miércoles, 4 de enero de 2012

El Olmo. Cuento de Navidad (2)




¿Qué tenía aquel olmo? No sabría decirlo. A simple vista era un olmo como cualquier otro, uno de esos que antaño flanqueaban las márgenes de los caminos, las calles principales y las plazas de los pueblos, sobre todo de Castilla. Sí, efectivamente, olmos centenarios como aquellos que cantara tierna e insuperablemente el poeta andaluz enamorado de la meseta... y de una niña soriana, llamada -como todos de sobra conocen- Leonor. Olmos de porte erguido y frondosa copa, residencia habitual de avecillas y todo tipo de insectos; olmos benefactores que con sus verdes cúpulas resguardan del sol del mediodía, albergando, al atardecer, bulliciosos y alborozados coros de canoras aves.
El caso es que aquel olmo, el de nuestra historia, aquel olmo como cualquier otro, tuvo una historia singular, una historia que lo diferenció de cualquier otro, una historia -como todas las historias que lo son- ligada al devenir de los humanos, de un ser humano especial -también como cualquier otro- que lo eligió a él, precisamente a él, como seguro refugio y secreto confidente durante esa etapa de la vida en que la consciencia se hace presente y con ella se despierta todo un universo de emociones.

Tendría nuestro protagonista apenas seis o siete años cuando comenzó a corretear por las calles, plazas y campos en busca de aventuras con sus amiguitos de juegos. Hay que tener en cuenta que en esa época, apenas pasada la posguerra, cuando ya se comenzaba a salir tímidamente de la miseria y el hambre cosechada por aquella devastadora conflagración entre hermanos, apenas había tráfico rodado, los vehículos pasaban de cuando en cuando por calzadas de tierra, o, en el mejor de los casos, de adoquines que los franceses llaman pavés. Tiempos aquellos en que el pan lo repartía una tartana tirada por una mula al paso y estímulo de un somero látigo que no era más que una correa atada a un palo (precisamente, el vecino medianero de nuestro protagonista era panadero y poseía una de aquellas tartanas). Así pues, los niños podían corretear de aquí para allá con la relativa seguridad que daba el ocasional tránsito motorizado. A pesar de todo, de vez en vez, se producía algún desgraciado accidente que provocaba el lógico temor, pues al hecho en sí del infortunio había que sumar el del veleidoso azar; y ya se sabe que no hay nada que más tema el ser humano que ser víctima de la mala suerte, de una funesta maldición o de un expreso aojamiento: la superstición frecuentemente dirige los designios de los pueblos en épocas adversas.

Sigamos con nuestro olmo, ese al que se subían, traviesos, los chicos mayores (quizás siguiendo un atávico impulso aún persistente en las partes más profundas del cerebro, de cuando el hombre, antes de ser hombre, el hombre erguido que conocemos, era un ser arborícola en nada diferente a los grandes simios). Formaba parte de los juegos, en aquellos pueblos de entonces, subirse a los árboles y trepar por sus ramas hasta alcanzar las partes más altas o las más alejadas de las copas, poniendo a prueba muchas veces la resistencia de los verdes y elásticos leños que se combaban y combaban peligrosamente amenazando romperse y enviando la audaz, y a veces temeraria, carga al suelo (cosa que ocasionalmente ocurría, pero, cuando lo hacía, se consideraba una parte más del juego, pues que de demostrar el valor y la intrepidez se trataba). Había, así mismo, en ese trepar a la copa de los árboles, algo de cambio de ámbito, como si uno al elevarse sobre el suelo abandonara el lugar donde sucedían las contingencias necesarias para acceder a otro reino, un reino donde imperaba la fantasía, y el niño, el chico, se colocara en otro plano, más cercano al de lo posible que en su imaginación bullía.


Nuestro protagonista, miedoso por naturaleza -temor que venía alimentado por una desbordante imaginación, proporcional a su superlativa sensibilidad-, tardó en dar el paso hacia adelante que lo proyectara hacia atrás en el proceso evolutivo. "Este niño es hipersensible", se cansaba de escuchar a los mayores, y era como si padeciera una horrible enfermedad que lo sometía al sobresalto y lo condenaba a ser el hazmerreír del barrio. Si no hubiera sido porque su hermano, cinco años mayor que él, era el polo opuesto, es decir, un líder nato, valiente y bravo -además de poseedor de una inteligencia fuera de lo común-, lo que le valió ser el cabecilla de todos los chicos, no ya de su calle, sino de toda la manzana, probablemente habría sufrido más escarnio de lo que en realidad sufrió (que, no obstante, algo fue). Pero armándose de valor -y siempre a escondidas, cuando estaba solo, al abrigo de vergonzantes testigos de sus dudas, zozobras o intentos fallidos-, luchando contra su proverbial canguelo, consiguió, primero, subirse a las acacias de menos porte, para, poco a poco, hacer acopio de valor e intentar dar el paso, como si de una reválida para conseguir la categoría de chico normal se tratase, y acometer la pertinente y obligada prueba consistente en subir a aquel olmo, cuya primera, nudosa y retorcida rama apenas alcanzaba a tocar puesto de puntillas sobre el bloque de piedra caliza que apoyado contra la base del tronco hacía las veces de escabel.

Qué duda cabe que estas pruebas, aparentemente insignificantes, son las que van conformando el carácter de un niño. Las limitaciones salvadas, los miedos superados, las trabas destrabadas, ese constante medirse del individuo en formación con el medio y los otros es el que irá determinando qué proporción de coraje o cobardía atesora cada cual en su pecho y en su ánimo.
Nuestro protagonista ya está en la copa del olmo, ya contempla el suelo desde una altura antes no hecha para él. Pero descubre algo muy importante. Con su fina sensibilidad es capaz de percibir en aquel olmo a un ser vivo, no un mero objeto, no una pieza de toque, no un campo de pruebas, sino un ser vivo con venas en su interior por donde corre la savia. Incluso cree oír el latido de su leñoso corazón, entiende -o cree entender- su voz, esa que sus hojas susurran o sus ramas ululan cuando el viento lo visita; al menos él escucha, y, al escuchar, unas veces su alma se apacigua, y otras, le alerta de la tormenta cercana. Lo que comenzara como una obligación, esforzada y difícil obligación, acabaría siendo una ocasional solución a sus temores, a sus angustias, a sus deseos insatisfechos, pues siempre que algo le inquietaba, o sentía la presión agobiante de una situación difícil, acudía al olmo -siempre a horas en que nadie lo frecuentaba- y se subía a él, se abrazaba a él, y le contaba esas inquietudes, esos temores, esas amenazas, y, al hacerlo, era como si el olmo -aquel olmo como cualquier otro- le liberara de su carga, absorbiera sus cuitas; en dos palabras: lo consolara.


El olmo a su vez parecía celebrar sus visitas agitando las hojas como saludo de bienvenida, vibración que aquel niño sentía al abrazarse a su tronco y sus ramas.
Un día, el olmo centenario, el testigo de la vida de muchos seres humanos que ante él habían pasado y bajo su sombra cobijado, y de los que ya no quedaba sino el olvido, sintió un cosquilleo en su ruda y estriada piel, en esas oquedades que el paso del tiempo iba dejando a modo de arrugas y cicatrices en la corteza gruesa y gris que tapizaba su cuerpo. Alguien hurgaba en ellas, dejando algo allí. El niño hipersensible -nuestro protagonista-, que ya contaba nueve años, daba muestras de aprovechar su asistencia al colegio: atraído por las lecturas y las lecciones de su maestra, comenzaba a descubrir un mundo fuera del mundo amenazador que parecía ponerlo a prueba constantemente -el de las contingencias comunes- y de ese otro en el que se refugiaba huyendo de éste -su imaginación-; era el mundo de las historias de la Historia, el de los relatos de otros hombres y mujeres que parecían sentir cosas semejantes a las que él sentía: el mundo de la literatura, y dentro de éste el de sus distintas regiones, entre las cuales encontró dos que le atraían sobre todas las demás: la de la fantasía heroica y la de la poesía. Le encantaba el mundo de las palabras, esos entes cargados de significados a los que, no obstante, se podía modelar como él mismo hacía con la arcilla que de vez en cuando le regalaba el alfarero (aquel último alfarero que hubo en su pueblo, al que visitaba periódicamente, quedándose embelesado contemplando la habilidad de aquellas manos ocres en el torno y su poder para convertir un pedazo de denso, aceitoso e informe barro en copa, jarra, plato o botijo). Pues bien, ese descubrimiento dio lugar a otro: su capacidad para reflejar, mal que bien, esas sus emociones, inquietudes y miedos, en palabras, frases, oraciones, en signos, en fin, que parecían poseer el poder de neutralizar la angustia y la zozobra: comenzó a escribir. Escribía lo que pensaba de forma automática, intentando no cometer faltas, intentando entender después lo escrito. Especialmente identificado con el ritmo y con la música, se sintió subyugado por aquella forma de decir que sonaba tan bien, que parecía contener música, una forma no utilizada para hablar pero de la que aprendió, por ello mismo, a decir cosas que corrientemente no se dicen. Comenzó a escribir versos muy temprano, con una técnica rudimentaria, pretendiendo sobre todo hacer rimar sus expresiones. Aún no sabía que la verdadera poesía, aquella que es capaz de sublimar las emociones rompiendo el sello del misterio, no depende de la rima para existir, sino, solo, del ritmo y del sentimiento, o, más bien: del sentimiento acompasado, de la emoción danzante.
Aquellos primeros escritos a nadie se los mostraba. Aquellos primeros intentos por exteriorizar su mundo interior, llenos de ingenuidad y pureza, llenos de impulso virginal, nadie los conoció... salvo su amigo el olmo, su confidente, su cobijo consolador. Escribía, en pequeñas tiras de papel, frases, pequeños párrafos, versos, pequeñas estrofas, y hacía con ellos un rollito, muy, muy prensado, que después introducía entre las arrugas más profundas del olmo, incluso se ayudaba de palitos para incrustarlas más profundamente (por nada del mundo se hubiese perdonado que alguien las hubiese descubierto; la vergüenza habría acabado con él).

¡Esto era lo que sentía el olmo! Esas cosquillas eran los pensamientos de aquel niño que lo abrazaba, que hasta entonces le contaba las cosas en voz baja para que el viento se las llevase al país del olvido, consignados en papel ¡Qué listo era! Ahora ya no se perderían en aquel país lejano de donde casi nunca se regresa. Ahora quedarían allí, confiados a su custodia, entre los pliegues de su centenaria piel. Aquel día fue el primero en que, en las hojas de aquel olmo, se condensaron pequeñas gotitas, que algunos dijeron ser de rocío, pero que, tanto la época seca en que se encontraban, como la hora en que aparecieron, desmentían.
Nuestro protagonista continuó su relación con el olmo, si bien espaciando cada vez más sus visitas, hasta penetrar en la adolescencia: esa edad, llamada del pavo, en que las cuerdas vocales sufren el efecto del ubicuo cambio hormonal y las voces, antes blancas, se tiñen de color. Con este cambio hormonal se inició otro cambio, el del objetivo de su atención: apareció la mujer. La antes compañera de juegos se fue convirtiendo en ente desestabilizador, en un ser extraordinario que le provocaba verdaderos sudores. Comenzó a sentirse absolutamente turbado y fascinado por este ser que ahora aparecía ante él como desvelado, desnudo y virgen, esperando ser conquistado.
El olmo dejó de sentir su abrazo. Tampoco volvió a sentirlo encaramarse a sus ramas. Ni tan siquiera un ocasional cosquilleo. Debía conformarse con verlo pasar, de vez en vez, camino del Castillo, a donde acudía con los amigos para practicar aquel nuevo juego que permitían, por un lado, el pudor inherente a la época y el lugar -España, final de la década de los años 60-, y, por otro, la consustancial timidez propia de su naturaleza; ese nuevo juego lleno de equívocos y anhelos, de llantos y risas, de emociones descontroladas y reacciones más descontroladas: el flirteo con las chicas.
Sí, es cierto que siempre que pasaba, el ya incipiente adolescente, le dirigía una mirada, incluso alguno vez lo tocó, apenas un roce con las yemas de sus dedos, que para aquel viejo olmo tenía el valor de una caricia, pero nada más.
-¡Qué raros son estos humanos! -Pensaba el olmo, con un deje de amargura y tristeza- Ahora que es cuando más me necesita, me deja de lado...
Pero no sabía el olmo que aquel periodo no era cuando más lo iba a necesitar; no, aún no lo sabía.


El tiempo pasó, y nuestro protagonista cambió de ciudad para seguir sus estudios superiores. Tuvo problemas y satisfacciones, vivió feliz y abrumado, amó mucho y sufrió otro tanto. Siguió escribiendo esporádicamente, y sintiendo constantemente. Del producto de sus escritos surgieron algunas obras menores que lo hicieron tener un relativo éxito editorial. No era escritor para el gran público, su mundo interior no era mundo por donde cualquiera pudiera transitar. Sus poemas oscilaban entre lo naíf y lo metafísico. Se ganó la vida de forma justa pero suficiente. Mas llegó un punto en el que la insatisfacción se fue instalando en él. Inasequible a la depresión (podía rozarla, pero su fuerte -aunque sensible- carácter no dejaba que cayera en ella) no lo era al desaliento.
Un día, no sabemos por qué (aunque sí lo supongamos, ya que solo mira hacia atrás quien no lo ve claro hacia adelante), recordó aquel olmo de su infancia. ¿Qué habría sido de él? Una vaharada de sentimiento inundó sus ojos al evocar aquel ya lejano tiempo pasado. No se lo pensó dos veces: hizo las maletas y regresó a su pueblo. Visitaría de nuevo aquel antiguo compañero cuyo alma -pues sabía que poseía alma- había compartido sus primeras angustias, inquietudes y temores. A él le confiaría su desaliento.

Cuando de nuevo encaraba la carretera -ahora calle- de subida al Castillo constató que los cambios sufridos en los últimos cuarenta años habían sido radicales e irreparables: ninguno de los cuatro grandes olmos que flanqueaban el inicio del camino existía ya, por tanto, tampoco su amigo olmo. Ahora, su lugar lo ocupaban unos jóvenes y descuidados retoños de chopo negro. Sintió un agudo dolor en su corazón, y una grave decepción en su alma. Buscó restos de los troncos talados o arrancados... nada, no había el menor rastro. Permaneció un rato allí mismo, consternado, con los ojos humedecidos. No se percató, en un primer momento, que alguien le hablaba. Hasta que escuchó, a su costado, una voz que le decía,
-¿Da pena verdad?
Se trataba de un hombre con boina, ya ajado por años y experiencia, que estaba sentado en un banco desconchado, con las dos manos apoyadas en una cachaba de fresno.
-¿Perdón? -contestó nuestro protagonista.
-Que digo que da pena... Los árboles... Por lo que veo usted echa de menos los olmos que había aquí ¿verdad?
Durante unos segundos se miraron a los ojos. A pesar de ser él bastante más joven, la cara le resultaba familiar, pero habían transcurrido demasiados años, demasiados.
-Pues sí, es una pena -al fin contestó, volviendo los ojos hacia el espacio donde debiera erguirse su olmo amigo.-¿Sabe usted buen hombre qué ha sido de ellos?
-Los cortaron. Después de la grafiosis, que acabó con tantos en el país. Uno resisitió, quedó maltrecho, pero resistió. Nadie se lo explicaba, los otros tres fueron presa fácil del bicho, pero él aguantó. Yo les dije que no lo cortaran, que si había aguantado aquella peste, merecía seguir viviendo. Les dije que en Soria, habían respetado la vida de la Olma, de aquellos otros congéneres suyos a los que cantara el poeta, tratándolos como si estuvieran en la UVI. Que éste no merecía menos. Pero no me hicieron caso, se rieron de mí. No me hicieron caso, no señor. Ya no hay sentimientos, ni respeto por la naturaleza. Lo cortaron por la base y arrancaron después la copa de la raíz con la excusa de que había que eliminar totalmente el riesgo del bicho. La gente ya no tiene corazón. No señor. No lo tiene. Arrancan árboles con historia para asfaltar una plaza, una calle, y después plantan arbolitos sin historia y que, además, no son autóctonos. Se han vuelto estúpidos. Sí señor, estúpidos. Menos mal que yo ya no veré el destino que parece tener todo este estado de cosas. Menos mal. No señor, no lo veré. Y me alegro, porque no quiero verlo. Todos estos años han seguido existiendo en mi cabeza, todos estos años he venido (vivo ahí en frente -señaló con la cachaba) y me he sentado aquí a rememorarlos, y han vuelto a erguirse aquí mismo, donde estaban antes de que los arrancaran, porque yo los he recordado. ¿No se dan cuenta? Lo mismo que ellos no morirán del todo mientras haya alguien que los recuerde, nosotros tampoco moriremos mientras ellos estén aquí, contemplando nuestro pasar, siendo testigos de nuestro ir y venir. Han talado la memoria de la naturaleza. Eso no se hace, no señor. Y sobre todo a ese, ese que resistió se ganó sobradamente el indulto. Y lo talaron, sí señor, lo talaron; cortaron la memoria que nos sobrevive. Eso no se hace, no señor... -Y el pobre hombre, embazado por una súbita emoción, calló.

Nuestro protagonista, respetando aquel brote de sincero sentimiento, esperó. Cuando vio que el anciano recuperaba la entereza, le preguntó
-¿Cuánto hace de eso? De que lo cortaron, me refiero.
-Va para quince años ya. ¿Ve esos arbolitos de ahí? Han pasado diez años desde que los plantaron. ¿Sabe el tiempo que necesitarán para alcanzar el porte de aquéllos? Al menos doscientos años. ¿Por qué hoy día se tiene tan poco respeto por la vida? ¿Sobre todo por la vida que envejece?
Nuestro protagonista no supo contestar a esta quejumbrosa cuestión, pero intuía que algo tenía que ver con lo que a él mismo le aquejaba. Se despidió, y, tras echar una última ojeada al lugar, se fue.
Decidido a no conformarse, se dirigió al ayuntamiento con la resuelta intención de interesarse por el destino de aquellos testigos de tantos años de historia.
Felizmente no los quemaron, fueron transformados en pasta de celulosa, procesados hasta ser convertidos en papel. No le fue fácil pero logró localizar a la empresa que se hizo cargo de aquellos cadáveres leñosos (gracias a Dios no había sido víctima de la crisis que afectó a toda la industria papelera tras el advenimiento de las nuevas tecnologías). Averiguó, incluso, el destino concreto: riesmas de papel de segunda categoría dedicados a material de papelería (folios, cuadernos, libretas; todo ello de bajo precio, dado que el papel resultante no podía ser de buena calidad debido al pobre y deteriorado tejido celular destruido por la grafiosis). Le refirieron hasta las marcas bajo las cuales se confeccionó parte del material. Nuestro protagonista tomó buena nota de todos los datos. Una nueva idea se fraguaba en su mente: trataría de localizar alguna muestra del material que pudiera haber sido elaborado con aquellos olmos (quizás con su olmo amigo). Era improbable, por no decir imposible, que volviera a su mano siquiera el vestigio de lo que buscaba, pero al menos lo intentaría.


Visitó las más antiguas papelerías, aquellas que suelen tener un stock de material ya en desuso, y donde pueden aún encontrarse cuadernos de pasta de hule, lapiceros de grafito que al contacto de la saliva se convierte milagrosamente en tinta, y gomas de borrar Milán. Tras intercambiar datos y cotejar fechas, encontró en una antigua papelería de tradición familiar un par de cuadernos que podían corresponder a las señas referidas, que podían ser el resto, la huella, de aquellos olmos, testigos mudos (¿?) de la historia. Eran cuadernos de pastas bastas, simulando cartoné, y hojas de color levemente grisáceo con múltiples impurezas en su trama. Nada que ver con esos cuadernos de pastas plastificadas y serigrafiadas a todo color -siempre colores vivos y chillones- en las que aparecen los artistas de moda y cuyo papel es de un blanco impoluto conseguido a base de sustancias químicas blanqueantes -y contaminantes.
Se fue con ellos a casa. Los miró, los palpó largamente. Sentía una sensación extraña al tocar aquel papel y pensar que quizás fueran el producto de aquel olmo, su olmo amigo. También sentía una mezcla de rabia y frustración. Al final el viaje no había servido para nada, sino para constatar que un amigo, un gran amigo, había desaparecido. Algo que no esperaba. Su intuición le había fallado, ella también.
Al desaliento sumó la contrariedad, la tristeza, de no poder volver a abrazar a su olmo, de no poder transmitirle, por medio de una de aquellas misivas enrolladas, el callejón sin salida en que se encontraba.
¿Qué hacer? Nada, absolutamente nada. Se dejó caer sobre la cama, y se durmió.

Soñó que era niño, otra vez. Un niño temeroso que corría presa de un pánico cerval. Corría y corría huyendo de no sabía qué. Sentía cómo el horror le pisaba los talones, percibía su pestilente aliento en la nuca... Hasta que apareció ante él un gran olmo que le tendía sus ramas más bajas, subió por ellas sin pensarlo, sin miedo, con confianza, y se encaramó a la copa. Allí se disipó el temor. Desde allí oía cómo el horror merodeaba abajo, alrededor del olmo, gruñendo como una alimaña burlada.
Sentado en la copa y ya libre del acoso, se dedicó a observar aquel olmo cuyas hojas eran hojas de cuaderno, hojas en blanco, de un blanco grisáceo, que se le ofrecían como mecidas por una suave brisa, y estas hojas estaban unidas a sus ramas por peciolos que eran como tiras de papel enrolladas. Cada vez que acercaba la mano para tocar una de estas hojas, el peciolo se desenrollaba, y mientras lo hacía la hoja giraba como un molinete produciendo un sonido rítmico parecido a una cancioncilla, y en esa cancioncilla se decía lo que en la tira de papel enrollado había escrito. Así fue tocando una hoja tras otra, y escuchando aquellas cancioncillas que correspondían a sus primeros anhelos, sus primeras sensaciones y emociones, sus primeros sueños. Porque ninguna cancioncilla de aquellas hablaba de temores. Ninguna.

Se despertó sonriendo, con una impresión de bienestar en su alma y una idea fija en su mente. Volvería a escribir, no sabía qué, pero lo haría. Y lo haría en aquellos cuadernos que quizás estuviesen hechos de la misma sustancia que aquel viejo olmo.
Entonces, al abrir el primer cuaderno y disponerse a escribir, emocionado y sin poderlo evitar, una lágrima resbaló por su mejilla cayendo sobre aquel papel blanco grisáceo tan poco atractivo, y ocurrió...
Al absorber aquella basta celulosa la salubre gota fue como si se hubiera activado un mecanismo, y al instante comenzaron a surgir de la misma hoja -como esa tinta invisible que se revela al contacto con un ácido- frases y versos, párrafos y estrofas, llenando una hoja tras otra, lentamente, como si fueran capullos que la lluvia de una primavera largamente esperada hiciera florecer. Allí, ante sus ojos, resurgía el niño que una vez anheló y que soñó, aquel niño que confió sus más íntimos secretos a un olmo con alma -pues todos los olmos la tienen-, confiándole la suya; un olmo que fue su cobijo y consuelo, y que ahora, cuando más lo necesitaba, volvía a estar junto a él para consolarlo, para estimularlo, para devolverle el amor entregado... para, con él, darle el aliento que le faltaba: la fe en los prodigios.



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