martes, 31 de agosto de 2010

Ternura en medio del infierno


Llevamos dos días hablando de paraísos perdidos, de su necesidad, de su entidad, de su variedad, de su casuística.
Hoy toca hablar de infiernos. De un infierno en particular, pero desde una perspectiva amable, desde una moraleja optimista, desde los ojos llenos de amor de alguien que, a base de amor, procuró, quizás, que un rayo de paradisíaca ternura penetrara en el infierno sórdido de los convictos, el infierno de la doble cárcel: la exterior, en que al delincuente se le condena a la privación de libertad como castigo por su delito; y la interior, más lóbrega, oscura y angustiosa, en que el remordimiento es una pena mayor que la faltad de libertad; pues a él no puede escapar el reo -ni de él puede redimirse-, le acompañará siempre mientras viva. Cárcel en que su corazón, sin remisión posible -salvo agravante patológico-, permanecerá hasta el momento de su muerte.

La historia que nos viene hoy a cuento enlaza con nuestro amigo Héctor Amado allí donde le dejamos la última vez: su relación con aquella mujer insospechada, R, de la que acabaría enamorándose de una manera súbita con un sentimiento algo diferente a lo que conocemos como amor, y que ella misma bautizara como: amistad enamorada. (Para antecedentes, mirar el post: Trinos en la brisa).


La segunda vez que me habló de ella -tres días después de hacerlo la primera-, fue al leer una noticia periodística que trataba de la conmutación de una pena capital en los EEUU tras permanecer un reo durante quince años en el corredor de la muerte. Era uno de esos apuntes de la sección de internacional que ocupan apenas un recuadro marginal, pero que son causa de un artículo más amplio por parte del corresponsal de turno, que tira de hemeroteca y estadísticas para concluir en lo anacrónico de que la pena de muerte aún pueda existir en una sociedad avanzada como la estadounidense.

Esta noticia, decía, dio pie al relato que vendría después. Héctor, con esa forma casi distraída que tenía de aludir desde un hecho presente a algo que guardaba en su memoria, me dijo:

-"Ella estuvo involucrada en este submundo. En la vida carcelaria, digo -mientras hacia un gesto con la mano señalando el periódico-. Fue Trabajadora Social durante un tiempo. Una mujer excepcional... Sí, excepcional..."

Y tras una leve pausa, en que pareció enfocar unas imágenes que surgían imprecisas, prosiguió:

-"Por lo que me contó, y la forma de expresarse, se involucraba más de lo que sus funciones le exigían. Transmitía tal vehemencia, tanto sentimiento, tanto dolor y compasión con aquellos "nadies marginales" -como ella les denominaba-, que era contagiosa... Y uno no podía sino sentirse partícipe de sus propias emociones..."

Y se quedó, durante unos instantes con la mirada perdida -los ojos vueltos hacia ningún sitio-, contemplando un horizonte que se perdía -y se topaba- con sus recuerdos...

-"Paseábamos por una de esas calles, ya tranquilas, del Montmartre más antiguo, donde las casas son de una o dos plantas y los jardines y zonas arboladas acompañan al caminante en su deambular por el pavés húmedo y brillante de esos días primaverales de París, en que la lluvia cae finamente sobre el gris y el verde; volviendo el gris, metálico, y el verde, fragante.
Al pasar por un callejón que flanqueaban unas tapias bajas, enlucidas, pero ya desconchadas, que hablaban de un pasado mejor, ya ido, vimos a un hombre con el pelo largo, mojado, cayéndole en guedejas sobre la cara macilenta, los ojos enrojecidos y extraviados y una barba bíblica que le caía sobre el pecho de forma desordenada; vestía ropa de un marrón indefinido -o así me pareció-, arrugada y empapada pese a estar parcialmente protegido por un saliente de la tapia, a modo de marquesina, que hacía las veces de dintel de una pequeña puerta lateral..."

"Nos paramos los dos a la vez. R, sin mirarme, se acercó a él: éste dio un paso atrás aplastándose contra la puerta, su cara no expresaba miedo pero sí un leve rictus de sorpresa; sus manos, que apenas cubrían unos viejos y rotos mitones, se apretaron contra el pecho como si quisiera protegerse".

"R, adelantando lentamente la mano derecha, y susurrando un "tranquille, tranquille", le alargó un billete de 100 francs. Él lo cogió tímidamente con una mano temblorosa; el rictus de su cara desapareció, y se transformó en algo parecido a una sonrisa; incluso creo haber oído un merci, mademoiselle (aunque no puedo jurarlo, quizás fuera mi imaginación). Después, de una manera decidida pero discreta, R, le dio un abrazo. Me quedé sorprendido mirando la escena; el rostro del clochard no mostraba menos sorpresa que la mía, pero después cerró los ojos y se dejó abrazar. ¡Solo Dios sabe lo que pasaría por las mentes y los corazones de aquellos dos seres que no se conocían de nada y que permanecieron, así, abrazados, cerca de un minuto.
Después, R, separándose de él, le besó en la frente, se dio media vuelta y volvió conmigo.
Sus ojos estaban húmedos y sus mejillas también. Ya no llovía. Eran lágrimas."

"Caminamos en silencio durante unos minutos, al cabo de los cuales R detuvo su marcha y señalando un bistro que se encontraba en la acera de enfrente, me dijo:

-¿Te apetece un café? Ven, vamos, tengo algo que contarte...


"Entramos en aquella taberna vetusta pero pulcra, con mesas de mármol y sillas de madera ya lustrosas por el tiempo. Pedimos deux café au lait. R, sacó un cigarrillo, lo encendió, y, dando una bocanada, allí, frente a mí, me relató una de las muchas anécdotas que le habían ocurrido en el desempeño de su función como TS (Trabajadora Social), en prácticas, en uno de esos pretendidos talleres de reparaciones, o depósitos para conciencias con funcionamiento defectuoso -parece ser-, que son los penales, donde se hacinan los excluídos, y donde mayor es la posibilidad de que ese mal funcionamiento se intensifique a que realmente se repare."

-¿Sabes? -me dijo-, ese hombre que nos hemos encontrado hace un rato, me ha recordado a un hombre que conocí, un presidiario, condenado por asesinato con agravantes y ensañamiento. Había asestado multitud de puñaladas al amante de su mujer. A ella no la tocó, ni la puso la mano encima. Pero a él lo dejó más tieso que una mojama. Le cayeron treinta años. Con remisión de penas por buena conducta y otros beneficios penitenciarios hubiera podido salir en quince, pero era del alma del diablo. Un ser marginal, criado, crecido y echado a perder en un barrio marginal, rodeado por seres marginales, llevando una marginal vida. Carne de presidio.

Bebió un sorbo de café, me miró con esos ojos tan alegres y llenos de vida, esbozó una ligera sonrisa que me recorrió la espalda, y dando otra bocanada de humo prosiguió...

-Era un tipo inteligente, más de lo normal, pero con mala suerte. La mala suerte había presidido su existencia. Cuando lo conocí tendría ya casi cuarenta años, de los cuales habría pasado en la cárcel la tercera parte. A su alrededor, la droga y el trapicheo de objetos robados era la tónica. Él también pasó por eso. Pero quería salir de ello. No lo consiguió. Es muy difícil para alguien inmerso en la marginalidad salir de ella. Se necesita suerte, y él no la tuvo.
Se casó ya mayor, más por tener cama y comida caliente que por estar enamorado (todo esto me lo contaría él cuando me llamó para hacerme la petición). A los dos años de casado, ya con su mujer embarazada, supo de la infidelidad de ésta; no se lo pensó, su orgullo de macho no le permitió pasarlo por alto: se fue a por él y lo asesinó brutalmente. El abogado alegó enajenación mental transitoria, pero no coló; se concluyó que hubo premeditación y ensañamiento (las ocho puñaladas así lo avalaban). ¿Veredicto? Treinta años.


Apuró el café au lait, me miró con un mohín cariñoso, y prosiguió...

-Yo tenía un despacho, más bien cutre, ad hoc al lugar en que me encontraba, en un pabellón en el recinto del patio exterior. Para llegar a él desde el interior donde se encontraban los reclusos, había que salvar tres puertas con cancelas: el sonido de esas puertas al abrirse y cerrarse aún resuena en mi mente algunas noches, cuando el sueño se muestra remiso en acudir...
Desde este despacho atendía a los presos y al personal funcionario: sus inquietudes, sus peticiones; cualquier cosa que necesitara ser transmitida a la autoridad pertinente, o simplemente por desahogo. Hice muchas veces la función de psicóloga, aunque no era mi cometido, pero creo que mi capacidad de escucha, empatía y compromiso, era una especie de imán que atraía a la gente con problemas que necesitaban solución, o consuelo.

Hizo un gesto como si borrara alguna idea incómoda que se le hubiera colado entre los recuerdos...

-Un día me llegó la petición de Ángel -vamos a llamarle, así-. Quería verme para una cuestión personal. Acudí al locutorio al día siguiente. Allí fue la primera vez que lo vi: pelo castaño, descuidado, ligeramente ensortijado, enmarcando una cara angulosa, de nariz ligeramente aguileña y boca de labios finos, los pómulos salientes y los ojos grandes pero hundidos daban a su semblante una aspecto de místico alucinado. En aquella mirada había sufrimiento y desolación, quizás no desesperación, pero sí angustia. El hombre que hemos visto antes se parecía muchísimo, tenía una mirada semejante.
Me senté y como me sucedía a veces, el olor intenso y penetrante, a rancio, a vida detenida, me hizo encender un cigarrillo. Era el olor de la miseria, pero no de la miseria material, no, el de la miseria del alma; como si allí, entre aquellas lóbregas paredes, las almas se enranciasen y su olor se materializase.

Mientras decía esto, su cara se torcía en un gesto de desagrado; lo estaba reviviendo, no había ninguna duda, y de tal modo que hasta yo mismo creí sentir aquel nauseabundo olor...

-Ángel me comentó que había oído a otros presos que yo era una buena persona, honesta, accesible, que era capaz de conseguir cosas, de luchar por solucionar sus problemas... Y por eso se decidió a verme, a hacer la petición.
Me dijo que cuando cometió el asesinato su mujer estaba embarazada, de un mes. Llevaba ya casi un año en prisión, y desde que nació el niño -pues era niño-, no había cejado en su intento porque le permitieran verlo. Pero su delito, su móvil criminal, y, sobre todo, su carácter endiablado en la prisión, que no hacía sino ocasionar problemas entre reclusos y vigilantes, supuso que no fuesen admitidas sus reiteradas peticiones.
Yo le escuchaba atentamente, intentando leer en su cara la sinceridad y las verdaderas intenciones de un hombre aparentemente desalmado y violento.
En esos momentos se te pasan muchas cosas por la cabeza: ¿querría vengarse, también, en la persona de su hijo o era una petición veraz de alguien que, pese a todo, posee capacidad para el cariño?.


Encendió otro cigarrillo -pues el anterior se había consumido, casi entero, arrumbado en el cenicero-, lo miró como si en él leyera lo que iba a decir y siguió su relato...

-Me costó dios y ayuda, conseguirlo. Tuve que emplearme a fondo; mi capacidad de persuasión, de seducción, de convicción. Le dije a Ángel que al menos debía intentar no causar conflictos si quería conseguir sus propósitos, y parece que me hizo caso (lo cual no puedo sino recordar con emoción y orgullo).
A los dos meses de efectuado aquél primer encuentro, tras varias conversaciones con el Director de la prisión -un buen hombre que parecía desubicado en aquel ambiente-, y ser sometida y sopesada mi propuesta al Comité, al final, se accedió. La visita podría realizarse, bajo una estrecha vigilancia y mi presencia -pues me interesaba sobremanera cómo aquel hombre podría conducirse en aquella circunstancia.

Inhaló profundamente una bocanada de humo mientras miraba hacia arriba, los ojos se le humedecieron, expulsó el humo bajando los ojos para mirar la taza vacía del café au lait, y después respiró hondo y me miró: sus ojos estaban ligeramente sonrosados y brillantes. Esbozó una sonrisa como queriendo reprimir el llanto y, al fin, concluyó...

-Lo tenías que haber visto, Héctor, como yo lo ví. Allí, delante de mí se obró un milagro. Cuando ese hombre violento y brutal, drogadicto ocasional, de mirada extraviada, vio a su hijo, un bebé precioso, moreno y de ojos vivarachos, se transformó,... -una lágrima, al fin, se deslizó por la mejilla de R, y con la voz temblorosa, continuó-... Aquella cara angulosa, contraída, expresión del sufrimiento y la agresividad, se dulcificó, se relajó, su mirada cambió, Héctor, lo tenías que haber visto: avanzó sus manos huesudas, esas manos criminales que habían empuñado la muerte, y cogió al niño con tal delicadeza que nos quedamos todos los presentes estupefactos. Aquél era otro hombre, no sabíamos de dónde saldría pero salió; atrajo al niño hacia su pecho mientras todos vimos cómo des sus ojos comenzaron a correr las lágrimas; sin sollozos, sin gimoteos, sin sonidos, como si se hubiese abierto una fuente de amor contenida durante toda una vida. Fuimos testigos, Héctor, de cómo, aún cuando parece imposible que un ser marginal y desheredado, dado por perdido para su reingreso a la comunidad, pueda albergar sentimientos cariñosos, éstos existen, y existen con una intensidad sorprendente.
Cuando acabó el tiempo de visita entregó al niño, lo besó, y le siguió con la mirada hasta que salió de la sala. Después, volviendo la mirada hacia mí, con la misma cara arrobada, relajada, llena de un amor -también él, cautivo-, me dio las gracias con una dulzura impropia, Héctor, impropia de aquel hombre... Después, mirando a los vigilantes, les dijo, -"Vamos"-, y desapareció por la puerta que le llevaría, otra vez, de vuelta al infierno...

Fin

R&R

*

***

Puso imagen
El Bosco
El Jardín de las Delicias
(fragmento: el infierno)

Puso Música
Keane
Somewhere Only we know
W.A. Mozart
La Nozze di Figaro (Las Bodas de Figaro):
Sull'Aria
Non So Piú
Deh Vieni, Non Tardar
Vesperae Solemnes
Laudate Dominum

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sábado, 28 de agosto de 2010

Paraísos Perdidos 2


Paraísos Perdidos,
paraísos reencontrados,
a cada paso un paraíso
mirad bien,... ahí...
ahí, mismo: a vuestro lado.

Hoy de viaje. De momento, vayan gozando esta joyita, Paraíso siempre por revisitar...
Sin que sirva de precedente, crítica prestada.

Tabú

Friedrich Wilhelm Murnau

I. El fin del cine mudo

1931 es el año que marca el fin definitivo del período mudo. La aparición en 1927 de El cantor de jazz significa una revolución estrictamente dirigida a los sectores tecnológicos de la cinematografía, pero en absoluto vinculada a los cánones artísticos que formaban la estética y la personalidad fílmica del momento. De hecho, durante unos cuantos años, los films sonoros no fueron más que muestras titubeantes y experimentales diseñados con el fin de familiarizarse con la nueva técnica sin aportar el menor recurso expresivo. Algo que, sin ningún género de dudas, dinamitó la cota alcanzada por el cine silente a finales de los años 20, momento en el que se logra la plenitud absoluta del arte cinematográfico con un conjunto de obras que abren un sinfín de derroteros por los que transitar (Metrópolis, Napoleón, Octubre, El viento, El maquinista de la General...) y que el éxito obtenido por la discreta película de Alan Crosland se encargaría de anular. De entre el conjunto de films surgidos en esta última etapa sobresale, muy especialmente, la primera obra que Murnau realizó en los Estados Unidos, Amanecer, auténtico compendio de su arte y un paradigma casi absoluto del poder de la imagen, concebido como una declaración de principios sobre los propósitos del cineasta en tierras norteamericanas. Propósitos que no tardarían en verse frustrados debido a las alteraciones que sufriría su siguiente film, Four devils (hoy en día lamentablemente perdido), originalemente mudo aunque reconvertido a sonoro por la Fox y, sobretodo, por las desavenencias en torno aCity Girl de la que Murnau, un convencido detractor del nuevo sistema, abandonó el rodaje poco antes de su conclusión. Es en esta búsqueda de autonomía creativa, de total disyunción con la moda dominante, de la que surge su asociación con Robert Joseph Flaherty y, por ende, la consecución de Tabú.

II. Tabú, romanticismo y naturalismo

Aún sin ahondar en la multiplicidad de lecturas e interpretaciones que posee la obra póstuma de Murnau, Tabú aparece ante el espectador como la fusión más coherente y admirable entre naturalismo y romanticismo que el Arte haya producido. Una aparente superficie documental y un lejano seguimiento de las ideas rousseaunianas es, básicamente, todo cuanto el film debe a la figura de Flaherty. El resto se encamina hacia la disertación entre el mito y lo humano, la realidad y lo onírico, el amor y el fatum, temas más que recurrentes a lo largo de la filmografía de Murnau y que, aquí, llegan a su máxima expresión de madurez. En efecto, la idea del mito queda ya expresada desde el mismo título. Reri, convertida en tabú y a la que ningún hombre puede tocar, se enfrenta a un colectivo que enaltece dichos preceptos y cuyas tradiciones se encuentran muy por encima de la libertad individual. Sus deseos como ser humano no sirven en una coyuntura ancestral y, por consiguiente, su amor hacia Matahi ha de quedar olvidado. Empero, la rebelión de estos dos seres y su posterior huida posee unos rasgos marcadamente particulares que Murnau se encarga de hacer patentes: no hay un enjuiciamiento hacia unas normas enraizadas, ni mucho menos un punto de vista crítico respecto a las mismas. Más bien al contrario. La situación mencionada se halla mostrada desde el prisma de los enamorados, subjetivizada al máximo, sin antagonías ni maniqueísmos de ningún tipo. Y de ahí extrae Murnau una de sus tesis fundamentales: la imposibilidad de amar. Reri y Matahi se encuentran bajo el yugo de una especie de maldición divina al quebrantar unas leyes atávicas. La consumación de su amor es, en última instancia, la consecución de su condición de “malditos” ante dichas leyes. Y la perspectiva de Murnau se interioriza ante este hecho, dirigiendo la mirada hacia su propio universo, mostrando la situación de ambos jóvenes desde un punto de vista que parece turbadoramente inverso al de Nosferatu. Al igual que Ellen, Reri ama con devoción, pero si en el film de 1922, la separación física conducía a una interconexión casi espiritual entre los amantes, en Tabú la carnalidad y la unión de los cuerpos es el común denominador en la relación de Reri y Matahi, apartados de intersticios místicos. Del mismo modo, si en Nosferatuel personaje femenino resultaba la pieza clave para acabar con la plaga de peste causada por el monstruo mediante su pureza y su sacrificio, aquí lo es para salvar la vida de Matahi algo que, también a diferencia del film anterior, resulta un acto infructuoso. Ésta idea de la inversión entre las dos obras se encuentra, incluso, reforzada por las apariciones casi fantasmales de Hitu, directamente conectadas con las del vampiro, aunque en Tabú el anciano viste de un blanco inmaculado en directa oposición al conde Orlok.

La escisión entre lo real y lo irreal, resulta otro aspecto trabajado por el cineasta teniendo en cuenta su obra anterior. No existe en el film ninguna secuencia abiertamente onírica, sin embargo toda la obra está impregnada de un extraño halo de ensoñación, similar al que acaecía en Amanecer. Una explosión de arrebatado romanticismo, que adquiere carices cercanos a lo irracional, sustentado por unos elementos naturales que se transforman en la proyección externa de la pasión entre los amantes. Transfigurada por la impresionante fotografía de Floyd Crosby en un fascinante universo de luces y sombras, la naturaleza se convierte en el principio y el fin de la relación entre los jóvenes. Si en Amanecer, el intento de asesinato de George O´Brien a Janet Gaynor iniciaba un nuevo descubrimiento del amor con el río como testigo, enTabú es otro río el telón de fondo del nacimiento amoroso entre Reri y Matahi que fenecerá, posteriormente, en la profundidad del mar en lo que casi parece una referencia a Manrique. El entorno se convierte, por tanto, en un personaje tan importante como los protagonistas que condensa, por sí solo, toda la capacidad de ensueño anidada en los enamorados, como toda la crudeza que el futuro les depara.

Es la idea del destino (otra de las constantes del cineasta) la que adquiere una dimensión cercana al fatalismo, según los planteamientos realizados por Murnau. La designación de Reri como “tabú” es presenciada por toda la comunidad excepto por Matahi quien, inocente, lanza a la muchacha una corona de flores de la que es violentamente despojada por una de las ancianas de la tribu. A partir de aquí, la atmósfera lírica que predomina en las imágenes de la obra parece impregnada de cierto trasfondo sombrío, presente en pequeños detalles de puesta en escena (la flor y la perla negra en el suelo) o en soluciones narrativas (la llegada de los jóvenes a la isla en la que buscan refugio, exhaustos tras una travesía por mar). El destino, en definitiva, mostrado como algo inmutable, inmisericorde; por tanto, la insubordinación de los dos amantes va dirigida tanto a los elementos costumbristas de su sociedad, como al fatumadverso que los atenaza constantemente. Una lucha abocada al fracaso, pero absolutamente necesaria para poder sentir algo que Tabú sabe transmitir con poderosísima fuerza: la vida.

III. Tabú, la alegoría

Es curioso señalar que, en el mismo año de realización de este film, otro disidente del sistema, Charles Chaplin, dirigió una de sus obras mayores convertida, junto a la película de Murnau, en el testamento del cine mudo: Luces de la ciudad. Curioso no porque ambas propuestas posean características similares (más bien tendríamos que hablar de aspectos disímiles), sino porque existe un aspecto común en ellas, de capital importancia para el desarrollo de las historias, que acaba convirtiéndose en un factor netamente alegórico: la importancia del dinero. La obra maestra de Chaplin versa, toda ella, en los esfuerzos que el pequeño vagabundo ha de llevar a cabo para pagar la operación que devolverá la vista a la joven vendedora de flores. En Tabú,Matahi adquiere una deuda involuntaria que le imposibilita a escapar de la isla junto a Reri y que le hace jugarse la vida, en otro territorio tabú, para conseguir perlas.

En el fondo, Murnau no utiliza este detalle dramático como eje del argumento (como sí hacía Chaplin), sino que reflexiona sobre su propia situación en la cinematografía estadounidense de comienzos de los años treinta. En efecto, no es descabellado pensar que el cineasta se encontrara perfectamente identificado con unos jóvenes llenos de vitalidad y ganas de demostrarse su amor, atenazados por unas circunstancias adversas, es decir, la figura de un creador en la plenitud de su genio, constreñido por las normas económicas del sistemahollywoodiense, y cuya única vía de escape consiste en escapar, decepcionado, a la búsqueda de su propia emancipación artística, alejado de los cánones impuestos por los estudios (siguiendo con el paralelismo, la huída de los enamorados). Ante ello, el fatum que afecta a Reri y Matahi es perfectamente parangonable al de Murnau: fallecido en un accidente automovilístico en la cima de su talento.

Por consiguiente, el apoteósico final de Tabú puede tener una interesante dobre vertiente: la representación del artista que nada a contracorriente con el fin de alcanzar su integridad creativa, intentando vencer las adversidades, aunque éstas acaben precipitándolo al fondo del mar. También, una premonición del temprano fin del cineasta. El barco que lleva a una Reri muerta en vida, perdiéndose en el tenebroso horizonte, parece transformarse en la barca de Caronte que, a través del río Estigia, lleve el alma de Murnau.

*










Hasta muy, muy, pronto, séanme buenos.

*****

martes, 24 de agosto de 2010

Paraísos Perdidos


"Tomó, pues, Jehová Dios al hombre,
y lo puso en el Paraíso del deleite
para que lo labrara y lo guardase."
Génesis 2:15

¡Paraíso Perdido!
Perdido por buscarte,
yo, sin luz para siempre
Rafael Alberti

PREÁMBULO
¿De dónde la idea de Paraíso? ¿Por qué su necesidad? Estas son las dos preguntas capitales para introducirnos en el evocador mundo de lo paradisíaco.
La idea de paraíso está muy arraigada en la conciencia humana, sea cual sea la cultura a la que pertenezca: hay paraísos en todas las religiones de todas las latitudes y siempre, siempre, se asocian a espacios donde el ser humano vive en une estado de felicidad perpetua, sin estar sometido al yugo de lo necesario ni a la servidumbre del dolor o la inquietud o la ansiedad... Son espacios idílicos en el que los hombres están integrados con el medio que les rodea -el medio natural-; y muchas veces son celadores de él, cuando no una especie de gestores de su incorruptible patrimonio, de su sostenibilidad -por emplear un término al uso.
Así pues, la idea de paraíso se impondría a la conciencia del hombre como ese lugar libre de todo sufrimiento -o lo más cercano a ello-, asociado siempre a una época de oro de la Humanidad (repito, sea cual sea la cultura que represente esa Humanidad) en que los hombres estaban en un plano de igualdad con los dioses: ausencia de dolor, de sufrimiento por tanto, de necesidades, gozando de eterna juventud y felicidad, en una existencia deleitosa y placentera continua. Esta es la idea.

La necesidad del ser humano en hacer germinar esta idea de un paraíso donde nada de lo que habitualmente le acucia y somete existe, es simple: como ser inteligente y dotado de conciencia premonitiva y temporal, y consciente, pues, no solo de que está expuesto al dolor y al sufrimiento en cualquier momento, sino a su propia extinción -es decir, a su muerte- irremediablemente, le es imperioso imaginar un lugar a salvo de todo esto, y le es imperioso imaginar que este lugar ha existido en el pasado, para que pueda tener, así, la posibilidad de existencia futura, reportando, de esta forma, algo de tranquilidad y sosiego al vértigo de ese fatal conocimiento. De aquí la necesidad.

Hay dos tipos de paraísos: los naturales y los artificiales. A los primeros pertenecerían el Jardín del Edén bíblico, y todos los locus amoenus que en el mundo han sido, son y serán -lugares de deleite, bellos, bucólicos, pastoriles, asociados siempre al mítico edén; espacios naturales donde el ser humano vive al abrigo de la necesidad-.
A los segundos pertenecerían esos espacios creados por el ser humano para sentir una seguridad que no halla en su vida habitual. Estos paraísos artificiales no están supeditados a un lugar físico, muchas veces lo constituyen un estado mental y/o espiritual únicamente.

(de aquí la idea de paraísos artificiales de Charles Baudelaire: las sustancias o los estados anímicos que proporcionan la embriaguez necesaria para que el ser humano olvide, mientras dura su efecto, las penalidades, las servidumbres al dolor, y el paso del tiempo inexorable que le conduce a la decrepitud y la muerte. Así, son puertas de acceso a estos idílicos lugares psíquicos las sustancias psicotrópicas, es decir, las drogas: alcohol, opio, LSD, peyote, etc. Pero también estados anímicos que provocan la embriaguez: como el amor, o el estado creativo del artista.)
*

Tras este preámbulo, introduzco directamente el tema de este primer post dedicado a los paraísos perdidos. Aquellos, generalmente físicos, en que el hombre se siente en sintonía con una naturaleza que no es ya amenazadora, sino fuente de felicidad: proveedora de alimento, de cobijo, de diversión, de placidez, de contemplación,...
Volvemos a contar con la inestimable colaboración de Beatriz Basenji que con un relato sobre un paraíso, por desgracia ya perdido, nos acerca a esta realidad: los paraísos han existido en el pasado, quizás aún quede alguno en el presente, y su existencia no es muy diferente a la que podríamos tener hoy día si tuviésemos más en cuenta las necesidades reales del ser humano, su equilibrio, su armonía con el medio en el que está inmerso y que le provee de lo necesario para vivir. Esta última reflexión entronca directamente con la Ecología y una de sus consecuencias: lo que se ha dado en llamar crecimiento sostenible.

Mas como este no es un post que pretenda tratar exhaustiva y directamente el tema Medioambiental , sino exponerlo tangencialmente mediante la bella sugerencia, paso a decirles cuatro cosas sobre esta narración de nuestra amiga Beatriz:
La piel del Manatí es un relato preciosista y sugerente, preciso y precioso, de una época ya pasada en que los habitantes indígenas de las tierras tropicales de América (y por extensión de toda la franja ecuatorial alrededor del mundo, incluyendo ambos trópicos) vivían en total equilibrio con su entorno; vivían como seres humanos, no como entelequias imaginarias, sino con veracidad -documentos hay que así lo atestiguan-... hasta que llegó el hombre blanco. Beatriz nos recrea con lujo de detalles e imaginación, con pinceladas certeras y minimalistas, aquel ambiente, aquel idílico convivir, no exento de peripecias, pero asumibles y muy bien gestionadas por una sociedad sabia con su medio.
Aún hasta hace bien poco han existido culturas semejantes a esta que retrata con maestría nuestra colaboradora. Apenas hace cien años, culturas polinesias, africanas, amazónicas o asiáticas, vivían en sus paraísos y morían en ellos, siempre, siempre, sincronizados con el latir de la naturaleza, que es tanto como decir acompasados al ritmo del universo.

Con ustedes La Piel del Manatí, de Beatriz Basenji.



LA PIEL DEL MANATÍ

Nuevamente el muchachito -pies intrépidos, manos de cotorra consentida- ha traído un pez tan largo como su captor.

-Marcha ligero con tu pez a la casa del Otiún-cabá, tu más viejo abuelo, para que lo tenga por comida.

Y se ha ido trotando con el animal sobre su pescuezo. Ni el mango me deleita esta mañana.

Se me está muriendo el sol que llevaba dentro del cuerpo. La luna sube del mar y regresa a la morada del agua y el hombre de la casa no retorna. La mujer de Ataz-cabá me ha regalado plátanos de su cuñada y huevos de culebra que sus muchachos trajeron de las incursiones por los pantanos del Tiún-tepé. Malo está el río. Trae demasiada agua y arroja rabiando los pescaditos entre las ondulantes aguas del mar y los jóvenes tiburones que aparecieron con las olas calientes, los devoran sin el menor esfuerzo.

-Ilch -dije a la mujer de Ataz-cabá- todo lo que acaba de nacer, todo lo que está muriendo ni tu marido ni el mío lo ven. Ningún hombre de los nuestros ha quedado. Sólo los muy viejos que se ponen a la puerta del bohío esperando de qué parte del camino aparecerá un nieto, que le traiga comida y agua de beber.

Tu hija y la mía están en flor. Pero no hay pretendiente para ellas en toda la extensión que abarca nuestra mirada. Tendrán pues que esperar por los varones imberbes.

¿Por qué la guerra, vecina mía?

Se levanta un día el cacique y proclama: "¡Quiero beber y que mi pueblo beba de las buenas aguas, que ni un solo jején ha contaminado!" Viene y se lleva a todos los hombres con sus flechas y arcos.

Se acabó la paz.

Entonces la mujer queda pensando en las cosas ocultas en el corazón del hombre. El hombre era dulce; sí, era dulce.

Y cuanto más dulce era, más amargo se volvía y más envenenado cuando satisfacía su capricho. Va y vuelve. Quiero, quiero. La jícara de guardas negras. Las plumas de las garzas. Los huevos de la culebra. Los huesos del tiburón.

Sé cuidar del fuego y del hombre aún no sé cuidar, y mientras aprendo soy mi madre, mi abuela, mi bisabuela. Me acomete el temor de que el sueño me venza y entre pues nuevamente la iguana y se lleve mis ascuas. ¿Quién me concediera ahora ser muy vieja? Curtidas mis pieles, vencido el animal que cantaba y reía, mientras los pequeños hijos de mi marido pataleaban dentro mío y me cuchicheaban su sabiduría primera:

"¡Sigue madre este camino y hallarás a la rana que salta lindo; Atrápala madre y cómele sus excelentes tendones para que yo pueda nacer brincando!" Ah, sí. Percibía la voz menudísima de los hijos de mi marido. Nunca se equivocaban. "Un pájaro muy hermoso está posado en lo alto de la palma real, ve a contemplarlo madre, para que nazca yo con un penacho rojo igual al del pájaro".

Salía del bohío, alzaba la cabeza y allí, majestuosa y serena, estaba columpiándose el ave.

Algunas noches el niño de mi vientre se la pasaba en un "brí-brí" llamando a las luciérnagas y todas las luciérnagas de la Isla se le encendían. Entonces yo estaba segura. Cada animal que venía a mi bohío, venía para mi felicidad. Cada nueva semilla que caía en tierra y germinaba, por mi felicidad estaba. Cada carozo que se apretaba contra mi paladar, fruto de incalculable dulzor me habla regalado.

Y lo mismo sucedía con las piedras. Gritaban las piedras en la playa que se perdió: "¡Ven que aquí están entre mis oquedades los sabrosos cangrejos y los caracoles que son tu manjar!".

¿Cuándo comenzó la memoria a recorrerme el cuerpo? ¿Cuándo? ¿Cuándo?


Vi cómo disparaba su flecha a un gavilán. Cayó el ave y el perro salió disparando, tras la orden del dueño, para traer la presa. Era el cacique viejo.

Mi hermano pequeño, que lo seguía con la mirada, vio un alcatraz y se lo señaló. El cacique lo dejó probar la puntería y con la primera flecha lo derribó. Lo certero del disparo le valió al niño seguir ya para siempre tras el cacique.

Desde ahí que nadie pronuncia mi nombre: Zinogay. Sólo se me mira por ser la hermana de Alcatraz-cabá y los pájaros cuya carne devoro vuelven ácido mi corazón. Igual que mueren los pétalos de las flores, silenciosamente, pasó el hechicero y vino a sentarse bajo las palmeras.

Mi madre asaba ñame. Siguió asándolos cuidadosamente y dejando que el olor abasteciera la nariz del brujo. Recién entonces se dio por advertida de su presencia y fue a sentarse frente a él.

Ni el hechicero ni mi madre hablaron. Tuvo el Sol que ocultarse sin que la humana voz del uno o de la otra se escuchara. Llegó el alba y ambos fumaban en silencio sus pipas. Sólo eso. Fumaban.

Le brillaban al hombre los ungüentos con que pintaba su cara y su aspecto feroz se había tornado una tristísima máscara.

Pasaron chillando los patos silvestres. Las cotorras ensayaron sus divertidas voces y los vecinos querían ser montón que vigilaba a prudente distancia.

Pero ellos no estaban en parte alguna de la isla. Fumaban sus cuerpos bajo las palmeras, pero sus espíritus combatían en algún lugar del Universo. Blanquearon aquel día los cabellos de mi madre y todas las cosas se volvían delgadas.

Para los adioses del Sol mi hermano mayor apareció trayendo calabazas y boniatos que él hacia crecer en la tierra. El hechicero majestuosamente se puso de pie. Clavó sus ojos en el que llegaba y le hacia ofrenda de cuanto traía. Se pudo oír a la voz cavernosa ordenarle: "Sígueme" y mi hermano, sumisamente, lo siguió.

Sólo mi madre continuó fumando, hasta que el espíritu le retornó al cuerpo, y no le alcanzaban los dedos de una mano para contar el tiempo que se le había huido.

-La selva se llevó mi hombre. Mi hijo menor marchó tras el cacique. Mi hijo mayor acaba de seguir al hechicero. ¿Qué más, pues? -se lamentó- y a la luz de las celosas ascuas que cursaban la noche, incineró bolitas de copal.

Al cabo de muchas lunaciones Alcatraz-cabá volvió al bohío.

Guerrero fornido. Piel lustrosa, ojos centelleantes. Tres perros le seguían. Dos patos que atrapó vivos en una laguna, fueron su presente. Aunque decía poco, manifestó con palabra elocuente un mensaje secreto. Rápida como una culebra, nuestra madre no hizo esperar la respuesta. Sin mover cejas ni pestañas, el guerrero tragó su bocado, recogió sus pertrechos y abandonó la aldea.

Alcatraz-cabá se topó conmigo cuando cruzaba por el ceibal.

-Zinogay -dijo- así marcha un bravo guerrero, derrotado por la lengua habilísima de su madre. Sin obtener la mano de Zinogay para el hijo del Cacique y con una piel de manatí por salario.

Ahíta. Colmada por la dulzura del marido, mis pies danzaban y la extensa playa danzaba con mis pies. Los peces se dejaban atrapar por mi mano y los guacamayos venían a conversar largamente conmigo.

"¡Mirad! ¡Es la misma playa, y son las mismas flores; el mismo mar que se deja caminar interminables leguas y los pájaros no se cambiaron! Pero algo que no conozco, que no sé explicar me rebasa como una vasija llena. No se parece a la muerte por agua, ni al vómito del volcán es parecida.

Me acurruco entre las piedras de la playa que se perdió y creo verla, monstruosa y lejana, llegando desde el mar. Interrogo al sol y no responde. Pregunto a la Luna, mi Señora, mi Ama, la que me ha criado, y me explica algo que no entiendo. Duermo y veo un rostro horrible, como de hombre sin color, blanco igual que los condenados por la peste.

He mirado largamente los pies de mis muchachos y algo fatal va sujetando diestramente sus tobillos. En vano dejo posar mi cuerpo en el arenal, para que recuerde los viejos secretos de las estrellas y los hombres.

Ahora mismo, siento como si nuestros hombres, con sus mujeres y sus hijos fuesen condenados a una muerte innoble, jamás conocida o sospechada, para la que ni los recios brebajes que los maridos mixturaban los días de fiesta, nos darían coraje.



El acontecimiento fue que mis muchachos y los de Ilch, la mujer de Ataz-cabá, capturaron un manatí. Lucharon con el animal fieramente hasta que lo rindieron. En soledad quedaron los bohíos de la aldea, pues la gente quería ver.

Quería ver.

¿Y qué vieron? Vieron cómo era desollado el animal y extendida su preciada piel. Vieron como era descuartizado primero y repartido después, en tanto que, atraídos por la sangre del manatí, filas de tiburones se hacían visibles en las cercanas aguas.

Y observando lo próximo, nadie vio lo lejano. Una canoa inmensa, inmensa, amparada por lienzos enormes y raros cordajes. Una inmensa canoa, del tamaño de todos los miedos, que venía del Este. Habitada por hombres blancos.

Beatriz Basenji lasalsamadre.blogspot.com/


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Puso Música
Paul Winter
Earth
The Mission BSO - Ennio Morricone
On Earth As It Is in Heaven
Gabriel's Oboe
Ave María Guaraní
Falls
Paul Haley
Sea Song

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Ilustración de Encabezamiento
Thomas Cole
El Jardín del Edén

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Links de Interés

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