miércoles, 29 de febrero de 2012

La flauta de Jade (Un cuento chino) (1)





Introito
Esta es una de esas historias que suceden con más asiduidad de lo que normalmente se cree. Una historia pequeña (otra más), como todo lo que sucede verdaderamente; porque no mienten quienes cuestionan la verosimilitud de la Gran Historia, pues sucede con ésta como con la estadística: su verdad radica en lo inexistente, en puntos vacíos, determinados por interesadas ecuaciones, donde nada concreto de la amalgama de lo que cuenta se halla. Además, esta pequeña historia es aún más pequeña porque está vivida, sentida, contemplada y, a veces, narrada por la voz insignificante, fantasiosa y desconcertada de la infancia que deja de serlo, cuando el mundo informe, sin sujeto diferenciado, henchido de un batiburrillo de mágicos adjetivos e inverosímiles predicados, da lugar a la revelación del yo-frente-al-mundo que es propio de la pubertad. Por lo tanto, se trata de una historia tan pequeña --y tan dudosa-- que quizá no mereciese para muchos ni tan siquiera la denominación de historia; quizá bastaría con referirse a ella como suceso, episodio o peripecia; en todo caso, comparte la naturaleza común a todas estas denominaciones: la del relato. Pero me resisto, no obstante, a disminuir la carga significativa de su adecuado apelativo; sin reservas, me desdigo: historia está bien, le conviene, lo merece.

I
Tiene nuestra pequeña historia varios protagonistas, de los cuales solo puedo en este momento precisar tres; y ello se debe a que las pequeñas historias, cuando son susurradas por los anales del viento a los oídos atentos, nunca desvelan totalmente los entresijos de su trama sino a medida que se va desarrollando, a modo de uno de esos rollos en que los antiguos pintores chinos consignaban sus magnas epopeyas. Por cierto, nuestra pequeña historia se ubica en esa tierra antiquísima que tantos descubrimientos e invenciones ha dado a la humanidad desde tiempos muy muy remotos: tierra de dragones voladores, de genios benéficos y de líricos fantasmas; tierra de pólvora y papel, de fuegos de artificio y de pincel; tierra de murallas imposibles y ciudades prohibidas pobladas de eunucos poderosos donde el tiempo permanece detenido; tierra de farolillos de colores, de casas de opio y de juegos embriagadores, de sombras que cuentan historias y de luces que las alumbran; tierra inmensa donde medran cien mil tribus que un solo hijo del Cielo gobierna; tierra de sabios y guerreros, de principios duales y finales sin principio; pero, sobre todo, ante todo, tierra de evocadora remembranza: me refiero, obviamente, a China.

Nuestro primer protagonista es un mozalbete de doce años, pelo negro y liso, ojos negros y brillantes, cuerpo delgado y ágil, bien formado, manos donde florecen ya, prematuramente, los callos, y pies acostumbrados a pisar desnudos el suelo de los húmedos bancales de arroz. El nombre al que atiende --y atiende siempre con presteza-- es el de Chuang.
La segunda protagonista, una niña de poco más o menos la misma edad que Chuang (no es cortés hablar de cosas tan vulgares como el tiempo cronológico en Palacio, por lo que las edades de los personajes palaciegos serán aproximadas), es bella como una sonrosada mañana de primavera derramándose en el estanque de los lotos: su pelo, más negro que el ébano, está peinando en largas trenzas rematadas por cintas de color según la época del año; su piel es blanca y satinada como la luna, y sus miembros son delicados y gráciles como juncos de bambú; su cuerpo esbelto, que recién comienza a despertar a la pubertad, poblándose está de curvas y suaves colinas; el rostro, de facciones suaves, alberga una graciosa naricilla levemente respingona, unos pómulos suaves como el durazno, una boca rosada y fresca como el iris, y unos ojos... que a pesar de ser bonitos y enmarcados por largas pestañas, en el momento en que suceden los hechos, como los de los más célebres augures, miran ya sin ver. Nunca ha salido de Palacio, ni sabe qué hay más allá de aquellos muros que protegen su inocente vida regalada. Vive, pues, como un pajarito en una hermosa jaula de oro, provista de frondosos jardines y estanques sembrados de lotos y lirios, cuyas aguas cobijan los más exóticos peces. Gira la cabeza hacia aquel que pronuncia su nombre: Yang Shu Mei.
El tercer protagonista cuenta, en años, tres veces la suma de los dos primeros y pregona los siguientes rasgos distintivos: su cabeza, de desnudo cráneo proporcionado, ya solo conserva un cabello blanco y largo que le cae en cascada desde los laterales y la nuca; el cuerpo, enjuto, comienza a combársele, aunque muy ligeramente, hacia adelante; en su rostro parece haber escrito el tiempo la historia de su vida con un punzón; mas en los ojos, si se lo mira fijamente, se puede distinguir el fuego del que porta una llama ardiente en su interior. Allá por donde pasa, precedido por el sonido inconfundible de su bordón, se le conoce como Tsung-zi, el monje-poeta errante.

El escenario es una minúscula región perdida en la inmensidad de la China continental, no muy lejana de la Capital Imperial, de donde llegan periódicamente los ecos cabalgando raudos el viento. Allí, en un verde valle rodeado por altos pináculos frondosos a donde gusta demorarse la niebla matinal, hay un palacio donde vive el Gobernador de la provincia con su familia y séquito. Una alta tapia oculta a los campesinos y viajeros todo lo que acontece en su interior. A lo ancho del valle, a uno y otro lado de la corriente del río que lo divide en dos, se cultiva el arroz, pero también el sorgo que comen los campesinos y multitud de hortalizas que, junto a una parte del arroz cultivado, salen diariamente hacia los mercados. Allí, en medio de los terrenos cultivables también se encuentra una pequeña factoría de huangjiu (vino de arroz) y un telar donde se fabrican tejidos de algodón y seda importada de Sichuan, ambas industrias propiedad del Gobernador. Tanto el huangjiu (un vino de atractivo color rojizo que nada tiene que envidiar a los celebérrimos de Shaoxing) como las ricas telas son muy apreciadas en la capital desde donde llegan comerciantes a obtener, al por mayor, mercancías que después pondrán a la venta, al detall, al personal de la Corte.

Se podría decir que los campesinos son súbditos del Gobernador por delegación del Emperador, poseedor real de territorios con todo lo que contienen, incluidas las personas. Viven en cabañas de madera de aspecto sencillo que apenas les sirven para protegerlos del frío en invierno o de las lluvias del otoño. Si bien su modo de vida es humilde no les falta lo necesario para subsistir, ya que a cambio de laborar los campos, manufacturar el vino de arroz y trabajar en el telar, se les adjudica un cupo suficiente de sorgo y hortalizas, se les permite pescar en el río y tener granja de ganado para su uso particular, y se les felicita el algodón necesario para su vestimenta. A pesar de tener cubiertas las necesidades más perentorias, el horizonte no es muy halagüeño. Para el que quiere prosperar solo existen dos formas de hacerlo: un matrimonio ventajoso o emigrar a la ciudad. La primera opción es extremadamente difícil, a menos que se trate de algún manufacturero o costurero especialmente hábil o dotado (los campesinos están descartados, por descontado). La segunda opción es un albur que pocos están dispuestos a correr (no se sabe de nadie en el valle que haya hecho carrera en la urbe; al menos nunca ha vuelto ni escrito para contarlo).


II
Chuang es un niño despierto, obediente, trabajador y respetuoso con sus padres; es decir: un fiel observante de la ley, tal y como Confucio propugnara. Pero, además de cumplir con los preceptos de buen hijo y buen súbdito, posee el nada despreciable ornamento de un carácter afable y, por un capricho de ese azar ineluctable al que todos estamos sometidos, también está provisto de un talento que no encaja muy bien con su destino de campesino: una facilidad pasmosa para reproducir el canto de los pájaros o el sonido del viento entre las cañas; facultad que mostró primero con sus labios, y, a partir de los diez años, con sendas dizi y guanzi (flautas de bambú) fabricadas y regaladas por su abuelo (quien allá en su juventud, antes de caer en desgracia y ser exiliado al campo, había sido luthier en el Palacio Imperial).

El talentoso niño tiene por costumbre saludar al sol todas las mañanas con una melodía de su invención. Se podría decir, sin temor a equivocarnos, que es lo más parecido a un compositor que le pueda estar permitido a un humilde campesino. Su abuelo, Cao-Ming, lo supo enseguida, y no desaprovecha el más mínimo resquicio de ocio que las tediosas labores del campo le dejan, para adiestrar a su talentoso nieto en el difícil dominio de estas tradicionales flautas chinas (algo que le reprocha su hijo, el padre de Chuang, ya que según él distrae al futuro campesino de su labor; y él, Chuo-Ming, pretende para su hijo la mejor de las fortunas: sucederle como súbdito recompensado por el Gobernador; dudoso título honorífico consistente en una especie de diploma en papel de arroz con la pertinente felicitación refrendada con el sello nobiliario, otorgado gracias a la pulcritud de su trabajo y la diligencia con que siempre cumple con los plazos y los cupos asignados).
Así, mientras va camino de los campos, cuando la luz del día aún se muestra dudosa, saca Chuang una u otra flauta, y entona una melodía. A veces le es sugerida por el canto de una alondra del camino o, al pasar al lado de las altas tapias de Palacio, por los trinos más sutiles de las aves del paraíso que allí dentro moran; Chuang entonces coge el tono y continúa la consecución de notas, rivalizando con las aves en su canto. Otras veces la tonada sigue las pautas del sonido del viento en las ramas de los sauces y los juncos de las acequias, o el canto del ruiseñor que le arrullara la noche pasada, o quizá haya sido sugerida por un sueño especialmente melodioso y feliz. El caso es que toca durante todo el trayecto hasta llegar al campo de arroz, ya despuntando el alba, cuando el cielo pasa de la duda al rubor ante la proximidad de la salida del sol.

Es cierto que en ocasiones, mientras bordea aquellos altos muros de piedra, piensa en qué guardarán, o qué aspecto tendrán y cómo se moverán sus inalcanzables moradores, a los que solo ha visto pasar de forma esporádica y majestuosa, a caballo o en palanquín cubierto, camino de la Capital. Más de una vez, incluso, se sueña encaramado a lo alto del muro, curioseando los secretos que se ocultan tan celosamente a la vista de la gente. Barrunta Chuang de aquel recinto una suerte de paraíso fantástico donde no cabe el esfuerzo, el dolor o la penuria; donde todo el mundo viste fastuosos atuendos de seda de vistosos colores; donde la sonrisa sea el gesto habitual en las caras; donde, en fin, la felicidad se cela con altos muros para que no escape. Poco imagina que la realidad es muy otra, que allí adentro la alegría hace tiempo que ha desaparecido, que la felicidad que él imagina se ha ido apagando al ritmo que lo hacía la luz en los ojos de Yang Shu Mei. Aquejada por una rara enfermedad que ningún médico ha podido descubrir ni, lo que es aún peor, tratar, la bella hija del Gobernador ha ido perdiendo gradualmente la vista, antes normal, desde su décimo cumpleaños hasta apenas distinguir la noche del día. Todos allí dentro están consternados. Ni los médicos del Palacio Imperial, enviados a instancias del Gran Chambelán (a la sazón, hermano del Gobernador), pueden hacer nada para evitar esta progresiva caída en la ceguera. Lo achacan a una de esas maldiciones que nadie sabe por qué acaecen a ciertas personas, pues el Gobernador siempre ha sido considerado un hombre recto y virtuoso, al que no se le conocen enemigos; al igual que su esposa, Yuan Wei, es la mujer menos sospechosa de guardar rincones oscuros en su pasado. Ni los más maldicientes han sido capaces de inventar ninguna sórdida historia que justificase esta inexplicable e injusta maldición.

Los que conocen a la niña --Pálida Flor de Loto, la llaman-- llevan más de un año clamando a los seis cielos y a los doce infiernos, a los mil dioses y cien mil demonios, por su curación. En el interior de Palacio se dedican ofrendas y se realizan actos de contricción: a la caída de la tarde, desde el interior del recinto amurallado, sale el sonido cadencioso de los chau gongs, señal de la celebración de rituales en que se invocan a los dioses y espíritus benefactores, y el más grave y solemne de los pasi gongs, para ahuyentar y mantener a raya a los demonios y espíritus malignos. Es un sonido ya familiar que se propaga por todo el valle, y que a un occidental le recordaría el toque de los relojes-campanario, pues marca con absoluta precisión y puntualidad la hora del ocaso.
La desgracia, caústica como el ácido, no precisando heraldos para su difusión, y a pesar de la exquisita discreción con que se tratan todos los asuntos privados de Palacio, acaba por traspasar los altos muros y su noticia se extiende por el valle y quién sabe si más allá... Ni qué decir tiene que la mala nueva va a causar conmoción entre aquellas sencillas, laboriosas y sentimentales gentes que tanto aprecian a sus nobles Señores. En la desgracia --se dicen-- nadie es siervo ni amo, pues que a todos los iguala. Sin pretenderlo en el alma de unos y otros surge un sentimiento que estrecha la distancia de clase que los separa.
Enterado Chuang, de la terrible sombra que se cierne sobre el (por él) imaginado paraíso, aun sin conocer a la pobre desdichada, es presa de una mezcla de pena y decepción. Ya hemos dicho que el niño posee un corazón noble y sensible, por lo que es lógico que deseche la decepción y prevalezca la tristeza al saber que a una niña de sus edad se le han ido apagando los ojos. ¿Cómo puede ser ello posible --se pregunta-- cuando hay tantas maravillas que observar, tantos amaneceres con los que despertar la mirada, tantos cielos incendiados en el ocaso, tantas formas y colores y manifestaciones naturales que registrar y con los que realizar fastuosos paisajes interiores, tantas aves, flores, peces multicolores, lejanas montañas brumosas y cercanos jardines ordenados, tantas sonrisas por descubrir, ... tantas y tantas maravillas que se fundirían en negro, que desaparecerían tras el tupido telón de la ceguera?

Así pues, aquí tenemos al pequeño flautista resuelto a aportar su granito de arena en el esfuerzo común: se propone con resuelta determinación crear para Pálida Flor de Loto una bella melodía capaz de ablandar el corazón de los demonios e infundir poder en el de los dioses para que la devuelvan la visión. Mas no sabe cómo componer una tal poderosa melodía; aunque en su corazón lo sienta posible, en realidad, a pesar de la fantasía que bulle en su cabeza de niño, duda de su capacidad para componer algo tan eficaz. Los doce años cumplidos ya lo están dotando de criterio y juicio distintivos, por lo que comienza a discernir cada vez más claramente la frontera entre lo fantástico y lo real. ¿Debería inspirarse en el sonido del viento cuando pasa a través de los dientes del Dragón Celestial? ¿En las letanías dedicadas al Emperador de Jade? ¿Quizá en el armonioso aliento de los Tres Puros, o en el suspiro beatífico de los Ocho Inmortales? ¿Acaso sería preferible demandar inspiración de Guan Yin (la diosa de la compasión), o directamente de Pangu (el dios primigenio creador de todo lo existente, quien sometiera el caos y ordenara el universo)?
En esta incertidumbre se encuentra Chuang, sacando bellos sonidos a sus dos flautas, ensayando melodías a cual más hermosa, intentando dar con la que al fin colme sus expectativas, cuando un día aparece en la región, siguiendo el sendero que conduce al Paso de las Montañas Azules, la figura ligeramente curvada de Tsung-zi, precedida por el inconfundible sonido de su bordón.


III
No es frecuente ver a nadie llegar por el sendero que, recorriendo el valle por la ribera izquierda del río y saltándolo una y otra vez por puentes, pontones y troncos tendidos sobre su cauce, penetra en el espeso bosque y, tras cruzarlo, se encarama, siguiendo el curso del agua, por las cada vez más empinadas cotas para buscar las alturas donde las nieblas se condensan, y una vez allí, tras demorarse en un falso llano donde se encuentran las fuentes del río que parece surgir como llanto entre las peñas, sigue ascendiendo otro trecho hasta un angosto tajo abierto entre las paredes verticales, apenas barbadas de verde, conocido como El Paso, por el que se accede, por fin, a la otra vertiente de la cordillera, y de ahí, en tortuoso descenso, al valle convecino. Es una vía ardua y difícil, por eso es muy raro, repito, ver a nadie que traiga esa dirección. Será oportuno precisar que también es camino obligado, si no se quiere dar un gran rodeo, para todo el que quiera llegarse hasta el Palacio del Gobernador desde el Santuario del Dragón Celestial, cenobio virtualmente colgado del vacío que unos monjes taoístas erigieran en tiempos remotos en la cima de uno de esos picachos que, solitarios, se yerguen hacia el cielo, como plegarias de la tierra, en esa parte de China. De todas formas, el Paso solo es practicable desde primavera hasta mediados del otoño, ya que entre esas fechas la nieve suele cerrarlo con un grueso manto hasta el momento del deshielo.
Cuando Tsung-zi avistó las cóncavas cornisas del edificio principal del Palacio, por detrás había ya dejado un bosque que vestía sus más vistosas galas: todos los matices del amarillo al rojo entretejidos al verde intenso de la vegetación perenne se daban citaba como una explosión de color para crear un inmenso y hermoso mosaico natural. Así pues, poco faltaba para que los primeros copos hicieran su aparición allá arriba.
A medida que el errante se acercaba al señorial recinto, sus ojos pudieron maravillarse con la magnificencia y el esplendor de una fantástica escena: el sol, en su declinar, parecía incendiar los dragones dorados que a modo de gárgolas culminaban las cuatro esquinas de cada uno de los tres pisos del Gran Pabellón; así el cuerpo serpentiforme y, sobre todo, las fauces, que apuntaban hacia cada uno de los cuatro puntos cardinales, de estos seres benefactores semejaban estar envueltos en su mismo fuego, lo que a los ojos de aquellas mágicas gentes era garantía de protección.
A esa hora en que la luz comenzaba ya a confundirse con las sombras, los campesinos abandonaban las labores en las huertas y campos de arroz, los telares se detenían y en la fábrica de vino se apagaban los hornos y se terminaban de limpiar los destiladores y depósitos de fermentación; todos volvían a sus casas para realizar su gran comida del día y descansar hasta la madrugada siguiente, por lo que era común que se encontraran por los caminos y las sendas que recorrían toda aquella distribución reticular del terreno.

En uno de estos cruces de caminos vecinales Chuang se topa por primera vez con aquel hombre de andar fácil y cadencioso que parece ayudarse de un largo bastón tan alto como su portador. El toc-toc regular del bordón contra el suelo --que lo precede--  hace pensar en una especie de metrónomo orgánico desplazándose en el espacio. Aún puede el niño distinguir la sonrisa en el surcado rostro del anciano cuando, ambos detenidos, se ceden mutuamente el paso. Chuang, que en absoluto es tímido (la gente sencilla y natural del campo no suele conocer esa sofisticación del carácter que es la timidez), lo saluda con una inclinación reverencial al tiempo que muestra la media luna de su boca:
-Mi nombre es Chuang --le dice el mozalbete, cordial.
-El mío Tsung-zi --responde el anciano, con una leve inclinación a su vez.
-¿Te importa si camino contigo? --le pregunta Chuang, a este monje (la vestimenta talar lo delata) llegado de las montañas, como si le estuviera pidiendo a un héroe compartir la marcha.
-Será un placer acompasar mi paso al tuyo. Me vendrá bien charlar un rato después de dos días sin ver a nadie. Además, es posible que puedas ayudarme.
Chuang abrió enormemente sus enormes ojos cuando escuchó de aquel venerable anciano que él, un humilde niño campesino, pudiera ayudarlo en algo.
-¿Ayudarte yo, venerable señor? ¿Cómo podría hacerlo?
-Quizá tú puedas darme cierta información que necesito.
Chuang se quedó sorprendido. No esperaba eso de un hombre que camina solitario y es capaz de atravesar el dificultoso paso de las Montañas Azules. Estaba acostumbrado a oír ver y, casi, callar, sobre todo en presencia de los mayores, era lo que le correspondía a su edad. Si se había atrevido a dirigirse él primero al anciano fue más producto de la cortesía del que recibe a un forastero en su casa que por inapropiada curiosidad. Pero no esperaba que alguien pudiera necesitarlo. Le gustó la sensación; se sintió, digamos que... importante.
-Como ya observo que eres un niño despierto te presumo conocedor de todo cuanto pasa por aquí ¿No es así? --prosiguió el anciano desconcertando a Chuan.
-No sé. Me entero de las cosas, pocas veces pregunto, pero tengo los oídos siempre muy atentos. --replicó el niño sintiéndose ya partícipe de un diálogo entre iguales.
-A eso me refería. --y sin andarse con más ambages, Tsung-zi le preguntó:
-¿Conoces por aquí a alguien que sepa tocar la flauta?
El niño se detuvo en seco. Ahora ya no le cabían los ojos en la cara.

El anciano se detuvo también, y girándose hacia él esperó con una sonrisa como cebo. Chuang picó, saliendo de su asombro se acercó y se plantó ante el monje con los pies ligeramente separados y mirándolo a los ojos. Seguidamente, con lentitud, como pensando a la vez que actuaba, introdujo su mano en el zurrón que emergió instantes después con la guanzi, de sus dos flautas la de lengüeta. Sin decir nada, la puso ante los ojos del anciano que no pareció sorprenderse.
-¡Qué casualidad! --fingió asombro, sin mucha convicción ni intención de que lo pareciera. Pero, con prudencia, añadió:-- ¿Hay alguien más en el valle que la toque?
Chuang, en un primer momento se sintió desconcertado. Mas siendo como era, de carácter noble, sincero y honesto, respondió sin ningún atisbo de contrariedad o decepción,
-Mi abuelo sabe. Es quien me ha enseñado. Y allí dentro --señalando hacia el recinto que ya tenían a un tiro de piedra-- hay más personas que la tocan. A veces me he parado a escuchar sentado contra la tapia, o subido en uno de los árboles que hay frente a ella, al otro lado del camino. También he aprendido de ellos.
-¡Hum! ¿Y las melodías que tocas te las ha enseñado tu abuelo? ¿Imitas las que oyes procedentes del Palacio? --buscó mayor concreción el anciano (tan enigmático ya a los ojos de Chuang).
-Algunas sí. Imito todo lo que oigo, es fácil. Pero lo que más me gusta es inventarme mis propias melodías. Para ello escucho al viento, a las aves, a la naturaleza toda, y, sobre todo, a mis sueños y mis voces interiores que me las cantan. --Era la primera vez que contaba a alguien todo esto. Oh, sí, con su abuelo hablaba de música, pero su abuelo era su abuelo, una parte de él mismo, no contaba como alguien.
Tsung-zi no se había confundido. Sus pasos le llevaron directamente hasta quien buscaba. Dio gracias interiormente a los dioses por ello, y después le dijo,
-Mi querido Chuang. Te busco a ti. Traigo un importante encargo, tenemos encomendada una misión que tiene que ver con algo que ha acaecido en el interior de Palacio.
Ahora la boca tomó el relevo de los ojos que ya no podían abrirse más. Aquel estupefacto mozalbete solo acertó a balbucear,
-¿U... u... una, misión?

Fin de la Primera Parte

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CONTRAPUNTO


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Las cinco ILUSTRACIONES de formato vertical pertenecen a Zhan Daqian
 
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domingo, 26 de febrero de 2012

La Jungla




I
Ignoro cómo he llegado hasta este sofocante y ominoso lugar... Pero aquí estoy. A mi alrededor, la naturaleza se muestra tan ferozmente abigarrada que parece competir consigo misma por cada palmo de terreno: plantas parasitando a otras plantas, aprovechándose de ellas, de su alimento, ahogándolas, aferrándose a sus troncos y ramas para encaramarse por su altura en pos del sol, que allá arriba, sobre la tupida cúpula del follaje, brilla ajeno a este inframundo. Una multiplicidad de insectos y sabandijas pululan por todos lados, volando, deslizándose, saltando o correteando; ocasionalmente los veo, o los oigo, o los presiento desplazarse por un suelo alfombrado de detritos en constante putrefacción, sustrato de todo cuanto se alza pretendiendo huir, alejarse de aquel su corrupto lecho. De las ramas, colgando, mimetizadas, esperando el descuido de las incautas víctimas, sinuosas criaturas reptantes olfatean el aire con su escrutadora lengua bífida. Y todo, en medio de un calor intenso y sofocante, de un aire denso y enrarecido que asfixia el aliento ya en el interior de mis pulmones.
No entiendo nada, no sé qué hago aquí, si bien se podrían establecer diversas hipótesis que explicaran mi insospechada aparición en este inhóspito entorno, todas dotadas de verosimilitud: igual pudiera deberse al aterrizaje forzoso de una de esas avionetas bimotores víctima de una tormenta que hubiera herido sus alas con un rayo, o como consecuencia de un naufragio al ser arrojado el barco en que viajaba, ya desarbolado, por una galerna contra los rocosos acantilados, en ambos casos la perplejidad sería producto de la amnesia sobrevenida al accidente; o bien, en el caso menos probable, pero más moderno y acorde con los tiempos que corren, ser producto de mi accidental deslizamiento por un agujero espacio-temporal de esos que, parece ser, la nueva ciencia demuestra factibles tras el hallazgo de la curvatura del espacio sobre sí mismo y del desdoblamiento del tiempo atendiendo a la superposición dimensional. El caso es que ya fuera por una justificación Burroughsiana, Conradiana o Wellsiana, me encontraba en el corazón de lo que sin ningún género de dudas tenía toda la amenazadora apariencia de una intrincada y tenebrosa jungla.

Intento caminar por esta fronda opaca, poco más que impenetrable, cosa que se me hace en extremo dificultosa. Prefiero no mirar dónde pongo los pies, a pesar del sonido quebradizo que me llega desde abajo. El hecho de calzar una buenas botas de cuero de media caña me tranquiliza ante la posibilidad de recibir mordiscos o picotazos de seres invisibles a la vista, pero que sin duda están ahí, debajo de mis suelas, sufriendo el peso de mi patosa perplejidad. Tengo la sensación de no pisar siquiera el suelo, dudo incluso de que este lugar tenga un suelo convencional. Más bien parezca que me desplazo sobre una alfombra de mullida podredumbre orgánica, húmeda y viscosa. Mis pantalones de gruesa loneta casi impermeable dan continuidad ascendente a la tranquilidad que me proporciona el calzado.
A veces noto algo que se me agarra a los pies, quizá no sean más que ramas filamentosas, juncos rastreros, o... algo menos leñoso y vegetal, algo más... muscular o articulado, levanto el pie enérgicamente y realizo con firmeza el siguiente paso. Sea lo que fuere, cede en su pretensión; mi pie, liberado, hace crujir de nuevo la materia que le sirve de apoyo, chapotea o se enloda al posarse más allá,
Algo parecido a una inquietante y creciente excitación me va inundando. Mis manos no dan a basto separando lianas, arbustos y zarzas que hieren y desgarran mi piel. Pareciera que la selva misma fuera una inmensa planta carnívora y yo una desgraciada víctima caída en su abominable seno. Felizmente, el ambiente siendo asfixiante no es letal, nada hace presumir en él la naturaleza de un jugo gástrico, ni tan siquiera de un gas ponzoñoso, pero todo en derredor obra como si quisiera prenderme, abrazarme y digerirme.

De vez en cuando un débil rayo de sol, hilo de oro o venablo luminoso, penetra lo impenetrable y subraya la atmósfera dantesca que me envuelve. Allá donde me alcanza la vista (no más de cuatro o cinco metros, antes de que un parduzco y grisáceo telón me oculte una más lejana realidad) no diviso un camino, una senda, una claridad hacia la cual dirigirme. El panorama es uniformemente limitado y desesperanzador. Imposible orientarse, solo sé dónde esta el arriba y el abajo: arriba, el sol, oculto por una cúpula impenetrable; abajo, un indescriptible terreno que más parece un pringoso fondo gástrico. En mi mente una idea, no obstante: "no te detengas, camina". Y camino, sin saber hacia adónde, pero avanzo (o quizá esté retrocediendo...). He de salir de aquí. No sé cómo he llegado, pero he de salir.
Mi corazón me guía, ya que mi cabeza no puede hacerlo. El calor, la humedad, la pastosidad del aire, la ausencia de un horizonte, en fin, la opresión resultante, me impide pensar, dificulta que mi cerebro funcione con un mínimo de fluidez, de lógica, de reflexión. Además, el hecho de no encontrar una explicación a mi presencia en este lugar ha dinamitado mi capacidad especulativa. Estoy a merced de mi voluntad: o ella me saca de este atolladero, o sucumbiré. No pocas veces he de escapar de las fauces y el abrazo subsiguiente con que desde arriba intentan atraparme leviatanes constrictores que me ven como un regalo inesperado; mas, por suerte, me basta un gesto enérgico de los brazos simultáneo a un rápido movimiento de esquiva, un grito que se ahoga en mi garganta, o mis propios colmillos, para conjurar el peligro. Los enemigos que me salen al paso carecen del empecinamiento resueltamente aniquilador de los seres apocalípticos. Esto me da un atisbo de optimismo y hace que no decaiga mi ánimo. Sigo, resuelto.
La vegetación se cierra aún más por momentos; ya ni piso el suelo, camino sobre ramas rastreras, raíces superficiales, densas matas de plantas innombrables. Aunque tropiezo, me resbalo y trastabillo no llego a caerme (pienso que eso sería fatal, que entonces estaría perdido, que la selva me engulliría sin remedio), el enramado y el follaje me lo impiden. Pero los brazos, la cara, el cuello, los llevo sangrantes, lacerados, desgarrados, arañados, hendidos, azotados, por mil látigos y espinas,... o bocas que quieren su parte en el festín.


II
A pesar de la repugnancia que siento no tengo otra opción que beber el líquido (que imagino agua) remansado en oquedades de troncos y en cálices de flores gigantescas --no el del piso, de ese no me atrevo. El sabor es putrefacto, pero es agua, y debo combatir la deshidratación. Una punzada en el estómago y un súbito debilitamiento me recuerdan que también he de comer algo, reponer fuerzas. La constante marcha, el esfuerzo sostenido, la inquietud insuperable, me han quemado aceleradamente las energías. Miro a mi alrededor... ¿qué comer en semejante sitio? ¿de qué puedo fiarme? Pero el hambre es más fuerte que la prevención, mi faceta animal se impone (una vez claudicado mi neocórtex, la parte límbica de mi cerebro toma las riendas). Huyo de los frutos demasiado vistosos y de aquellos demasiado nauseabundos, solo hinco el diente a lo que me merece una mínima confianza, y a pesar de ello, mastico una pequeña cantidad y espero. Nada de lo que hay aquí me resulta familiar, luego he de fiarme del instinto; lo hago. A veces, he de escupir lo catado por demasiado acerbo o desagradable; otras, paladeo con algo parecido a la delectación (sensaciones adulteradas por el hambre). En esta espesa selva no abunda lo dulce: al no llegar el sol no maduran los frutos, los ácidos no se convierten en azúcares, permanecen ácidos (lo que no deja de evocarme, de nuevo, los jugos gástricos); pero al menos la presencia de sustancias concentradas, de textura densa y friable, semejante a la del queso, me da la impresión de estar comiendo algo proteico. En esta situación, y no sabiendo cuándo me será concedido salir de aquí, no escatimo algún insecto que se me acerca descuidado o con aviesas intenciones. No dudo en devorar al pretendido devorador. Alguno de estos insectos, que al masticarlos crujen como torreznillos, sí me transmiten el sabor de lo dulce, incluso lo amielado (quizá sean libadores de estas flores de sombra, o quién sabe, si acaso liben el polen de flores aéreas que abren sus corolas a la luz del sol, allá arriba, donde mi vista no llega...). Tras esta última reflexión se me ocurre: ¿y si decidiera encaramarme a lo alto, intentar vislumbrar desde allí el horizonte, precisar así dónde me  encuentro, y, por tanto, qué camino tomar? Pero enseguida pienso que si me sale al paso una de esas grandes serpientes que rivalizan con las más gruesas ramas en diámetro estaría irremisiblemente perdido. Desecho la idea de trepar. Decido continuar.

Un sonido que no proviene de mis pies, ni de mi cuerpo, ni de la acción de mi cuerpo sobre la vegetación, me sobresalta. Aunque es un sonido sigiloso, acostumbrado como estoy al que yo provoco, lo percibo con distinción. Me detengo. El sonido también se detiene. Retomo la marcha volada sobre el lecho reticular de la intrincada vegetación; el sonido vuelve a surgir, lo ubico a mi derecha y detrás. Sigo caminando pero con la máxima atención y mirando de reojo. No logro ver nada. Sea lo que sea se mimetiza perfectamente con el ambiente. Está cerca, muy cerca. Me preparo para lo peor. Sea lo que fuere no es más pequeño que yo. Presumo que tenga cuatro patas y pertenezca a la familia de los félidos. Si es así estaré perdido. Sin armas, ni un cuchillo siquiera, no tendré nada que hacer. No tengo miedo, después de toda la zozobra vivida no hay lugar para el temor en mi corazón. Por un momento me vuelve la idea de ascender a lo alto, pero si lo que me acecha es un felino podrá seguirme. El animal que hay en mí reacciona, recuerda de cuando fuera simio, agarro con las manos ensangrentadas las lianas que cuelgan de un grueso tronco al que se abraza una enredadera y comienzo a trepar... De pronto, oigo una voz detrás de mí; es una voz ronca, cavernosa, casi suplicante...
-No lo hagas.
Me detengo petrificado. La voz ha ejercido sobre mí el efecto de un dardo paralizante. Giro la cabeza, y observo, por debajo (apenas había trepado ya dos metros), la silueta umbrosa pero reconocible de... ¡Un tigre! ¡Cielos, un tigre me estaba hablando! Por más que miré, no vi a nadie más. El tigre, creo que sonriendo (quizá fuera mi imaginación, la que así interpretara un ligero estiramiento de sus belfos), volvió a repetir,
-No lo hagas. --y, esta vez, en tono admonitorio, añadió:-- arriba hay peligros que ni imaginas. Te desaconsejo que sigas trepando. --Yo estaba atónito, pero, sobreponiéndome y tras una primera reacción que me llevó a encaramarme otro medio metro, me volví hacia él y le dije:
-¿Por qué debo hacerte caso? ¿No me estarás engañando para que baje y así devorarme? --(lo que menos me preocupaba a estas alturas es que estuviera hablando con un tigre, después de lo vivido, empezando por mi inaudita presencia en aquel lugar, nada me extrañaba ya).
-¿Devorarte? Si hubiera querido devorarte ya lo habría hecho: pero, al hacerlo hubiera acabado con lo más parecido a una compañía que este lóbrego lugar me ha proporcionado en mucho tiempo --y mientras me hablaba había adoptado una posición sedente, quizá con la intención de infundir tranquilidad y confianza en su interlocutor--. Llevo siguiéndote un largo rato, te he visto luchar contra la selva, contra tu corazón, contra tu imaginación. Tú no te has dado cuenta de mi presencia, bastante tenías con tu angustiosa situación. Después, cuando ya has logrado acallar tu turbación, y tus sentidos han vuelto a volcarse hacia el exterior, y tu mente se ha apaciguado y, por tanto, has recobrado la disposición para captar de forma inconsciente el entorno, es cuando has reparado en mi presencia.
"No, mi querido compañero de selvática prisión, si hubiera querido acabar contigo lo habría hecho mucho antes. Te he estado observando. Para ser un recién llegado te has desenvuelto bastante bien en un medio tan adverso. No te has amilanado, no has sucumbido a la desesperación. Has resistido, has luchado, no has cometido errores, ni tan siquiera has rezado o te has encomendado a nadie de fuera. Eso me ha gustado. Pero no podía consentir que te perdieras. Es fácil pensar que arriba está la solución. Eso solían pensar los que han llegado aquí en el pasado y decidieron subir, esa fue su perdición. Porque ellas están allí, aguardando: se alimentan de la ilusión de la gente ¿sabes?. Los que ascienden creen que van hacia la luz, cuando la verdad es que los espera el vientre del Leviatán."


III
Mientras aquel enorme tigre hablaba me fui tranquilizando. Aunque no dejaba de asaltarme la taimada actitud del Shere Khan para con Mowgli, ni la de esos devoradores de hombres que en Bengala causan el pánico no con sus colmillos o sus garras, sino con su astucia para llevar a cabo estrategias dignas del mismo demonio, no de un animal; acaso por eso se los denomina demonios rayados. Pero, por otro lado, soy consciente de que en el fondo de estas historias hay un poso legendario y mágico, que concibe a este tremendo y bello felino, capaz de derribar a un búfalo de un zarpazo, el poder de lo innombrable; su capacidad para la emboscadura, que lo hacen poco menos que invisible hasta el momento fatal en que la escapatoria es imposible, contribuye así mismo a esta fama de ser procedente de otro mundo que aparece y desaparece de éste a voluntad llevándose consigo el producto de sus carnívoras razias (pues se asegura que sus víctimas desaparecen sin dejar rastro).
Pero soy realista: este fantástico mundo en que me encuentro, y al que no sé cómo he llegado, poblado de seres fantasmagóricos y tigres que hablan, no puede regirse con las mismas coordenadas de aquel otro mundo de donde vengo. No obstante he de actuar con cautela. Este tigre parlante no da la sensación de ser un taimado devorador de hombres, sino, antes bien, encuentro en él mucho de humano, demasiado humano... pero nunca se sabe. Opto por el diálogo: a través de él intentaré aclarar mis dudas, saber de su naturaleza e intenciones; y, lo más importante: quizá pueda ayudarme a salir de este lugar.
-¿Quién eres tú, tigre que habla? ¿Perteneces a este lugar o has llegado a él, como yo, inexplicablemente? ¿A qué leviatanes te refieres para desaconsejarme la ascensión a las alturas?
El tigre, me mira --distingo en su mirada más curiosidad que hambre--, y menea la pesada cabezota donde alberga una envidiable dentadura presidida por colmillos como alfanjes. Después se mira la zarpa derecha de la que han aflorado las curvas y afiladas garras como si estuviera pasando revista a su filo, se las frota contra la espesa mata de pelo blanquecino que tapiza su poderoso pecho, y, tras envainarlas en su mullida funda, vuelve a posar la pata en el suelo. Después alza el bigotudo rostro rayado hacia mí para proceder a dar respuesta a mis cuestiones --o al menos, eso espero.
-¿Quién soy yo? En la respuesta a esta pregunta se halla también la respuesta a tu propia naturaleza. En cuanto al lugar,... bueno, digamos que pertenezco y no pertenezco a él, como tú (aunque aún lo ignores); y los leviatanes,... digamos que son avatares de la destrucción; imagínalos si quieres como enormes serpientes constrictoras, o mambas ponzoñosas con la apariencia de ramas, o artrópodos de letales quelíceros,... seres, de cualquier forma, hechos de espanto y horror. Abundan en todos los caminos que conducen a la luz. --y al decir esto escrutó la cúpula por encima de mí, como si tratara de ver a estos seres ignominiosos.
-¿Pero, cómo? --repuse-- ¿Qué quieres decir cuando afirmas que tu naturaleza explicaría la mía? ¿Cómo se puede pertenecer y no pertenecer, al mismo tiempo, a un lugar? ¿Qué tengo que ver yo con este sitio? Yo estoy aquí por un desgraciado accidente que aún permanece oculto a mi consciencia --al oír esta última frase, mi felino interlocutor estalló en una sonora carcajada que la maleza amortiguó como si los espasmos guturales fueran absorbidos por una materia esponjosa.
-JA, JA, JA,... --el tigre se revolcaba panza arriba por aquel infecto suelo que, no obstante, no manchaba su lustrosa y bella piel rayada--. JA, JA, JA,... Qué gracioso eres, recién llegado. Si dispusiera de un espejo se te aclararían todas las dudas. Pero espera,... --pareció dudar un instante, para determinar...--, ven conmigo, aquí cerca hay una charca (que te parecerá tan repugnante como todo este entorno, pero cuya superficie, aparentemente inofensiva, tiene la dudosa cualidad especular que se supone a todas las superficies líquidas donde se refleja la luz). En esa charca, a esta hora, si la cúpula del follaje no ha variado su disposición, un rayo de sol penetra hasta derramarse en ella. Allí podrás asomarte y contemplar tu verdadero rostro. --Y sin esperar mi respuesta (suponiendo que yo, al fin, picado por la curiosidad, lo seguiría), se dio la vuelta y comenzó a caminar con ese elegante y pasmoso sigilo que ha cimentado su fama de invisibilidad.
-¡Aguarda! --le grité-- Antes de confiar en ti y seguirte debes decirme quién eres. En ti aprecio una naturaleza diferente a la del felino, te mueves y actúas como un felino, pero hablas y te expresas como un humano. ¿Por qué extraño sortilegio has adquirido esa capacidad? --Pero, por toda respuesta, solo alcancé a oír mientras se alejaba,
-Confía en mí. Sígueme.
Antes de que desapareciera en la espesura me precipité tras él.

Al poco llegamos a una zona que si no dotada de mayor claridad, si era más diáfana. La vegetación se abría en una especie de bóveda irregular, acogiendo en su medio una charca de negra superficie poblada por extraños nenúfares de flores descoloridas, algas barbudas y oscuros presentimientos. En la zona más alejada a donde nos encontrábamos, un rayo de sol algo más grueso de los habitualmente hallados por mí hasta ese momento incidía como un foco en la superficie de aquel siniestro estanque. Rodeamos las márgenes para encaminarnos hacia aquel lugar milagrosamente iluminado. El tigre, que se había adelantado, me esperaba sentado al borde de la ciénaga. Cuando llegué, me quedé mirando aquel exiguo espacio iluminado entre la omnipresente penumbra. Daba la impresión de uno de esos ovalados espejos de tocador. Un súbito temor inundó mi corazón e hizo estremecer mis miembros.
-Date prisa. El rayo de sol no va a estar ahí a tu disposición todo el día. Pronto desaparecerá. Acércate y descubre lo que hay tras el velo de Isis --y subrayó su recomendación, que casi sonaba a mandato, con un gesto de la zarpa indicando el lugar que debería ocupar.
Me acerqué lentamente. Siempre mirando el reflejo que semejaba una lentejuela en aquella superficie mate. Lo que hubiera debajo permanecía oculto a la vista. Por la cabeza se me pasó la idea de que cuando adelantara el rostro hacia aquella zona especular, desde la profundidad de sus sombrías aguas emergerían las terroríficas fauces de alguna de esas criaturas de los pantanos. Dudé. Me arrodillé con cuidado. (En mi mente resonando las últimas y enigmáticas palabras del tigre: descubre lo que hay tras el velo de Isis).
-No temas, yo estoy aquí para protegerte --dijo el tigre, leyéndome el pensamiento y percibiendo la zozobra en que se hallaba mi ánimo; pero insuflando aún más misterio: ¿De qué debía protegerme?
Apoyé bien las manos en unas raíces o ramas, semejantes a las que abundan en los manglares, que orlaban las orillas de la charca y me adelanté con los ojos cerrados. Poco a poco, entreabriendo los párpados lentamente, ante mí comenzó a aparecer una imagen...


Epílogo
Traspasado por la imagen que aquellas inmundas aguas me devolvían de alguien a quien no reconocía (más inmundas aún por lo que me revelaban, espejadas por el furtivo rayo de sol), me lancé hacia atrás con brusquedad sin reparar que daría con mi trasero en el pútrido suelo. Fue como si de repente se encendiera la luz en una habitación previamente a oscuras. A un mismo tiempo todo se desvelaba, pero, a la vez, nuevas incógnitas suplantaban a las antiguas surgidas a la luz de la revelación.
¿Qué podría decir acerca de lo que contemplé como lo que debiera haber sido mi rostro? Nada había en la imagen reflejada en la charca que hiciera recordar los familiares rasgos de lo humano: mis rasgos, los que estaba habituado a contemplar todas las mañanas durante el aseo. Ni mis manos, seguidamente expuestas al reflejo, correspondían a esas herramientas que dicen ser, junto con el aparato fonador, el origen distintivo de la humanidad (si es que hemos de dar por buena esa máxima que defiende que la función hace al órgano, retroalimentando éste el circuito de una inteligencia siempre en constante evolución). Me quedé mirando alternativamente al agua y a la cara de mi compañero tigre. Él volvió a estirar los belfos en un gesto que indudablemente tenía toda la significación y la apariencia de una sonrisa. Ahora comprendía qué me había querido decir cuando sugería su presencia protectora. Ya me estaba protegiendo... ¡de mí mismo!, de mi peligrosa deriva hacia la locura. Esa sonrisa inhumana, de felino diseño, ejerció sobre mí el benéfico efecto de un antídoto que resuelve, instantáneo, la letal acción de un potente veneno.
-Entonces, tú... --acerté a balbucear--, tú...
-Efectivamente, yo, desde mí mismo, no soy el feroz depredador que aparento. Yo no me siento tigre; acaso no lo sea (aún no lo sé con certeza absoluta). Ya pasé un día por lo que tú estás pasando ahora. Como a ti te ha sucedido, llegué súbita e inexplicablemente a este extraño lugar con apariencia de jungla. Como en tu caso, yo vagué sin rumbo entre esta amenazante espesura, sabiendo de mi constitución humana, de que yo caminaba con pies y no con patas, que yo apartaba la vegetación que se empeñaba en cerrar mi camino con las manos y no con zarpas, que en mi boca los colmillos apenas sobresalían de los molares, que mi piel se rasgaba y sangraba,... En una palabra, yo era completamente ajeno a mi nueva naturaleza, si es que era nueva, si es que la naturaleza virtual no era aquella otra, la de homínido que durante años había llevado en aquel otro mundo tan diferente y, no obstante, tan semejante a éste. Como a ti te ha acaecido conmigo, a mí también se me apareció otro ser: un chimpancé de barba ya blanca, maduro por tanto, sino viejo. Él me condujo --como yo a ti-- hasta esta charca, y así descubrí ésta mi nueva condición felina. ¿A qué se debía esta nueva condición? ¿Qué traducía? ¿Tenía alguna relación con mi forma de ser anterior? No lo supe, y aún hoy lo ignoro, aunque lo barrunte; mas la más educada de las discreciones me impide aventurar siquiera una hipótesis.
Aquel que fuera mi ocasional compañero y protector, un día ya no pudo aguantar más y decidió emprender la aventura. Decía que dada su calidad de simio, acostumbrado por tanto a desplazarse por los árboles con la misma facilidad que yo por el suelo, podría arrostrar el riesgo con ciertas garantías de sortear el peligro que se cierne en las alturas. Todavía resuena en mi memoria, como si hubiera sucedido ayer, el espeluznante grito que escuché al poco tiempo de que desapareciera de mi vista, engullido por la cúpula que pretendía traspasar. De nada le valió su habilidad trepadora, de nada su conocimiento del medio aéreo, de nada su determinación. Lo extraño es que decidiera dirigirse hacia su ineludible final cuando él mismo ya me había prevenido --como yo a ti-- de aquellas copas que ocultaban el sol y el terror con su follaje.

-¿Pero, entonces --le dije-- qué es este sitio? ¿Qué nos ha pasado? ¿Tienes respuesta a esto? ¿O estamos condenados a errar en esta doble oscuridad: la física y la intelectiva? ¿Hasta cuándo? ¿Sucumbiremos nosotros, también, un día, y nos lanzaremos hacia arriba buscando nuestro fin pretendiendo nuestra salvación? Es demasiado desesperante solamente pensarlo...
-Certezas tengo pocas, compañero, y muchas dudas aún, pero el tiempo pasado aquí (el cual no me atrevo a determinar), abonado con infinitos momentos de reflexión, me empuja a pensar que en realidad esto no es un lugar, sino un estado. Sí, mi recién llegado, estoy cada vez más convencido de que este ambiente opresivo no es producto de ninguna telúrica voluntad infernal, sino que es el resultado de una crisis de la universal inteligencia. Un estado al que abocamos en un momento determinado de nuestra vida (incluso podemos visitarlo en diversas épocas de la misma), una especie de falla en esa continuidad vital que es la existencia, falla producida por terremotos cuyo epicentro se encontraría, no en un lugar --como este no lo será-- sino en el equilibrio de fuerzas que hacen posible todo lo que es. --(No cabía duda alguna que el tigre había sido todo un personaje en su existencia humana; quizá algún sesudo catedrático de Metafísica Existencial o Lógica Aplicada...).
-¿O sea que todo esto acaso no sea más que un paisaje mental? ¿Una idealización de un estado anímico? ¿Algo parecido a un sueño, a una ilusión, a un espejismo, a la pesadilla de un drogadicto bajo los efectos de un poderoso alucinógeno? ¿Me quieres decir eso?
-No, no -movía la cabezota y una zarpa en señal de negación-. No has comprendido nada. ¿Aún necesitarás pasar una eternidad por aquí --como la que yo acaso lleve-- para darte cuenta? Esto no es una ilusión, no menos, en todo caso, que nuestra vida humana. Porque ¿quién nos asegura que no soñamos cuando creemos vivir? Estimo, mi abrumado y angustiado compañero, que este lugar-estado es tan real como lo es el fundamento y asiento de nuestra conciencia homínida. Tan real como la ciudad en la que vivimos: las calles atestadas de tráfico y ruido; la polución de los coches, calefacciones y equipos de aire condicionado; la suciedad que constantemente generamos y que nos amenaza; todos esos seres que parecen parasitar nuestra buena fe; esas bestias innombrables e invisibles que acechan nuestra vida, que la controlan por medio del miedo... todo eso poco difiere de lo que aquí hemos encontrado y que nos parece tan amenazante. Nosotros mismos estamos construyendo nuestra propia jungla preñada de horror todos los días, con nuestra ignorancia, desidia, ambición o conformismo. ¿Quién sabe si esto no es reflejo de aquello, si esto no es aquello, visto con otros ojos, los nuestros transformados, los nuestros abiertos de una vez a la realidad más real?.
Yo le miraba y escuchaba absorto. Ese ensimismamiento fue el que no me hizo percibir, en un primer momento, el hecho incontestable de que con mi pata trasera, de forma refleja, me estaba rascando el costillar.

Fin de La Jungla


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BANDA SONORA
(para La Jungla)

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ILUSTRACIONES
Henri Rousseau "El Aduanero" (1844-1910)


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viernes, 24 de febrero de 2012

Luis Ricardo Falero: La Exaltación del Desnudo Femenino



Ecos del Paraíso Perdido quedaron habitando en la mujer;
por eso el hombre la busca y, hallada, la goza embelesado:
porque espera hallar en ella la dicha obtenida y ya perdida,
porque espera recobrar en las cimas y los valles de su piel
la eternidad jubilosa que un tiempo sin tiempo disfrutó.
Campo fértil es de vida que, consciente, 
acoge complacida la prolífica semilla
del pujante sueño erecto de los dioses.
De besos y embelesos.  Héctor Amado


En la obra de Luis Ricardo Falero (Granada, España, 1851 - Londres 1896) lo que no sea resaltar la espléndida y voluptuosa anatomía del cuerpo femenino está de más. Pocas veces representa a la mujer apenas cubierta por velos gaseosos, la transparencia del agua, o las sombras; muchas menos la ofrece vestida; nunca la vestimenta la oculta, siempre sugiere.
El sujeto y el objeto para este pintor español educado en Londres y París es, invariable, obsesivo, omnipresente, el cuerpo desnudo de la mujer. Un cuerpo, ciertamente, exaltado pero no irrealmente idealizado (como sucedería en Bouguereau, pintor más dotado, más profundo, más academista). Los cuerpos que Falero pinta son rotundos, muy femeninos, poco hay en ellos de idealización, es decir, de sugerencia al intelecto; son, antes bien, cuerpos que destilan la sensualidad de lo mórbido, de la carne naturalmente representada (y aquí carne no se utiliza con la acepción de mero objeto material, sino con la mayor de las cargas sensuales que la consistencia cálida y sugerente del cuerpo femenino pueda tener). La rotundidez de la forma actúa directamente sobre los sentidos, los estimula desde su explícita presentación, no necesita la artimaña de la sugerencia: los cuerpos hablan solos (ya los rostros sonrían pícara o francamente, ya se muestren inquietantes, eso es subalterno ante la línea depurada de las curvas voluptuosas que dicen más, en este caso, que los rostros).
Bien es cierto que todos esos cuerpos están bien formados, siguen el patrón de lo bello, de volúmenes redondeados, sinuosos, esplendorosamente turgentes, pero nada que se separe del canon de lo posible real. Solo que Falero lo utiliza y repite hasta la saciedad insaciable. Así en su Visión de Fausto o en la Salida de las Brujas, los cuerpos se repiten adoptando todo tipo de posiciones, escorzos, perspectivas, como queriéndonos presentar a una única modelo en todas las situaciones posibles. A ello ayuda una excelencia encomiable en el dibujo que raya en la perfección.

Hay en el arte de Falero una cierta tendencia, casi una premonición, de las pin-ups que tanto prosperarían ya entrado el siglo XX; lo que no es el caso -por seguir con la comparación- de Bouguereau. Si ambos trataron la figura femenina con predilección y admirablemente bien, en el segundo su formación y carácter academista hicieron que, si bien la mujer ocupa un lugar preferencial en su obra, no es exclusiva, como sucede en Falero. En Bouguereau lo que se dice es tan importante a cómo se dice, los rostros son más expresivos, las actitudes algo menos dinámicas (poco, no obstante) pero más dramáticas, y sobre todo, hay más detalle y refinamiento en los entornos, los fondos cobran importancia esencial en lo representado. Para falero, el entorno es anecdótico, solo sirve para establecer un contraste cromático con la luminosidad de la piel, con la definición de la curva, con la profundidad del volumen. Así en sus series estelares, en que aparecen los cuerpos suspendidos en el vacío, el fondo es negro o matizadamente blanco, en un caso reproduciendo el cielo estrellado, en el otro proponiendo un éter beatífico y nebulosamente imaginario. Esos cuerpos, entonces, presentados de esta forma, son aún más protagonistas; esos cuadros no contienen más historia, ni tienen más pretensión, que traernos a las mientes del placer -tanto estético como físico- la belleza del cuerpo de la mujer (cuando es bella, recalco). Incluso en las mujeres orientales (tema de moda en la pintura del siglo XIX), de formas más naturales, hay una transpiración placentera de belleza incontestable. Lo que está claro para el pintor granadino es que él intenta una y otra vez representar el Eterno Femenino que late en toda mujer, captarlo y presentárnoslo de las más sugestivas maneras, en las más variadas actitudes, desde todos los ángulos y puntos de vista, como queriendo recoger y plasmar las múltiples sugerencias que en la contemplación de la mujer se producen en el alma del hombre (o de otra mujer). Una mujer desnuda, por supuesto, libre del engaño y la ocultación que clama al intelecto: habla Falero de contemplación, no de excitación (ésta puede ser más poderosa con la sutileza del enmascaramiento, pues apela a la imaginación del que contempla), de satisfacción en la observación pasiva (o activa) de la imagen bella, no precisando, para ello, de otros medios que el prodigio de una fidelidad estilística que lo coloca en el límite entre lo natural real y lo natural ideal que habita el pálpito virginalmente libidinoso de lo femenino.

Hay también un no disimulado sesgo simbolista en su temática: lo mágico, lo imaginario, lo astrológico, lo mitológico, lo mítico,... pero todo, siempre, expresado a través del desnudo femenino. Si el tao nos habla de dos principios (yin y yang) como esencia de la dualidad entramada en lo existente, Falero se detiene en el yin, lo femenino, dejando el yang exclusivamente del otro lado del cuadro: en el que contempla... o de este lado del cuadro: el que plasma, el que pinta, el que extrae la impresión y la hace forma. Así el desnudo femenino propuesto en el cuadro (yin) es el puente que religa la impresión de un hombre (yang) determinado, con la impresión suscitada a su vez en todos los hombres espectadores de ese cuadro: el desnudo propuesto. 
Código universal, el cuerpo desnudo de una mujer, porta toda la carga emocional con que la vida se nos muestra: es la primavera -la ilusión reverdecida-, pero también el verano -la pasión voluptuosa-, es el sueño y la posibilidad, el placer y la satisfacción, es el presente eternizado en un futuro inabarcable, es el futuro que se presenta inasequible, por más que colme el deseo: en esos cuerpos que Falero nos ofrece late la promesa que nunca se termina de cumplir, porque en ella reside el motor de la vida del hombre, que es mucho más que la perpetuación de una especie material, orgánica. En esos cuerpos vagamente ideales, turbadoramente cercanos, se encarna -voluptuosidad de por medio- el alma de la humanidad que desde el lienzo nos susurra al oído, con fascinante y provocadora intimidad, el más excitante de sus secretos.

Por eso Falero nos presenta estrellas encarnadas en mujeres, hadas oníricas, brujas vampiresas, seres imaginarios más producto de ensoñaciones que de pesadillas, o retrata esas odaliscas que se atienen a su original y verídica fisionomía (caderas anchas, cabello fosco y esponjado, cierta dureza en la mirada oscura, rostro de carácter semítico -las bocas siempre bellas), intenta siempre provocar en el espectador la turbación jubilosa, una sensación de bienestar incluso en lo ominoso (siempre, el mal, porta la promesa del placer en sus entrañas). Es un mundo sensualmente paradisíaco adrede. Quizá no haga -el pintor- otra cosa que traspasar al lienzo la imagen del espíritu de las cosas -de la mujer, del yin-, sublimando la materia a través de un artificio que acaso nos acerque la Realidad de forma más eficaz que la simple apariencia. La mujer como regocijo, como ocasión de complacencia, en la contemplación: ¿acaso no lo es?. Falero no miente ni se miente: representa un sentimiento, el de tantos, el de lo masculino -el del yang-, ante la presencia de lo femenino -el yin-; si lo hace desde su perspectiva más amable y deseable, es algo que debemos agradecerle. Otros hay que se encargarán (de forma magnífica también) de presentarnos otras caras de la realidad, otras perspectivas menos halagüeñas, haciendo, no obstante, de la aparente fealdad (o de la imagen del horror), Belleza.


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ICONOGRAFÍA
(Luis Ricardo Falero)
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La Visión de Fausto










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Bruja montando una escoba

The Witches' Sabbath (1880)
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La Salida de las Brujas

Witches on the Sabbath (1878)








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Study of a Witch
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Bellezas Estelares

Nymph of the Moon
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Libra

The Balance
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La Estrella Doble - Bellezas Nocturnas

 

 The Twin Star (2 v)
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El Planeta Venus - Amanecer

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Berenice - La Estrella Polar

 
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Marriage Comet

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Hadas al Desnudo



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Bellezas Orientales

    



The Enchantress
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La favorita - El vino de Tockay - La pose

      




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Bellezas tendidas



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Ninfas

The Cave of the Storm Nymphs'
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A Beathing Nymph
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Nymph
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Mujer egipcia con arpa - Bendición mística



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Varios


The Human Soul
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The snake charmer
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