jueves, 30 de junio de 2011

Michelangelo Buonarroti visto por Vittoria Colonna


Imposible parece y nos lo advierte
empero la experiencia, que más dura
de mármol insensible una figura
que su autor, presa en breve de la muerte.

Más que la causa es el efecto fuerte,
por el arte es vencida la natura:
lo sé yo a quien da gloria la escultura,
y ya me acerco a la vejez inerte.

Tal vez a ti y a mí dar larga vida
puedo con el cincel o los colores,
adunando mi amor y tu semblante.

Y mil años después de la partida,
se verán tus hechizos vencedores,
y cuanta razón tuve en ser tu amante.

A Vittoria Colonna. Miguel Angel Buonarroti


Cuando le conocí ninguno de los dos estábamos ya en esa edad en que los corazones corren libres sin sentir las férreas ligaduras de la razón, su lastre, su efecto disolvente, su injerencia disuasoria, su prudencia, o su miedo suma de todos los miedos incrustados en la experiencia... No, nada de eso. Yo, ya desgraciadamente viuda -pues amé a mi esposo Ferrante, el batallador, el valiente y aguerrido general de Carlos V, más de lo que yo misma pude imaginar-, aún estoy de duelo por aquella pérdida inconsolable; sé que puede le resultar algo relativamente lógico a quien no me conozca: una mujer joven, casada niña por poderes, que va descubriendo el amor junto a su esposo del que acaba profunda y felizmente enamorada, y que, al perderlo cuando más fuerte, firme y satisfactorio es ese amor, siente tal desgarro que ya nunca curará, herida abierta de la que mana el deseo a borbotones, y que, recogida en sí misma, envuelta en su propia desesperación, no siente ya un motivo para seguir viviendo, salvo la total entrega y dedicación a un consuelo mayor: el que Dios la proporciona, su promesa de vida futura, y con ella, la ilusión de recuperar un día a aquél a quien se amó hasta el el extremo del llanto jubiloso; pero, para aquel que me conozca, le será difícil conciliar la impresión que sobre mi tiene, mi perspectiva dialéctica de la vida, mi lucidez inquisitiva, mi espíritu polemizador e irremediablemente curioso... con la de una mujer aparentemente convencional en quien ha hecho presa esa enfermedad de la razón que es el amor; sí, sé que es inverosímil; no obstante, aquellos que me frecuentan saben que la paradoja es aparente, pues mi pasión por la vida, por el conocimiento, por la belleza, no me impide, dado mi innato carácter romántico, esta veleidad contradictoria que, en mí, se resuelve e ilustra más que con ningún esfuerzo introspectivo y analítico, con el ejemplo vivo de mi relación con Él, con Michelangelo, il mio bambino eternamente adolescente, ese hombre, que si lo fue, participó más que ninguno de lo divino, de esa divinidad clásica, olímpica (que Cristo, en quien creo y a quien busco, me perdone).



Si yo hubiera sido una mujer menos intelectualmente dotada de emoción, si la balanza se hubiera inclinado hacia la pasión, hacia el vértigo de la carne, sin contrapeso racional, probablemente él no me habría amado, no, al menos, como lo hizo: con ese deseo inmarcesible que da el saber que la pasión que puja y hierve en el corazón mana hacia arriba, a contra gravedad, imposibilitada de su satisfacción terrena, y, por ello mismo, vuela como Fénix incinerado buscándola en las alturas, no sin antes, hecha magma incandescente, abrasar el propio interior antes de salir expulsada hacia afuera, buscando su legítimo objetivo, pero transmutada, ya, en obra de arte, en impulso sublime de poder avasallador cuando el genio es grande, como el suyo; sí, yo tuve esa suerte, esa infinita suerte, de penetrar en su alma a través de su pasión por la vida, quizás porque la vida latía en mí con la fuerza de mil corazones insatisfechos, (¡tanto le quise -a Ferrante! ¡tanto aprecio tengo al valor que sé que un sentimiento así tiene!), Él sintió eso en mí, esa fuente de vida brotando tumultuosa y evaporándose en espíritu como bruma al amanecer (ese mismo espíritu que tanto ansiaba Él, que dibujaba, pintaba y esculpía los cuerpos como nadie antes lo ha hecho, ni nadie lo hará jamás: con esa vitalidad exultante e insultante, inimaginada incluso por Dios cuando creó al ser humano (que Cristo, en quien creo, y a quien busco, me perdone) que es toda una declaración de amor a la vida y a la Belleza; sí, Él, que era capaz de reinterpretar el gozo de vivir, la potencia que habita en los hombres y mujeres, en los volúmenes, en los colores, en las formas, en la expresión que es exaltación de la carne, y presentarlo aún más esplendoroso y exuberante, más deseable, buscaba afanosamente tranquilidad de espíritu, transcendentalismo, quizás porque sentía en sí mismo el aliento de la divinidad, quizás porque su inmensa capacidad creativa le hiciera sentirse un hombre divino, sin sentir nunca el menor síntoma de desfallecimiento, de abatimiento.


Pero no, esto no es del todo cierto, yo sí sé que era proclive a la duda, no cuando trabajaba, inmerso ya en le proceso creativo, cuando manejaba el lápiz, el pincel, el escoplo, o el compás, no, dudaba cuando encaraba un proyecto, pero dudaba porque le costaba elegir cuál de las perfectas formas que él barruntaba fuera la mejor, la solución ideal; me imagino a Dios en el instante de la creación (que Cristo, en quien creo y a quien busco, me perdone), determinando la forma definitiva de las criaturas; pero en el caso de Michelangelo era peor, porque en sus obras no existía posibilidad de enmienda mediante un proceso evolutivo; la obra una vez hecha, allí quedaría por siempre, expuesta, acabada, perfecta o imperfecta, siendo reflejo del genio que la creó; era esto lo que, al mio bambino eternamente adolescente, le hacía dudar, por eso se urdió una leyenda -verdadera en esta ocasión- en torno a sus momentos de previa reflexión ante el lienzo, la pechina, el tondo, los techos, las paredes, el mármol informe, el espacio vacío,... donde habría de plasmar en dos o tres dimensiones escenas reales o imaginarias cargadas de sentido, o levantar un edificio, diseñar un jardín, ordenar la distribución de una plaza,... esa era su duda: la de la creación excepcional, óptima; tal era su inmenso caudal creativo.
Sé que estuve más cerca de Michelangelo de lo que nadie antes estuvo, incluido su amado Tommaso, il giovane Cavalieri; estuve tan cerca de Él que incluso a veces teníamos ambos la vívida sensación de la fusión de nuestras almas, llegando a sentirlas como una sola: alma hermafrodita, de sexo bifurcado en dos cuerpos abocados a un mismo sentir.
En los versos que me escribió había, aparentemente, más sensualidad material de la que mostraba en mi presencia, pero yo sé que era una manera de soltar tensión, un a modo de espita por donde dejar escapar los gases que se expanden, y se expanden, y amenazan con hacer reventar el continente. Así era Michelangelo, vehemente, impetuoso, fuerte como el roble, no, más bien como el granito dolomítico, y más incansable que los caballos del carro en que el sol cruza todos los días el cielo; se enamoraba de algo, de alguien, y eso, ese, se convertía instantáneamente en lo más elevado de estrellas abajo, el culmen, el zenit, la perfección más inalcanzable; no creo que ignorara que era su propio genio el que, desbordante, se extendía al objeto amado, era su propio sentimiento, tan descomunal como su talento, lo que veía reflejado en el objeto de su atracción (repito, fuera ello cosa animada o inanimada, hombre, mujer o elemento). En los versos que le dediqué yo a Él, en cambio, intenté alimentar esa sed suya de espiritualidad, llenar ese vacío que él sentía al estar vaciándose continuamente, ese ansia de trascendencia que veía en todas sus obras, y hasta en su mismo obrar.


Era atractivo, poderosa y peligrosamente atractivo, como lo puede ser un dios para una mujer: por abrumadora vitalidad; de cuerpo potente, algo tosco, y rostro en absoluto hermoso, era el fuego que irradiaba su mirada, que destilaba su sudor creativo, lo que actuaba en quien se encontrara ante su presencia embargándolo, dejándolo inerme, entregado, sin voluntad, ya , para resistirse al encanto de su dinamismo, de su exultante actividad, de su expresión taumatúrgica, capaz de ir derrochando prodigios a cada paso.
Tremendamente sensual, su sexualidad exacerbada fluía en todas direcciones, pero, sobre todo, hacia su obra, en ella volcaba lo mejor de su pasión; necesitando el abrazo, la mirada, el tacto, de los demás, siempre estaba en tensión, en lucha consigo mismo; siempre tensando el arco de su voluntad de poder (expresión que acuñaría siglos más tarde otro maravilloso ser atormentado); satisfacía sus deseos carnales, por supuesto, y lo podía hacer con una ternura infinita, tanta como la que empleaba en acariciar hasta el último rincón de su David, de su Pietá, de su Baco, de su Moisés, antes de entregarlos como obra acabada, o con la animalidad propia del instinto más imperioso, hasta en eso era olímpico; pero, a pesar de este derroche, nunca se extenuaba (en esto fue distinto a Rafael Sanzio -a quien, por cierto, admiraba en secreto, aunque en público se mostrara celoso y violento con él), siempre se reservaba: decía que su obra lo necesitaba más que su cuerpo, es decir, que su espíritu lo necesitaba más que su materia. Era el ejemplo perfecto de sublimación del apetito de la carne, pero no por ascesis, no por contención, no por amputación, no por represión, no, nada de eso, todo lo contrario: daba rienda suelta a su deseo pero sin saciarlo, casi como una manera de hacer surgir desde su interior el afán por la creación, se servía, en primer y último caso, de la naturaleza, de su impulso creador, para utilizar su irrefrenable pujanza, esa misma naturaleza a la que todos nos sometemos, en mayor o menor grado, pero a la que Él nunca se sometió.


Gustaba decirme, medio en broma, medio en serio, y siempre en confidencia, con aquella carita de picaruelo que ponía cuando hablaba de estos temas, que sentía más fuerza y más placer con la cópula entre nuestros espíritus que la obtenida con los mancebos que frecuentaba su cuerpo. Era su formación neoplatónica, su creencia era neoplatónica, positivista, de gusto y disfrute de la vida, aunque a él poco tiempo le dejara su obra para el disfrute al margen de su constante crear. En ella, en su abstracción laboriosa, en ocasiones, sentía un disfrute tremendamente hedonista a la vez que un tremendo dolor de parto. Me llegó a referir que en no pocas ocasiones había experimentado, durante la excitación febril en que caía cuando veía ya cercano el resultado feliz de la obra imaginada, una sensación orgásmica de plenitud y exaltación mística que se derramaba a través del cuerpo como una eyaculación espiritual, en que el semen anímico que salpicaba su consciencia -simultáneo, a veces, a ese otro que fluía de su sexo- lejos de proporcionar aplacamiento y hastío, era ocasión para el nacimiento de un nuevo deseo con el que seguir entregado al intenso juego de entusiasmo, placer, esfuerzo, dolor, sublimación, exaltación, más placer y... satisfacción insatisfecha, dando lugar a un nuevo ciclo.


A pesar de ser su genio incuestionado e incuestionable, siempre se ha discutido a cerca de cuál era su mayor virtud, la más excelsa de sus excelsas cualidades: ¿la de dibujante? ¿la de pintor? ¿la de escultor? ¿la de arquitecto? Mucho se ha dicho, pero lo que se ha dicho casi siempre era bajo la referencia comparativa; es indudable que la simultaneidad con esos otros genios superlativos que fueron Leonardo y Rafael, ha dado, da y dará pie a establecer este tipo de valoraciones. Hay quien dice que Rafael fue un pintor más fino, más elevado, más sutil, que Leonardo fue más divino, más trascendente, más perfecto; que como escultor su preeminencia es indiscutible -esto casi nadie lo duda- y que como arquitecto también superó a sus soberbios coetáneos; ahí están sus obras para que quien quiera pueda inclinarse por uno u otro, al final, los gustos particulares son los que distribuyen las afinidades.
¿Qué obra es más sublime: La Capilla Sixtina o la Stanza della Segnatura? ¿Qué edificio más imponente Villa Farnesina o el Palacio Farnesio? Lo que también es incuestionable es el mayor eclecticismo de Leonardo, su mayor diversidad creativa, su mayor carácter científico, su infinita curiosidad; en cambio, Michelangelo fue todo vigor, fuerza inusitada, joie de vivre, festival de exaltación del cuerpo y el color.
Pocos conocen, desviada su atención por sus grandes realizaciones, su afición a las letras, su tendencia y gusto por la poesía, su petrarquismo irredento (y quién no, de todos nosotros que absorbimos con avidez la originalidad y el talento compositivo de la nuova stanza dei Canzoniere). Fue este gusto común por la lírica lo que nos uniera; espíritus sensibles ambos, ambos abocados a sublimar el sentir en expresión conceptual, enseguida comenzamos a dedicarnos sonetos, y a experimentar por medio de este lirismo compartido una unión fecunda y fértil, una creciente armonía emocional. Lástima que nuestra relación no durara más que doce años. Durante este tiempo me regaló algunos dibujos que hizo ex-profeso para mí, como la crucifixión que figura aquí al lado, y que, muerta yo al poco tiempo, recuperó, para añadir a los tres personajes originales (Cristo, María y Juan) un cuarto, que soy yo misma representando a María Magdalena, arrodillada y abrazada a la cruz. A decir verdad no me asiste el derecho a la queja por no haber podido disfrutar más ampliamente de su amistad; soy una mujer dichosa: sentí el amor más profundo, la pasión más arrebatadora, la curiosidad más incisiva, un místico placer por las bellezas del mundo, y pude disfrutar de la amistad enamorada de uno de los mayores genios que ha dado la humanidad. ¿Qué más puedo pedir?



-o-o-o-

jueves, 16 de junio de 2011

Margherita vista por Raphael Urbinas (Sanzio)




Porque te amé

Porque te amé, me abismé en ti, Colibrí de bello vuelo que surcaste mi cielo como un serafín. Porque te amé, abandoné mi vida en tu cuerpo; querida, no siento haber muerto entre tus brazos, mi cisne encubierto, no me arrepiento de haberte querido, de querer derrotar el olvido sembrando en tu nido abrazos sin fin; no, no me lamento. Desde el lugar no lugar donde me encuentro -aquel más allá del firmamento que yo tanto ansiaba-, te envío, mi amada, éste homenaje postrero, y confío lo besen tus ojos risueños, y se embelesen con lo que en él cuento. Cambio el pincel por el signo aquel que es portador de emociones, si de sensaciones, generador: pinceladas con palabras que van engarzadas al son del amor.
Sabes lo mucho que amaba escalar a tu altura, gozar tus encantos con pasión y ternura, y fundirme contigo en un mismo sentir, abrazarte con fuerza, perderme, gemir, hasta encontrar tu sonrisa esperando mi vuelta de allá donde quiera que fuera a morir; y revivir otra vez mecido en tu pecho, acunado en el lecho por tu dulce cantar, que suavemente relajaba mis miembros y me sumergía, sonriendo, en un plácido y dulce soñar.
Te sueño, desde el empeño, no fui tu dueño sino tu igual. Vencimos juntos la muerte, yo con más suerte, pues me vacié; pero tú te quedaste conmigo en el alma y por siempre jamás sellado a tu piel. Quede mi obra como homenaje viviente, para el candor de la gente, de mi amor por ti: Colibrí de suave vuelo, mi querido Colibrí; Voluptuoso cielo entre tus alas de suave vuelo me hiciste vivir.

-o-


Instante

Diosa, vestal,
amante
de mi deseo
más pujante;
compañera, musa,
bacante
en mi delirio
más excitante;
flor soberbia
deslumbrante,
de blancura
subyugante;
es tu seno
palpitante
lecho y estro
confortante:
Margherita
fascinante,
alma y cuerpo
de diamante.

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Acción

Caballete, marco,
lienzo
óleo, paleta,
pigmento,
pincel, mirada,
modelo,
concentración
y silencio

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Pincel

Mi mirada Pincel de tu Deseo.
Mis dedos Pinceles de ávido viento.
Mis labios Pinceles siempre dispuestos.
Mi piel toda, Pincel de tu recreo.
Pincel insaciable, mi Pensamiento,
sobre el gozoso lienzo de tu Cuerpo.

-o-


Pinto

Pinto caricias.
Pinto deseos.
Pinto tu aroma.
Pinto tu sueño.
Pinto tu aliento
sobre mi cuello.
Pinto la ausencia.
Pinto el encuentro.
Pinto la angustia
del desencuentro.
Pinto el abrazo
como lo siento.
Pinto suspiros.
Pinto lamentos.
Pinto gemidos.
Pinto embeleso.
Pinto la estela
de tus movimientos
mientras te busco,
mientras me quemo.
Pinto el hallazgo:
pinto tu centro.
Pinto tu blanco
de rojo incierto.
Pinto sensaciones.
Pinto sentimientos.
Pinto tus ojos
cuando te observo.
Pinto tu boca
cuando la muerdo.
Pinto tus hombros,
pinto tu cuello,
pinto tu vientre,
pinto tus senos,
pinto tus muslos
de nieve ardiendo,
pinto tu espalda
mientras la aferro,
pinto tu culo
mientras lo beso,
pinto tu pubis,
pinto tu sexo,
Pinto tu alma
conmigo dentro.

-o-


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martes, 14 de junio de 2011

Raffaello Sanzio visto por La Fornarina




Mezcló el polvo de una de las valiosas perlas de Siam, aquellas que, según dicen, solo se crían en las ostras más exclusivas, a las que se les introduce una finísma pepita de oro para que acumulen alrededor de ella el más puro nácar, y que son custodiadas día y noche, en la superficie, por soldados fuertemente armados a los que como parte de su dura instrucción se les ha cortado la lengua, sellando, así, la confianza que, en ellos depositada, al abrigo ya de toda duda, confirma la seguridad de que de palabra no revelarán los recónditos criaderos; y, en lo profundo de las turquesadas aguas, por los más fieros tiburones que pueblan aquellos mares orientales; mezcló, digo, en el almirez de plata repujada, regalo de su amigo Bramante, el nácar pulverizado con ese otro, de rubíes de la Libia Austral, que le proveía discretamente el Chambelán pontificio; y a ambas joyas, que así mezcladas mostraban un espléndido color rosa, les añadió el viscoso licor blanquecino producto del amor realizado instantes antes, recogido directamente de las valvas de mi turgente y sonrosada concha en una copa del mejor cristal de Murano, decorado graciosamente con motivos eróticos; y, diluyendo el resultado de tal mezcla con vino de toscana procedente de las mejores uvas pisadas dulcemente por pies de vírgenes doncellas consagradas a Venus, me lo ofreció antes de apurar él la copa.
Este singular bebedizo estaba confeccionado según receta innovadora que el odiado César Borgia creara, basándose a su vez, dijo, en oscuros textos babilonios encontrados entre el botín y arrebatados a bajeles piratas procedentes de Tiro capturados en las razzias que de vez en vez se hacían desde Nápoles y Venecia para limpiar el Mare Nostrum. Parece ser que el buen mozo, hermano de la sin par Lucrecia y sobrino de Alejandro VI -Papa de infausta memoria-, había probado él mismo la tríaca, determinando, de forma harto satisfactoria -según comentara con indisimulado envanecimiento-, su eficacia real: aseguraba, decía, el asalto y toma de la fortaleza de forma repetida durante toda una noche, sin desmayo.


Yo sabía por qué lo hacía. Yo, la humilde hija de un panadero de Siena -gracias al cual adquirí el nombre por el que soy conocida: La Fornarina-, sabía porqué el gran Raffaello buscaba traspasar todo límite. Él no necesitaba afrodisíacos para satisfacer a cualquier mujer; como él era en la pintura así en todo lo demás: vehemente y prolífico; parecía no cansarse nunca. Pero aquello suponía otra cosa; no buscaba aumentar el disfrute, perseguía la aniquilación gozosa, el éxtasis que sin solución de continuidad pudiera tender un puente entre esta vida y la otra -en caso de haberla-, pretendía pasar del arrebato místico sensual a la gloria eterna, entrar en el reino de Dios ("de los dioses, me repetía una y otra vez, Margherita, de los dioses") por la puerta ancha y abierta sin necesidad de molestar a San Pedro. El urbinés era un irredento cultivador de imposibles, a los que siempre acababa por ver florecer henchidos de posibilidad cumplida.
Quizás el que su madre se llamara Magia contribuyera no poco a que toda su vida estuviera imbuida de ella. Su educación exquisita arropada por la nobleza de la muy noble y cortesana Urbino (que tanto admirara el bueno de Baldassare Castiglione, República, aunque pequeña, tan bien dotada para los asuntos de un gobierno ilustrado que la dedicaría su tratado El Cortesano, tal era su agradecimiento a ver cumplido en la realidad lo que él imaginara acerca del buen gobierno entre gentes de cultura refinada sin vana ostentación), sus pulidos modales, su despierta imaginación, su viveza de genio, aquel estar inmerso día y noche en el taller de su padre, pintor dotado, y los artísticos ambientes que frecuentara... ¿Cómo no sembrar en ese niño la semilla de la fertilidad creativa, de la confianza, de la seguridad en sus dotes?
Aunque quedara huérfano de su amantísima madre a los ocho años, aunque su padre acrecentara su orfandad tres años después, su mente, su corazón, estaban ya pletóricos de semillas bien sembradas: las semillas del amor al arte, a la Belleza, a la distinción, a la elegancia -tanto en el trato, como en su obra-, a la disciplina que es capaz de hacer fácil lo difícil; en fin, quizás porque fuera un huérfano prematuro su dotado talento se desarrolló a una velocidad y con una intensidad vertiginosas: debía suplir las fuentes de su amor original, y lo hizo mirando hacia adentro y encontrando allí lo que necesitaba, como si todo el amor volcado en él se hubiese comprimido, atesorado, para cuando fuera necesario. No hizo sino ir abriendo los cofres donde guardaba ese caudal infinito de amor recibido...


Así, solo así, se explica lo que Raffaello fue. Su precocidad, al ser considerado y tratado como un maestro a los dieciocho años, dada la calidad de su trabajo y su visión global del acto creativo, incluida la gestión de materiales y personas del taller; su originalidad, a pesar de las repetidas acusaciones de plagio vertidas por su gran rival, Michelangelo Buonarrotti -quien decía que todo lo que el ragazzo era como pintor se lo debía a él-, de unos rasgos personalísimos, a pesar, también, de las semejanzas con su rival, semejanzas que dejaban de ser tales cuando uno reparaba en la finura de su trazo, en su superior sensibilidad: donde Michelangelo era majestuoso, mastodóntico, inabarcable, él era perfectamente equilibrado, refinado, complejo; donde aquél pujaba con soberbia incomparable, éste era de delicadeza casi dolorosa; donde Buonarroti desmesurado, Sanzio de comedida ternura; donde el aretino genio poderoso, el urbinés genio numinoso; donde uno carácter endiablado, cortesía y don de gentes el otro...
Con Leonardo fue otra cosa, Leonardo era otro tipo de genio, quizás el más sabio (eso oí siempre a quien detentaba mayor autoridad que la mía). Leonardo no celaba de que lo imitaran, de que lo copiaran, sabía que era imposible, tal era su seguridad. Y mi Raffaello, el cielo de mi cielo, aprendió lo extraordinario de él. A partir de que el destino los pusiera en contacto, al coincidir su etapa formativa en Florencia -con escasos veinte años- con la segunda estancia del de Vinci en Florencia -treinta años mayor que él, y por tanto en la cincuentena ya-, poseedor de todo el vigor y el talento desarrollado, a partir de ese momento, recalco, su pintura adquiriría un desarrollo vertiginoso, sus figuras cobraron dinamismo, su imaginación se catapultó, sus composiciones ganaron complejidad y audacia... ¡Comenzó a ser Raphael! No se concibe la maravilla de la Stanza della Segnatura vaticana sin este anterior encuentro providencial: La Escuela de Atenas, El Parnaso, La Disputa del Sacramento, son obras maestras que por sí solas justifican una época: El Alto Renacimiento. ¿Cómo puede sentirse una conviviendo con semejantes maravillas pintadas en las paredes?
A Leonardo le debe, pues, más que a Michelangelo, pues aquél era mucho más original, más incisivo, y más decisivo. Además, muchas veces me ha contado la impresión que causaba su inmarcesible inteligencia -de Leonardo-, su carácter afable pese a todo, su presencia... hablaba de su presencia como si fuese un Adonais (¡y ya tenía cincuenta años!).
También es cierto que no pocas veces, a partir de aquel día en que Bramante, a la sazón arquitecto vaticano, le mostrara a escondidas la Capilla Sixtina que decoraba el de Arezzo, en la privacidad de nuestros encuentros amorosos, cuando, tras una de tantas fogosas pérdidas en mi cuerpo ofrecido y entregado, se quedaba tendido boca arriba mirando el techo pintado al fresco por él mismo, le oía exclamar: "fabuloso, fantástico, simplemente impresionante; posee una fuerza que nadie tiene, nadie; es inimitable,... tan soberbio... como él mismo". Y permanecía así, dedicando elogios a su gran rival, durante minutos, abstraído, como si quisiera extraer de ese momento de con-pasión el estímulo suficiente para seguir evolucionando, creciendo, oponiéndose a él; cosa que cada vez le resultaba más difícil, por que Michelangelo poseía una fuerza creativa -y física- descomunal.


¿Qué puedo decir yo? Todo lo que sé lo he aprendido aquí, en Roma, frecuentando selectos círculos en que se hablaba de arte, de cultura, de sociedad y de gobierno. Yo, una sencilla burguesita de ciudad de provincias, con pretensiones, eso sí, pues mi sensibilidad y belleza natural siempre determinó mi destino, pero que nunca soñara con una vida como la que he llevado y llevo en esta antigua capital del antiguo imperio militar ahora convertido en uno cultural.
Raffaello se fijó en mí en casa de los Bontempi, uno de los muchos Ducados afincados en Roma, donde yo acudía a las fiestas privadas como amante del anfitrión. Parece que el ya afamado, aunque joven, pintor tuvo un enamoramiento súbito, pues rogó al duque que me dejase ir con él, cosa que logró a cambio del compromiso por su parte de un retrato mío que lo consolara de la pérdida de tan querida amante. Raffaello accedió. Me fui con él...
Hasta hoy. De ello hace ya doce años. Me ha sido fiel como amante pese a que no son pocas las pretendientes que lo acosan, incluyendo a la remilgada y melancólica Bibietta, María Bibbiena, sobrina del poderoso cardenal Médici, con quien se prometió hace años y, pese a la insistencia de su ilustrísima por formalizar el matrimonio, a quien sigue dando largas...
Le gusta, dice -"le sorbe el seso"-, la suavidad de mi piel, mis formas suavemente redondeadas, mi suave rostro de grandes y netos ojos oscuros, mis medidas perfectas limitadas por suaves bordes y vértices... ¡Eres el colmo de la suavidad -rubrica! Raffaello asegura que abrazarse a mí es como abrazarse a una eterna elíptica que se hace y se rehace, dinámica, sinusoidal; valbucea que... a veces siente vértigo en mis abrazos pues se ve lanzado en un deslizarse por un tobogán infinito de curvas y modélicas proporciones; dice -Él lo dice, ¡De mí!-, que cuando se abandona en el espasmo con que culmina su galope sostenido sobre mi pelvis es como si entrara en otra dimensión, como si traspasara las tres que nos limitan y continuara galopando en brazos del éter hasta alcanzar sensaciones inauditas más allá de las estrellas; dice, también, que eso nunca lo ha sentido con otras, solo conmigo; Él lo dice, y yo le creo; no tengo más que, para saberlo, mirarlo a la cara ahora mismo en que reposa como muerto a mi costado tras amarme toda la noche sin descanso, tras hacerlo de todas las formas posibles, de sentir cómo se estremecía una y otra vez, sin perder la sonrisa beatífica, cuando no estallaba en carcajadas irrefrenables; he llegado a asustarme incluso, sintiendo su corazón completamente desbocado, ya contra la madrugada, cuando yo le rogaba que descansara y él, con esa dulce mirada de niño bien educado y travieso, comenzaba otra vez, aún más tierno, más delicado, más sublime...


Nadie ha reparado, ahora que hablo desde la seguridad de que mi amado ha dejado este mundo, en que la última obra que realizó, aquella en la que estaba trabajando, es... La Transfiguración; es decir, la migración de Jesucristo desde su vida terrenal directamente al cielo... Nadie ha atado cabos de por qué un hombre que lo tiene todo, hasta juventud, pues apenas contaba 37 años al expirar, puede morir de... no se sabe qué (aunque se barrunta, pues las miradas que ahora se clavan en mí no corresponden a las que antes se me dirigían -este listo de Vasari...). Nadie, nadie sabe nada; solo yo. Me creen una pueblerina, una putana de medio lujo que ha tenido suerte, una ignorante que se abría de piernas para obtener joyas y favores cortesanos... ¡Estúpidos! No saben nada. No saben quién soy, no saben qué represento, no pueden ni aventurar ni suponer lo que fui para Él. No solo un cuerpo deseable, que lo fui; no solo unas bonitas formas, que las tuve; no solo una mujer extremadamente cariñosa, que también lo fui; no solo una donadora de placer, que se lo di a raudales; no, no solo todo eso, mi protagonismo en la vida del mayor genio que ha visto la pintura fue el de una Ofrenda, el de un Sacrificio en el ara del amor, el de la mujer que impregna y engendra en el hombre para que éste conciba hijos del arte, que es tanto como decir hijos de la humanidad. Sí, soy accidentalmente, La Fornarina; naturalmente, Margherita Luti; pero esencialmente: La Mujer.



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viernes, 10 de junio de 2011

¿Dónde el Paraíso?



Debo

Debo un sueño, una ilusión,
una realidad abortada,
una apuesta diferida,
un envite a la vida,
postergada.
Debo todo, y no debo nada:
no debo todo lo que di,
y debo lo que de mí
se esperaba,
y no di.
Debo un gesto, una caricia,
una mirada,
un beso que de embeleso
se esbozaba;
debo mucho más que eso,...
Debo lo que en mí
veían
quienes en mí
creían
mientras yo me desahuciaba.
Debo tanto que no sé
si podría
con mil vidas
devolver
tanto como cobré
sin yo querer
cobra nada.
Como sentí me entregué,
y si lo que de mí se esperaba
no alcancé,
al debe de la esperanza
habéis de notar el haber,
no queramos saldar cuentas
de las propias, sin resolver,
cargando en espaldas ajenas
el saldo, en números rojos,
del querer.

-o-



Como si...

Como un cauce desecado,
como un volcán extinguido,
como una selva desierta,
como un colmado vacío,
como una gota de piedra,
como un céfiro encendido,
como un fragor silencioso,
como un mudo griterío,
como una triste sonrisa,
como un alegre gemido,
como un beso desgarrado,
como un amargo cariño,
como un cielo sin nubes,
como una estrella sin brillo,
como una llama ceniza,
como un océano río,
como si un sí pero no,
como si un no afirmativo,
como un acto sin potencia,
como un sentir sin sentido,...
Así siento mi alma cuando
me encumbro en mi propio abismo.

-o-



Del Pensar

Pienso, pienso, pienso,...
y enfoco mi pensar
en el sentimiento;
farol de Diógenes, lo alzo, lo interno,
escudriño en los rincones
de mis íntimos sentimientos:
trato de alumbrar uno,...
lo intento,...
mas tan pronto la luz acerco
se evapora en el éter
desapareciendo,...
Pero, está ahí, lo siento,...
Sigo pensando, tratando de alumbrar
un sentimiento, uno solo,
trazo puentes, salvo abismos
entre el pensar y el sentir,
me esfuerzo,
mas, a pesar de todo...
en vano lo intento.

-o-



Contra nosotros

Pensar contra el pensamiento;
sentir contra el sentimiento;
ser, solo ser, sin prejuicios
que falseen, fraudulentos
la vida que quiere vivir,
pese a nosotros,
a través nuestro.

-o-



Como el pensamiento

Como esta lluvia que moja
mi piel
sin mojar mi pensamiento;
como el agua en que me baño;
como el sol con que me caliento;
como el fuego
con que cocino mis alimentos;
como la tierra que me sustenta
y de la que procedo;
como el viento que sopla
y alborota
mis cabellos...
Como toda la materia que me envuelve...
así, yo, me siento:
agua, tierra, aire, fuego...
Y, al cabo, ¿qué quedará
de todo esto?...
Nada, nada quedará ya
cuando mi aliento se extinga,
salvo el pensamiento.

-o-



Acasos

Paseo mi inconsistencia
por arboledas de acasos,
altos como cipreses,
como sus sombras, opacos;
de vez en vez me detengo
y a uno de ellos me abrazo,
me invade entonces el vértigo
y del abrazo me aparto.
Camino sin rumbo fijo,
no sé lo que estoy buscando:
quizás columbre sentidos
o intuya significados,
quizás presienta alboradas
tras horizontes de ocasos;
quizás sospeche un yo mismo
esperando, agazapado,...
Quizás pariendo quizás
cada instante, mientras marcho;
a cada paso que doy
un quizás me sale al paso:
uno, y otro, y otro, y otro,...
son tantos quizás que, al cabo,
me detengo, abrumado, por el peso
de tanto quizás y acaso...
Miro al cielo y a mis pies,
me sacudo y me descargo
de tanto quizás,
me estiro como un gato, y...
paseo, solo paseo,
mientras siento -solo siento-
paso a paso.

-o-



Pese a todo

Pese a todo, siempre un pero
se alza, último bastión
al desencanto;
un pero que es un
frente al no
tan meridiano:
la vida queriendo vivir
el contradiós
de ser humano.
.



-o-o-

Puso Imágenes
Marc Chagall
(1887-1985)

Puso Música
Thomas Tallis
(1505-1585)
&
John Rutter
( 1945- )

-o-o-o-

domingo, 5 de junio de 2011

La Mujeres de Leonardo



"El ojo recibe de la belleza pintada el mismo placer que de la belleza real."
"Allí donde hay más sensibilidad es más fuerte el martirio."
"La belleza perece en la vida, pero es inmortal en el arte."
"La pintura es poesía muda; la poesía pintura ciega."
"Todo conocimiento comienza por los sentimientos."
Leonardo Da Vinci

Cuando al atardecer la luz del otoño extiende su manto anaranjado sobre las suaves colinas de la feraz Toscana difuminando las cepas multicolores preñadas con frutos en sazón que reclaman ya la vendimia, salteadas aquí y allá por erguidos cipreses de sombras alargadas, mis pensamientos vuelan hacia atrás, desandando el camino recorrido, hasta alcanzar la gótica capilla de San Hubert para, penetrando en ella, remansarse en uno de sus rincones donde otra luz, ésta polícroma, quizás en un homenaje inconsciente hacia quien amó los colores en grado sumo, se derrama, celeste paleta, tras atravesar las apuntadas vidrieras, sobre una lápida que sella la última morada de mi maestro: aquél a quien amé y de quien recibiera tanto a cambio de tan poco, aquél que fuera el hombre más sabio de su tiempo -quién sabe si el más sabio de todos los tiempos-, aquél que sería fuente de tantos cauces, compendio de humanista, polímata reconocido, genio indiscutible, cuyo talento abarcara todo arte y toda ciencia... Sí, estoy hablando de Leonardo, del gran Leonardo, el único Leonardo, pues no necesita los apellidos de quien fuera su padre, el canciller florentino Messer Piero Fruosino di Antonio da Vinci, para identificarlo. Él, concebido hijo socialmente ilegítimo del legítimo amor de un noble embajador de la rica Florencia y de una joven campesina, por nombre Caterina, cuya sangre, por tanto, ya era todo un presagio en su mixtura de azul y rojo, portando feliz miscelánea de ampulosos tintes cortesanos y sencillos tonos campestres, condensaría en sí mismo lo mejor de ambos ámbitos, como una alegoría de hombre completo, integrando en su mente y su corazón el culto saber inherente al fasto y el cultivado sentir inmanente a la modestia. Baste decir que murió en brazos de un rey dejando tras de sí una vasta y ecléctica obra imperecedera, el reconocimiento de todos cuantos le trataron y emularon: Papas, gobernantes, aristócratas, artistas, discípulos, gente llana,... pero también el dolor en el corazón de todos los que le amaron, incluido el mío.


Es mi nombre Francesco Melzi, mas para él fui siempre Cecho o Cechino. Me cupo la fortuna de entrar a trabajar en su casa, de aprendiz, a los quince años. Quizás supuse una especie de contrapunto a Salai, la niña de sus ojos, modelo ocasional de su Juan Bautista, travieso y diablillo en su mocedad, no menos díscolo y caprichoso en su madurez, quien ya contaba a su servicio dieciocho años a mi llegada, amado por Leonardo a veces con serenidad y a veces con pasión, porque Leonardo amaba con pasión, con pasión contenida, con pasión platónica, con pasión desbordante de espiritualidad creativa, pero pasión al fin y al cabo. Digo que fui contrapunto al que sería mi compañero pues es mi carácter apacible y equilibrado, producto de mi noble ascendencia lombarda -si bien venida a menos por los reveses y veleidades de la fortuna-; es decir, lo contrario a Gian Giacomo Caprotti da Oreno, más conocido por Salaino, ya por siempre Juan Bautista de airosa melena rizada enmarcando una ambigua sonrisa andrógina y dedo índice apuntando, acusador, al cielo. Mi excelente educación, mi inteligencia despierta, mi estratégico dominio de la lengua francesa adquirido de forma natural al lado de mi padre, capitán de la milicia milanesa al servicio del rey Luis XII de Francia -continuo pretendiente a la anexión de Lombardía-, hicieron que pronto me granjeara el cariño de aquel genial artista y extraordinario ser humano. Sería Francisco I (hijo y heredero de Luis XII, a la muerte de éste), postrer mecenas de mi Maestro, quien pusiera sobre valor la categoría de Leonardo como filósofo, colocándola incluso sobre su archireconocida condición de ingeniero, científico y artista.


La época de mi ingreso en el taller coincidió con la realización de la que está considerada su obra más conocida, y uno de los prototipos del arte pictórico: la Gioconda o Mona Lisa. Se podría decir que esta obra es, por sí misma, una especie de emblema de Leonardo, a pesar de ser una obra obra inacabada (aún recuerdo cómo la retocaba una y otra vez, cómo se pasaba minutos delante de ella como si la escuchara, como si esperara recibir información de aquellos ojos inmarcesibles: sus sentimientos, sus deseos, su intención,... y entonces, cogía el pincel, daba dos o tres pinceladas, o aplicaba un esfumato a una zona demasiado contrastada, y se iba con un gesto de satisfacción; a veces solo miraba, escuchaba, y se iba... para volver apresurado al rato y trabajar en ella durante unos minutos; otras veces volvía para deshacer, lo hecho, con sutiles veladuras; en ocasiones, tras sumergirse en aquella obra interminable, se marchaba con una sombra de duda en su rostro -¡él, tan seguro siempre en todo!).

Pero no es de la vida y obra de Leonardo en general el motivo de mi presencia en este espacio. He sido convocado e invocado por el autor del blog para aportar luz en una cuestión controvertida de la personalidad de mi Maestro: su relación con las mujeres, algo que ha hecho correr ríos de tinta, y no siempre en la dirección correcta.
Sabido es que Leonardo no tuvo esposa, no se casó, ni tuvo hijos que se sepa (yo lo afirmo); no podía tenerlos pues su potencia engendradora estaba por entero enfocada a la creación inmortal. También se sabe -y esta vez con acierto- que era adicto a la dieta vegetariana; le horripilaba derramar sangre para alimentarse cuando él pensaba, y creía, que la sutilidad del espíritu humano no lo necesitaba. Fue vegetariano por necesidad... de su más íntima creencia. ¿Me será lícito decirlo? ¿Traicionaré su legado, su silencio, su deseo? De todas formas no siendo yo como él, no perteneciendo a su estirpe ni a su linaje, no estoy obligado a respetar un código que me resulta ajeno. Al fin y al cabo, no soy más que un hombre como tantos; y no me siento desleal al decir que... Leonardo... no era de este mundo. Sí, es cierto que tuvo padres humanos: un aristócrata y una joven del pueblo llano; pero no es menos cierto que había en él ciertos rasgos, ciertos actitudes y peculiaridades de comportamiento que lo colocaban en otro plano, en otra dimensión de la realidad.

En el caso en que se requiere mi parecer en base a la relación privilegiada que con él mantuve: su relación con el sexo femenino, he de decir que si bien Leonardo fue un hombre indiscutiblemente apuesto, la mujer ejercía sobre él una influencia casi mística, en la que el erotismo era sublimado y transferido a categoría de entelequia: la figura de la Virgen católica, con su atributo de pureza inmaculada, se podría decir, que estaba forjada en su atanor. ¿Alguien se ha tomado la molestia de computar las veces que Leonardo utiliza la imagen femenina en sus obras? De las trece o veinte que se le atribuyen -según autores (sobre esto yo tendría mucho que decir, pero no es el momento ni el lugar indicado), salvo el Juan Bautista y el Baco (que de todos modos, dado su carácter andrógino, se pueden asimilar si por alusión formal al eterno femenino), y la Última Cena, de Santa María delle Grazie -en donde un predilecto discípulo Juan goza de esa misma androgínia-, todos los restantes cuadros tiene como motivo único, principal o protagonista, a la mujer. Pero no una mujer al uso, no una mujer carnal, material, seductora o sugerente; nada en las representaciones femeninas en la obra de Leonardo incita a la concupiscencia, roza lo erótico explícitamente, muestra atributos que busquen un estímulo salaz en el espectador; nada de eso. La mujer en Leonardo -tal y como yo lo recuerdo-, lo que él buscaba representar de ella, lo que él quería captar y transmitir, como si supiese con certidumbre detrás de lo que andaba, como si tuviese información privilegiada de esa realidad que algunos tildan de única, verdadera y subyacente a toda apariencia, era esa capacidad fecunda, dadora de vida, justificadora de la existencia, estimulante de la vida: la potencia que habita en la idea primigenia de Dios (algo semejante me ha parecido leer en algún post anterior de este espacio, y he de decir que no anda descaminado su autor).


Si alguna vez Leonardo dijo que el amor más puro era el que se daba entre hombres, puede ser -yo no lo oí así- que se refiriera a una pureza en el destino del varón llamado a elevadas empresas, enfocada su capacidad genésica en la obra imperecedera, y no en la sujección a una función reproductora que implicaría la servidumbre al buen fin de la prole, desviando así el objetivo, dividiendo la fuerza, desvirtuando el potencial creativo, diluyendo la virtud. La mujer, así, cumpliría su esencial papel protagonista, avatar inevitable, de ese ser de capacidades excepcionales al que impulsaría con su inconmensurable poder. Recíprocamente, escuché a mi maestro notar, cómo es esta fecundación espiritual del hombre por la mujer donde ella encuentra su plenitud y justificación (algo que sé que sería cuestionable hoy día por el plano de igualdad existentes entre sexos; no obstante, cuestionamiento, que el mismo Leonardo cuestionaría...).
Si se repara en una de las citas que encabezan este post, Leonardo adjudicaba a la sensibilidad una relación proporcional con el martirio, es decir: a mayor sensibilidad, mayor exposición al sufrimiento; pero, vuelto en transitivo, como una de esas imágenes especulares que tanto gustaba y utilizó, una sensibilidad mayor supone también una mayor capacidad de disfrute. Él, que era un ser extraordinariamente sensible, dotado de una sensualidad exacerbada, pero tan imbuida de espiritualidad que casi hacía olvidar la satisfacción del cuerpo para enfocarse exclusivamente en la satisfacción del alma, en el regocijo del espíritu intangible, fue capaz de plasmar esa intangibilidad en sus pinturas, en sus milagrosos rasgos, en su técnica prodigiosa que iba más allá de un simple dominio de materiales o dimensiones espaciales, más allá de medidas y fórmulas -con ser él un extraordinario matemático-, más allá de todo lo comprensible, no solo en su época, sino en épocas posteriores, como bien se demuestra por la cantidad de estudios realizados sobre sus obras sin llegar nunca a conclusiones definitivas... Es como si Leonardo, en esos rostros, sobre todo en esos rostros de mujer, quisiera transmitir aquella idea original que latía en Dios, y que como tal es inefable, inasible e inabarcable.

Después se podrá hablar de técnicas pictóricas, de estilo, de innovación, de hallazgos sublimes, de milagrosas composiciones, de ambientes inverosímiles, de atmósferas intensas y reveladoras, de sfumatos donde habría que decir prodigioso realismo, de perspectivas ubícuas, de proporciones, de distribuciones magistrales que no son más que definiciones admirablemente ajustadas a lo que es... ¿Hay algo más real que un escorzo, que una espiral, que un dinamismo en la acción de un organismo vivo? ¿Y si esto se consigue reduciendo las tres dimensiones en que ello es posible a dos, cómo lo llamaremos? ¿Acaso no diremos que remeda la obra de un dios? Si los que esto leyeren hubieran tenido la oportunidad de ver, como yo he tenido el privilegio de hacer, a Leonardo en acción quizás no necesitara de todas estas palabras para demostrar su naturaleza divina... o ultramundana. ¿Por qué se supone que adjudicaba, en un aforismo, la nobleza a la concepción de una idea y el servilismo a su ejecución? ¿O aquél otro que decía que los hombres geniales comienzan las grandes obras y los hombres trabajadores las terminan? ¿Estaba justificándose a sí mismo, su tendencia a la pereza, su proverbial inconstancia? ¿O simplemente expresaba una realidad vivida en carne y espíritu propios? ¿Cómo ha de definirse la realidad, quizás por lo que de ella capta la mayoría, esa que está sometida a la necesidad de la satisfacción de los instintos o, peor aún, al placer efímero que busca el ordinario bienestar material?
Leonardo decía, aunque ningún aforismo lo recoja, que "la realidad es la suma de las realidades experimentadas por todos los seres pasados, presentes y futuros, más las realidades que todos ellos han dejado, dejan o dejarán de experimentar", dando a entender con ello que el ser humano no detenta la exclusividad a cerca de qué sea la Realidad; solo puede barruntarla desde su singular perspectiva, y aún más, cada ser humano la experimenta de distinta manera, y todas son reales, o... ninguna lo es plenamente.
De ahí su afán por intentar plasmar en sus cuadros la representación ideal de la mujer, no de una sino de todas desde la forja particular de cada una de ellas. Así, esa mirada, esa sonrisa, esa ausencia de pilosidad -nada de pestañas, nada de cejas, el cabello marco-, esa expresión en las manos dotándolas de la misma espiritualidad que denotan las caras: materia sublimada, carnalidad espiritualizada, divinización de lo mortal, eternidad instantánea,... Gestos, rasgos, formas y volúmenes, en matices de color traspasando los límites de las dimensiones que les son propios para habitar otras dimensiones suprasensibles: las dimensiones de lo ideático, y aquí es platón quien habla por su boca, quien se expresa en sus pinceles, quien actúa rodeándose de efebos para estimular su erotismo material y utilizar su excitación creativa en obras imperecederas.


Expongo cuatro ejemplos para corroborar lo dicho, cuatro retratos de cuatro mujeres de carne y hueso, en quienes, junto a la fisonomía específica que las identifica como seres singulares, Leonardo, mi maestro, expresó ese eterno femenino tras el cual anduvo toda su vida. Nunca antes nadie pintó, ni nadie lo haría después, los sentimientos que alberga el alma de una mujer con tanta sutileza, con tanto misterio, con un tono tan enigmático:


Retrato de Ginebra de Benci, aristócrata florentina famosa en su tiempo por su gran inteligencia (1476). Es, posiblemente, el retrato más plano, de menos profundidad en los rasgos del rostro, pero de una luminosidad extraña: la piel hecha nieve cálida. Contraste que se agudiza por el verde oscuro del enebro y en donde un fondo idílico aporta un clima paradisíaco. La mirada tranquila, destila inteligencia; los rizos luminosos del cabello nimban la expresión sublimando su carácter que se muestra de esta forma en su dimensión etérea.

Archivo:Ginevra de' Benci.jpg

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La Dama del Armiño, Cecilia Gallerani, amante del duque y gobernador de Milan, Ludovico Sforza (1485), era una mujer joven -aquí representada con diecisiete años- y culta, que interpretaba música y escribía poesía. Con su ligera sonrisa, su mirada limpia y franca, la expresividad de sus delicadas manos (¿manos de artista?), Leonardo sublima su condición de amante para elevarla a la condición de musa, sino de olímpica ninfa; siempre el misterio en la expresión, que en este caso es acentuada por la mirada animal del armiño (¿hurón?).


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La Belle Ferronière, amante de Francisco I, según unos, Isabel d'Este o su hermana Beatriz, o Isabel Gonzaga según otros; incluso hay quien dice que puede ser una amante del Moro (Ludovico Sforza), o la misma Gallerani unos años después de su retrato como Dama del Armiño (1490-95). En todo caso, es el retrato más desasosegante, pues el gesto, deliberadamente equívoco, es también el más carnal y seductor; esa mirada con el rostro reverberado por el rojo del vestido es quizás la más sensual de todas las que pintara Leonardo.


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Y por fin, La Gioconda o Mona Lisa, Lisa Gherardini, mujer del mercader de telas Francesco Bartolomeo del Giocondo (1503-06 y 1510 hasta su muerte). ¿Que se puede decir de esta tela que no esté ya dicho mil veces? ¿Qué esconde no solo su sonrisa, sino su ambiguo semblante? ¿Esa culminante definición de delicadeza en las manos, manos que detentan en sí mismas el símbolo de humanidad, no son manos de una deidad? ¿Por qué Leonardo nunca la vio terminada? La respuesta posiblemente se halle en esa tremenda sensibilidad que continuamente le demandaba precisión en la transmisión de lo que ella captaba como realidad: una realidad dinámica, infinita en su devenir. La mujer singular convertida en paradigma no solo de mujer sino de entidad viva, de imagen de Dios. ¿Es aventurado decir que en este cuadro está plasmado el alma del maestro?


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Como apéndice, una María Magdalena, una obra que recientemente se está adjudicando a Leonardo, pero que yo, Cecho, Francesco Melzi, asistente y amado por el maestro, aseguro que no salió de sus manos. Antes bien más creo que pueda ser del Giampetrino, tan aficionado él a las Magdalenas, Lucrecias y demás mujeres que permiten una libertad mayor a la hora de exponer la belleza del cuerpo y no tanto la del espíritu. Dejo a la libre consideración del observador la conclusión que estime más oportuna sobre su autoría.


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