domingo, 8 de enero de 2012

Reflexiones del Minotauro




Expresa el hombre sus miedos y angustias en los mitos. Cada mito es un oscuro y arcano temor sacado a la luz, donde es conjurado con su sola exposición o neutralizado a base de aplicarle un poderoso antídoto, una potente droga cuya revelación se tiene por divina -también ella misma protagonista de un mito-, y a la que algunos achacan la doble y equívoca facultad de ser, a un tiempo, remedio y veneno: la esperanza. Están trenzados los mitos con una proporción variable de estos dos mimbres: el temor que angustia y la creencia en que puede ser superado. Así el hombre ha intentado tapar todas las grietas que constantemente se abren en su inconsistente y frágil vida, por las que se cuela una y otra vez el sentimiento, la angustia, que le provoca la inevitable existencia de la muerte. Los mitos no son, pues, sino bellas vendas con las que restañar las múltiples heridas -preguntas sin respuesta- que nos inflige la pavorosa certeza de nuestro acabamiento. Esto es importante, pues esa cualidad de la venda, la Belleza, tiene unos benéficos efectos sedantes, analgésicos, en ocasiones narcóticos, que ayudan a soportar el dolor de la vida que se sabe efímera.
Yo mismo, este que habla -o, mejor, que escribe; en fin, el que esto cuenta-, soy uno de esos mitos; un mito solapado a otros varios, interconectado, como una parte de esa inmensa red que el ser humano es y teje constantemente, pues en cada época surgen nuevos temores, nuevas angustias -o los mismos con otras caras y otras apariencias-, a los que hacer frente. Mito poderoso, figura sugerente, ya que lo es en el terreno de la sutil alegoría y en el de la grave realidad, este que se creó en torno a mi personalidad. Poliédrico donde los haya, en mi ser se funden diversos temores que me dotan de la solidez del bronce: la soledad, la excepcionalidad, la hibris, la concepción laberíntica de la existencia, el castigo, la fatalidad, la naturaleza paradójica,... y así podría continuar hasta agotar los conceptos que el hombre ha creado para definir la angustia suscitada en un ser que se sabe, y se siente, parte desgajada, destinada a convertirse en polvo, nada más que polvo, a pesar de la conciencia que lo habita.
Agradezco al autor de este espacio el haberme traído de nuevo a él (Hibris & Híbridos, 16 de Septiembre 2010), esta vez para hablar con voz propia (aun reconociendo que, quizás, nunca antes se me había dado una voz con la que yo me sintiera más identificado que la empleada por el insigne fabulador bonaerense en las diversas ocasiones en que lo hizo, ya en prosa ya en verso). Aquí y ahora se me hace protagonista absoluto, cosa que agradezco, y no porque me sintiera incómodo entre aquellos otros seres excepcionales, pobladores de otros tantos mitos, allí tratados (el Centauro, las Sirenas, el Tritón), pues compartían conmigo, a pesar de su distinta singularidad, la misma condición alegórica -estirpe legendaria, pues, de mi propia fabulosa estirpe-, sino porque así puedo explayarme sin las limitaciones propias al enfoque parcial que con aquellos compartía: la condición de híbrido cuya fatalidad está íntimamente unida al carácter. También esto me permite el poder expresarme sin el condicionamiento de la imaginación ajena, por muy poderosa e inteligente que ésta sea (Borges), aunque con ello incurra en el riesgo cierto de mostrar que mi lenguaje y mi estilo sean más pobres o menos bellos que el de los poetas que me han cantado. Al menos, será mi voz la que se escuche con esta tesitura de negro sobre blanco que es el decir de la escritura.

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Si hay algo de lo que me puedo sentir orgulloso y que, a la vez, constituye el componente más sórdido de mi tragedia, es mi doble y monstruosa condición. Orgulloso, porque me siento único: en mí, ese anhelo que late en el corazón de todo hombre, por más que sea necesariamente un ser social, se cumple con inevitable y fatídica evidencia. No hay otro como yo, ningún semejante, y, por tanto, entre otras muchas carencias, no conozco la amistad... ni el amor. No tengo compañera a quien amar y de quien sentirme amado, en el caso de que el amor fuese un sentimiento que albergara mi pecho, o al que tuviera derecho. Sí, desde las azoteas de mi laberíntica residencia he visto mujeres hermosas, bellas como mañanas de primavera tras el crudo invierno, deseables como el agua fresca tras cruzar un desierto. A todas he querido poseer, a todas sin excepción; sentirme objeto deseado de sus caricias y abrazos. Mas... ninguna estaba destinada a mí; no sé, tan siquiera, qué se siente al ser mirado con amor, con deseo, con ternura. Estos son vocablos, conceptos, para mí vacíos de sentido; emociones que me están vetadas. ¿Alguien sabe lo que es vivir así? ¿Tener esta parte de naturaleza humana que anhela, que necesita el cariño, y, no obstante, no saber lo que se siente al experimentarlo? Si una de esas mujeres se encontrara conmigo en el centro del Laberinto, allí donde está mi lecho de mullido heno poblado de sueños, sentiría tan inmenso pavor que no habría lugar en su corazón para otro sentimiento; presa del pánico, su belleza se esfumaría y no quedaría de ella más que el horror. Y al horror no se le puede amar. Lo sé porque lo he comprobado. Más de una de esas doncellas, que se me entregan como tributo impuesto a Atenas por mi padre, haría las delicias de mi piel nunca acariciada, de mi cuerpo nunca deseado, incluso, he de confesar impúdicamente, que al dar cuenta de ellas -no como mi perplejo sentimiento hubiera deseado-, al desgarrar su blanca carne, al hundir mis fauces en su cuello o en su vientre, he sentido una súbita erección y lo más parecido a un orgasmo que un ser como yo pueda gozar: mi esperma mezclado a su sangre en el preciso momento en que la vida escapaba de su cuerpo destrozado, víctima del frenesí con que mi impotencia acometía una y otra vez su  pureza nunca antes mancillada. ¡Oh, cielos! Qué doloroso placer sentía entonces, qué emoción más turbadora, híbrida ella misma de un deseo satisfecho en la destrucción de su mismo desear. ¿Alguien que no sea yo, puede comprender lo que digo? No, nadie, porque en ello reside también, mi unicidad. Colmo, pues, el de esta disposición que me caracteriza y agobia, el de la soledad que no solo no se regocija en su significado sino que no puede consolarse con él, puesto que hasta de él reniega. En esto está contenido el segundo rostro de mi doble condición: el de la sordidez trágica, el del malditismo que me persigue, como la cruz de una misma moneda, como la sombra proyectada por todo cuerpo. Aunque quisiera dejar de ser el que soy, aunque me determinara a abandonar mi Laberinto, ello me sería imposible, pues mi razón de ser es ser este que soy, y no puedo ser otra cosa. Puedo, sí, imaginarla -hasta ahí llega mi condición humana-; puedo, también, crearme la ilusión, soñar, que enmiendo mi naturaleza, pero sería solo eso: imaginación. Yo nací para ser el que soy, vano sería que intentara ser otra cosa, otro ser compuesto por mis anhelos. Nací para cumplir una misión, y para ella se me configuró así, medio hombre medio toro, medio humano medio bestia, porque solo de esta forma daría sentido a mi existencia, y con ella, conjuraría uno de los temores más intensos que la Humanidad padece: el del desconocimiento de sí misma, ese que de vez en vez provoca en ella comportamientos propios de fiera, no compatibles con su racionalidad.

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Menos mal que aquellos que me crearon, dándose cuenta de la crueldad que encerraba su pérfida acción, tuvieron, al fin, un asomo de piedad. Aunque más creo que lo que hicieran al concederme el fin que me otorgaron era morder la cabeza de la serpiente para destruir su movimiento circular; morderla y echarla lejos. Para ello habría de ser víctima de mi propio sueño, de mi anhelo más secreto... Porque, sí, amigos míos, Teseo representa lo que yo quería ser y que la imposibilidad me negaba: el hombre normal -y excepcional-, repleto de orgullo y, sobre todo, objeto deseable de amor. Ariadna, Ariadna, bella entre las bellas, qué injusto pago obtuviste a tus desvelos amorosos, a tu entrega, a tu confianza. Con qué facilidad fuiste abandonada por quien más debió quererte. A ti debo estar agradecido más que al arma de mi verdugo; fue tu amor quien me mató, tú propiciaste mi liberación. Sin tu pretenderlo, ni yo tramarlo, fui el verdadero destinatario de tu cariño. Lo supe en cuanto vi a Teseo y descubrí tras él la estela del ovillo. Es por eso que -como tan bien concluyera en su relato el incomparable Borges- me dejé matar: con ello me hacía objetivo definitivo de tu amor, con ello daría sentido a tu entrega... y a la mía. No sé cómo pude, de dónde saque las fuerzas, cómo logré engañar a mi naturaleza, para, en un postrer esfuerzo, ofrecer mi cuello, mi frente, al héroe, y con esta actitud abrazar el amor que tú, Ariadna, habías depositado en ese momento. Fue mi disposición la que se mostró merecedora de tu pecho, no el fuerte brazo de Teseo.
Matar es fácil. Si lo sabré yo que no hice otra cosa en mi desdichada vida.  Pero ser amado... ¡Ay! ser amado, verdaderamente amado, incondicionalmente amado,... eso, eso es lo más difícil, el tesoro más valioso que el ser humano pueda poseer. De nada sirve aquí el propósito, de nada sirve la voluntad, de nada, incluso, la determinación más firme. Solo puede existir ese amor cuando se confabulan los cielos y los infiernos, cuando los astros se alinean en la más armónica conjunción; cuando las almas adquieren la más etérea consistencia, la más pura transparencia, la más valiosa sencillez; cuando uno, sin pretenderlo ni buscarlo, sin guiarse por señales, sin atender a razones, sin responder a intereses, sin invocar ningún dios, se encuentra abierto, totalmente abierto, a todo lo que no es él. Único es, verdaderamente, el que llega a renunciar a su singularidad, el que hace de su existencia una fiesta de los otros; si lo sabré yo, que durante toda la mía anduve sólo, encerrado en mi propio laberinto, condenado a ser sólo yo, y cuyo único contacto con los otros era para alimentarme de ellos, para, destruyéndolos, seguir nutriendo mi ser.
Nada se anhela más que aquello de lo que se carece; esta perogrullada encierra más sentido del que parece, pues en ella se basa toda acción, todo tender hacia. Si Dios mismo se hubiera podido regocijar en su totalidad, no habría sentido la necesidad de crear el mundo. De algo carecía Dios, y creo saber, después de haber vivido tantos días iguales a otros días, de tanta previsibilidad, de tanta monotonía recorriendo una y otra vez los mismos corredores, qué era ello: Dios necesitaba sentir el azar, la posibilidad que forja lo sorprendente, el hallazgo, la búsqueda de lo desconocido; necesitaba dar curso vital al material que alimenta los sueños. Dios un día, cansado de estar despierto, se durmió; y, en su eterno dormir, soñó. Al despertar, se sintió tan agradablemente sorprendido por lo soñado que quiso hacer realidad sus sueños. Por eso creó el mundo, y dentro de él al ser humano, que participa de su conciencia. Pero lo hizo de tal forma que no pudiera saber -por su parcialidad- que formaba parte indistinta del todo, y en ese su ignorar inoculó el germen del temor, pero también el de la esperanza, y así pudo regocijarse siendo testigo de cómo el ser por él creado intentaba, por medio de su inteligencia, trazar puentes para salvar el abismo, y entre esos puentes se encontraban los mitos. Pensamiento circular este, como en realidad todos lo son, el que conduce de nuevo a mi existencia, a mi razón de ser, y que justifica mi presencia aquí y, con ella, la oportunidad que se me ha brindado para expresar estas peregrinas reflexiones.

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¿Pude volverme loco? Desde luego, pero mi bestialidad me lo impidió. No soy tan humano, por eso resistí a la enajenación. Día tras día, año tras año, sometido a la misma tortura, dando vueltas por un laberinto, que al final se llega a conocer como la palma de la mano, acabaría con la salud mental del más imaginativo de los hombres. Abocado a la soledad más absoluta, al destino más horroroso, vagué y vagué rumiando aquellas tibias, palpitantes y deliciosas carnes condimentadas con mis pensamientos, esperando el final: la liberación. Y ésta se produjo de la mejor manera posible -doy gracias a Dios por ello-, con un acto de amor. Víctima sacrificial, ofrenda a la Vida Posible, me inmolé para sentir, con el último aliento de mi atormentado pecho, el amor de una mujer íntimamente ligado a la contundencia de aquel leño, al filo de aquella espada, que me arrebataba la vida. ¿Teseo? Teseo sólo fue un medio, una marioneta del destino, una herramienta necesaria para obtener, al fin, mi premio. ¿Cómo sino, si no hubiera sido así, tal y como cuento, podrían hablar de mí los poetas en los términos que lo hacen? ¿Cómo podría yo, sino, proclamar estos pensamientos con la intención de encontrar ahí, frente a la página, al otro lado de la pantalla, la más mínima comprensión?

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