lunes, 30 de enero de 2012

El Enviado (3)




Llegó la noche y el candidato de voz oracular y ojos opalescentes no apareció. Era buena señal. Al menos finalizaría la prueba. Aquello no hizo sino aumentar la intriga y la expectación creada y alimentada por el mismo Silvio, con aquella su enigmática respuesta cuando fuera emplazado por Aloisius a revelar su lugar de procedencia. No diré que alguno no albergara la contradictoria posibilidad de una vuelta prematura, más por matar la curiosidad que por malicia, pero el caso es que no apareció. Se ocultó el sol y murieron las sombras en la luminosidad mate del ocaso. Cuando ya comenzó a vestirse el cielo con su terno de cobalto y plata supieron que no regresaría esa noche. Salió la luna, una luna casi llena que alimentó de misterio los sueños de aquellos apacibles y bien pensantes habitantes de Aldea del Altovalle.

Aún el sol no había escalado el recortado horizonte del macizo oriental cuando alguno ya se apostaba en el sendero que venía del bosque por ver llegar al forastero; alguien que quería ser el primero en descubrir su semblante, escudriñar su gesto en busca de señales que delataran con qué animo habría pasado aquel día, y, sobre todo, aquella noche en el bosque, a solas con sus pensamientos e imaginación, escuchando el vago latido de la vida nocturna, las inquietantes voces de la oscuridad, las sombras amparadas por la luna y, sobre todo, sus rayos furtivos que pueden ser confundidos con espectros, al dibujar entre el follaje perfiles inexistentes... o que, acaso, los revelan.
Pero salió el sol, y comenzó su inevitable y progresivo ascenso hacia el mediodía. La gente se fue acercando a la senda del bosque para ser testigos de la vuelta de Silvio. ¿Qué muestras traería de allí arriba? ¿Serían reveladoras de su íntimo sentir? ¿Ejercerían de alusiva tarjeta de visita de su identidad? Incluso se discutía sobre la naturaleza de esas muestras, entrando en una sana competencia por adivinar el carácter creativo del aspirante. Todos esperaban la muestra de ópalo, por supuesto, pero estaban seguros que, en su caso, sería una muestra especial. Algo debería querer decir aquella mirada irisada que habitaba en sus ojos destellando como un caleidoscopio. Es posible que la gente, en estas discusiones, no hiciera sino poner en juego su propia imaginación, sus propios deseos; llegaban así a polemizar -siempre sin acritud- a cerca de la capacidad creativa de cada cual para dar solución a los enigmas que suscitaba la presencia del aún ausente candidato. Lo que parecía fuera de toda duda es que volvería del bosque con algo singular, algo a la altura de la expectación creada.

Siguieron las discusiones, los comentarios, las conjeturas, pero Silvio no llegaba. El sol se alzó sobre su cenit, lo alcanzó y después comenzó a descender. Todos miraban hacia el sendero, allí donde desaparecía engullido por los árboles, pero nada. De vez en cuando alguien, confundiéndolo con alguna sombra -quizás solo por él vista-, alertaba de su aparición, lo que, al ser desmentido por la terca realidad, provocaba una común manifestación de decepción. La gente comenzó a inquietarse, pero, a la vez, justificar la tardanza. -Claro -se decían- es un ser especial, no se puede esperar, pues, un comportamiento normal, ordinario, previsible. -Y volvían a la sana competencia de discutir las capacidades y singularidad de Silvio, ahora alimentada aún más con la inusitada demora como si de ella se dedujese una nueva virtud recién descubierta: el coraje de un aventurero.
Lo cierto es que se acercaba la noche y nadie aparecía en la dirección del bosque. Aloisius, Dióclito y los demás comenzaron a preocuparse de veras. Ya los comentarios no versaban solo sobre la singularidad de Silvio, ahora comenzaban ya a ser eco de la creciente preocupación. ¿Qué le habría pasado? Bien está que fuese un ser especial, pero... se ocultaba el sol, pronto oscurecería, se cerniría la segunda noche y... nada, ni rastro. A medida que el horizonte desaparecía y las formas se hundían en la oscuridad, los comentarios poco a poco dieron paso a un tenso y atento silencio: todos se esforzaban por ver donde ya no era posible ver nada. Algunos avanzaban hacia el bosque para poder distinguir aún algo más de tiempo con la esperanza de que al fin apareciese... Pero no lo hizo.
Cuando la noche se cerró, y la luna, ya llena, oronda y anaranjada, ascendía tornándose paulatinamente foco argentado, Aloisius y Magnus, el alcalde, acordaron realizar una asamblea de urgencia. Se reunieron en el Molino, el Consejo y la Sociedad, en pleno. Entre las decisiones que se tomaron, sin apenas discusión y por unanimidad, figuraban: dejar un retén de guardia durante toda la noche, provisto de todo lo necesario, por si aparecía Silvio necesitando ayuda; y si no daba señales de vida durante la noche, se prepararía un destacamento de rescate que tras dar de plazo hasta el mediodía del día siguiente, saldría en su busca. Quizás hubiera sufrido algún accidente o se habría perdido -cosa difícil teniendo las montañas y el río como referencias inmutables y guías permanentes-, o acaso hubiera sido víctima de un desvanecimiento...
El caso es que esa noche, los apacibles y bien pensantes habitantes de Aldea del Altovalle se fueron a la cama con menos paz de la acostumbrada y no pudiendo evitar pensar, si no mal, no todo lo bien que en ellos era lo habitual, pues sus pensamientos estuvieron zarandeados por la inquietud y oscuros presentimientos.

Esa noche ocurrieron varias cosas extraordinarias, y no habría que descartar que no estuvieran relacionadas entre sí. Lo que sigue es una síntesis de la narración de los hechos tal cual los vivieron y observaron los miembros del retén de guardia dejado a la entrada de la aldea con la misión de vigilar el sendero del bosque. Primero ocurrió algo inesperado: un eclipse de luna, un eclipse no previsto; es decir, un eclipse que no tocaba. Si fuera la Tierra quien se interpuso entre el romántico satélite y el sol, o fuera otra cosa, eso es algo que aún hoy es objeto de controversia, pero el caso es que la luna se apagó. Tras este apagón, que dejó la noche más negra que la más negra de las noches de luna nueva, con solo su malla de lentejuelas titilando allá arriba, comenzó algo que algunos de los que lo vieron refirieron como una fantástica sucesión de multicolores fuegos fatuos en la zona de la Cresta del Gallo Cano, fuegos que se alzaban hacia el cielo creando el efecto de auroras boreales. Pero, en cambio, otros dijeron que más que llamas parecieran cascadas iridiscentes que desde la base de aquellas nevadas cumbres se sucedían hacia arriba hasta precipitarse al inmenso océano del éter, mezclándose con él y dando la impresión de que el cielo, en aquel lugar, era un undoso mar, un sutil tejido de moaré agitado por un céfiro nocturno. Estos fuegos o cascadas, según relataron, se prolongaron durante unos minutos, quizás media hora; los relatores no pudieron ser más precisos ante la distorsión del tiempo sufrida, una distorsión vivida con tal asombro que alteró hasta su normal percepción de las cosas. Tras desaparecer en la noche el último rescoldo, la última gota, de aquel sorprendente efecto cromático, la luna volvió, gradualmente, a aparecer; y al aparecer y bañar de luz las cosas todas de la noche, también vertió sus fríos rayos sobre el Río de las Gemas que comenzó a brillar como nunca antes lo hiciera, iluminada su corriente, la trama de sus hilos de plata, por una reverberación opalescente que convertía aquel lecho de piedra y cuarzo en el sueño de un pintor: todos los colores allí representados, mezclándose entre ellos, creando nuevos matices, tonos nunca vistos por ojos humanos, con una viveza y claridad tal que no parecían sino producidos por trillones de prismas que fueran las mismas moléculas del agua fluyendo y entonando la canción del Color Eterno. Cuentan, los que lo vieron, que sus corazones sintieron una dicha inmensa, como nunca antes sintieran, que del asombro pasaron al pasmo y del pasmo al arrobo. Pero hay más. También juran y perjuran -los cinco que conformaban el retén-, que del río les llegó una voz, una voz profunda en su fluidez, como procedente del fondo del océano, una voz que era un eco de un tiempo sin tiempo, una voz... oracular; sí, creyeron oír la voz de Silvio que les transmitía un mensaje, un mensaje de tranquilidad:
"En las fuentes bebiendo está quien procede de las fuentes. Apaciguad el ánimo, pues el hijo de la luz con la luz se regocija". Esto dijeron escuchar, y todos lo avalan haberlo entendido así.

Puestos al corriente de lo acaecido durante la noche, tanto el Consejo como la Sociedad determinaron, tras celebrar otra asamblea de urgencia, esperar acontecimientos. Se decidió paralizar el operativo de rescate, y aguardar. Se reforzó el retén de guardia, se establecieron turnos de cuatro horas, y se dispuso un protocolo por medio del cual, en el momento que Silvio apareciese se haría sonar la Gran Campana del Molino -la de alarma y rebato-, y un mensajero llevaría el preceptivo recado, tanto al Molino como al Círculo, sobre el estado de salud del aspirante. No obstante no se pudo evitar que alguno se aventurara por la senda del bosque hacia las montañas. Al fin y al cabo vivían en una sociedad libre, donde las prohibiciones no existían y donde el sentido común participaba de una completa armonía con el propio sentido de la responsabilidad.
Transcurrió este tercer día con la expectación propia del momento creado por tan especiales circunstancias: la misteriosa personalidad de Silvio, su enigmático origen, su permanencia allí arriba más allá de lo estipulado, los fantásticos acontecimientos de la noche pasada, aquel extraño mensaje transmitido por la locuaz corriente...
A media tarde, poco antes de acostarse el sol en su propio lecho de ardientes plumas, sonó la campana, y alguien del retén salió corriendo en dirección del Molino. Tras dejar allí su mensaje, se dirigió, siempre a la carrera, al Círculo donde ya lo esperaban en el porche. Con relajado orden unos se precipitaron dentro para preparar lo necesario, y otros se dirigieron hacia la senda del bosque como comité de bienvenida. Parecía que Silvio se encontraba bien, aunque... según el mensajero algo en él había cambiado, se le veía distinto, pero no sabría decir por qué.
Traía la mochila abultada, el gesto sonriente, el cabello enmarañado y surcado por mechas de colores y sus ojos despedían una intensa luminosidad opalescente, ahora visible tanto al reflejo de los rayos del sol como a la sombra. La gente de Aldea del Altovalle se congregó alrededor del Círculo Creativo. Todos se hacían lenguas ante la apariencia de aquel ser a su regreso de... de donde hubiera estado, pues no se tenía la certeza de que esos tres días los pasara solo en el bosque.

La sesión solemne se abrió con un mensaje de bienvenida de Aloisius a Silvio. Tras el cual se le instó a éste a presentar las muestras para ser examinadas por el Tribunal Calificador de la Sociedad, compuesto, claro está, por los doce miembros de la misma. Silvio abrió la pequeña mochila y de ella sacó, ante la inopinada estupefacción de todos aquellos creativos, lo siguiente: en representación del bosque extrajo una hojita de cada uno de los árboles en él presentes, incluido el acebo, que colocó formando un gran círculo; dentro de este perímetro foliar dispuso, de forma concéntrica, una ramita de muérdago, un rizo de planta trepadora, una brizna de cada uno de los arbustos aromáticos, una muestra del humus que tapizaba el subsuelo, un trocito de musgo, otro de líquen, todo tipo de frutillos multicolores (acebo, escaramujo, mirtilo, grosella, mora, frambuesa, hasta madroño había); formando otro círculo interior a los anteriores depositó, con devoción y delicadeza, una serie de plumas de diversas aves que fue nombrando a medida que las colocaba: de ruiseñor, de jilguero, de oropéndola, de alondra, de calandria, de pinzón, de petirrojo, de mirlo, de cardenal y de urogallo, todas ellas (según diría) prestadas por sus propietarias; y por último colocó en el centro de esta especie de mandala una pulida piedra con forma de huevo aplastado (era el ópalo más hermoso que jamás hubieran visto), una flor de edelweiss y tres pequeños frascos translúcidos cerrados con tapón de corcho: en uno, según apuntó Silvio, había agua de las fuentes primordiales de las cuales brotaba el Río de las Gemas; en otro, lo que parecía un fluido viscoso e iridiscente, cuya naturaleza no revelaría hasta que no se realizara la presentación de su obra; y, por fin, en el tercer frasco había... nada, estaba vacío... aparentemente, pues el hombre de la voz oracular sentenció que aquella era la muestra más importante de todas, la que daba todo su maravilloso sentido a las demás (tampoco reveló su no-contenido). Era todo. Como respuesta a esta exposición se levantó un murmullo en el gran salón: unos comentaban, otros asentían, algunos rebatían, pero nadie permaneció callado... ¿Nadie? Sí, había alguien que callaba y parecía elucubrar al tiempo que clavaba su mirada en aquel hombre venido de vaya usted a saber qué lugar (si es que procedía de un lugar). Era Magnus, el anciano, pero excepcionalmente bien conservado, alcalde. Ambos se cruzaron las miradas: se estaban comunicando sin palabras. Por momentos los ojos de Magnus se iluminaron y un gesto de asombrada satisfacción comenzó a dibujarse en su rostro. Silvio sonrió. Aloisius deshizo el hechizo del momento, al decir:
-Bien, ahora veamos con qué obra nos sorprende el nuevo candidato. Mucho se habrá de esforzar para no decepcionar la enorme expectación creada. -Magnus sonrió, al tiempo que se arrellanaba en el sillón dispuesto a ser testigo de algo que llevaba mucho tiempo deseando ver.

Afuera la apacible y bien pensante gente de Aldea del Altovalle se arremolinó alrededor de los ventanales, todo el mundo quería ser testigo de aquella que prometía ser una obra excepcional, e indudablemente digna de ser recordada.
Silvio, con un gesto, pidió silencio. Estaba de pie, a la altura del centro de la gran mesa de cuarzo donde había dispuesto su mandala. Cerró los ojos y colocó las palmas de sus manos mirando hacia adelante, hacia la mesa. Pareció murmurar unas palabras, algo parecido a una oración, o un sortilegio. Tras lo cual, y en medio del más reverencial silencio, se adelantó, cogió los frascos, incluido el aparentemente vacío, los abrió con cuidado y los colocó de nuevo en el centro de aquella disposición caprichosa de objetos tan variopintos. Después dio tres pasos hacia atrás y esperó. En el frasco donde no había nada comenzó a latir un punto de luz; con cada latido ese único punto crecía, y siguió creciendo hasta que ya no cupo en aquel exiguo reducto y salió al exterior como un magma luminoso. Rebasando los bordes del frasco la luz se derramó en la mesa, extendiéndose entre todos los objetos. Cuando hubo alcanzado el borde exterior, el formado por las hojas de los árboles, súbitamente se elevó hasta conformar una especie de holograma; en él las hojas se convirtieron en árboles, el humus en suelo, el musgo, el liquen, el muérdago, la enredadera, los diferentes frutillos, se hicieron bosque, las plumas reprodujeron pájaros completos que poblaron las ramas de los árboles, del frasco que contenía aquel fluido viscoso iridiscente se derramó, espejo líquido, un lecho de cuarzo multicolor que se solidificó formando vetas, de aquel otro frasco que contenía el venero del Río de las Gemas brotó una brava corriente que corrió sobre el lecho de cuarzo, la flor de edelweiss se tornó Cresta del Gallo Cano y la elíptica piedra opalescente comenzó poco a poco a cobrar brillo como si el corazón de la luz pulsara en su interior. Al tiempo que el brillo de la piedra se iba intensificando bañando todo de luz irisada, un polifónico sonido compuesto por el canto de las aves se fue elevando: canoro coro de aves en concento.

Todos los presentes contemplaban con ojos desmesuradamente abiertos y alma sobrecogida aquella vívida representación de su valle. Pero faltaba algo; algo muy importante. Silvio, sacándose un anillo del dedo corazón de su mano izquierda lo arrojó al centro de esta escena virtual. El anillo rodó sobre las aguas del río hasta colocarse, exactamente, en una cascada después conocida como Salto Cortina, allí se detuvo, y esperó... Y entonces vieron a unos seres, que parecían hombres, bajar desde los confines de un cielo inexistente hasta las cumbres nevadas que formaban la Cresta del Gallo Cano; y de allí, seguir el curso del río hasta el Salto Cortina donde les esperaba el anillo.  Extrajeron del lecho del río grandes bloques de aquella piedra veteada y con ellos levantaron un muro que remansó las aguas formando un gran lago. Canalizaron su fuerza y la hicieron coincidir con el anillo que previamente había sido izado vertical para que las aguas del río, al chocar con él, lo hicieran girar. El anillo, entonces, comenzó a girar sobre sí mismo, y a cada giro de su eje fue surgiendo, en derredor, el contorno reconocible del viejo Molino. Aquellos hombres escribieron todas estas cosas, la fundación del Molino, y el asentamiento que en torno a él tuvo lugar, en un pliego hecho de un tejido que trajeron consigo desde las estrellas. Y también en aquel pliego escribieron que un día, si los pobladores de aquel lugar se hacían merecedores de ello, enviarían a quien debiera contarles todo esto: su origen, su estirpe. La fecha que figuraba al final del escrito no era la de la fundación, sino la de la venida del enviado. Todo esto apareció ante sus ojos (cuando no sugerido, claramente mostrado) mientras las aves ponían la banda sonora a toda esta fantástica escena que ante aquellas apacibles y bien pensantes gentes tenía lugar.

De pronto el holograma desapareció. El anillo cayó tintineando sobre el centro del mandala-muestrario -y, por tanto, de la mesa-. Silvio lo recogió y se lo volvió a colocar en su dedo.
-Bien, esta ha sido mi obra. Si merece su aprobación me dispondré para la tercera prueba, sino...
-Por supuesto, por supuesto -respondió Aloisius-. Señores votemos, como siempre a mano alzada -seguidamente, como si todos los brazos hubieran estado unidos por un hilo, se levantaron al unísono; incluso votaron aquellos a quienes no correspondía hacerlo, por no pertenecer a la SOCA.
Llegaron al pontón del pequeño embarcadero, punto que hacía las veces de salida para la realización de la tercera y última prueba: desde allí el candidato debería tirarse al agua para dejarse llevar por ella hasta la cascada, y de ahí hasta el Molino.
Silvio se desnudó dejando ver su nívea piel y seguidamente se arrojó a la corriente remansada. Su cuerpo desapareció bajo las aguas aquí y allá cubiertas de nenúfares y algas. Solo se veía una efervescencia en la superficie que podía corresponder a su respiración -se pensó-. Pero él no aparecía. De vez en vez el movimiento de un nenúfar, un pequeño remolino, un leve chapoteo -que bien pudiera haber sido el de un pez o una rana-, hacía que desde la orilla se señalara con el dedo en aquella dirección.
-¡Allí, allí! -gritaron unas voces indicando la cascada- ¡Allí, su cuerpo, la espuma, la blancura! -se le creyó ver como una mancha más blanca entre la cortina blanca que el agua formaba al caer- ¡Allí, allí! -se le creyó ver como una mancha más blanca entre la espuma blanca del agua al romper contra la superficie en su caída.
Pero lo cierto es que de entre la espuma emergió una consistente silueta blanca, como si la misma espuma se hubiera condensado, haciéndose cuerpo níveo. Era Silvio. Su cabello iridiscente, sus ojos opalescentes, su piel nívea, arribó al Molino. Todo el mundo vitoreó este nuevo prodigio. En ese momento nació otra leyenda sobre aquel extraño ser: poseía el poder de convertirse en agua, de ser fluente como un río, en el sentido más literal del término. Se le bautizó como El Hijo del Río, y también Príncipe de las Gemas, y aún El Mago Opalescente. Probablemente no le faltarían pseudónimos para su entronización como miembro de la Sociedad de Ociosos Creativos Antares. Era el décimo tercer miembro, tal y como figuraba en aquella estrella que resplandecía en el pico del urogallo convertido en veleta y que coronaba la cúspide del Círculo Creativo.
Ahora se entenderá el porqué del revuelo con que comenzaba este relato. El por qué lo ocurrido ese día provocó algo parecido al rumor de un mar aborrascado: en la Sociedad, en el Consejo, entre los habitantes de la aldea... no se hablaba de otra cosa, no había otro protagonista, todo giraba en torno al "enviado".



El sol brillaba tenuemente entre nubes desgajadas que semejaban jirones de algodón gris y sucio. El aire puro, seco y fresco de la cercanas cumbre nevadas azotaba ligeramente las ventanas y los rostros. A pesar de ello se respiraba un clima cálido y animado, sobre todo desde la llegada de Silvio, tres días antes. Aldea del Altovalle era una especie de aparcadero donde se alojaban las pobres almas ya inservibles para una sociedad que rinde culto a la eficiencia y la juventud, y donde los viejos sobran, cuando no molestan. En tiempos muy remotos allí había existido una comunidad de la que apenas quedaban restos, parece ser que dedicada a la artesanía de las gemas, pues el río que bajaba de las montañas lo hacía por un lecho de granito rico en vetas de cuarcita. Tras un dilatado espacio de tiempo deshabitado, a mediados del siglo XIX a alguien se le ocurrió que sería un sitio adecuado para construir un sanatorio para tuberculosos; función que acabaría perdiendo cuando la tuberculosis dejó de ser un problema en las sociedades desarrolladas. Al fin aquel espacio fue reconvertido en Residencia de ancianos. Aunque parezca mentira, a pesar de hallarse bastante aislado de todo lugar habitable, funcionaba con éxito pues nunca había plazas libres y sí una larga lista de espera. Tal éxito era de difícil justificación, máxime cuando únicamente un destartalado ferrocarril de vía estrecha era toda la comunicación con el mundo exterior; además de una de esas exiguas y peligrosas carreteras de montaña, claro. Quizás debiera su gran aceptación a estar ubicado en un lugar privilegiado por lo saludable de su clima, la altitud, la pureza del aire, lo hermoso del paisaje... O bien había que buscar la razón, precisamente, en su radical aislamiento.

Silvio, desengañado de una vida demasiado enfocada en lo competitivo, en el egoísmo, en la rentabilidad de lo efímero, había llegado cargado de ilusión a aquel, su, destino elegido. Lo primero que hizo tras leer los informes del personal y clientes que tendría a su cargo, fue ir a ver a Luis: un emérito profesor de literatura, obviamente ya retirado, que no se resignaba a la vegetalización, y que para combatirla había formado en aquel impropio lugar algo así como un grupo con inquietudes, una sociedad con fines creativos en la que todos los integrantes estarían dedicados a entrenar la imaginación, a ejercitar su cerebro y retrasar, de esta forma, la temida demencia senil que le abocaba a uno indefectiblemente a la dependencia, cuando no al estado vegetativo. En aquella sociedad lúdico-creativa solo existía una regla, un único artículo en sus sucintos estatutos, que no era sino un lema: fluente como un río. Con ella se quería dar a entender ese carácter de impulso vital irrefrenable que nunca ha de detenerse, exactamente como el curso de una corriente fluvial. Tras su encuentro con Luis, Silvio se reunió con Feliciano Grande, el Director de la Residencia, en su entrañable despacho ubicado en un antiguo molino de agua reconvertido en centro administrativo. Acordaron dar continuidad a la iniciativa de Luis colaborando en todo lo posible para hacer de ella una exitosa empresa. Se pensó, incluso, en intentar hacerla extensible a todos los residentes, animándoles, con programas de desarrollo personal, a su implicación. Al fin y al cabo, pensaban ambos -Silvio y el Sr. Grande-, cada día que despuntaba el sol por aquella crestonada silueta montañosa era un regalo de la vida y una oportunidad para recrearla, ¿y quién mejor para hacerlo que quienes poseían más información, más experiencia, más ilusiones nunca satisfechas, más corazón, si vapuleado o desgastado, con más ganas de saborear y valorar cada segundo de lo restante por vivir? Ambos se confabularon, pues, para hacer de Aldea del Altovalle un reducto de lo maravilloso: una especie de Brigadoon Shambala para quienes, apartados ya de la vida útilsolo disponían de un ingente caudal de recuerdos y de sueños con los que recrear ilimitados universos al abrigo de la necesidad y la obligación.

Fin de la Tercera Parte

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BANDA SONORA
(si YouTube quiere)


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sábado, 28 de enero de 2012

Safo


Safo - Charles Auguste Mengin

Cántales, corazón, los líricos sones, 
latidos y alientos de aquel pecho puro, 
lanzados al viento, desde el sentimiento
de amores pasados, en versos futuros.
A Safo. Héctor Amado

Bueno, bueno. ¿Qué tenemos aquí? Una carpeta blanca, enteramente blanca, con un nombre en rojo, profundamente rojo:

SAFO 
de Mitilene
Poeta

Sorpresa (relativa) en el archivo de heroínas de Héctor: una poeta (¿he de decir poetisa? ¿Tiene sexo la poesía?). La primera poeta de que se tiene noticia. Vaya, vaya, con nuestro amigo, amante del amor y la belleza. En realidad no podía imaginarse una relación tal que tuviera como objetivo la figura de la mujer sin la presencia de este paradigma (porque Safo es un paradigma, arquetipo, modelo, de un tipo de mujer). Paradigma equívoco y polémico (quizás artificialmente equívoco y fútilmente polémico), Safo no deja de ser una figura poderosa y atractiva, siempre agradecida a poco de cariño que se ponga en su tratamiento. Héctor nos la presenta con sus luces y sombras, perfilada en tenue claroscuro, a partir de los datos ciertos que sobre ella hay: su obra, sus versos, su poesía, su sentir lírico, su alma vertida en hexámetros y en versos nuevos, su frescura y honestidad en lo cantado, su cadenciosa voz de eterna amante. Pero, también, como en él es habitual, en un (¿ficticio?) ejercicio de acercamiento a su íntimo sentir: aquel que le llevara a ser la que fue, a escribir lo que escribió, a vivir como quiso vivir y a morir como, acaso, también quisiera hacerlo (hay siempre, incluso en los más humildes y honestos, una tendencia a la teatralidad en los espíritus excepcionales que les impele a la consecuencia en sus actos, consecuencia que no busca otra cosa que ser rúbrica de su ser. No otro fin buscaría, sin ir más lejos, Empédocles lanzándose al vientre incandescente del Etna). En este ejercicio (Latir de Musa. Safo por ella misma) nuestro amigo se hace voz (o pone la suya a disposición de la poeta) del mundo interior que bullía en el pecho de la Décima Musa, ese que es fuente y origen de su obra, de su fama, de su valor.

Antes de nada, transcribo, tal cual, el prefacio -Nota introductoria- que Héctor coloca al frente de su imaginario ejercicio, de una pequeña muestra de la obra de la poeta (3 poemas, incluidos: el último traducido, fragmentario, y el único completo, La Oda a Afrodita), de la iconografía sugerida (como siempre, exhaustiva) y de la banda sonora recomendada para tan excepcional personaje (¿cómo sonaría la voz de Safo? ¿Parecida a la de Eleftería Arvanitaki, quizás? ¿O a la de la diva por antonomasia, María Callas?. Valga como un homenaje al melos griego).
Con ustedes, la dedicatoria a la poeta que dijo: "lo más bello es lo que uno ama".


Nota Introductoria

Para lo que verdaderamente interesa, lo realmente importante, más allá de la anécdota y el oportunismo de una moda reivindicativa (por muy legítima que sea), para aquello en lo que toda conciencia sensible debería reparar deteniéndose en su solaz y lírico provecho... lo diré al fin: para el ser humano culto, noble y refinado, la figura de Safo de Mitiliene es una antorcha cuyas llamas son eternas, no por ser mujer, no por su condición sexual (de la que más allá de sectarios intereses, interpretaciones aventuradas o vulgar morbo todo son conjeturas), sino por la más excelente de poeta. Aunque solo fuera por la estima que la tuvieron personajes como Platón ya merecería el lugar que ocupó en aquel olimpo poético. Se la tiene por ser una de las creadoras -y máxima exponente, junto a Píndaro, Alceo y Anacraonte- de la poesía lírica. Sucesora de la épica y precursora de la trágica, la lírica era una forma de poética más cercana al ordinario corazón, en la que los sentimientos y las emociones serían dignos de ser cantados, y no solo los grandes hechos que forjaran la historia de los hombres, su fama y celebridad. Homero y Hesíodo, los grandes poetas épicos, crearon el lenguaje rítmico que, después, los aedos, poseídos por el estro divino, transmitirían oralmente en sus cantos durante la celebración de banquetes y fiestas ceremoniales. La poesía lírica dio entrada a temas más frívolos, pero más habituales y populares, aquellos que interesaban al común de los mortales, pues que al común de los mortales el amor y el desamor, la nostalgia, la pena o la melancolía, les afligía en mayor o menor grado, incluso en medio de una guerra (ya fuera la de Troya).
Es Safo la primera en sacar al exterior la lava ardiente de su volcán interior, y lo hace con una sensibilidad impropia en una sociedad tan aparentemente primitiva como la Grecia del siglo VI a.d.C. La profundidad y delicadeza con la que expresa sus sentimientos hizo no solo que fuera admitida, posteriormente, en el canon de los nueve poetas líricos fijado en la Alejandría helénica, sino que ocupó un lugar preeminente en él. Poeta del corazón, desde el corazón. Poeta del amor y para el amor. Poeta de la pasión sublimada, de la carne atormentada, de la sutileza y de la palabra acariciada.

Creadora del verso sáfico (un personal endecasílabo de cinco pies, que en la poesía española viene a completar el propio -cuyo acento rítmico cae en la sexta sílaba-, creando ese otro, aún más melodioso, acentuado en la cuarta y octava), y, por ende, de la estrofa sáfica (estrofa de cuatro versos en la que los tres primeros son endecasílabos sáficos y el cuarto un pentasílabo adónico -acentuado en la primera sílaba). En este verso sáfico -endecasílabo con acentuación rítmica en cuarta y octava sílaba- se han escrito algunos de los mejores versos de la literatura italiana y española (Petrarca, Góngora), y no se concebiría la belleza de ese fluctuar armonioso en el ritmo del soneto o de la octava real sin su presencia. Solo por esto, sino bastara, además, la riqueza lírica de las imágenes vertidas en su poesía, Safo de Mitiliene debe de ser honrada, cantada y ensalzada. ¿Lo demás? Bueno, está bien como venero de leyendas, como fuente de imaginarios que hagan brotar lo bello de la nada sugerida, pero ahí se acaba el interés (y no es poco, dar pasto a la creación de paisajes inexistentes). Las alusiones vertidas en sus poemas a un amor homosexual (¿realmente el amor tiene sexo? ¿aún es creíble tal simplismo?), la palpitante pasión destilada, su muerte trágica, han sido y son, ocasión para una amplia y sugerente iconografía, y una no menos amplia y sugerente producción literaria. Catulo y Horacio en ella se inspiraron, Baudelaire, Byron o Virginia Wolf no ocultaron su admiración por esta poeta que accidentalmente fue, de un modo maravilloso, mujer (¡!). Yo, aquí, le rindo un sentido -por más que merecido- homenaje. Recíbalo ella allá donde se halle; y que todos los que lo lean, al hacerlo, a él se unan, si no con su sentir, si, al menos, con su -por mí, agradecida- atención.
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Latir de Musa
Safo por ella misma

¿Pues qué si digo que frecuentemente no se me ha entendido? ¿Que aquellas -que aquellos (¡qué cansino esto de la lucha de sexos!)- que me utilizan, no como estandarte que sería admisible, sino como arma arrojadiza y como baluarte, o aquellos otros para los que no soy sino objetivo de imprecaciones, no hacen sino abundar equidistantes en lo que yo abomino? ¿Le falta sentido común al ser humano? Ya, ya sé, que no son todos; ya sé que he encontrado espíritus afines en todas las épocas, desde aquélla en la que ya viví (en la que continúo viviendo, proyectada hacia el futuro dejando tras de mí la huella siempre viva del presente) hasta  ésta en la que me reflejo. ¡Pero me cansa tanto este malentendido! Quizás en esa razón se base éste escrito, estas memorias críticas, esta diatriba contra el tiempo de la dentellada y el conflicto que busca hacer sangre. Espero, albergo esa esperanza -quizás vana-, que quien esto lea ajuste su percepción de mí a la realidad: la que yo viví, no la que me han hecho vivir a mi pesar. Mi alma está en mi obra, no hay más que leerme como se debe, y apareceré prístina, tal cual fui. ¿Con qué ojos, a qué luz, con qué disposición de ánimo, bajo que enfoque del entendimiento, ese "como se debe" cobra sentido? Con los ojos limpios, a la luz de la verdad, con el ánimo justamente enardecido pero de amable entusiasmo, bajo el enfoque que todo alma, por el hecho de serlo, merece. Intentaré acercarme, no obstante, en lo que sigue, por ver si así, a más corta distancia, se me aprecia mejor.

Niña fui con suerte, nacida de familia noble en todos lo sentidos. Mi patria es Mitilene, en la isla de Lesbos, Provincia Eolia de la Grecia dilatada hacia lo que se ha dado en llamar Asia Menor. Siempre tuve el genio vivo y el corazón ardiente. Es más, creo que no se podría entender mi genio sin la influencia y el protagonismo de mi apasionado corazón. Me eduqué en el mejor sitio de aquella Hélade que venía fraguándose como foco del mundo para el pensamiento y el arte. Gracias al carácter insular, es decir, con esa impronta de lo excepcional que aboca a la autosuficiencia y a la autonomía, y a la feliz confluencia de buena sangre y honestos gobernantes, Lesbos llegó a ser un lugar privilegiado. Favorecida por los dioses en grado sumo, era cuna de bellas mujeres (ya el insigne Homero nos había elogiado casi dos siglos antes) y de gentes dotadas especialmente para el arte, ya fuera música, danza o poesía, de espíritus devotos de la buena vida en el sentido de vida bella que yo haría mía, y de ciudadanos tolerantes, pero altivos y orgullosos -lo que me valdría, años después, el destierro en Siracusa. En tan favorable ambiente crecí y me hice mujer, al tiempo que me hacía poeta, que dominaba la técnica del canto y me convertía en avezada citarista; mis ligeras piernas y mi cuerpo pronto al ditirambo favorecieron mi habilidad en las danzas rituales -mi corazón bailaba con ellas, no debía sino seguir su ritmo-. Tomé marido, y tuve una hija a la que amé. Tras el destierro, volví a esta mi patria y fundé una academia "La casa de las Servidoras de las Musas", donde puse mi talento al servicio de la comunidad, creando un lugar excepcional para educar mujeres excepcionales. Creado bajo los auspicios de la diosa Afrodita, a quien consagré mi vida, allí las doncellas vírgenes aprendían música, canto y danza, pero también el arte de componer guirnaldas ceremoniales, a tejer vestidos suntuosos, a crear adornos y peinados; en fin, a ensalzar la Belleza por medio del refinamiento artificioso que surge del sentimiento más natural.

Allí también amé. Mi corazón, como una laboriosa y aplicada abeja, libaba y libaba, saltando de flor en flor, incansable. El amor prendía en mí con la facilidad de la llama en la estopa. ¿Qué podía hacer yo, la consagrada a Afrodita? como decían aquellos versos que, agradecida a la Vida, una vez compuse:
"Yo amo la delicadeza...
y se me ha concedido el amor, la luz del sol y la belleza"
¿Que es el amor? Aún no lo sé, salvo para referirme a él por lo que de él gocé y sufrí. No fui una casquivana, mi lecho no era palestra donde coleccionara cuerpos entregados. Qué lejos quien esto piensa está de la realidad. Los que me adjudicaron cien amantes, hembras o varones, no saben lo que el amor de Afrodita significa. Ella, mi Diosa, no hace distingos. Para ella da igual entre quien se dé el hecho amoroso: cuenta el amor en sí. ¿Qué da que sea homosexual, heterosexual o bisexual? El sexo no es más que un accidente fortuito acaecido al alma humana; el que ve en él un carácter exclusivo ante el amor, una especie de papel determinado y rígido ligado unos caracteres físicos yerra de parte a parte. O eso, o es reo de moralina. A Afrodita el sexo no le importa, le importa el hecho, la pérdida en el otro, la enajenación jubilosa de la individualidad que se proyecta hacia el ser amado. El amor no es una droga, es más potente que una droga, pues atañe no solo al cuerpo sino también al alma. Se ha dicho -con manifiesta maledicencia- que mi academia era una especie de falansterio orgiástico, donde las mujeres nos dedicábamos a darnos placer mutuo, y, en parte, no andan muy descaminados, pues nos dábamos placer ¡cómo no! ¿Acaso no es un placer compartir la búsqueda de la belleza? Ayudarnos unas a otras en la adquisición de la excelencia en el refinamiento artístico y social ¿No es un placer? ¿No es una satisfacción ver cómo un alma adquiere la perfección que le es propia, día a día, bajo tus auspicios y enseñanzas? ¿Y qué si surge el amor espontáneo? ¿Y qué si Afrodita nos concede la dicha del embeleso? ¿Hemos de sentirnos culpables de ello, o habremos de darle gracias por tal regalo? Yo, me quedo con lo segundo, así lo he hecho siempre. Y si he utilizado retóricamente la queja ante la dicha del enamoramiento no ha sido sino con la intención de darle el valor que posee: una tal dicha que se convierte en gozoso dolor. Solo quien ha estado verdaderamente enamorado sabe esto. Y no me refiero a vulgares celos, no a dudas y desconfianza, no a posesión egoísta, sino a no poder gozar todo y de una vez lo que se siente, debiendo una conformarse con las pequeñas dosis que los parcos límites del tiempo y el espacio nos permiten; no poder arder intensamente como se siente y, a la vez, sentir con la misma profunda intensidad, eso es lo que nos duele, ahí está el motivo de la queja. ¿Pues, no se ha dicho lo dulce que es la muerte de amor? Ese es el tránsito más gozoso, pues se muere así de un agudo cólico de vida -que es el amor-. ¿No se ha dicho también (¡Cuánto me hubiera gustado haber podido crear yo esa expresión!) que el éxtasis de la pérdida, ese que registra el cuerpo con temblores y rubor, y huida hacia la nada, y entrañas que se abren en la unión, ése, no es una especie de pequeña muerte?

Hablando de la Parca, sobre ella -mi muerte-, poco he de decir. Casi prefiero que se siga creyendo lo increíble, que se me siga representando en una caída infinita hacia el amor. ¡Dios santo, nada menos que desde la roca Leucadia!, el sanctasanctórum de los enamorados enfermos de desamor. No me disgusta que se me represente así, y menos que se haga en la flor y nata de mi juventud, con ese cuerpo esplendoroso -que lo tuve-. ¿Se me permitirá este arranque de coquetería? ¡Pintores, artistas, poetas, permiso mío tenéis para representarme como os plazca, mientras ensalcéis a Afrodita con ello! Mal haría si me enojara, y prueba sería, entonces, de que predicaría una cosa sintiendo otra. Representadme abismada en el océano, enajenado mi sentido, sumergido en las profundidades donde surgiera mi Diosa, con ello rendís homenaje a aquella a quien adoro, y por quien conocí la mayor dicha en esta vida. Si amé la vida con toda la fuerza del amor ¿cómo habría de acabar con ella por él? En todo caso hubiera podido hacerlo al envejecer y serme privada una tal dicha (ya lo dije en mis versos). Pero, es tan dulce que se me recuerde así, saliendo de esta vida, hermosa, enamorada, entregada a las rocas donde baten las espumas, aquellas mismas, de las que surgiera la diosa de las diosas...
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POEMARIO

Oda a Afrodita

¡Oh, tú en cien tronos Afrodita reina,
Hija de Zeus, inmortal, dolosa:
No me acongojes con pesar y sexo
Ruégote, Cipria!
Antes acude como en otros días,
Mi voz oyendo y mi encendido ruego;
Por mi dejaste la del padre Jove
Alta morada.
El áureo carro que veloces llevan
Lindos gorriones, sacudiendo el ala,
Al negro suelo, desde el éter puro
Raudo bajaba.
Y tú ¡Oh, dichosa! en tu inmortal semblante
Te sonreías: ¿Para qué me llamas?
¿Cuál es tu anhelo? ¿Qué padeces hora?
—me preguntabas—
¿Arde de nuevo el corazón inquieto?
¿A quién pretendes enredar en suave
Lazo de amores? ¿Quién tu red evita,
Mísera Safo?
Que si te huye, tornará a tus brazos,
Y más propicio ofreceráte dones,
Y cuando esquives el ardiente beso,
Querrá besarte.
Ven, pues, ¡Oh diosa! y mis anhelos cumple,
Liberta el alma de su dura pena;
Cual protectora, en la batalla lidia
Siempre a mi lado.
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Conceda el medrar a mi boca…
Velad vosotras por los bellos dones de las Musas ceñidas
de violetas, muchachas, y por la dulce lira de los cantos,
pero mi piel, en otro tiempo suave, de la vejez ya es presa,
y tengo blancos mis cabellos que fueron negros,
y torpes se han vuelto mis fuerzas, y las piernas no me sostienen,
antaño ágiles cual cervatillos para la danza.
He aquí mis asiduos lamentos, pero ¿qué podría hacer yo?
A un ser humano no le es dado durar por siempre.
A Títono, una vez, cuentan que Aurora de rosados brazos
por obra de amor lo condujo a los confines de la Tierra,
joven y hermoso como era, mas lo encontró igualmente al cabo
la canosa vejez, a él, que tenía esposa inmortal.
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Poema 2D
Me parece que es igual a los dioses
el hombre aquel que frente a ti se sienta,
y a tu lado absorto escucha mientras
dulcemente hablas
y encantadora sonríes. Lo que a mí
el corazón en el pecho me arrebata;
apenas te miro y entonces no puedo
decir ya palabra.
Al punto se me espesa la lengua
y de pronto un sutil fuego me corre
bajo la piel, por mis ojos nada veo,
los oídos me zumban,
me invade un frío sudor y toda entera
me estremezco, más que la hierba pálida
estoy, y apenas distante de la muerte
me siento, infeliz.

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ICONOGRAFÍA

Safo y Faon - Jacques-Louis david
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Safo y Alceo - Lawrence Alma Tadema
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El lecho de Safo - Charles Gleyre
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 En tiempos de Safo - John William Godward
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Safo y Erina en un jardín en Mitilene - Simeon Solomon
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Safo y Homero - Charles Nicolas Rafael Lafond
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Safo - Virginie Ancelot
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Safo tocando la lira - Léopold Burthe
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Safo en el acantilado - Gustave Moreau
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Safo en las rocas - Gustave Moreau
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Safo en Leucadia - Gustave Moreau
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Safo en Leucadia - Gustave Moreau
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La muerte de Safo - Gustave Moreau
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Safo en el promontorio de Leucadia - Antoine Jean Gross
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Safo - Andrea Gastaldi
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Safo - Pierre-Narcisse Guérin
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Safo en el acantilado Leucadio - Pierre-Narcisse Guérin
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Safo en el Promontorio Leucadio - Théodore Chasserieu
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Safo en el Promontorio Leucadio - Théodore Chasserieu
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Safo - Rafael Sanzio
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Safo abrazando su lira - Jules Elie Delauney
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Safo - Arnold Böcklin
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Safo en Leucadia - Stückelberg
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Safo - Amanda Brewster Sewell
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Safo - Julius Johann Ferdinand Cronenberg
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Safo (estudio) - Gustav Klimt
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 Safo - Gustav Klimt
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BANDA SONORA




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Enlaces de Interés:

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jueves, 26 de enero de 2012

El enviado (2)






Si hubiera que destacar algo de su apariencia, era que no había en ella nada destacable, ningún rasgo sobresaliente, ningún atributo especialmente reseñable; la pesadilla, en fin, de un caricaturista. No era alto para un boreal, como tampoco un meridional lo consideraría bajo. Ni excesivamente corpulento, ni magro en demasía; estaba tan lejos de ser atlético como de serlo obeso. Quizás la hermosura no había sido pródiga con él, pero tampoco la fealdad lo había estigmatizado. No había nada en su andar que hiciera volver la vista a su paso, tampoco su presencia llamaba la atención: podría mimetizarse fácilmente entre la multitud sin proponérselo, pasar absolutamente desapercibido, a menos que fuera descubierto, precisamente, por la absoluta e inquietante ausencia de rasgos característicos. Solo cuando, ya de cerca, uno contemplaba sus ojos azul-verdosos se daba cuenta de que estaba ante alguien peculiar; sobre todo si la luz -fuere del sol, de una llama o artificial- incidía en un determinado ángulo sobre ellos, entonces podía detectarse aquel inconfundible brillo opalescente que hacía imposible definir su color, pues los reflejaba todos (como si el iris lo fuere de verdad: un magma dinámico en el que parecía flotar toda la paleta cromática del espectro luminoso, como si el mismo espíritu del color tuviera su sede allí adentro). Habría que oírle hablar para detectar la otra cualidad que le hacía diferente, no se trataba de una tipicidad de pronunciación, ni de ritmo; nada que tuviera que ver con el diferente empleo del aparato fonador que hace que para un portugués, por ejemplo, sea más sencilla la pronunciación del idioma inglés que para un español. La suya era una característica más definitiva; no de aparato, no de función, sino de entidad. Hablaba como si sus palabras llegaran resonando, como un eco, desde un origen profundo e ignoto. Oírle hablar era como estar presente en Delfos o en Dodona. ¿Me atreveré a decirlo?: era, la suya, una voz oracular. 
Cuando ascendió los tres magníficos escalones tallados en aquel granítico cuarzo que afloraba por todos lados, y que lo llevaron hasta el porche del Círculo Creativo, se encontró que junto a la puerta, ya abierta, alguien le esperaba con una luminosa sonrisa. Estrechó la mano que se le tendía al tiempo que se presentaba.
-Silvio es mi nombre -dijo el forastero, sonriendo a su vez.
-Dióclito. Sea bienvenido -contestó el hombre de la sonrisa luminosa, intentando fingir no sentirse ligeramente impresionado por aquella extraña voz. Haciéndose a un lado, le invitó a entrar.

Olía a madera nueva. Un olor balsámico y complejo, intenso sin ser punzante, como el de un perfume elaborado a base de resinas maduras y especias frescas. Silvio notó cómo se le expandían los pulmones, cómo sus bronquiolos parecían dilatarse infinitamente al contacto con aquel aire cargado de aromas. Se encontraba en una gran sala de techos altos, muy luminosa, extrañamente luminosa, una luminosidad extraordinariamente diáfana y blanca procedente del sol que entraba a raudales a través de los grandes ventanales orientados al Sur. Más tarde le sería revelado que aquella mágica luz era producto del tamizado al que sometían a los rayos solares los finos cristales de cuarzo que, a modo de vidrio, estaban colocados en las ventanas. Era como si el poder refractivo del cuarzo librara de impurezas atmósféricas la luz que el sol enviaba, dejando pasar solo la Luz, la esencia del efecto lumínico, con una blancura superior a la existente en un quirófano. Ahí no acababa la impresión visual, pues esa luz blanca, blanquísima, al derramarse sobre una gran mesa rectangular que ocupaba casi todo el espacio del salón, de Este a Oeste, se reflejaba en una miríada de prismas que descomponían su blancura en mil arco-iris, lo que proporcionaba un espectáculo digno de un maravilloso caleidoscopio, pues parecía que la mesa tuviera la superficie extrañamente orgánica, semejante a un extraordinario mar irisado en continuo movimiento.

Dióclito, que observaba expectante la reacción del forastero ante aquella primera impresión, se vio algo decepcionado. Si bien el recién llegado paseaba su mirada por todo el fantástico espacio, y se detenía,  especialmente, en el prodigioso efecto visual de la mesa, no daba muestras de sentirse asombrado -como ya sucediese, sin excepción, con todos cuantos, llegados de afuera, penetraban en aquel lugar-, sino que su reacción era la propia de alguien que hace un repaso a un espacio conocido; como si estuviese haciendo revisión y comprobando que todo está cómo y donde debe de estar. En una palabra: el recién llegado daba muestras de no ser la primera vez que contemplaba algo así; o eso, o... es que su carácter era poco impresionable, insensible, indiferente, y eso, eso, era algo que no se podía permitir pensarlo. ¿Qué haría allí, sino? ¿Simple curiosidad? Dióclito se dio cuenta de que estaba ante alguien poco corriente. De hecho cuando se le quedó mirando intentando penetrar en su mente, acceder al territorio de sus emociones, lo vio... vio el efecto que la luz producía en aquellos ojos indefinidamente azul-verdosos, y que asoció inmediatamente al que irradiaba de la mesa. Instintivamente, con gesto demudado, dio un paso atrás, oscilando su mirada de aquellos ojos a la mesa, y de la mesa hacia aquellos ojos. La situación era, cuanto menos, graciosa: el cazador cazado. Quien se suponía debiera haber sido el sorprendido era la causa de la sorpresa.

Silvio sonrió; mientras, restando importancia a la sorpresa de Dióclito, descargaba la mochila de su espalda.
-¿Así es que este es el Círculo Creativo? ¿La prodigiosa sede de la Sociedad Antares de Ociosos Creativos?
-Sí,... efectivamente -respondió, saliendo del pasmo, aquel hombre pasmado-. En este sala nos reunimos y ponemos en común nuestras creaciones. En el piso de arriba se encuentran las habitaciones de aquel Creativo que desee residir aquí, pero no es preceptivo hacerlo. Hay quien prefiere alojarse con cualquiera de los vecinos que ofrecen sus residencias de forma gratuita, sin contrapartidas a cambio. Se admite, ocasionalmente, colaboración en las labores cotidianas, algo que en ningún caso suponga la conciencia de trabajo. Los Creativos Ociosos deben de ser eso, ociosos, y la simple conciencia de realizar una actividad laboral contravendría su estatus. Otra cosa es que, voluntariamente, ellos -los Creativos Ociosos- sientan la necesidad de colaborar con sus anfitriones, a modo de ejercicio saludable para mantener a punto su cuerpo, su conciencia solidaria, o, simplemente porque así lo estimen pertinente; pero nunca, nunca, como una obligación. Cuestión ésta no solo admitida y aceptada por aquellos que ofrecen sus casas como centros de graciosa acogida, sino que es algo que llevan con orgullo: existe la creencia de que quien acoge a un Ocioso Creativo está colaborando, de la mejor forma posible, al bienestar y el futuro de la comunidad de Aldea del Altovalle. Se abrigan grandes esperanzas respecto al devenir de la SOCA y lo que ello beneficiará al Valle, no como objetivo turístico, sino única y exclusivamente por una cuestión de prestigio. Si una comunidad tan racional como la griega tuvo necesidad de un Panteón Olímpico, ¿Por qué esta pequeña comunidad rural no podía tener el suyo propio, pero en este caso, de seres reales, vivos, actuando como dioses en la Tierra, dedicados al puro y desinteresado acto de crear?. El Olimpo lo tenemos, solo hemos de llenarlo de seres divinos.
Después, mirando a Silvio de hito en hito, preguntó.
-Por cierto, ¿En calidad de qué debemos su visita? ¿Acaso es periodista, miembro del gobierno regional, del estado, simple curioso, o...? Dejando la alternativa en puntos suspensivos para que fuera el mismo Silvio quien contestara.
-Vengo como candidato. Me gustaría pertenecer a tan singular y excepcional Sociedad. ¿Es ello posible?
Dióclito, sin saber ni preguntarse por qué, sintió una íntima satisfacción. A pesar de recién conocerlo ya sentía una espontánea simpatía por aquel hombre poco impresionable y de mirada opalescente.

Se instaló en el piso superior del Círculo Creativo -el dedicado a residentes-, en una sencilla, luminosa y bonita habitación con vistas al Norte, es decir, a la Cresta del Gallo Cano. Era éste un macizo crestonado en el que destacaban cinco cumbres coronadas por nieves perpetuas unidas entre sí por afilados y abruptos collados que por su vertiente Sur se precipitaban y resolvían en el idílico Valle. En aquellas blancas y escarpadas cimas tenía también su origen el Río de las Gemas, que bajaba bravo hendiendo el Valle en su mitad y dejando a su paso, al descubierto, un prodigioso lecho granítico surcado por inusuales y enormes vetas cuarcíticas, a las cuales, obviamente, debía el nombre. En aquel lecho se podía hallar cualquier tipo de cuarzo, desde el más traslúcido cristal de roca, a la amatista más violácea, desde el bello cuarzo rosa o el jacinto de compostela, al amarillo citrino, desde la rara bolivianita al jaspe o al aún más raro ópalo. El cómo tal enclave pudo haber permanecido virgen, al margen de la codicia y la rapacidad de los mercaderes, es un misterio que compartía con el mismo origen de Aldea del Altovalle, es decir, con aquel Molino ancestral que unos hombres ya olvidados construyeron en una época de la que no guardaban memoria ni las más antiguas montañas.
Silvio salió a conocer la ciudad y, sobre todo, el famoso y antiquísimo Molino. A primera hora de la tarde sería presentado a la Sociedad y al Consejo de Bienpensantes, y se le informaría detalladamente de las pruebas que habría de realizar el día siguiente. Si aceptaba y solventaba el trámite con suficiencia, entraría a formar parte de pleno derecho de la Sociedad de Ociosos Creativos Antares. La adscripción a la Sociedad llevaba emparejada la inclusión en el padrón de Aldea del Altovalle como residente, y, por tanto, un usufructuario más de los bienes del Valle.
Se tuvo que conformar con ver el exterior del Molino. Había junta del Consejo en el piso de arriba, y los días de junta estaba restringido el acceso al interior. No obstante, pudo comprobar la vetustez que destilaba aquella construcción. La gran noria de cangilones barbados giraba con una especie de parsimonia cantarina cuya  grave voz parecía provenir del vientre de la tierra; el líquido sonido del agua ponía el contrapunto a aquella telúrica voz con su incansable chapoteo de bajo continuo. Un billón de veces mil millones de giros salmodiando, sin parar un solo día, la canción del Molino, que era tanto como decir la historia de los hombres.
Silvio la contempló admirado, conmovido. Nadie pudo ver humedecerse sus ojos mientras observaba aquella gran rueda girar, mientras escuchaba la eterna salmodia: aquella aria cantada a dúo entre la tierra y el agua, que, como las órbitas de los planetas alrededor de los astros, contaba los más íntimos secretos del universo. Como es arriba, es abajo... dice el principio hermético de Correspondencia; una circunferencia es todas las circunferencias, en su giro están todos los giros. Él entendía aquella voz porque tenía la conciencia clara de ser parte de ella. Le sonaba tan familiar como a un bebé la voz de su madre...

Estaba en la habitación, sentado ante la ventana, con la mirada abismada en las cumbres lejanas y la mente perdida en pensamientos incomunicables, cuando sonó el toque suave de unos nudillos en la puerta. Se le esperaba abajo, -dijo la voz conocida de Dióclito.
Alrededor de aquella alargada mesa que había visto hervir en colores por la mañana estaban sentadas doce personas, detrás, formando una segunda fila dispuesta intercaladamente respecto a aquéllas (como una de esas disposiciones ajedrezadas o escaqueadas características de los frisos del arte románico), se hallaban, también sentados, otros doce personajes. Mientras los primeros vestían de forma informal de la manera más variopinta, los segundos, casi todos hombres y mujeres de edad provecta, vestían idéntica ropa talar: una especie de túnica o sayo en color crudo con los bordes púrpuras que les hacía parecer senadores romanos. Todos ellos ocupaban amplios sillones de madera con asientos y respaldo de grueso tejido adamascado. En uno de los extremos había un lugar vacío; estaba reservado para él.
De los allí presentes, Silvio solo conocía a Dióclito, y éste fue el encargado de hacer las presentaciones.

En el extremo opuesto al que él ocupaba estaba Aloisius presidiendo la Sociedad. Detrás de éste (es decir, en la segunda fila): a la derecha, un hombre, de barba y melena gris, con túnica senatorial y una sonrisa afable que le restaba gravedad, era el Alcalde de Aldea del Altovalle; a la izquierda, una mujer, también sonriente e igualmente de cabellera gris, con idéntica túnica que el alcalde, que compartía las labores de la alcaldía ejerciendo de magistrada. A un lado y otro de la mesa: en la segunda fila, los restantes miembros del Consejo de los Bienpensantes; y en la primera, los otros once Socios de la SOCA que le fueron presentados uno a uno. Así descubrió que el nombre utilizado por todos ellos no era su nombre de pila, sino una especie de seudónimo formado por la contracción de los dos artistas de su predilección con los cuales se identificara su pensamiento o su corazón. Era esta otra de las singularidades de una Sociedad toda ella singular. Allí había un Lao-Po (amante de la milenaria cultura china, que había adoptado tal apelativo por su cercanía a Lao Tzé, por el lado filosófico, y de Li Po, por el poético), un Leonangelo (que sintetizaba en esa contracción el genio desbordante de las artes plásticas del Renacimiento italiano), un Virgante (aleando la síntesis espiritual de Roma con el heraldo del Renacimiento literario), un Whitpoe (combinando el naturalismo espontáneo de un Whitman con el simbolismo mágico de un Poe), un Borgazar (amante de la literatura fantástica y la poesía hispanoamericana), un Rilkbach (poniendo en relación barroco y romanticismo germanos en un alarde de simbiosis), un Rimbussy (poesía parnasiana y simbolista trenzada con música impresionista),  un Joyshakes (que unía lo mejor, literariamente hablando, de Irlanda e Inglaterra), un Hirobasho (él mismo japonés, de cuerpo y espíritu minimalista como un jardín zen), un Gonlor (barroquismo esplendoroso y duende de lo hispano), y, por fin, aquel a quien ya conocía: Dióclito, quien, además de fundir en sí dos modelos para aquella ciudad (Diógenes y Heráclito), profesaba una admiración sin límites por Homero y Platón, por Eurípides y Píndaro, por Fidias y Praxíteles, en una palabra, por todo aquel Mundo Clásico que sería fuente y semilla, cimiento y fundamento, de la sociedad occidental; civilización a la que sin ninguna exclusividad pero sí por tradición pertenecía la población del Valle.
Tras las presentaciones se le informó de los detalles y el carácter de las tres pruebas que debía llevar a cabo. Silvio aceptó sin dudarlo.

Preguntado por Aloisius acerca de su lugar de procedencia (cuestión suscitada por la impresión general causada por ese su modo de hablar una lengua que era la suya, la de todos los presentes, pero que no lo parecía), el forastero, por toda respuesta, y excusándose por no poder ser más explícito, les emplazó a satisfacer su curiosidad una vez completara las pruebas -si es que fuere capaz de ello- con la suficiente aptitud como para ser admitido. En caso de no serlo, les pidió respetaran su silencio, y se iría como llegó, siendo un forastero que un día apareciera por su preciosa aldea, disfrutó de su compañía, y marchó agradecido por la hospitalidad y llevándolos en su corazón. Pero si, como resultado de una satisfactoria resolución de aquel reto, era admitido en su Comunidad, en su Sociedad, entonces, y solo entonces, les revelaría su identidad, su procedencia y la misión que lo había llevado hasta allí. Se volvió a disculpar por alimentar de modo tan infantil la intriga y el misterio pero les aseguró que no podía ser más explícito aún. Su respuesta no hizo sino aumentar la curiosidad que ya de por sí sentían todos. Se respetó su reserva, como no podía ser de otra forma y Aloisius, levantó la sesión. Al día siguiente, con el alba, partiría hacía los bosques aquel extraño aspirante a integrarse en la Sociedad de Ociosos Creativos Antares.
La comitiva lo despidió cuando los primeros rayos del sol comenzaban a nimbar de oro las cumbres de la Cresta del Gallo cano. Tras darles de mano, Silvio partió con paso ligero, la mochila a la espalda y silbando una tonada de aires célticos. Al alejarse, a medida que su figura se iba empequeñeciendo, detrás, en aquella comunidad apacible y bien pensante, la curiosidad iría en aumento.
Pero esto, lo contado hasta aquí, siendo el aperitivo, el entremés, no es aún el motivo que causaría la conmoción referida al inicio del relato. Para ello, para satisfacer esa curiosidad y desentrañar el misterio, habrá que esperar, como los mismos protagonistas, a la Tercera y última parte de la narración.

Fin de la Segunda Parte
(Enlace a la Primera Parte)


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