domingo, 5 de junio de 2011

La Mujeres de Leonardo



"El ojo recibe de la belleza pintada el mismo placer que de la belleza real."
"Allí donde hay más sensibilidad es más fuerte el martirio."
"La belleza perece en la vida, pero es inmortal en el arte."
"La pintura es poesía muda; la poesía pintura ciega."
"Todo conocimiento comienza por los sentimientos."
Leonardo Da Vinci

Cuando al atardecer la luz del otoño extiende su manto anaranjado sobre las suaves colinas de la feraz Toscana difuminando las cepas multicolores preñadas con frutos en sazón que reclaman ya la vendimia, salteadas aquí y allá por erguidos cipreses de sombras alargadas, mis pensamientos vuelan hacia atrás, desandando el camino recorrido, hasta alcanzar la gótica capilla de San Hubert para, penetrando en ella, remansarse en uno de sus rincones donde otra luz, ésta polícroma, quizás en un homenaje inconsciente hacia quien amó los colores en grado sumo, se derrama, celeste paleta, tras atravesar las apuntadas vidrieras, sobre una lápida que sella la última morada de mi maestro: aquél a quien amé y de quien recibiera tanto a cambio de tan poco, aquél que fuera el hombre más sabio de su tiempo -quién sabe si el más sabio de todos los tiempos-, aquél que sería fuente de tantos cauces, compendio de humanista, polímata reconocido, genio indiscutible, cuyo talento abarcara todo arte y toda ciencia... Sí, estoy hablando de Leonardo, del gran Leonardo, el único Leonardo, pues no necesita los apellidos de quien fuera su padre, el canciller florentino Messer Piero Fruosino di Antonio da Vinci, para identificarlo. Él, concebido hijo socialmente ilegítimo del legítimo amor de un noble embajador de la rica Florencia y de una joven campesina, por nombre Caterina, cuya sangre, por tanto, ya era todo un presagio en su mixtura de azul y rojo, portando feliz miscelánea de ampulosos tintes cortesanos y sencillos tonos campestres, condensaría en sí mismo lo mejor de ambos ámbitos, como una alegoría de hombre completo, integrando en su mente y su corazón el culto saber inherente al fasto y el cultivado sentir inmanente a la modestia. Baste decir que murió en brazos de un rey dejando tras de sí una vasta y ecléctica obra imperecedera, el reconocimiento de todos cuantos le trataron y emularon: Papas, gobernantes, aristócratas, artistas, discípulos, gente llana,... pero también el dolor en el corazón de todos los que le amaron, incluido el mío.


Es mi nombre Francesco Melzi, mas para él fui siempre Cecho o Cechino. Me cupo la fortuna de entrar a trabajar en su casa, de aprendiz, a los quince años. Quizás supuse una especie de contrapunto a Salai, la niña de sus ojos, modelo ocasional de su Juan Bautista, travieso y diablillo en su mocedad, no menos díscolo y caprichoso en su madurez, quien ya contaba a su servicio dieciocho años a mi llegada, amado por Leonardo a veces con serenidad y a veces con pasión, porque Leonardo amaba con pasión, con pasión contenida, con pasión platónica, con pasión desbordante de espiritualidad creativa, pero pasión al fin y al cabo. Digo que fui contrapunto al que sería mi compañero pues es mi carácter apacible y equilibrado, producto de mi noble ascendencia lombarda -si bien venida a menos por los reveses y veleidades de la fortuna-; es decir, lo contrario a Gian Giacomo Caprotti da Oreno, más conocido por Salaino, ya por siempre Juan Bautista de airosa melena rizada enmarcando una ambigua sonrisa andrógina y dedo índice apuntando, acusador, al cielo. Mi excelente educación, mi inteligencia despierta, mi estratégico dominio de la lengua francesa adquirido de forma natural al lado de mi padre, capitán de la milicia milanesa al servicio del rey Luis XII de Francia -continuo pretendiente a la anexión de Lombardía-, hicieron que pronto me granjeara el cariño de aquel genial artista y extraordinario ser humano. Sería Francisco I (hijo y heredero de Luis XII, a la muerte de éste), postrer mecenas de mi Maestro, quien pusiera sobre valor la categoría de Leonardo como filósofo, colocándola incluso sobre su archireconocida condición de ingeniero, científico y artista.


La época de mi ingreso en el taller coincidió con la realización de la que está considerada su obra más conocida, y uno de los prototipos del arte pictórico: la Gioconda o Mona Lisa. Se podría decir que esta obra es, por sí misma, una especie de emblema de Leonardo, a pesar de ser una obra obra inacabada (aún recuerdo cómo la retocaba una y otra vez, cómo se pasaba minutos delante de ella como si la escuchara, como si esperara recibir información de aquellos ojos inmarcesibles: sus sentimientos, sus deseos, su intención,... y entonces, cogía el pincel, daba dos o tres pinceladas, o aplicaba un esfumato a una zona demasiado contrastada, y se iba con un gesto de satisfacción; a veces solo miraba, escuchaba, y se iba... para volver apresurado al rato y trabajar en ella durante unos minutos; otras veces volvía para deshacer, lo hecho, con sutiles veladuras; en ocasiones, tras sumergirse en aquella obra interminable, se marchaba con una sombra de duda en su rostro -¡él, tan seguro siempre en todo!).

Pero no es de la vida y obra de Leonardo en general el motivo de mi presencia en este espacio. He sido convocado e invocado por el autor del blog para aportar luz en una cuestión controvertida de la personalidad de mi Maestro: su relación con las mujeres, algo que ha hecho correr ríos de tinta, y no siempre en la dirección correcta.
Sabido es que Leonardo no tuvo esposa, no se casó, ni tuvo hijos que se sepa (yo lo afirmo); no podía tenerlos pues su potencia engendradora estaba por entero enfocada a la creación inmortal. También se sabe -y esta vez con acierto- que era adicto a la dieta vegetariana; le horripilaba derramar sangre para alimentarse cuando él pensaba, y creía, que la sutilidad del espíritu humano no lo necesitaba. Fue vegetariano por necesidad... de su más íntima creencia. ¿Me será lícito decirlo? ¿Traicionaré su legado, su silencio, su deseo? De todas formas no siendo yo como él, no perteneciendo a su estirpe ni a su linaje, no estoy obligado a respetar un código que me resulta ajeno. Al fin y al cabo, no soy más que un hombre como tantos; y no me siento desleal al decir que... Leonardo... no era de este mundo. Sí, es cierto que tuvo padres humanos: un aristócrata y una joven del pueblo llano; pero no es menos cierto que había en él ciertos rasgos, ciertos actitudes y peculiaridades de comportamiento que lo colocaban en otro plano, en otra dimensión de la realidad.

En el caso en que se requiere mi parecer en base a la relación privilegiada que con él mantuve: su relación con el sexo femenino, he de decir que si bien Leonardo fue un hombre indiscutiblemente apuesto, la mujer ejercía sobre él una influencia casi mística, en la que el erotismo era sublimado y transferido a categoría de entelequia: la figura de la Virgen católica, con su atributo de pureza inmaculada, se podría decir, que estaba forjada en su atanor. ¿Alguien se ha tomado la molestia de computar las veces que Leonardo utiliza la imagen femenina en sus obras? De las trece o veinte que se le atribuyen -según autores (sobre esto yo tendría mucho que decir, pero no es el momento ni el lugar indicado), salvo el Juan Bautista y el Baco (que de todos modos, dado su carácter andrógino, se pueden asimilar si por alusión formal al eterno femenino), y la Última Cena, de Santa María delle Grazie -en donde un predilecto discípulo Juan goza de esa misma androgínia-, todos los restantes cuadros tiene como motivo único, principal o protagonista, a la mujer. Pero no una mujer al uso, no una mujer carnal, material, seductora o sugerente; nada en las representaciones femeninas en la obra de Leonardo incita a la concupiscencia, roza lo erótico explícitamente, muestra atributos que busquen un estímulo salaz en el espectador; nada de eso. La mujer en Leonardo -tal y como yo lo recuerdo-, lo que él buscaba representar de ella, lo que él quería captar y transmitir, como si supiese con certidumbre detrás de lo que andaba, como si tuviese información privilegiada de esa realidad que algunos tildan de única, verdadera y subyacente a toda apariencia, era esa capacidad fecunda, dadora de vida, justificadora de la existencia, estimulante de la vida: la potencia que habita en la idea primigenia de Dios (algo semejante me ha parecido leer en algún post anterior de este espacio, y he de decir que no anda descaminado su autor).


Si alguna vez Leonardo dijo que el amor más puro era el que se daba entre hombres, puede ser -yo no lo oí así- que se refiriera a una pureza en el destino del varón llamado a elevadas empresas, enfocada su capacidad genésica en la obra imperecedera, y no en la sujección a una función reproductora que implicaría la servidumbre al buen fin de la prole, desviando así el objetivo, dividiendo la fuerza, desvirtuando el potencial creativo, diluyendo la virtud. La mujer, así, cumpliría su esencial papel protagonista, avatar inevitable, de ese ser de capacidades excepcionales al que impulsaría con su inconmensurable poder. Recíprocamente, escuché a mi maestro notar, cómo es esta fecundación espiritual del hombre por la mujer donde ella encuentra su plenitud y justificación (algo que sé que sería cuestionable hoy día por el plano de igualdad existentes entre sexos; no obstante, cuestionamiento, que el mismo Leonardo cuestionaría...).
Si se repara en una de las citas que encabezan este post, Leonardo adjudicaba a la sensibilidad una relación proporcional con el martirio, es decir: a mayor sensibilidad, mayor exposición al sufrimiento; pero, vuelto en transitivo, como una de esas imágenes especulares que tanto gustaba y utilizó, una sensibilidad mayor supone también una mayor capacidad de disfrute. Él, que era un ser extraordinariamente sensible, dotado de una sensualidad exacerbada, pero tan imbuida de espiritualidad que casi hacía olvidar la satisfacción del cuerpo para enfocarse exclusivamente en la satisfacción del alma, en el regocijo del espíritu intangible, fue capaz de plasmar esa intangibilidad en sus pinturas, en sus milagrosos rasgos, en su técnica prodigiosa que iba más allá de un simple dominio de materiales o dimensiones espaciales, más allá de medidas y fórmulas -con ser él un extraordinario matemático-, más allá de todo lo comprensible, no solo en su época, sino en épocas posteriores, como bien se demuestra por la cantidad de estudios realizados sobre sus obras sin llegar nunca a conclusiones definitivas... Es como si Leonardo, en esos rostros, sobre todo en esos rostros de mujer, quisiera transmitir aquella idea original que latía en Dios, y que como tal es inefable, inasible e inabarcable.

Después se podrá hablar de técnicas pictóricas, de estilo, de innovación, de hallazgos sublimes, de milagrosas composiciones, de ambientes inverosímiles, de atmósferas intensas y reveladoras, de sfumatos donde habría que decir prodigioso realismo, de perspectivas ubícuas, de proporciones, de distribuciones magistrales que no son más que definiciones admirablemente ajustadas a lo que es... ¿Hay algo más real que un escorzo, que una espiral, que un dinamismo en la acción de un organismo vivo? ¿Y si esto se consigue reduciendo las tres dimensiones en que ello es posible a dos, cómo lo llamaremos? ¿Acaso no diremos que remeda la obra de un dios? Si los que esto leyeren hubieran tenido la oportunidad de ver, como yo he tenido el privilegio de hacer, a Leonardo en acción quizás no necesitara de todas estas palabras para demostrar su naturaleza divina... o ultramundana. ¿Por qué se supone que adjudicaba, en un aforismo, la nobleza a la concepción de una idea y el servilismo a su ejecución? ¿O aquél otro que decía que los hombres geniales comienzan las grandes obras y los hombres trabajadores las terminan? ¿Estaba justificándose a sí mismo, su tendencia a la pereza, su proverbial inconstancia? ¿O simplemente expresaba una realidad vivida en carne y espíritu propios? ¿Cómo ha de definirse la realidad, quizás por lo que de ella capta la mayoría, esa que está sometida a la necesidad de la satisfacción de los instintos o, peor aún, al placer efímero que busca el ordinario bienestar material?
Leonardo decía, aunque ningún aforismo lo recoja, que "la realidad es la suma de las realidades experimentadas por todos los seres pasados, presentes y futuros, más las realidades que todos ellos han dejado, dejan o dejarán de experimentar", dando a entender con ello que el ser humano no detenta la exclusividad a cerca de qué sea la Realidad; solo puede barruntarla desde su singular perspectiva, y aún más, cada ser humano la experimenta de distinta manera, y todas son reales, o... ninguna lo es plenamente.
De ahí su afán por intentar plasmar en sus cuadros la representación ideal de la mujer, no de una sino de todas desde la forja particular de cada una de ellas. Así, esa mirada, esa sonrisa, esa ausencia de pilosidad -nada de pestañas, nada de cejas, el cabello marco-, esa expresión en las manos dotándolas de la misma espiritualidad que denotan las caras: materia sublimada, carnalidad espiritualizada, divinización de lo mortal, eternidad instantánea,... Gestos, rasgos, formas y volúmenes, en matices de color traspasando los límites de las dimensiones que les son propios para habitar otras dimensiones suprasensibles: las dimensiones de lo ideático, y aquí es platón quien habla por su boca, quien se expresa en sus pinceles, quien actúa rodeándose de efebos para estimular su erotismo material y utilizar su excitación creativa en obras imperecederas.


Expongo cuatro ejemplos para corroborar lo dicho, cuatro retratos de cuatro mujeres de carne y hueso, en quienes, junto a la fisonomía específica que las identifica como seres singulares, Leonardo, mi maestro, expresó ese eterno femenino tras el cual anduvo toda su vida. Nunca antes nadie pintó, ni nadie lo haría después, los sentimientos que alberga el alma de una mujer con tanta sutileza, con tanto misterio, con un tono tan enigmático:


Retrato de Ginebra de Benci, aristócrata florentina famosa en su tiempo por su gran inteligencia (1476). Es, posiblemente, el retrato más plano, de menos profundidad en los rasgos del rostro, pero de una luminosidad extraña: la piel hecha nieve cálida. Contraste que se agudiza por el verde oscuro del enebro y en donde un fondo idílico aporta un clima paradisíaco. La mirada tranquila, destila inteligencia; los rizos luminosos del cabello nimban la expresión sublimando su carácter que se muestra de esta forma en su dimensión etérea.

Archivo:Ginevra de' Benci.jpg

-o-

La Dama del Armiño, Cecilia Gallerani, amante del duque y gobernador de Milan, Ludovico Sforza (1485), era una mujer joven -aquí representada con diecisiete años- y culta, que interpretaba música y escribía poesía. Con su ligera sonrisa, su mirada limpia y franca, la expresividad de sus delicadas manos (¿manos de artista?), Leonardo sublima su condición de amante para elevarla a la condición de musa, sino de olímpica ninfa; siempre el misterio en la expresión, que en este caso es acentuada por la mirada animal del armiño (¿hurón?).


-o-

La Belle Ferronière, amante de Francisco I, según unos, Isabel d'Este o su hermana Beatriz, o Isabel Gonzaga según otros; incluso hay quien dice que puede ser una amante del Moro (Ludovico Sforza), o la misma Gallerani unos años después de su retrato como Dama del Armiño (1490-95). En todo caso, es el retrato más desasosegante, pues el gesto, deliberadamente equívoco, es también el más carnal y seductor; esa mirada con el rostro reverberado por el rojo del vestido es quizás la más sensual de todas las que pintara Leonardo.


-o-

Y por fin, La Gioconda o Mona Lisa, Lisa Gherardini, mujer del mercader de telas Francesco Bartolomeo del Giocondo (1503-06 y 1510 hasta su muerte). ¿Que se puede decir de esta tela que no esté ya dicho mil veces? ¿Qué esconde no solo su sonrisa, sino su ambiguo semblante? ¿Esa culminante definición de delicadeza en las manos, manos que detentan en sí mismas el símbolo de humanidad, no son manos de una deidad? ¿Por qué Leonardo nunca la vio terminada? La respuesta posiblemente se halle en esa tremenda sensibilidad que continuamente le demandaba precisión en la transmisión de lo que ella captaba como realidad: una realidad dinámica, infinita en su devenir. La mujer singular convertida en paradigma no solo de mujer sino de entidad viva, de imagen de Dios. ¿Es aventurado decir que en este cuadro está plasmado el alma del maestro?


-o-

Como apéndice, una María Magdalena, una obra que recientemente se está adjudicando a Leonardo, pero que yo, Cecho, Francesco Melzi, asistente y amado por el maestro, aseguro que no salió de sus manos. Antes bien más creo que pueda ser del Giampetrino, tan aficionado él a las Magdalenas, Lucrecias y demás mujeres que permiten una libertad mayor a la hora de exponer la belleza del cuerpo y no tanto la del espíritu. Dejo a la libre consideración del observador la conclusión que estime más oportuna sobre su autoría.


-o-


-o-o-o-