domingo, 5 de febrero de 2012

La bodega (3)




VIII

El cielo se había vuelto a aborrascar. En un par de horas llegaron nubarrones del Noreste traídos por un Cierzo cortante e inusitadamente húmedo. Llovería probablemente durante toda la noche; esa lluvia fría y desapacible de febrero que unida a las ráfagas de viento que peinaban inmisericordes las crestas de los cerros creaban un ambiente más propicio para una película de terror que para una nocturna excursión. Pero un tiempo adverso no era motivo suficiente para desalentar a aquellos hombres que ya se habían hecho a la idea de disfrutar de una tentadora velada al amor de las velas trasegando unas pintas de recio tinto. Además este desapacible clima podía tener sus ventajas, porque el mal tiempo lo haría para todos, también para el enemigo. Sería improbable que anduvieran más allá del calor que les proporcionara la casa, si es que estaban allí. Ellos podrían llegar sigilosamente por el fondo del barranco, entrar en la bodega por el acceso inferior, disfrutar de la libación proyectada y salir sin ser vistos. Nadie se enteraría de su presencia. Así es que el contratiempo que suponía, en un primer momento, la condición climática se derivaría en aliado insospechado.
No obstante el obligado paseo bajo el agua y el viento estaban de buen humor. Solo debían llevar los capotes invernales de campaña, ceñirse el casco o las viseras impermeables, apretar los dientes y pensar en el vino...

Puche obtuvo permiso del capitán, pero bajo su entera responsabilidad y una vez obtenido el consentimiento del sargento, claro. El mal tiempo también había jugado a su favor en este caso: era improbable ningún movimiento del enemigo con aquella meteorología. Lo de Pepín con Mínguez ya fue harina de otro costal. El sargento solo daría su consentimiento, y accedería a que el Lira emprendiera semejante expedición con la inexcusable condición de ir él mismo con ellos. No se fiaba de que el cabo mayor Puche, llegado el momento, protegiera al poeta con la determinación que, sin ir más lejos, él lo haría. Existía un bulo en la unidad -que circulaba, eso sí, con sordina y mucha precaución- que adjudicaba al celo protector de Mínguez por Pepín una naturaleza diferente a la debida entre un suboficial y sus subordinados; esto no quería decir, ni más ni menos, que se le achacaban al sargento ciertas veleidades pederastas, en su sentido original y griego del término. Más de una vez Homero y Puche habían dejado caer en sus batallas dialécticas alguna referencia sobre el Batallón Sagrado de Tebas, referencia que el sargento Mínguez, por ignorancia, no supo calibrar en su justa e indirecta medida; antes bien, se le veía todo orgulloso al dirigir a sus hombres sintiéndose un trasunto de aquel cuerpo de élite que portaba, además, tan evocador nombre (el hecho de que se declarara un ateo irredento no era óbice para admitir el término sagrado en este caso, ya que si lo emplearon aquellos sabios y batalladores griegos no era sino para denotar lo sagrado que en sí lleva el ser humano, y no en relación a ningún Dios. Se quedaba tan orondo con ésta su pagana justificación que hacía caso omiso de la significación implícita en el término, pero eso, para él, eran bagatelas filológicas y semánticas sin importancia).
Una tremenda y retumbante detonación procedente del cielo, precedida de un fogonazo que había convertido por un segundo la noche en día, fue la señal de salida. Con este aviso salieron hacia lo que prometía un corto viaje de perros, pero un largo y emocionante disfrute calentándose el gaznate.

Al cuarto de hora de caminata ya tenían las botas totalmente encharcadas. A pesar de desplazarse siguiendo el (más protegido) fondo de los barrancos, las ráfagas de viento que bajaban ululando desde las crestas de los cerros, allá arriba sobre sus cabezas, se arremolinaban y les azotaban por todos lados, convertidas así en látigos de lluvia. Gracias a los gruesos capotes no se empaparon hasta los huesos, pero fue un itinerario sino infernal, si digno del purgatorio. Mas... les esperaba el cielo.
-Allí tenemos la hacienda -dijo Puche, tras consultar el plano de campaña a la luz de una linterna, bajo el capote. La verdad es que no se distinguía nada en la húmeda negrura de una noche sin luz. Pero si el Cabo Mayor lo decía, no cabían dudas. A una facilidad innata para la lectura de todo tipo de mapas y planos sumaba una capacidad de orientación pasmosa, además de poseer un olfato digno de un sabueso.
-Estamos en el barranco. Ahora hemos de buscar por aquí nuestra entrada al paraíso, es decir: la disimulada entrada inferior de la bodega -concretó poéticamente Puche.
Se abrieron en abanico separados uno de otro apenas dos metros.
-Aquí mi sargento -susurró Tainas. Se avisaron unos a otros y todos se volvieron hacia el lugar señalado.
Era una especie de arcada que apenas sobresalía metro y medio del suelo, rodeada por arbustos de escaramujos y zarzas. La puerta parecía de madera; el marco, de cemento, quizás cubriendo mortero o ladrillo.

Antes de proceder a la apertura comprobaron que todo estaba en orden: nada se oía ni se veía que hiciera sospechar la presencia de alguien más. Tampoco querían subir hasta la entrada principal a cerciorarse porque eso hubiera sido correr un riesgo innecesario. Allí estaban al abrigo de las miradas, seguirían así.
Con un cuchillo lograron forzar la puerta fácilmente sin apenas hacer ruido, ruido que de todas formas hubiera sido ahogado por el viento y la lluvia. Era una oscura boca de menos de un metro de anchura, excavada directamente en la caliza, que, tras profundizar cuatro o cinco metros hacia el interior de la ladera, daba paso a una escalera ascendente. A la luz de las linternas comenzaron a subir por aquellos empinados escalones de ladrillo ya gastados por el tiempo y el uso. Al cabo de veinte escalones dieron a una galería horizontal que se abría hacia los dos lados, tras alumbrar en ambas direcciones, decidieron seguir por la izquierda (es decir, en dirección a la hacienda). Tras recorrer unos seis metros llegaron a una zona ensanchada, una especie de habitación de techos abovedados algo más altos que los del itinerario seguido hasta allí. En esa habitación, de unos cuatro por seis metros, había: en uno de los lados, contra la pared, tres bocoyes tumbados sobre unas calzas de madera que los mantenían a medio metro del suelo; en la pared opuesta unas baldas estrechas con platos y vasos todos de barro; en el centro del habitáculo una vieja mesa de madera con varios taburetes, también de madera y también viejos, colocados patas arriba sobre ella; y frente al arco por el que habían accedido, otro arco, pero éste con una puerta cerrada que comprobaron no lo estaba con llave, y sí con un simple cerrojo de argolla que no había más que voltear para abrir, y soltar para cerrar.
Todos se miraron, después de observar detenidamente en derredor, esbozando una irreprimible sonrisa en sus rostros mojados y ateridos de frío. ¡Habían llegado al paraíso!
-Mi sargento, objetivo cumplido -se cuadró, llevándose la mano extendida a la sien, el Cabo Mayor Puche, en plan ostensiblemente teatral...
-Muy bien, cabo, disponga la tropa en sus puestos, y dé orden de descanso -le siguió la corriente el sargento Mínguez. Y todos rieron mientras se abrazaban conteniendo las ganas de alborozo que amenazaban con estallar. Era cómico verlos exultantes y gesticulando como si gritaran en el vacío; es decir, sin emitir ningún sonido.
En cinco minutos ya habían encendido unas lámparas de carburo que allí pendían colgadas de la pared y estaba distribuidos en torno a la mesa, cada uno en su taburete: el sargento Mínguez, presidiendo una de las cabezeras; el cabo Puche, en la otra; y Barrena, Tainas, Homero y Pepín, en los laterales.
Una comprobado que los toneles contenían vino (eso sí, el que más tenía no llegaba a la mitad de su capacidad), quitaron la espita a uno y llenaron un par de jarras de barro hasta arriba. Sacaron una baraja gastada, el cuarterón de tabaco de picadura, los librillos de papel de liar y los chisqueros de mecha...
-Pepín, esto merece un ripio -dijo Barrena, dirigiéndose al poeta. Proposición que todos avalaron unánimemente entrechocando los vasos. -¡Eso, eso, un poema para la ocasión!.


IX
Cuando llegaron, acercándose con precaución agazapados entre las peñas, y vieron que allí no había nadie relajaron la tensión acumulada por una noche de perros y la posibilidad de un encuentro no deseado. En diez minutos habían registrado todas las dependencias: cuadras, corrales, era y casa, y se reunieron en la gran estancia que hacía las veces de salón comedor. Cerraron todas las contraventanas y huecos por donde pudiera escapar la más mínima luz que delatara su presencia y encendieron un par de candiles de aceite. Desgraciadamente no podrían dar fuego a aquella espléndida chimenea que les miraba desde la penumbra como absorta, con su inmenso ojo, ahora oscuro, aún poblado por las cenizas de la última combustión.
-Bueno, señores, ya estamos aquí -dijo el sargento Girón, de pie, a sus hombres-. Voy a distribuir los turnos de guardia, que serán de dos horas por la noche y de cuatro durante el día. Arturo y Galíndez, vosotros haréis el primer turno, os seguirán Emilio y Juanín, a éstos los relevarán García Beltrán y Viriato; Galíndez se me unirá para hacer la última guardia de la noche. Ahora son las 22,30. Los que no estemos de guardia iremos a realizar una batida por aquí a ver si encontramos algo que llevarnos al coleto o al bolsillo, que todo puede ser. Ya sabéis que hay que moverse con cautela, sin hacer ruido y, por supuesto, cuidado con las luces. Los que estén de guardia, si detectan algún movimiento sospechoso, alertan con el ulular del búho como es de rigor. Bueno, la guardia a realizar la guardia y los demás a fisgar; en una hora máximo, todos aquí -Girón levantó la sesión; las órdenes estaban claras, y cada uno marchó a lo suyo.

Antes de la hora los fisgones estaban de vuelta tras haber sometido aquellas dependencias abandonadas al escrutinio superficial (pues nada hacía sospechar que allí hubiera algo de valor: los propietarios, con buen criterio, al marcharse dejaron abiertos todas las puertas, portones y portillos para evitar desmanes y roturas). Afuera seguía lloviendo, aunque el viento había amainado y parecía que la noche estuviese algo menos negra. El cabo Viriato hizo la observación:
-¿Os habéis fijado en el montículo que hay en el norte, siguiendo el camino, como a unos treinta metros de aquí? Para mí que es una bodega. Creo haber visto uno de esos respiraderos típicos en la ladera. Se ve que esta es una finca con posibles; no hay más que ver esta casa y estos muebles. A mí me da que si eso es una bodega, allí puede haber vino... -mientras decía estas palabras, el cabo iba mirando a los ojos a todos y cada uno de sus compañeros. Cuando terminó de hablar, dejando la frase en suspenso, todos a su vez le miraron como adivinando qué les quería decir.
-¿Qué insinúas, Viriato? -saltó el sargento Girón.
-Creo que está bien claro, sargento -repuso García Beltrán con ese aire de chico listo de la clase que las pilla a la primera-. El cabo sugiere que podíamos echar un vistazo para confirmar sus sospechas. En caso de ser, efectivamente, una bodega, no sería descabellado... -y aquí hizo una inflexión de la voz, y un gesto con el dedo índice de su mano derecha como subrayando sus palabras-, es más, habría que considerar la posibilidad altamente recomendable de hacer una inspección por si en sus galerías hubiere uno de esos corpulentos tintorros que se dan por aquí...
Todos asintieron mirando al sargento, en busca de aprobación.
-Bueno, no creo que sea contravenir las órdenes... -dijo el sargento, no atreviéndose a defraudar a aquellos hombres a los que no les vendría nada mal un rato de asueto, que si era bien regado, mejor. Y prosiguió auto justificando la decisión que ya había tomado-: mientras haya alguien vigilando,... siendo de noche,... con la que está cayendo... Creo que podíamos ir a echar un vistazo.

Previendo que pudieran entretenerse, el sargento informó a Pacúm y a Pero Galíndez que les ampliaba la guardia, que deberían estar atentos hasta que regresaran, que no sabían cuándo sería eso, y que se les relevaría, en compensación, de la siguiente guardia. Arturo no dijo nada, solo miró hacia la oscura noche allá donde se suponía estaría el enemigo; no le daría a ese cabrón de Girón la oportunidad de mostrarle sus emociones, y mucho menos darle a entender que sus decisiones le causaban la más mínima contrariedad. Galíndez, en cambio, mostró su disgusto, pensando -y no se equivocaba- que a él le tocaba quedarse allí quemándose los ojos viendo nada y aburrido, mientras sus compañeros estarían en algún fregao interesante. Ante un -son órdenes, soldado- emitido tajantemente por Girón. Galíndez desistió de sus quejas, aunque se quedó mascullando para sí.
A medida que se acercaban, sus sospechas y sus deseos se fueron confirmando. Efectivamente, la claridad que percibiera la vista de halcón del cabo Viriato era el panderete enlucido del acceso a una de esas bodegas subterráneas que tanto abundan en muchos pueblos vitícolas por toda la geografía española. La puerta estaba engastada literalmente al cerro que aún se alzaba unos metros sobre la altura del camino; estaba, pues, excavada en la ladera y formando parte de ella por arriba y a los lados. La lluvia  había arreciado y el viento soplaba provocando sonidos sibilantes por las rendijas que dejaba la mal encajada hoja en el marco del cerramiento. Un candado no les disuadió de seguir adelante. Lo apalancaron con el mango de la bayoneta y cedió sin apenas hacer ruido. Encendieron linternas una vez cerrada la puerta para que la luz no saliese afuera. Tras un corto corredor de un par de metros accedieron a una sala alargada y ancha de techos abovedados, toda ella revestida de ladrillo, que contenía el lagar, las prensas, dos grandes tinajas de cerámica empotradas en el suelo y varios toneles viejos de madera, así como diversos utensilios utilizados en las labores vinícolas. De aquí salieron por una puerta situada en el extremo opuesto, pero a poco lo hacen rodando escaleras abajo, pues nada más salir los escalones descendían abruptamente. Sujetándose a las paredes, al tiempo que juraban y se recriminaban mutuamente en voz baja, lograron mantener la estabilidad y comenzaron el descenso con sigilo. Tras bajar lo menos cuatro metros, fueron a dar a una galería bifurcada que por la derecha moría en un culo de saco, por lo que dieron la vuelta y tomaron el ramal de la izquierda. Por éste anduvieron unos cinco metros hasta que se les presentó otra disyuntiva: seguir hacia adelante o bajar por otro túnel que partía de la galería perpendicularmente a su izquierda.

Mientras estaban dudando sobre qué hacer, Emilio les hizo un gesto de silencio. Se quedaron todos callados. Emilio susurró al sargento Girón: -mi sargento creo no sufrir alucinaciones y a pesar de haberlo percibido desde hace un rato no he querido decir nada por si eran figuraciones provocadas por el ambiente claustrofóbico, pero ahora, repito, creo estar seguro: alguien está fumando por aquí cerca-. El sargento y todos los demás (que habían escuchado atentamente el contenido del susurro de Emilio) se pusieron a olisquear. Efectivamente, las corrientes de aire que siempre están presentes en todas las bodegas bien construidas y que aseguran una perfecta ventilación y control de la temperatura y humedad, ahora les estaba llevando el aroma inconfundible del humo del tabaco. Comprobaron que el humo no era propio: ninguno de ellos había liado un cigarrillo desde que salieran de la trinchera. Se quedaron todos petrificados. Un escalofrío les recorrió la espalda, a Juanín, por un momento, le temblaron las piernas. Siguieron muy, muy despacio, galería adelante en dirección a la corriente de aire que les traía el aroma, cada vez más inconfundible, de la picadura. Creyeron oír voces y unas risas contenidas. Estaban a dos metros de una puerta cerrada. Detrás de aquella puerta había alguien. El sargento los detuvo y les llamó en pos de sí. Desanduvieron parte del camino para tomar distancia y poder hablar sobre aquel imprevisto sin que fueran oídos a su vez por aquellos que les habían alertado. Se barajaron diversas posibilidades, pero solo contemplaron tres factibles: que fueran vecinos del pueblo aprovechando la situación de abandono de la finca (que era la más probable), que fuera alguien de un pueblo vecino o incluso el propietario (muy poco probable), o... que fuera... el enemigo. Pero ésta no la querían contemplar. Además, estaba el hecho del candado: la puerta estaba cerrada y con el candado puesto. Eso solo quería decir que había otro acceso a la bodega, y probablemente fuera la galería descendente que dejaron atrás. Decidieron comprobarlo. Volvieron a la bifurcación, descendieron, y... descubrieron la puerta que daba a la parte inferior del barranco. Aquel que fuera que allí estuviese detrás de aquella puerta habría entrado por aquel lugar. Subieron otra vez. No estaban dispuestos a replegarse por las buenas, ni entrar allí pegando tiros (si es que habrían de pegarlos). Al final, tras diez o quince minutos de discusión en voz baja, determinaron traspasar la puerta con las armas empuñadas pero con la boca del cañón mirando el suelo. Si el que estuviera allí decidía liarse a tiros, los freírían y listo. El factor sorpresa jugaba a su favor, y ¡qué puñetas!, estarían en una guerra, pero eran seres humanos, cansados y asqueados de pegar tiros que solo querían pasar un buen rato. El sargento avisó:
-Nada de movimientos bruscos, chicos; entraremos aparentando tranquilidad, de una manera natural, sin provocar. A ver si hay suerte y no se nos jode la noche -dijo en voz baja.
Del otro lado de la puerta se oían, quedas pero netas, varias voces que parecían divertirse. El sargento Girón respiró hondo y volteó la argolla lentamente...

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