteamiento, los indicios para un tal enunciado. He aquí un extracto de la misma:
"Siendo una de las tres Marías, la más controvertida, aquella que incita a la mirada de reojo, a la mueca irónica, Magdalena era también la más humana, la más cercana, la menos "mágica" de una serie alucinante de seres mágicos que pueblan el corpus imaginarium de una religión tenida como la más racional. Por ello, quizás, ha ejercido la función de imagen especular para la Iglesia misma, símbolo de su encarnación más mundana, ejemplo de falibilidad por antonomasia. La mujer -como avatar de la iglesia- necesitada de redención -como el ser humano mismo, tras el pecado original-, la que necesita ser perdonada por haber amado mucho, y que lo será, e, incluso, hasta el punto de ser reivindicada y ensalzada hasta adquirir la categoría de protagonista indiscutible y necesaria; quien, tras su conversión (¿?), tuviera ya una presencia preeminente en momentos capitales de la Vida y Pasión de Cristo (como en su muerte, al pie de la cruz, y en su resurrección, al ser a ella a la primera persona a la que el Resucitado se apareció). Pareciera que hubo necesidad de una figura que sirviera de proyección para todos aquellos que quisieran abrazar una fe exigente y eminentemente negativa: testigo de la muerte, testigo de la resurrección, pecadora redimida que es capaz de abandonar los placeres terrenales por amor al Salvador... pero, a cambio de todo ello, obtendría la redención, la gloria, la recompensa de los justos... en la otra vida. Mas no es tan sencillo. Los datos que las propias Escrituras nos ofrecen son escasos, vagos y contradictorios; con ellos se puede zurcir igual un roto que un descosido. Esto, para un espíritu inmune a los prejuicios, suscita un mar de dudas, y no todas factibles de ser aclaradas. En parte, ese será el objetivo de este ejercicio a mitad de camino entre el ensayo y la narración especulativa".
Héctor, en sus escritos, nos presenta al símbolo, pero también al personaje, o a los personajes, pues realmente no está nada claro, más allá de cuatro lugares comunes demasiado hollados por la costumbre y la tradición, quién fuera esta sugerente mujer.

Él -nuestro bohemio afrancesado- nos propone una sugestiva y múltiple propuesta: tomando como base las distintas ocasiones en que aparece citada en los Evangelios, y refundiendo estos datos sinópticos con los más gnósticos de los textos apócrifos, nos ofrece cuatro relatos en los que se pudiera alumbrar un acercamiento a las posibles identidades que pudiera calzar el pie de tan singular figura... "No olvidemos -nos sigue diciendo Héctor en la nota introductoria- que María Magdalena tuvo una gran importancia en los primeros tiempos de la andadura cristiana, que su ascendendente ha seguido siendo, hasta hoy, mayor entre la iglesia oriental -copta y ortodoxa- y que su mensaje está íntimamente unido a un sentido más filosófico de la doctrina del Salvador, más platónico -por ello, quizás, su prevalencia en las comunidades más místicas, más gnósticas y menos jerarquizantes-. Tampoco olvidemos que se la hace improbable aventurera, cruzando el Mar Mediterráneo en un barco sin remos ni timón, hasta alcanzar las costas francesas desde donde iniciará la labor evangelizadora por toda la Provenza, antes de recluirse en una cueva durante treinta años. Hay quien sostiene que arribara a las costas galas con la prole habida de su unión marital con Jesús, y siendo la portadora, por tanto, de una estirpe divina a la que, tanto Berling -Los Hijos del Grial- como Brown -El Código Da Vinci- darían carta de naturaleza y fantástica, pero dudosa, verosimilitud. Historias oportunistas aparte (¿es necesario reseñar que nuestro patrono Santiago Apóstol correría una suerte similar, pero aún más fantástica, viajando en una marinera barca de piedra hasta las costas gallegas donde desembarcaría para iniciar su prédica por la Piel de Toro? Historia que tendría su origen, casualmente, a poco de la llegada del Islam a España, en el siglo IX, y que sería capital para iniciar la reconquista que, no obstante la intervención apostólica -a veces directamente a caballo y espada como Santiago matamoros-, se demoraría durante casi ocho siglos), lo cierto es que María Magdalena es un personaje de los más singulares y misteriosos del nuevo Testamento." Es en base a esa inconcreción que alimenta el equívoco y el misterio que Héctor nos hace sus propuestas en forma de estos cuatro relatos:

1. La Reina del Paraíso. En la que se nos presenta a una Magdalena pecadora, prostituta, reflejo de la cita de Lucas, a quien Jesús sanó y de la que expulsó siete demonios.
2. El discípulo Amado. Sugerencia de la atenta lectura del Evangelio atribuido a San Juan, que juega con la posibilidad, nada quimérica, de que ese discípulo fuera en realidad María Magdalena (apoyado en alguna de las más famosas representaciones iconográficas).
3. Magdalena: Tres Marías en una. Curioso relato metafísico. Pura alegoría simbólica. Trinidad alternativa que sugiere un curioso acercamiento al papel en la Vida de la mujer en general y en relación con el hombre.
4. Noli Me Tangere. Una de las frases más famosas de la Vida y Pasión de Cristo, dando pie a la recreación intemporal de un episodio harto críptico. Un homenaje a los intocables de toda época y lugar, desde una perspectiva moderna.

Junto a estos relatos, Héctor nos refiere una larga lista de ilustraciones pictóricas de las diferentes representaciones que a lo largo del tiempo ha sugerido la figura de María Magdalena. Como en el caso de la casta Susana, nos las presenta tanto desde su perspectiva cuantitativa (más de 200 obras distribuidas por épocas y autores), como cualitativa (atendiendo a estilos, líneas argumentales, y tratamiento formal). Aquí se encontrará sobre todo a la Magdalena en su versión penitente (con la presencia invariable de la calavera, la cruz y la fusta), pero también en otras actitudes menos dolientes y más naturales, cuando no originales (portadora del bálsamo sagrado, dedicada a la lectura, o en pleno vuelo en su Asunción o Ascensión). Como siempre, se aprovechará el tropezón por el coscorrón y ante nuestros ojos se exhibirá el cuerpo esplendoroso de una hipotética y más que incierta Magdalena (bien antes de la conversión, bien en actitud arrepentida), como ocasión para ofrecer deleite visual a espectadores ávidos de blancuras mórbidas. Otras, en cambio, propuestas, se ceñirán a una más plausible probabilidad de alguien en actitud extáticamente meditabunda (actitud que da soporte, motivo e inspiración a ciertas posturas místicas en algunas figuras representativas del culto católico, como fueron Teresa del Niño Jesús, o la otra Teresa, la poeta autora del Vivo sin vivir en mí).
En todos los casos, la belleza colorista, formal y compositiva será la tónica; desde los descriptivos frescos gótico-renacentistas, pasando por el esplendor del Quatrocento y el Cinquecento, el barroquismo del Seicento, el recargado rococó del s XVIII o el retorno al clasicismo del primer XIX, hasta las propuestas impresionistas, academistas o prerafaelitas de la segunda mitad del XIX e inicios del XX. Alguna obra de las escasas realizaciones contemporáneas finalizará la oferta.
El preceptivo acompañamiento musical pondrá la banda sonora a texto e imágenes.

Estos serán los contenidos de los posts:

María Magdalena: Equívoco y Misterio

Post 1
Presentación
Relato: La Reina del Paraíso
ICONOGRAFÍA 1
MÚSICA: A. Caldara: Maddalena ai Piedi di Cristo

Post 2
Introducción
Relato: El Discípulo Amado
ICONOGRAFÍA 2
MÚSICA: G F Haendel: Dixit Dominus HWV 232

Post 3
Introducción
Relato: Magdalena: Tres Marías en una
ICONOGRAFÍA 3
MÚSICA: Charpentier: Messe et Motets pour la Vierge

Post 4
Introducción
Relato: Noli Me Tangere
ICONOGRAFÍA 4
MÚSICA: J S Bach: Easter Oratorium BWV 249

-o-


RELATO: La Reina del Paraíso

A pesar del implacable sol del mediodía la ligera brisa de Levante traía un ligero frescor procedente del cercano lago Tiberiades. El zumbar constante de las chicharras se mezclaba al torpor dulzón del aroma de las alteas en flor. Discreto y límpido, el arroyo, hacía sonar su corriente por entre los cantos rodados y las minúsculas cascadas artificiales de su lecho calizo, produciendo un sutil y fluido campanilleo. La atención de María oscilaba entre la modorra y el milagroso aletear de un colibrí, detenido en el aire como por ensalmo, mientras con su largo pico se dedicaba a libar los hibiscos de suaves tonos malva. Tras el almuerzo reposaba, como de costumbre, a la tamizada sombra del palmeral, junto al arroyuelo; allí se sentía fuera del mundo, o, mejor dicho, en otro mundo: un mundo con el que su corazón sincronizaba el latir.
Paso obligado para quien quisiera desplazarse de Galilea a Judea por el interior, la ubicación del rumbosamente llamado Palacio de las Doce Palmeras era privilegiada: una especie de oasis parcialmente urbanizado en medio de la ardiente nada ocre. La presencia de agua, un agua pura y fresca que seguía manando incluso en periodos de sequía, explicaba mucho de su existencia. La necesidad de ofrecer un lugar de descanso y "ocio" a los viajeros que frecuentaban el itinerario entre las dos regiones suponía una justificación añadida. Su utilidad era incuestionable e incuestionada, a pesar de esas puritanas voces que siempre alertan y previenen contra el gozo de vivir; voces que de todos modos llegaban lejanas, apenas eco, que el desierto se encargaba de engullir.

Durante generaciones la función de aquella finca había sido invariablemente la misma. Se dice que incluso las caravanas que desde el interior de Asia comerciaban con el Mediterráneo desviaban unos kilómetros su trayectoria para pasar por este lugar bendecido por los dioses... y las diosas. Situado a una jornada de cualquier otro lugar habitado, la discreción ofrecida por las estrellas, en la noche, y las ardientes arenas, por el día, justificaba el sobrenombre del cual gozaba con orgullo: El Paraíso. También lo justificaba la docena de ninfas que lo poblaban. Ni una más, ni una menos. Tantas como centenarias palmeras amojonaban los límites de aquel espacio excepcional. Era ya una tradición instaurada en la noche de los tiempos, desde que aquel primer viajero emprendedor decidió dejar de viajar y levantar allí mismo un palacio semejante a los que había conocido en Damasco o en Bagdad. Doce palmeras encontró custodiando el paraje y, en homenaje, de doce ninfas dotaría el vergel.
Por regla general las odaliscas permanecían en servicio activo mientras disfrutaban del beneplácito de los clientes. Se sabe de alguna que alcanzó la provecta edad de treinta años en servicio activo. Eso, en un tiempo en que la edad media de la población no llegaba a los cuarenta, y el tiempo en que la belleza de una mujer comenzaba a marchitarse mucho antes de llegar a la treintena, era realmente excepcional. Pero, la política de la empresa así lo defendía: mientras los clientes lo demandaran, la meretriz conservaría su estatus. Lo habitual era el recambio a los 25 años, tras un servicio de cinco a siete. Eran seleccionadas en los grandes centros de subastas: Damasco, Éfeso, Jerusalem, incluso de Alejandría o de las metrópolis romanas llegó alguna. Pocas eran las locales que acababan trabajando en tan selecto lugar. Los sucesivos propietarios no querían crearse más animadversión de la indispensable entre los lugareños; a esta consideradanormativa quizás también se debiera la longevidad de la casa a través de las generaciones. María era la excepción.

Procedente de una pequeña población pesquera, Magdala, en la costa del Mar de Galilea -también llamado lago Genesareth o Tiberiades-, hija mayor de una familia de artesanos emigrada de la vecina Cafarnaúm, María poseía una belleza excepcional (corría el rumor de que su madre no era la actual esposa de su padre, sino que éste la trajo consigo, aún muy niña, desde Damasco donde aprendió el oficio de alfarero, producto de sus amores ilícitos con una afamada y bellísima odalisca; pero solo eran habladurías, especulaciones que la inusitada e incomprensible belleza de María contribuía a dar pábulo). El por qué una mujer como aquella pueda acabar en un lugar como El Palacio de las Doce Palmeras es uno de esos misterios que solo conoce, si es que lo conoce, el corazón de quien se encuentra en tal tesitura (otra vez las malas lenguas hacían ver en este caso la consecuencia natural de la mala sangre: "de tal palo tal astilla").
Lo cierto es que su fama, tras dos años de servicio, había trascendido fronteras y no eran pocos los que recorrían largas distancias por recibir los favores de aquella excepcional ramera. Su posición, por lo mismo, en las Doce Palmeras era privilegiada: disponía de la estancia más suntuosa con jardín privado, dos sirvientas a su cargo que la bañaban, ungían y masajeaban, y un eunuco que cuidaba de su seguridad, protegiéndola de curiosos y de clientes demasiado exigentes, retorcidos o, simplemente, en exceso fervorosos que comprometieran la integridad física de la Reina del Paraíso.

Pero María no era feliz. Y no es que no lo fuera por ser prostituta. Su trabajo le gustaba, pues le gustaba dar amor, dar placer, dar satisfacción a todos aquellos insatisfechos que a ella acudían. Sí, bueno, su estatus era tal que también recibía la visita de curiosos, de hombres -y mujeres- de buena situación y aparentemente sin necesidades digamos... físicas. A éstos era a quienes se entregaba con menos convicción, con menos ardor, con menos sinceridad. No obstante, su profesionalidad era tal que todo el mundo salía de sus brazos con el convencimiento de haber gozado con una verdadera diosa. En cambio, aquellos de sus clientes que acudían a ella buscando el calor que no tenían, el placer del que no gozaban, la comprensión que les faltaba o el amor anónimo que nada les exigía (salvo unas cuantas monedas), a aquellos, María les entregaba su corazón, un corazón inagotable, un corazón inmarcesible que cuanto más daba más crecía y más la ahogaba. Su entrega estaba exenta de frivolidad, de coquetería, pero rezumaba alegría y franqueza. Eso era lo que más se valoraba, además, claro, de aquel cuerpo de ensueño y proporciones griegas- excepcional en aquellas tierras-, que pareciera surgido de la imaginación del mismísimo Eros: una Venus encarnada, o una Astarté materializada (con quien a menudo se la asociaba en Canaán). Ella dejaba crecer esa su fama, pues era consciente de que cuanto más creciera más haría gozar a quien a ella viniere. Esto es algo inherente al ser humano: cuanto más valora algo, cuanto más mérito adquiere en su estima, su posesión más gozosa es, más cara la siente, más la anhela.

Pero María no era feliz. Se entregaba por deseo, por necesidad, por convencimiento, pero su insatisfacción iba creciendo, su deseo de satisfacer no se aplacaba, y a menudo se sorprendía a sí misma sufriendo al ver que el gozo por ella provocado no bastaba, que era un gozo efímero, capaz no más que para aliviar momentáneamente a aquellas almas ávidas de amor que en ella buscaban solución a su carencia. La satisfacción de aquellos que lo único que pretendían era el goce por el goce, el mero juego lascivo, o un exclusivo escape a su lujuria, cada vez le aburría mas. Es por eso que gustaba de esas horas de soledad en el jardín, momentos a los que se entregaba cada vez con mayor deleite. Era entonces cuando, abandonada a la quietud sonora, se ensimismaba escuchando el tintineo del arroyo, el canto de los pájaros, el tozudo rechinar de las chicharras, mientras la cálida vaharada levantada en la pugna del desierto con la humedad del oasis nimbaba su suave y blanca piel de minúsculas gotitas haciéndola aún más brillante. Allí sentía cómo su alma se expandía, cómo su conciencia viajaba buscando no sabía qué, y en ese expandirse, en ese viajar hallaba algo parecido a un consuelo. Consuelo, no obstante, mezclado a una sensación de aturdimiento y vacío.

Una especie de sordo murmullo creciente la sacó de la modorra inmiscuyéndose en la quietud reinante. A pesar de que el jardín se hallaba en la parte de atrás del Palacio, y de que la vegetación formaba una especie de parapeto que amortiguaba los sonidos procedentes de la fachada principal -y, por ende, del camino que transcurría ante ella-, el murmullo acabó convirtiéndose en un verdadero bullicio. No cabían dudas de que un grupo de gente más o menosnumeroso se acercaba. No era una caravana, pues éstas se mueven en silencio salvo por el grave ronquido de los camellos, tampoco se escuchaba ganado alguno. Era un gentío, una multitud que se acercaba en más que animadas conversaciones. De pronto, el murmullo se hizo casi imperceptible: se habían detenido ante la puerta del Palacio. Curiosa, María se levantó para observar desde la terraza. Efectivamente, un numeroso grupo de hombres y mujeres se hallaban a la sombra de los grandes olivos que flanqueaban el camino. Parecían escuchar a un hombre que se dirigía a ellos. A pesar de encontrarse de espaldas, María pudo observar una figura de mediana estatura, cubierta con una túnica de algodón crudo y un pañuelo oscuro cubriéndole la cabeza. No llegaba a entender sus palabras pero sí a percibir su tono de voz. Se trataba de una voz pausada y melodiosa, de timbre firme y decir seguro; a juzgar por las embelesadas caras de aquellos que lo escuchaban debía de ser alguien a quien admiraban. Podía tratarse de alguno de los muchos profetas que pululaban a lo largo y ancho de Palestina en aquel tiempo -pensó-. A sus oídos había llegado la información de que un hombre surgido del desierto concitaba en torno a sí una gran expectación, se decía que incluso era capaz de obrar prodigios. Quizás se tratara de él. Estaba a punto de darse la vuelta y regresar a la tranquilidad del jardín, cuando aquel hombre se giró y, alzando sus ojos, la miró; seguidamente, sin dejar de mirarla, esbozó una ligera sonrisa, era una sonrisa familiar, como la que se dibuja en una cara que saluda así a alguien conocido. María sintió un súbito temblor en las piernas, al tiempo que notaba cómo un intenso rubor le incendiaba las mejillas... se cubrió el rostro con el velo rápidamente, y, apartándose de la baranda, se dejó caer al suelo mientras su corazón corría desbocado. ¿Qué le pasaba?¿Por qué la mirada de aquel hombre la había traspasado dejándola como sin vida? Junto al ritmo acelerado de su íntimo latir comenzó a sentir una especie de gozo difuso en las entrañas. Algo que nunca antes había sentido, pero que, sin duda alguna, no le pilló por sorpresa... ¿Sería lo que andaba buscando? Ese creciente vacío... ¿se vería al fin colmado?

El murmullo volvió a crecer, incluso se escucharon algunas voces desaprobatorias. María Se alzó de nuevo por ver qué provocaba el aparente revuelo. Aquel hombre extraño había subido los escalones que franqueaban la entrada al amplio porche del Palacio, y desde allí, volviéndose hacia la comitiva, efectuando un simple gesto de su mano derecha, los silenció, penetrando seguidamente al interior de aquel reducto dedicado al placer. María bajó rápidamente a la entrada. Cuando llegó lo encontró pidiendo agua al encargado, para él y los suyos; éste ordenó que se la sirvieran: la hospitalidad era algo de que se hacía gala en aquel establecimiento. Hostería para el tránsito, además de lupanar, en las Doce Palmeras podía detenerse cualquiera con la seguridad de que su credo sería respetado. La tolerancia era otra de las virtudes que atesoraba el lugar.
Se les notaba cansados. El encargado les invitó a descansar en el sombreado porche; a aquella hora no solía haber clientes, por lo que su presencia allí lejos de estorbar animaba las solitarias horas del mediodía.
Era costumbre entre los viajeros pedestres, al llegar a una fuente o posada, refrescarse y limpiarse los pies fatigados y sucios por el polvo de los caminos. María no lo dudo, volvió apresuradamente a su aposento, cogió un bello tarro de alabastro que contenía bálsamo y regresó. Encontró a uno de sus discípulos que se aprestaba ya a cumplir con la higiénica costumbre. Ella se arrodilló y con un suave ademán retiró al discípulo; refrescó y lavó aquellos pies a los que estaba convencida que habría de seguir y los secó con sus propios cabellos, después los masajeó suavemente con el preciado bálsamo. Mientras esto hacía no dejó de derramar lágrimas; lágrimas que, sentía, liberaban su alma a medida que corrían por sus mejillas. Todos estaban estupefactos. Hasta el encargado no podía creer lo que estaba viendo. Solo ellos dos parecían no estar sorprendidos. Como si supieran de antemano que aquel encuentro habría de producirse, un encuentro sabido y esperado por ambos.
María no habría ya de abismarse en el jardín, no habría ya de viajar más desde la quietud sonora de aquel paraíso. Su búsqueda había terminado. Allí dejó sus pertenencias y su pasado, se vistió un sencillo vestido de algodón, y siguió a aquel hombre, llamado Jesús, en busca de su destino, un destino que habría de colmar sus ansias de amar... Pero eso, ya, es otra historia.

-o-

ICONOGRAFÍA 1
(s XIII a 1480)




Escenas de la Vida de Maria Magdalena: con el cardenal Pontano. Giotto di Bondone (1267-1337)
.

Escenas de la Vida de Maria Magdalena: la Resurrección de Lázaro. Giotto di Bondone (1267-1337)
.


Escenas de la Vida de Maria Magdalena: Noli me Tangere. Giotto di Bondone (1267-1337)
.

Escenas de la Vida de Maria Magdalena: Noli me Tangere (detalle). Giotto di Bondone (1267-1337)
.

Escenas de la Vida de Maria Magdalena: Hablando con los ángeles. Giotto di Bondone (1267-1337)
.

Escenas de la Vida de Maria Magdalena: Viaje a Marsella. Giotto di Bondone (1267-1337)
.

Escenas de la vida de Maria Magdalena: Zósimo le da una túnica. Giotto di Bondone (1267-1337)
.
37 Escenas de la Vida de Cristo: 21. Resurrección (Noli me tangere). Giotto di Bondone (1267-1337)
.
Aparición a Maria Magdalena: Noli me tangere. Duccio di Buonisegna (1255/60-1318/19)
.

Vida de Magdalena. Giovanni da Milano (1346-1369)
.

Altar de Maria Magdalena. Lucas Moser (1390-1434)
.
Maria Magdalena. Rogier van der Weyden (1399/00-1464)
.

Tríptico del calvario. Rogier van der Weyden (1399/00-1464)
.
Descendimiento. Rogier van der Weyden (1399/00-1464)
.
Descendimiento (detalle 1, Maria Magdalena). Rogier van der Weyden (1399/00-1464)
.
Descendimiento (detalle 2, Maria Magdalena). Rogier van der Weyden (1399/00-1464)
.
Noli me tangere. Rogier Van der Weyden (1399/00-1464)
.
María Magdalena leyendo. Rogier Van der Weyden (1399/00-1464)
.
Conversación Sagrada. Giovanni Bellini (1430-1516)
.
La Virgen y el Niño entre las Santas Catalina y Magdalena. Giovanni Bellini (1430-1516)
.
Asunción de María Magdalena. Antonio del Pollaiolo (1431-1498)
.
La Virgen el Niño, el Bautista y María Magdalena. Andrea Mantegna (1431-1506)
.
Maddalena. Carlo Crivelli (1435-1495)
.

Maria Magdalena. Carlo Crivelli (1435-1495)
.
Lamentación por la muerte de Cristo. Carlo Crivelli (1435-1495)
.

La Virgen María rodeada de Santas. Master of St Lucy Legend (1435-1506)
.

Ascensión de María Magdalena. Jan Polack (1435/50-1519)
.

Trinidad, con St Tobías y Maria Magdalena. Sandro Botticelli (1445-1510)
.

Lamentación por la muerte de Cristo. Sandro Botticelli (1445-1510)
.
Lamentación de Cristo con santos y las Tres Marías. Sandro Botticelli (1445-1510)
.
Crucifixión con María Magdalena. Luca Signorelli (1445-1523)
.

María Magdalena. Luca Signorelli (1445-1523)

.
Maria Maddalena (detalle). Luca Signorelli (1445-1523)
.

La Virgen y el Niño con Juan el Bautista y la Magdalena. Neroccio di Landi (1446-1500) (2)
.


La Virgen y el Niño con el Juan Bautista y la Magdalena. Neroccio di Landi (1446-1500) (1)
.

Maddalena. Pietro Perugino (1448-1523)
.

Maddalena. Leonardo da Vinci (1452-1519)
.

La Última Cena (restaurada). Leonardo da Vinci (1452-1519)
.

La Última Cena. Leonardo da Vinci (1452-1519)
.

La Virgen y el Niño entre Juan Bautista y María Magdalena. Cima da Conegliano (1460-1518)
.
La Virgen y el Niño con San Jeremías Y María Magdalena. Cima da Conegliano (1460-1518)
.

La Virgen con tres Santas y un clérigo. Gerard David (1460-1523)
.

Maria Magdalena. Quentin Massys (1466-1530)
.
María Magdalena. Quentin Metsys (1466-1530)
.
Catalina de Aragón como María Magdalena. Michel Sittow (1469-1525)
.
La Virgen, el Niño, María Magdalena y otra Santa. Vincenzo Catena (1470-1531)
.

Piedad con S. Juan y María Magdalena. Fra Bartolomeo (1472-1517)
.

María Magdalena. Lucas Cranach El Viejo (1472-1553)
.

María Magdalena. Lucas Cranach the Elder (1472-1553)
.
Las Tres María con el Niño. Pintor Flamenco desconocido (hacia 1475)
.

Lady Portrayed as Mary Magdalene. Jan Gossaert (Mabuse) (1478-1532)
.

Lady Portrayed as Mary Magdalene. Jan Gossaert (Mabuse) (1478-1532)
.

La Magdalena. Bernardino Luini (1480/02-1532)
.
-o-o-o-