lunes, 6 de febrero de 2012

La bodega (4)




X
Eran las dos de la madrugada cuando oyó llegar a sus camaradas. Arturo acababa de consultar su viejo Longines de oro, cuyo cristal estaba ya tan rayado que hacía dificultosa la visión de las manecillas; a veces, cuando la iluminación era escasa, tenía que adivinar la hora por eliminación: allá donde la corona blanca no estaba matizada por sombra alguna, marcaba la zona libre del tránsito de las agujas doradas, donde parecía oscurecerse, las delataba. Por eso supo El Tuerto la hora exacta en que el sargento Girón y los demás volvieron de su ronda. Habían estado fuera más de tres horas. Tiempo en que debió soportar el constante rezongo de Galíndez, hasta que, harto ya de la matraca, lo amenazó, bayoneta en mano, con rebanarle el gaznate si no cerraba la boca; consiguió sin rechistar el silencio instantáneo del enlace de comunicaciones que a partir de ese momento se alejaba del Pacúm para mascullar su cabreo. 
Les sorprendió la forma en que se dejaron oír los expedicionarios: parecía que hubieran olvidado el sigilo preceptivo a su misión. Desde luego, si el enemigo estuviera apostado al otro lado de la colina les habría costado no enterarse de su presencia. Solo les faltó llegar entonando el Desde Santurce a Bilbao. A las claras se veía que venían, sino borrachos, sí achispados, o, al menos, alegres.
-¿Qué tal muchachos? -dijo el sargento Girón, con lengua acorchada, a los dos pringados que hacían la guardia-. ¿Tozdo bien por aquí? ¿Alguna novezdad en el frente? Ja, ja, ja,... -estalló en una carcajada de la que se hicieron eco los demás expedicionarios.
Arturo, lejos de mostrar el enojo de que hacía gala Galíndez, les miró divertido (si algo podía hacer aquel hombre sin escrúpulos era esconder sus sentimientos; eso era, realmente, lo que le hacía letal).
-¿Qué mi sargento, hemos ido de chatos? Por aquí todo bien. Sin novedad, salvo por este pesado de compañero que me ha adjudicado, que no ha hecho otra cosa que tocarme los huevos con sus quejas durante toda la guardia.
Era difícil sujetar la euforia latente que aquellos hombres traían: se reían de cualquier cosa, un simple suspiro era motivo de carcajada... Hasta que el sargento intentó contenerlos.
-Vamos, vamos, muchachos, no zdebemos olvizdar qué nos ha traízdo aquí: nuestra misión. -Y juro que lo dijo procurando la mayor de las seriedades, pero, quizás, por eso mismo, provocó una risotada aún mayor. Ya, hasta Galíndez se unió, contagiado, al alborozo (de todas formas, le sirvió de válvula de escape). Pocas cosas hay en esta vida que inciten al hombre a una imitación refleja como la contumaz hilaridad, este efecto, no pocas veces, resuelve situaciones que de otra forma tendrían difícil resolución. Arturo, en cambió, permaneció con la sonrisa sarcástica, impasible, inmune al contagio. Parecía mirarlos a todos con los ojos del que se sabe a salvo de una terrible enfermedad contagiosa que atormenta el alma y propaga la estulticia. Él hubiera podido acallarlos, pero no quiso hacerlo; prefería tenerlos así, a su merced, sintiéndose superior y a salvo.

Todos se arrellanaron en sofás, sillones y bancadas. Galíndez les urgió.
-Venga, contad, chicos. ¿Dónde habéis estado? Hay una bodega por aquí cerca como dijo el cabo, ¿verdad?.
-Se miraron unos  a otros como esperando a ver quién rompía el fuego de la confidencialidad. Al final, ante el gesto de asentimiento del sargento, fue Viriato, el cabo que descubriera en la desapacible penumbra de la noche la silueta inconfundible de la entrada a la bodega subterránea, el que tomara la palabra; palabra que, no obstante, se acabarían robando unos a otros, como es de rigor en una situación semejante, en que cada cual quiere contar la feria tal y como le ha ido en ella.
-¡Vaya aventura, eh? Menos mal que a la postre ha salido bien. Qué digo bien, ¡cojonudo! Y eso que estoy seguro de que más de uno se jiñó antes de traspasar aquella puerta. -comenzó a relatar, enfático, Viriato, mientras con la vista saltaba de uno a otro-.
-¿Qué puerta? -saltó como un resorte Galindez.
-La puerta donde nos encontramos con ellos -respondió García Beltrán.
-Menos mal que nos avisó el fino olfato de Emilio -añadió Juanín.
-Probablemente hubiera dado lo mismo, Juanín -le contestó el sargento-. Tal y como se han desarrollado los acontecimientos, no creo que la sorpresa simultánea hubiese variado los hechos. Pero nunca se sabe, quizás si alguien se pone nervioso...
-El caso es que nosotros al abrir la puerta sabíamos que ellos estaban allí -retomó la palabra Viriato.
-¿Pero quién son ellos, leñe? -dijo impaciente Galíndez. Arturo permanecía a la expectativa, como un espectador que asiste a una obra de teatro.
-¡El enemigo! -dijeron todos a la vez.
-¡Hostias! -exclamó un asombrado Galíndez echándose hacia adelante. Si alguien en ese momento hubiera reparado en el rostro de Arturo El Tuerto, habría constatado una mueca, una especie de estiramiento de la piel, que borró la sarcástica sonrisa de su boca, y que dejaba patente haber encajado emocionalmente la revelación. Pero todos estaban, además de regocijados, pendientes de Viriato para que siguiera con el relato de los hechos.

Entonces Viriato les narró cómo cuando abrieron aquella puerta se encontraron con seis soldados republicanos sentados a una mesa, jugando a las cartas, bebiendo, fumando y charlando animadamente.
Cómo cuando ellos -los rojos- los vieron se quedaron demudados, detenidos en el espacio con el gesto, con la palabra, que en ese momento estaban realizando, como en una especie de instantánea en tres dimensiones de una escena de sorprendida camaradería. Siguió relatando el cabo que el "Buenas noches" emitido de la manera más natural, y al unísono, por todos los recién llegados, junto a las maneras comedidas de entrar en aquella fiesta, tranquilizó a los estupefactos soldados. Cómo, una vez pasada la inicial sorpresa, e intercambiados los consabidos "¿Qué tal va la cosa?", o ¿Está bueno el vino?, los republicanos les hicieron sitio y compartieron con ellos vino, tabaco, juego y... conversación. Cómo al ir -ellos- bebiendo se fueron soltando las lenguas y bien parecía una reunión de dos equipos rivales de fútbol charloteando antes o después de un partido. Que no se habló para nada de la guerra y sí de las familias que se dejaron atrás, de las novias,... De cómo se contaron anécdotas, se hacían guiños o se propinaban codazos de complicidad ante los alardes mutuos -algunos poco creíbles- ante las mujeres.También se habló de aquellos que tuvieran familiares en la retaguardia bajo influencia y dominio del otro bando por si se les podía hacer llegar noticias. Así acabaron haciéndose confidencias, llegando a coquetear con la línea que separa la camaradería en tiempos de paz con la situación real que fuera se vivía de estado de guerra.
-¿Y qué os pareció el poeta? -preguntó Viriato, saliéndose del discurso narrativo para abrir otro frente de opinión.
-Era un chico muy majo, muy agradable y simpático. Es un apena que nos tengamos que dar de tiros unos a otros. ¡Esta puta guerra...! -dijo García Beltrán.
-Y un buen poeta, además. Tenía canciones realmente bonitas. Unas letras con mensaje, además de bellas -apostilló Emilio. Todos asintieron.
-Y era muy joven, el cabrón, para escribir cosas tan profundas. Espero que esto termine pronto y salga con bien. Quizás, cuando todo pase, llegue a ser alguien famoso, y digamos: "mira, con ese compartí yo unos vinos en una bodega del Maestrazgo, durante la Batalla del Ebro, en la Guerra Civil -dijo Juanín, acabando en una risotada.
Por un momento se quedaron taciturnos tras unas risas que se helaron apenas emitidas.
-¿Os acordáis de aquélla canción que cantó con tanto sentimiento que hasta se le saltaron las lágrimas?, ¿cómo se llamaba...? -dijo el sargento Girón, rebuscando en su memoria un título que ya había olvidado.
- ¿Aquella de los dos hermanos enamorados de la misma chica? -apuntó Emilio, y continuó...-, lloró él y nos hizo llorar a todos, el jodío.
-¡Es que era muy emotiva, coño! -refrendó Juanín- ¿Y quién no ha tenido en su vida un caso semejante, en que se enamoren dos buenos amigos, o dos hermanos, como en este caso, de la misma chica, y uno deba ser el elegido mientras el otro deba mal conformarse sintiendo el contradiós de perder a dos seres que quiere? Porque una cosa sí es cierta: pocas veces los amigos siguen siendo tan amigos, o los hermanos tan hermanos.
-¡Ya me acordé! -dijo el sargento Girón-: Rosas Rojas. Eso es, Rosas Rojas.
De pronto ocurrió algo que nadie esperaba. Arturo que hasta ese momento había permanecido, como ya se ha apuntado, en silencio, como mero espectador, distante de todo aquel despliegue de melifluo sentimentalismo. Se puso en pie de golpe, como accionado por un resorte, tirando patas arriba la silla en la que estaba sentado, y exclamando en voz alta y con pretendido desprecio,
-Paparruchas, sentimentalismos estúpidos. Estoy harto de escuchar vuestras frivolidades y fantasmadas, me voy a tomar el fresco que aquí se derriten las meninges con tanta tontería -y sin decir nada más, salió por la puerta y se hundió en la noche, aún lluviosa y desapacible.
-¿Qué mosca le ha picado a este ahora? -dijo Viriato-. Qué carácter tiene el cabrón, y qué rechinado es. Menos mal que no vino con nosotros. Este hubiera sido capaz de liarse a tiros él solito y llevarse por delante a todos.
La sorprendente reacción de El Tuerto contribuyó a enfriar el ambiente, y ante lo avanzado de la noche dieron por terminada la tertulia. Unos se fueron a dormir; otros, a efectuar la guardia.


XI
Obviamente, aquellos soldados republicanos no volvieron a aparecer por la bodega. De todas formas, se acabaría adelantando la ofensiva del Ejército Sublevado y apenas cinco días después de aquel encuentro tanto unos como otros entraron en combate. Nunca más volverían a verse, puede ser que un tiro perdido de unos hiriera a uno de los otros... ¿Quien lo sabe? En la guerra moderna en que los contendientes no han de enfrentarse en una lucha singular cuerpo a cuerpo, nunca se sabe realmente dónde acaban los disparos que uno realiza. La guerra moderna es una guerra deshumanizada, suele decirse, aunque yo creo más bien que no puede hablarse de una que de una u otra forma no lo sea, por más que el valor de la vida se ha devaluado hasta el equivalente al plomo necesario para ser extinguida. Aquellos tiempos en que los aedos cantaban las glorias de los caídos en combate es cosa del pasado, y ahora, aunque se intente remedarlo, no queda sino como una vana representación, una hoguera de las vanidades, en que se intenta poner cara, nombre, singularidad, a lo que en resumidas cuentas, para los que las promueven -las guerras- no son sino escaques o fichas de un damero en un juego de poder.
Lo cierto es que a partir de aquel día ocurrió algo curioso que nadie en aquel pelotón se pudo explicar -ni tan siquiera el capitán de la Compañía-: Arturo el Tuerto o el Pacúm, dejó de hacer honor al apodo, al menos al segundo. Pues se le seguía viendo apostado con el fusil de mira telescópica, pero nunca jamás se volvió a escuchar el previsible "pacúm". Se decía que como aquel día se agarró una neumonía por tirarse toda la noche a la intemperie, la fiebre y el riesgo cierto de muerte le habían dejado "tocado". Tampoco sus "compañeros" se hicieron muchas preguntas, simplemente se congratularon de ese cambio de actitud. Cuando se ganó la Batalla del Ebro y los nacionales rompieron la columna vertebral de los republicanos llegando al mar, y aislando a Catalunya de Valencia, Arturo pidió ser relevado de su sector y enviado a tareas de control en la retaguardia. Nadie se lo explicó, pero todos lo agradecieron.

He de decir que la consecuencia de este relato verídico, en que combatientes de uno y otro bando son capaces de compartir espacio y cuchipanda en medio de una guerra, demuestra una vez más que muchas de las contiendas no tienen una base sólida ni un motivo suficiente, reconocido y reconocible por quienes las realizan, por más que quizás tampoco lo tenga para quienes las promueven. Constatación, ésta, aún más verdadera en una guerra civil. Por supuesto que este no es un caso aislado. Hubo muchos en aquella guerra, y en otras guerras similares (antes, en los EEUU y su Guerra de Secesión; recientemente, en Yugoslavia y su Guerra de... ¿Religión?). Pero esta es la pequeña historia incrustada en la gran Historia que quería contarles, esa historia particular que es la que realmente tiene importancia para cada uno de nosotros, la nuestra, esa de la que somos siempre, indefectiblemente, protagonistas.
Bueno queda un detalle, un detalle que puede que los lectores agradezcan y que dará aún más sentido, justificando, ciertas incógnitas que pudieran flotar en el aire del relato, puntadas sueltas dejadas con toda la intención para estimular el ejercicio especulativo del lector. Como no quiero que nadie se llame a engaño o establezca conjeturas demasiado peregrinas, me veo en la obligación moral de añadir el siguiente epílogo.


Epílogo
La unión de ambos "hermanos" siguió siendo estrecha, a pesar de las diferencias de carácter, a pesar del diferente trato dispensado por los demás. Tanto Melquiades, el padre, como Maruja, la tía, se esmeraban en no acentuar diferencias entre ellos. Los regalos en los cumpleaños, los elogios ante los buenos resultados académicos o las actitudes correctas, o las reprensiones cuando llegaban con malas notas o realizaban alguna travesura, eran similares para los dos.
Cuando abocaron a la adolescencia la diferencia física se abismó. Arturo -ya no quería, ni le gustaba que le dijeran "Arturito"- ensanchó y estiró haciéndose un mocetón de cuidado. En cambio José siguió siendo delicado y gracil, aunque bien formado. Sin darse cuenta, y por una mera cuestión natural, Arturo se convirtió de facto en protector de su hermanastro; su carácter, además, ayudaba. Un alma delicada como la de José no hubiera podido tener mejor valedor. Ya se sabe que los niños, y más cuando se acerca la pubertad, se vuelven tremendamente crueles entre ellos (y con los demás). Ese espíritu ensimismado, afable, sonriente y tolerante como el que adornaba a José, en esa edad suele ser una especie de imán para los desalmados, para aquellos que no teniendo esa sensibilidad se aprovechan de que el otro la tenga, y, claro, intentan hacer sangre. Con José lo intentaron, solo lo intentaron, porque a la menor ocasión amenazante, aparecía la expeditiva contundencia de Arturo para disuadir a los mequetrefes de tres al cuarto, como él decía. No pocas veces, al llegar a casa desmañado, y en ocasiones con la ropa no solo sucia sino rota, con la cara ensangrentada, se había llevado una reprimenda de su tía, y el afable sermón de su padre mientras le curaba las heridas. Él nunca se defendió, ni se quejó, ni puso excusas; de eso se encargaba José, que se deshacía en todo tipo de detalles y elogios sobre la refriega en la que su hermano había dado cuenta de tres pilluelos que pretendían mofarse de él.
-Lo teníais que haber visto, papá, tía, cómo sacudía. Ni con uno encima cejaba. Era capaz de zurrar la badana a uno mientras llevaba a otro cargado a la espalda. Cuando terminaba con el primero se tiraba contra la pared aplastando al que se le había subido encima y, después, ya en el suelo, lo remataba. -contaba enardecido, José.

Fue en aquel tiempo cuando sintió la pulsión y la necesidad de escribir. Siempre gustó de leer, de hecho leía mucho, y pudiera ser ese entrenamiento el que hizo que, junto a su genio natural, empezara a componer poemas. Decía, medio en broma medio en serio, que sería un Calístenes para su hermano Arturo, un bardo que cantaría sus hazañas bélicas para que la posteridad supiese de su alma irreductible y guerrera.
Pasó el tiempo y, acabando el bachiller, comenzó la edad en que se intenta por todos los medios perder la inocencia. Algo comienza a hervir en el vientre. Aparecen ardores de estómago que nada tienen que ver con lo que se come y sí con lo que se ve; sobre todo si lo que se ve lleva faldas, usa coletas o trenzas y desarrolla protuberancias naturales en el pecho. En una palabra, comenzaron a tontear con las chicas. En realidad, era José el que tonteaba, aunque él no quisiera, pues al atractivo físico que le era propio, añadía (como se dijo en su momento) tanto el de trato como el de genio. En cambio Arturo, con ese su carácter revirado y huraño no concitaba tan general beneplácito como su hermanastro (no quiero decir que no sintiera sus ronroneos, que los sentiría, solo que nadie, nunca, supo de ellos).
Estaban en el último año de bachiller, dispuestos ya a realizar el curso preuniversitario, cuando ocurrió: los dos se enamoraron al mismo tiempo de la misma chica. Raquel era ya una hermosa mujercita de 17 años, morena, de enormes ojos marrones muy francos, que se sentía atraída por los dos: por la delicada ternura de José, y por la altiva rudeza de Arturo. Ellos, al principio, mientras estaban en la fase de coqueteo, no lo dieron importancia. Menos expresivo, Arturo, quizás se tragara e incubara mayor cantidad de frustración. José, en cambio, daba rienda suelta a su emoción escribiendo poemas y componiendo canciones. Cuando la fase de coqueteo dio paso a la siguiente fase en que la mujer ya elige, porque desea entregarse, comenzaron los problemas. Empezaron a discutir entre ellos, muchas veces por bobadas; discusiones que escondían una razón más profunda, y al tiempo, más natural: estaban pugnando por la misma hembra. Raquel acabó eligiendo a José. Arturo se sintió traicionado. Además, como las cosas suelen gustar de enredarse por sí mismas, en aquel tiempo Arturo descubrió que no era hijo natural de Melquiades, que en realidad era un inclusero sin padres conocidos, lo que no hizo sino remachar un sentimiento de frustración, envidia e inquina. Un día llegaron a las manos; el motivo sería nimio, pero se dieron una buena zurra a resultas de la cual se dejaron de hablar durante unos días.
Arturo, en aquellos días, empezó el coqueteo con un grupúsculo político creado y aleccionado por el hijo del Dictador Miguel Primo de Rivera. José, en el otro extremo (aunque quizás no tanto, si bien se mira), frecuentaba los ateneos libertarios donde declamaba sus propios poemas y cantaba sus canciones acompañado a la guitarra.

Un día, apenas un mes después de aquella pelea fraternal, José se le encaró a su hermano con la intención de dirimir las pasadas diferencias. Para que no cupiera duda de su postura, y de lo mucho que le dolió aquella disputa entre hermanos, le entregó un sobre en cuyo interior había un poema, un poema que había compuesto para la ocasión, y al que después añadiría música convirtiéndolo en canción. Arturo cogió, con mano temblorosa, aquel sobre en el que figuraba el título de una obra compuesta por su hermano para él, junto a una dedicatoria:

Rosas Rojas 
  Para mi hermano del alma.
Con admiración y cariño, siempre.
.

PS: Muy posiblemente La bodega salvó la vida a más de uno. Esto quizás solo sea importante para la pequeña historia, pero para quien fuese uno de los presumibles beneficiados por el encuentro propiciado por aquel enclave, es toda la historia del mundo.





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