No digas que algo es imposible solo
porque no te atrevas a imaginarlo.
Al imaginar dotamos de posibilidad,
de manifiesta realidad, a la fantasía;
para ello solo es preciso creerlo:
el conjuro necesario es la fe.
Nôus, Logos, Tiféret. Héctor Amado
Como si ya fuera un acto litúrgico -pues siempre que él llega se desarrolla el mismo oficio-, al silencio imperante en la sala le siguen, apenas perceptibles, los primeros compases de la Trauermarch -momento culminante de la cuarta y última parte de la Tetralogía del Anillo del Nibelungo-, convertida así en la banda sonora que acompaña la entrada de Fafnir en el Dragon Jazz, quien, con su porte imponente, su gesto grave y su marchar deliberadamente cadencioso, secunda todo el dramático sentido que en la partitura ya vertiera su creador, Richard Wagner, mientras todos los que allí estamos, con respeto y porque la situación lo requiere, seguimos la escena con una atención que raya la delectación; incluso no es raro ver cómo a muchos, aun pareciendo imposible, se les erizan las coriáceas escamas dorsales y se les dilatan las narinas dejando escapar ligeras volutas de un humo blanquecino.
Así, acompañados por la música solemne de la marcha fúnebre a la Muerte de Sigfrido, los no menos solemnes pasos acompasados llevan a este legendario dragón hasta la mesa redonda en la que Wyverns y Lindworms le reciben con sus cabezas inclinadas de forma reverencial. Su lugar habitual, permanentemente reservado y respetado como si de un sitial se tratase, le espera.
Hoy se nos presenta con su apariencia más tradicional: la de esbelto dragón alado de un blanco ebúrneo (aunque según su humor puede, conservando el mismo aspecto, aparecer negro como el ébano). Además de esta tradicional forma, y dado que entre sus facultades está la de mutar, adquiere la de una monstruosa serpiente de color verduzco como un bosque tenebroso, o la de una especie de híbrido capaz de mimetizarse con el entorno como un camaleón, en que el cuerpo, fusiforme y desprovisto de alas, semeja el de un saurio con cortas y fuertes patas y cola larga con capacidad prensil. Lo único que permanece invariable a través de sus mutaciones es la cabeza: una poderosa armadura ósea, de cráneo más o menos alargado, que hacia adelante se continúa con un macizo hocico reptiliano. El cráneo se muestra coronado por una especie de crestón erizado de agudos apéndices que puede plegar a voluntad. Pero lo que más llama la atención es su faz, donde destacan: los arcos superciliares y los pómulos notablemente marcados; los ojos saltones, con conjuntiva reticulada en rojo, pupilas verticalmente oblicuas e iris de un color mar profundo; la enorme boca, dotada de la potente y terrorífica dentadura acostumbrada en todos los dragones, por la que expele un fuego más intenso que el de una forja; y unos prominentes orificios nasales que se abren en la parte superior del hocico formando un ángulo de 45º respecto a la boca, lo que facilita el husmeo a voleo pero le impide oler lo que se encuentra por debajo de él, algo que acabaría siendo fatal en su legendaria existencia.
Todos estos rasgos, no obstante, no son suficientes para describir cabalmente la impresión que transmiten esa imponente cabeza y esa pavorosa faz: una impresión de perplejidad, pues, a pesar de ser notorio su carácter sáurico, algo deja traslucir -no sabría decir si en la mirada, los ademanes, o todo a la vez- que desmiente su apariencia. Uno lo mira y comienza a sentir una sensación inquietante, una especie de desasosiego misterioso, una cierta desazón difusa, incómoda, como si alguien más estuviera mirando desde esos ojos de oceánica profundidad: como si se tratase de uno de esos actores de tragedia griega representando su papel bajo un muy verosímil disfraz de dragón. Entre la clientela del Dragon Jazz no soy el único en advertir que en su aterrador semblante hay algo de... antropomorfo (lo que contribuye aún más a generar ese aura de excepcionalidad que, de forma harto disparatada, lo nimba como una aureola de santo). A fuer de que se me considere exagerado, pero con el loable objetivo de que un humano pueda sentir esta perplejidad de la que hablo ante la presencia de Fafnir, es decir, de comprenderme, diré que es como si en una comunidad humana hubiera un individuo en todo semejante al resto pero que, como un dios encarnado, evidenciara una naturaleza numinosa, una invisible emanación sobrenatural.
Hay, además, otro rasgo decididamente desconcertante y distintivo en su fisionomía, patente cuando, como ahora, se lleva un vaso a las fauces: sus garras de cinco huesudos y palmípedos dedos, sí, sí, dedos, ¡y cinco!, cuando lo habitual en todos los dragones son tres o a lo sumo cuatro; unos dedos que dan la sensación, a pesar de la mebrana que los une, de ser demasiado hábiles para un dragón...
Parco en palabras y actitud notoriamente distante, en su discurso abundan los monosílabos y las muecas cargadas de ironía, cuando no de disgusto; no obstante, en la tabla redonda siempre se busca su reacción a las cuestiones planteadas en las interminables discusiones, sus leves gestos hieráticos (sus taxativos "¡hum!" o "¡ahá!", o sus expresivos "¡Vaya!"), acaban por encauzar la opinión predominante en lo que será casi un dogma de fe.
A uno le gustaría poder penetrar en su mente para saber lo que piensa, lo que imagina, cómo siente, para descubrir quién es en realidad...
...TE leo el pensamiento amigo mío, tú, el ignoto narrador. ¡Qué bien te escondes detrás de tus palabras! Te ocultas mejor que yo, que ya es mucho decir . Nadie, ni tú, mi querida voz en off, sabe quién soy en realidad, quién se esconde detrás de esta horripilante apariencia, quién es el que está preso dentro de este espantoso avatar que tanto respeto os da.
Sí, soy el decano, soy más antiguo que el mundo. De hecho ya existía en la mente de Dios antes de que ni siquiera pensara en la Creación. Existo desde antes de existir la existencia. Pero, seamos realistas, expresemos lo inexpresable. Mi actual forma draconiana fue una de las primeras sugeridas a la mente del Hombre.
Mi linaje humano se remonta a los Eddas en prosa de Snorri y la saga de los Völsunga nórdicos, por un lado; y a la Saga de los Nibelungos germánicos, por otro. En aquellos se habla de Jormungandr, tercer hijo del dios Loki "El Astuto" -artero en ardides y engaños. Jormungandr tenía la forma de una inmensa serpiente que Odín arrojaría al océano que circunda Midgard, la tierra media que habitan los humanos, en el que rondará hasta el día de Ragnarök, día en que los gigantes se rebelarán contra los dioses, derrotándolos, y sobrevenga el fin del mundo. Thor intentaría una y otra vez acabar con ella en vano, hasta que a la llegada del Ragnarök, cuando Jormungandr abandone las profundidades del océano para combatir a los dioses envenenando los cielos, tras encarnizada y singular liza, la dará muerte, no sin ser él mismo también víctima de su veneno. Pues bien, Jormungandr, junto con Níôhöggr (El Golpeador de la Noche, el eterno roedor de la tercera raíz deYggdrasil -Árbol de la Vida-, el primer Dragón conocido como tal), son el origen de mi ascendencia; con ellos comparto espíritu y de ellos emano al confluir con la Saga de los Nibelungos y aparecer, ya con mi nombre,Fafnir, en el Nibelungenlied -El Cantar de los Nibelungos.
Es el Cantar de los Nibelungos mi biografía y mi testamento. Allí se narra la gesta del burgundio Sigfrido (Sigurd), hijo de Sigmund y Siglinde, nieto por tanto de Wotan, el único hombre desconocedor del miedo, cazador de dragones para mi fatalidad y desgracia, quien me diera ominosa muerte con el único acero capaz de traspasar mi impenetrable piel -la espada Nothung que forjaran los dioses-, tras lo cual se adueñó del Oro del Rhin, mi oro, el de los Nibelungos, que tanto me costara obtener, y, con él, del anillo de poder que Andvari forjara y maldijera y del yelmo que otorga invisibilidad, y haciendo gala de arteros artificios dignos del mismísimo Loki lograra finalmente desposarse con la princesa Krimilde y enamorar con engaños a la walkiria Brunilde; pero, ay de él, que tras desoír mis advertencias -con las que quise redimirme sin conseguirlo-, y tras bañarse con mi sangre buscando invulnerabilidad, hallaría tan ominosa muerte como la que a mí me infligió, al ser alcanzado a traición por la lanza del intrigante Hagen, que lo acertaría en el único lugar de la espalda que mi sangre no tocó, al estar cubierta accidentalmente por una hoja de tilo (extremo que lo emparenta con Aquiles, el semidios olímpico de la cultura griega, quien al ser bañado por su madre en la laguna Estigia, cuyas aguas otorgaban la invulnerabilidad, el talón por el que lo sujetara mientras lo sumergía quedara vulnerable, lo que sería causa de su perdición).
Esta es la historia que se cuenta, pero no es toda la verdad. Mi carácter draconiano no es original, no nací dragón: sobrevine dragón. Soy trasunto de esa genial invención de R.L. Stevenson: El Dr Jekyll y Mr Hyde. Realmente soy hijo del rey enano Hreidmar, y hermano de Regin y Odder. Yo era el más esforzado y fuerte de los tres, el más intrépido, el encargado, por ello, de custodiar la casa de mi padre: una espléndida cueva esculpida primorosamente en la roca y revestida de escamas de oro y valiosas gemas.
Un aciago día, Loki el Astuto, estando de cacería, mataría a mi hermano Odder confundiéndolo con una pieza de caza. Mi padre Hreidmar, entonces, le pidió compensación por ello, y la obtuvo a costa del Tesoro de Andvari, en el que se incluía un anillo de poder, proveedor de riquezas; éste al ver arrebatado su oro lo maldijo haciendo extensiva la maldición al poseedor del anillo. Maldición que comenzó a surtir sus nefastos efectos al llegar el Tesoro a manos de mi padre, pues mi hermano Regin y yo tramamos un plan para adueñarnos de él matando a nuestro progenitor.
Una vez cometido el parricidio la mala influencia del anillo siguió ejerciéndose, apropiándome yo de todo el tesoro sin querer compartirlo con mi hermano. La avaricia entonces obró en mí la transmutación, pues comencé a convertirme en dragón para custodiar mejor mi oro. Según mi humor y necesidades, mi apariencia era diferente (el narrador lo ha descrito muy bien ya, anteriormente) a cual más terrorífica. Al principio, yo controlaba estas transformaciones mutando mi forma cuando presentía un peligro, adecuándola a la situación; pero la maldición se adueñó de mi voluntad y cada vez me costaba más recuperar mi condición de enano.
Regin, tramó un plan para apoderarse de mi oro: envió a Sigfrido, el hombre que desconocía el miedo, a quien criara y enseñara el arte de la forja, por el que pudo volver a unir la quebrada espada Nothung, para acabar con mi vida; pero el plan de mi artero hermano también incluía la muerte del hijo de Sigmund, una vez muerto yo y conseguido el oro; las aves, cuyo lenguaje entiendo, me lo contaron.
Cuando Sigfrido, apostado en la entrada de la cueva donde yo moraba, me despertó tocando su trompa y se dispuso a hundir Nothung en mi pecho yo intenté disuadirle -en un postrero intento por redimir mis faltas- y le previne de lo que las aves me dijeran, pero no me creyó asestando el golpe fatal. Al contacto de mi sangre él también adquirió la facultad de entender el canto de las aves y confirmó lo que yo le había dicho, y así fue cómo pudo librarse de la celada que Regin le tendiera. Tras matarlo y apoderarse del oro con todos sus tesoros, incluidos anillo y yelmo mágicos, partió en busca de su destino; destino que encontraría, tras diversas peripecias y aventuras, al final, trágicamente cumpliéndose así la maldición.
El oro acabaría en el fondo del Rhin para destruir el infausto maleficio y que no causara, ya, más daño entre los hombres, una vez desaparecidos enanos y dioses.Yo, convertido ya para siempre en dragón, aún siento en mi pecho traspasado latir el corazón de enano, un corazón que siente y padece emociones; capaz de amar y de odiar, de reír y de llorar, aunque solo capaz, porque de ello nadie tiene conciencia, pues nada exteriorizo: soy todo contención y dominio. Todos ven en esta contención distanciamiento, y razón no les falta; algunos hasta presiento que captan mi verdadera naturaleza por la forma en que se quedan mirándome (creyendo que yo no les observo), y hasta siento su incomodidad cuando les miro fijamente a los ojos, cosa que no suelo prodigar.
Pero hay más. Sí, aún más secretos. Y ésta será la primera vez que los desvele. Lo haré en atención al narrador que tan gentilmente me ha sacado del injusto olvido.
Conocido es sobradamente que el compositor Richard Wagner se basó en las tres obras citadas con anterioridad para escribir su monumental tetralogía Der Ring des Nibelungen -El Anillo del Nibelungo. Ya su génesis está marcada por el misterio, señalada por lo pintoresco y extraño, pues... es una obra escrita en sentido inverso; es decir, la cuarta parte, Götterdämmerung -El Ocaso de los Dioses-, donde se da cuenta de la muerte de Sigfrido, es el final de la historia y la primera que escribió, desde aquí inició, en sentido inverso, remontándose a las fuentes, el recorrido por toda la saga: al Ocaso... siguió Die Walküre -La Walkiria-, a la que pertenece el fragmento quizás más conocido no solo del Anillo, sino de todo Wagner (me refiero, claro está, a la famosa Cabalgata de las Walkirias); a la Walkiria sucedería Sigfried -Sigfrido-; y a éste, Das Rheingold -El Oro del Rhin-, donde comienza toda la historia siguiendo el manso y caudaloso curso del más famoso río de Alemania en una célebre obertura. La corriente de un río como poderosa imagen del fluir de la historia y de la vida; las trompas anunciando in crescendo sobre las rumorosas cuerdas la leyenda que entre las brumas del amanecer se va a contar... Y que una portentosa voz de soprano, cuando los primeros rayos del sol surgen por el horizonte, comienza a relatar. Cuántas veces mis mejillas, surcadas por mil barrancos excavados por el tiempo, han sentido la calidez de las lágrimas precipitarse como un salobre río entre sus ajadas laderas. Cuántas me he sentido compensado por mi implicación en su composición...
Que no estemos de moda, que la gente no crea en nuestra existencia, no significa que no hayamos existido, que no existamos aún, si invisibles. Nuestra manifestación material solo se produce cuando la evocación de las almas es lo suficientemente fuerte, cuando la necesidad de nuestra presencia se hace acuciante. Solo aparecemos por emergencia.
Cuando aquel extraordinario hombre, genial talento de imaginación desbordante, y no menos amor por su patria, cuando aquel revolucionario músico decidió dar rienda suelta a la poderosa voz de su espíritu que demandaba dar cauce a las leyendas de las cuales surgía el carácter de su estirpe, cuando comenzó a indagar en éstas, y buceó en Eddas, en Völsunga, en las sagas de los nibelungos, en el Nibelungenlied, emergió a la superficie con la idea fija de musicalizar, en un nuevo lenguaje melódico, una condensación de todo aquel corpus legendario. Pidió, para ello, ayuda a los dioses, a todas las potencias de la tierra y de los cielos, que le ayudaran en la empresa. Aquel hombre tenido por ateo, dotado de aquella inquebrantable fe en sí mismo, conjuró a los poderes visibles e invisibles para realizar su gran obra. Y fue escuchado.
Tras la composición de lo que llamó El Ocaso de los Dioses, éstos quedaron tan satisfechos que me enviaron a mí, Fafnir, a alentar su continuidad. Comencé mi labor apareciendo en sus sueños, bien en forma de dragón, bien en la de enano, mostrándole el camino, sugiriéndole desarrollos melódicos. Después, ya durante la vigilia, mientras componía, le susurraba al oído los diferentes leitmotivs que él se encargaba de desarrollar maravillosamente bien. Mi melomanía, alimentada durante ocho siglos escuchando todo tipo de música, contribuyó al éxito de mi función como númen inspirador. El bueno de Ricardo nunca sospechó mi intervención, me cuidé muy mucho de no sobrepasar la frontera que divide la realidad de la imaginación. Yo estaba allí, era una realidad, pero nadie lo podía saber, ni comprobar. A todos los efectos fue Richard Wagner, su genio, quien llevó a cabo tan descomunal labor compositiva. Bien está así. A los hombres lo de los hombres, y ¿qué somos nosotros, sino es producto de su mente?
Tiene gracia, todos aquí, en el Dragón Jazz, me tienen por un misógino empedernido, alguien del que hay que cuidarse, un ser demasiado serio para tener emociones o sentimientos. Si ellos supieran quién fue realmente el padre de Sigfrido, por qué me dejé matar por él, por qué le impelí a enamorar a Brunilde; sí, si ellos lo supieran... trocarían en compasión el temor, el respeto en ternura. Al fin y al cabo, en el fondo, quizás yo no sea distinto a estos Wyverns y Lindworms, tan enamorados de sus Damas...