viernes, 20 de enero de 2012

Futuro imperfecto




Era tarde, muy tarde, tan tarde que quizás ya no llegara a tiempo. Sus apresurados pasos resonaban en las calles vacías como si un apremiante cortejo de espectros lo siguiera. Era de noche y llovía, pero la lluvia, mansa y persistente, lo hacía sin prisa. Estrellas alineadas, las farolas, espejaban las aceras y calzadas, multiplicando los reflejos. Entre farola y farola, entre estrella y estrella, su sombra se estiraba y se encogía con elasticidad periódica, demostrando aún más prisa en la marcha que el cuerpo al que pertenecía; prisa vana, pues que siempre volvía al punto de partida: aquellos pies, sobre los que su humana verticalidad se asentaba y que habían de llevarle rápido, muy rápido... porque ya era tarde, muy tarde. Pasó al lado de varias paradas de taxi, todas desiertas. Nadie por las calles, solo su figura apresurada... y el agua que caía, y la luz que lo alumbraba y lo deslumbraba, y su sombra, claro, su sombra elástica, siempre fiel. De vez en vez también salía a su paso, sesgada o perpendicularmente, un regato procedente de los canalones que recogían el agua de los tejados, y que fluía, también apresuradamente, hacia la calzada y de ahí a las alcantarillas donde encontraría su oscuro y lóbrego destino poblado de seres repulsivos e inmundicias. Nada más... Bueno, sí, el silencio, el silencio interrumpido por el percusivo eco de sus pasos, y por el bajo continuo de las finas gotas de lluvia cayendo sobre el pavimento empapado. ¡Dios santo qué tarde era ya...! No llegaría a tiempo. Ni un alma por la calle, solo la suya. Anduvo y anduvo hasta que llegó al límite en el que las calles se hundían en la oscuridad, una oscuridad ominosa que aquella desapacible noche y su apresuramiento hacían más angustiante. Titubeó dos segundos, pero no podía detenerse, ni mucho menos volver... eso, ya, era imposible.


Abandonó la seguridad de los focos, de las estrellas artificiales, y penetró en la negrura húmeda de las afueras, de los espacios abiertos, con la sensación de introducirse en un angosto túnel; irónica paradoja. A veces trastabillaba tras tropezar con las ocultas ondulaciones del terreno, otras, se veía lanzado -casi a la carrera- cuesta abajo por un terraplén que aparecía abruptamente ante él, alguna vez llegó a caer de bruces sobre el barro. Pero siguió, sin detenerse, con paso apresurado. Al rato, sus ojos se habituaron a no ver y se acostumbraron a la luz que de sí mismo salía: una luz pálida de cuerpo cálido lanzado hacia adelante como una tenue luciérnaga alocada. Acabó adquiriendo la asombrosa facultad nictálope de las alimañas nocturnas. Él, que nada tenía de alimaña depredadora, como no fuera la voracidad con la que devoraba su propio tiempo. Ocasionalmente una tapia, una valla, el declive abrupto que se precipitaba en un arroyo, en un canal o en una zanja, hacían que tuviera que dar un rodeo (¡Cielos, con lo tarde que era...!); lo hacía contrariado pero resuelto, sin titubeos ya, acostumbrado a tomar decisiones sobre la marcha. Estaba decidido a llegar aunque se le hiciera tarde. Solo confiaba en que a pesar de su tardanza, cuando llegara, él estuviera aún allí, esperándole. La lluvia no cejaba, por lo que sus zapatos se llenaron de barro arcilloso multiplicando el peso que había de levantar con cada paso. Daba igual, de vez en vez, zapateaba contra el suelo, sin parar la marcha presurosa, desprendiendo la masa adherida. Le empezaron a doler las piernas en la juntura con las ingles; cada paso mal dado, cada traspiés, se traducía en un dolor agudo que atormentaba sus caderas. Por si fuera poco, la humedad le estaba penetrando hasta los huesos. A pesar del esfuerzo sostenido en su marcha apresurada el agudo filo del frío, un frío inmenso y glacial, estaba lacerando su cuerpo. Comenzó a bracear exageradamente para entrar en calor, a respirar aún más agitadamente para calentar su diafragma y los músculos de su tórax. No podía echar a correr pues no veía por dónde iba, más allá de dos pasos por delante. Por un momento sintió vértigo, una ráfaga de angustia le azotó en el pecho y el zarpazo de un pánico atroz le cruzó el ánimo... miró a su alrededor sin detenerse: no veía nada, salvo la negrura ominosa; escuchó atento: pero tampoco oía nada salvo el jadeo rítmico de su respiración (mudo ya el eco de sus pasos, engullidos por la inmensidad angosta del campo abierto, tragados por la tierra empapada o la blanda hierba humedecida)... Se sobrepuso enseguida ante la imposibilidad de una alternativa: no podía volver, y locura sería quedar allí, abandonado al albur de una suerte que nunca espera a los rezagados. Su única opción era seguir, sin parar, progresar hasta el límite de sus fuerzas. Le dio por pensar que, si así lo hacía, quizás fuese perdonada su tardanza, quizás pudiere justificar su retraso, hacerse disculpar su demora. Al menos él lo habría intentado, no cabría acusarle de negligencia ni diletantismo, tampoco de pereza ni de renuencia ante su deber: aquel que había asumido enervado por una ilusión ingenua y con el que comprometió su vida... Apretó los dientes y siguió.


Era una mera cuestión de supervivencia: o él, o la nada. O llegaba hasta su objetivo, o no tendría nada que hacer. Ya no le importaba si él estaría allí esperándole, su única intención, su, ya, sola obsesión era llegar a cualquier costa. Su determinación había tomado la entidad de reto personal. Y en su mente comenzó a brillar, como la débil luz de una estrella lejana, una idea, una conjetura: ¿Y si, al fin y al cabo, no fuera aún tan tarde? ¿Y si hubiera habido algún error en sus previsiones, en sus cálculos? Con este nuevo pensamiento actuando de balón de oxígeno cobró renovadas fuerzas. La esperanza, como si de la consecuencia de la pertinaz lluvia se tratara, al fin se había abierto paso entre las costuras de su impermeable conciencia. Siempre lo hace, por ello existe, es su esencia (por algo es el único y último bien de los dioses que Pandora pudo evitar que escapara de la tramposa caja). El dolor de sus ingles desapareció, ahora caminaba sintiendo un estado de euforia creciente. Inconscientemente comenzó a tararear una de esas melodías pegadizas que asaltan por sorpresa nuestra memoria sin ser convocadas, siguiendo no se sabe qué absurdo automatismo, qué mecanismo dotado de voluntad propia, y que la mayoría de las veces poco tiene que ver con el momento que se vive, así, por ejemplo, una nana -una de esas lullaby cadenciosas- ante una situación de riesgo evidente, o la ordinaria salmodia de una canción de verano cuando uno ha de afrontar un hecho trascendental que exige máxima concentración, o un fragmento de ópera que se repite una y otra vez ante una estúpida, por lo trivial, tarea reiterada. En este caso, la melodía en cuestión  se relacionaba con la situación: era la Marcha del Coronel Bogey, el famosísimo tema silbado de la banda sonora de The Bridge on the River Kwai. Así, pues, blandiendo el renovado ímpetu como si de un machete se tratara y con la ambientación sonora propicia -ya silbada, ya tarareada, por su mente-, se aventuró con decisión en la negra espesura, ahora ya menos negra, que se interponía en su camino. El cielo decidió, además, premiar éste su denodado empeño, y la lluvia cesó.
Poco a poco, la opaca e impenetrable cúpula celeste comenzó a hacerse jirones, y por los huecos abiertos penetró la inmensidad del universo. El amenazador manto negro de una noche cerrada a cal y canto dio paso a la penumbra sugestiva en que las formas recobraban su presencia iluminadas por el límpido fulgor de las estrellas. La luna no apareció, empero. Su fase de luna nueva hacía inútil la espera de su presencia. Bastaban las estrellas. Después de lo pasado, la penumbra era casi tan bien recibida como un sol diáfano.


El ambiente, aun siendo fresco -la madrugada avanzaba y parecían sentirse, si lejanos, los cascos de Faetón pisar el horizonte- poseía la nítida limpieza de la atmósfera lavada. El aire puro penetraba en sus pulmones y estimulaba sus ideas. Pese a haber estado caminando toda la noche, milagrosamente, no sentía el cansancio que se suponía debía sentir, ya no. Silbaba animoso su propia marcha en la Marcha del Coronel Bogey, hacía suya la increíble determinación de aquel recto oficial británico para lograr su objetivo, para alcanzar su preciada y anhelada meta. A medida que el amanecer se anunciaba tiñendo el cielo de Levante con un abanico multicolor, el mundo parecía renacer en torno suyo, las formas hacerse presentes, los espacios cobrar perspectiva, y, con los espacios, su propia vida. Una perspectiva nueva donde ya no parecía existir ninguna otra, una perspectiva surgida de su denodado esfuerzo por resistir, por obedecer una voz que desde dentro le impulsó a continuar, a no desfallecer. Como si su ser hubiera sufrido un subterráneo movimiento tectónico que hubiera provocado, mediante la conjunción de tensiones y fuerzas ocultas, la elevación de su espíritu desde el fondo cenagoso de la desesperación hacia arriba, hacia el límpido ámbito de las alturas alpinas y su purificada luz .
Poco le importaba ya lo tarde que fuera, poco si él aún estuviera allí esperándole. Había descubierto, en ésta su nocturna odisea -esa noche oscura del alma que cantara el místico poeta avulense-, que su interior podía recrear el objetivo, volver a modelarlo, posponer el plazo para su realización,... a voluntad. Y  todo ello gracias a la intervención de la más férrea de las voluntades: aquella que nace de la identificación de un alma con su fin, con su propia luz. ¿Qué importaba realmente la meta en sí? Había descubierto que tan importante era el camino, sobreponerse al desánimo o vencer la vacilación, como intentar arribar a una pretendida jauja. Lo importante no era llegar, lo realmente vital era ser mientras se llegaba, aunque nunca se llegase. Porque, en realidad, lo que también había descubierto es que al futuro nunca se llega a tiempo. Es más, al futuro nunca se llega, se tiende; siendo un error hacer de él -de ese tender hacia el futuro- el eje de la vida, el motivo de la existencia. Porque, reconozcámoslo, no es que lleguemos siempre tarde al futuro, es que al futuro es imposible llegar... porque no existe. No es más que un mero fantasma de tiempo por venir que nunca llega, y que, para su inexistente existencia, necesita, voraz, devorar nuestro presente. Él, El Futuro, por definición, es un tiempo imperfecto, un tiempo contaminado por quizás y por acasos, que aniquila con la fascinación de un embeleso.

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BANDA SONORA
(para un Futuro Imperfecto)


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IMÁGENES
Arnold Böcklin
(1827-1901)
Die Toteninsel (1883) 3ª Versión 
Der Vulkan
Die Meeresbrandung (Der Schall) (1879)
Putto y mariposa (1895)

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