miércoles, 25 de abril de 2012

Variaciones sobre la Mentira (2)




ARTÍCULO

La Mentira Necesaria
Si no solo el poeta es un fingidor, sino que el ser humano, en general y aparentemente, no podría vivir sin el fingimiento, sin esa facultad de abstracción que hunde sus raíces en la ficción y que es capaz de sustraerlo a una realidad que choca con su conciencia imbuida de conocimiento, entonces (como se preguntará Nietzsche en su clarividente opúsculo) ¿qué es la Verdad? ¿qué es verdad? Verdad es que finge cuando razona, verdad es que finge cuando imagina, verdad es que finge cuando interpreta la realidad acomodándola a sus limitaciones, verdad es que finge cuando cree descubrir verdades inamovibles y definitivas, verdad es (aunque ni él mismo se dé cuenta). Mas la Verdad se escabulle a su bullir como el aceite al agua, como el mercurio entre los dedos. Puede su conocimiento --del ser humano-- barruntar la Verdad, intuir --sobre todo intuir-- conscientemente, mas en el momento que dirige su atención hacia ella, estando ella fuera y dentro, más allá y más acá, de otra forma y la misma, y sin forma y, sobre todo, sin fondo, la conciencia del ser humano que así busca, la nada encuentra, o, a lo sumo, sombra inasible de lo que ella es. Pues que el conocimiento (verdadero culpable de la expulsión del Paraíso) no conoce sino es en la ficción, en el lenguaje que le acerca, interpretándola, la realidad; un lenguaje que es reo de sus limitaciones (y que trasladará, ya articulado en la palabra, el valor del concepto fundador de la ley a la convención que es origen de la civilización --otra vez, Nietzsche nos dirá).
¿Nunca puede, pues, el ser humano acceder a la Verdad? Sí, si puede, mas con la condición de no querer hacerlo; de no querer con la razón, me refiero, pues al hacerlo, razonando, no conseguirá sino teorías, creencias, simulacros --meras imitaciones de la intuición de la Verdad que lo hace temblar--, referidas al conocimiento parcial que posee... en cada momento; y como Parte que quiere dar cuenta de Todo sin abarcarlo --sin posibilidad de conocerlo en sí-- falsea la entidad de sus conclusiones, elevando a Verdad --temporalmente interesada-- lo que no es sino falsificación, espejismo, apenas caspa antropológica desprendida de una mera manifestación del inmenso e inasible caudal que aquélla representa: el Hombre.

El ser humano construye con los materiales que posee, los que le son propios: unos materiales eminentemente rígidos, con escasa flexibilidad (los conceptos); solo la necesidad les dotará --a la fuerza y con esfuerzo, a veces revolucionario-- de la mínima elasticidad para adecuar las tensiones sobrevenidas en el devenir con su rígida estructura. En el ámbito de lo que es, esos materiales con los que construir el puente de acceso a esa esquiva orilla --lo que es, que es tanto como decir la Verdad-- provienen de dos canteras: el conocimiento y la intuición (aquél más rígido, ésta más maleable). Siendo el hombre mismo parte de ese lo que es, y disponiendo de esa equívoca facultad que es la capacidad de razonar, la inteligencia discursiva, cree que al percibir a su manera --desde la Ilustración, la manera es la científica-- la verdad de lo que le rodea --pues él mismo vibra en ella-- tiene la posibilidad (cuando no el derecho) de asirla, de atraparla, de fijarla... y eso es lo que ha hecho a lo largo de su historia: ir fijando las verdades (disposiciones legales, marco referencial) con chinchetas en el tablón de su devenir, cambiándolas cuando unas, ya ajadas, han de dar paso a otras, y estas a otras, y así interminablemente; ya que las verdades que fueron puntales de una cultura acabarán, indefectiblemente, demostrándose falsas a la luz de otras nuevas, que a su vez delatarán su falso y temporal valor por su fecha de caducidad,... Y esto es así porque la Verdad, digámoslo ya, no se puede dividir, sistematizar, analizar desde una de sus partes (nosotros, nuestro conocimiento), tomando como referencia el marco limitado --dimensional-- y particular, porque para eso precisa ser fijada, como una muestra de laboratorio, con unos criterios fijos e invariables (marcadores, tintes que revelarán de una forma inteligible su composición congelada); y si algo es y define La Verdad que nos envuelve y nos contiene es el dinamismo, el cambio, la fluctuación, hasta proporciones y complejidades incognoscibles e inconmensurables (desconocidas, por tanto, e imposible de conocer científicamente: La Verdad es más que Ciencia; pues que ésta agota su validez --su credibilidad-- solo en el ámbito de lo humano, y lo humano no es sino mera manifestación circunstancial de lo que es, de la Verdad).

El conocimiento, apoyado en la razón, construye edificios sólidos, pero ficticios; meros castillos en el aire basados en la Ciencia (esa moderna Mentira Verdadera, el conocimiento científico, que en nuestra conciencia late, creemos, con el impulso del corazón de la Verdad). La intuición, en cambio, basada en el acceso inmanente a la Verdad (conocimiento directo, no reflexivo, reacio a la argumentación), tiene la constitución del éter, fluida e invisible, más que la del humo (aunque a veces puede asociársele, sobre todo cuando la intuición pura pretende revestirse y justificarse --ahumarse-- por medio de un ejercicio reflexivo). En Occidente, ambas perspectivas están representadas, respectivamente, por el Logos (mediante el ejercicio de la Razón) y el Mito (mediante la creación de metáforas); en Oriente lo estarían por el Confuccionismo y el Yoga, por un lado, y el Taoísmo, por el otro (Mito y Logos serían, en cierta forma, muletas que ayudarían a este tullido existencial, que es el ser humano, cuando quiere desplazarse en busca de un inexistente sentido de la vida).
Esta Mentira Verdadera (la Ciencia, basada en el conocimiento científico, que construye su quimérica estructura con la Razón, dependiente ésta, a su vez, del lenguaje, y éste, en última instancia, de la convención, de una significación objetiva, pero irreal) nos es necesaria --la hemos hecho necesaria-- en nuestro actual modo de vivir. Como una célula fecundada, un cigoto conceptual, crece y crece el edificio de la realidad científica (de la Verdad científica), retroalimentándose mediante un impulso de auto complacencia y auto justificación (una especie de huida hacia adelante); y cuanto más crece, más lejano --más profundo-- va quedando el origen de su falacia, el fundamento de su naturaleza convencional, ficticia y mentirosa, fingidora de verdades, es.
La Realidad Científica niega la individualidad; la relativiza tanto que la desvaloriza. Su razón de ser es la ley, y la ley, por definición, trata de fijar lo dinámico, es estatuaria. Moisés bajó del Monte Sinaí con la Ley escrita sobre tablas de piedra: fue el intento inicial de reacción, de lucha, contra el Mito (la idolatría, el culto a los dioses), el germen del Logos, de la racionalización, y por tanto, de la desvirtuación --falsificación- de la Verdad (sospechoso es, que esas mismas tablas reclamaran para sí el monopolio de la Verdad). La Verdad no necesita (no puede) fijarse en leyes, pues no está sometida a ellas: solo hay relaciones e interacción dinámica de lo que es en un eterno seguir siendo siempre distinto. En la realidad de la Verdad no existe lo igual, nada se repite; la repetición de lo igual es una característica de la limitada conciencia del hombre (todo lo más, en el bullir de lo que es, cabría hablar de semejanza).

Frecuentemente olvidamos que todo este presupuesto (la necesidad de una determinada y engañosa estructura conceptual y el nuevo conflicto que ello genera: pérdida de individualidad, de libertad, y, al fin, de horizonte posible) nace de la conciencia del Hombre en connivencia con su necesidad de civilización, de su opción --arraigada en su naturaleza-- por la convivencia y la tan perseguida --y nunca lograda-- paz social. Este es el origen; esta la añagaza. Necesitamos convenir entre nosotros, renunciar a nuestra individualidad en aras de una sociedad querida y protectora; es por eso que comenzamos a dar al lenguaje (a los conceptos, a las palabras) el valor de ley, a la que todos debemos sujetarnos. Un concepto contenido en una palabra debe de tener un valor, una significación, convenida por todos, la misma para todos (primera falacia, nunca lo es); eso es lo que permite la interacción. El lenguaje es la primera ley, la que funda las demás; es por eso por lo que es tan importante poseer el conocimiento, en una comunidad dada, del idioma de esa comunidad (la lengua vernácula): al que no lo habla, se le reconoce la pertenencia a la especie, pero como extranjero (como "distinto", y, por tanto, como posible competidor/enemigo); sólo es posible su integración (la integración plena --y aun así, siempre conservará la etiqueta de "sospechoso") si adquiere el dominio de la lengua (es decir, si asimila la ley cultural regional), si domina las claves y los códigos para limpiar, en lo posible, su ser de desconfianza, de individualidad distinta --y distintiva.
El rechazo al extranjero --de tan rabiosa actualidad hoy en día--, del distinto --y tanto más cuanto más distinto sea a nosotros-- nace de esta condición: la desconfianza ante quien no conoce nuestra ley (nuestro lenguaje, nuestra Razón, nuestras verdades reveladas por medio de ese lenguaje), olvidándose, o relegando a un lugar secundario, que la especie está antes que la raza, y que aquélla no detenta ningún privilegio sobre cualquier otra especie, pues todas son --somos-- manifestaciones de lo que es, sin jerarquía, sin preeminencia, sin ninguna legitimación (aquí se hallaría la falacia de la necesidad de crear un marco que otorgaría esa legitimidad: la Religión). Para lo que es lo mismo da el ser humano que un batracio, el cometa errabundo que surca el espacio o el mismo vacío --tan lleno de algo que desconocemos-- que recorre; incluso más: para lo que es (núcleo, molla, meollo y cáscara de eso que llamo y defino como Verdad) lo mismo da la Vida que lo inerte, porque esto no son más que categorías convencionales, no menos ficticias que todo el entramado significativo que el hombre maneja, ajenas a la realidad de su existencia/inexistencia. (El lenguaje nos condiciona y nos esclaviza: no menos siento yo este vano intento, este manoteo en el agua mientras me hundo una y otra vez en lo que desconozco, intentando elucidar con palabras --convencionales ficciones-- lo que no es sino,  intuición deslumbradora, oscuridad para nuestro intelecto).

Pero apostar por esta Mentira Necesaria (Verdadera) es renunciar al conocimiento de la Verdad (aunque se finja o intente hacer lo contrario). El lenguaje nos ayuda en nuestro empeño civilizador, pero nos impide --si no somos capaces de recordar, o no tenemos el coraje suficiente para hacerlo, que es convencional-- acceder al conocimiento real de la Verdad, que nada sabe de convenciones. Con el lenguaje (que nace de una ficción: una convención de conceptos abstractos que apenas rascan la superficie de las cosas en sí; mas lo suficiente para que todos aceptemos la conveniencia de su uso y valor) nos proveemos de un poderoso instrumento de cohesión, pero al hacerlo, renunciamos a la Verdad que late en nosotros (y que no pocas veces nos produce un mayor o menor escalofrío, un estremecimiento intuitivo que nos sume en una especie de vértigo, un fogonazo deslumbrador que durante un instante nos deja sumidos en un indefinible vahído placentero de conocimiento sin palabras; y que sólo el poeta o el músico, a veces el pintor, puede expresar con cierta certeza). Sacrificamos a la cohesión, al ámbito protector y confortante de la vida en sociedad, nuestro acceso a una Verdad que nos haría realmente libres; mas, entonces, deberíamos aceptar la zozobra y el riesgo de lo desconocido, de lo fluctuante, del cambio continuo,... y fomentar el desprecio del temor a la muerte. Y ello nos llevaría a una concepción --y organización-- de la Humanidad enteramente diferente a cuanto conocemos, nos llevaría a algo que solo barruntamos, a algo que, creemos --deseamos creer--, una vez tuvimos: al Paraíso.
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Sobre Verdad y Mentira en Sentido Extramoral (2)
(Friedrich W. Nietzsche)

Sólo mediante el olvido puede el hombre alguna vez llegar a imaginarse que está en posesión de una verdad en el grado que acabamos de señalar. Si no quiere contentarse con la verdad en la forma de tautología, es decir, con conchas vacías, entonces trocará perpetuamente ilusiones por verdades. ¿Qué es una palabra? La reproducción en sonidos articulados de un estímulo nervioso. Pero partiendo del estímulo nervioso inferir además una causa existente fuera de nosotros, es ya el resultado de un uso falso e injustificado del principio de razón. ¡Cómo podríamos decir legítimamente, si la verdad estuviese solamente determinada por la génesis del lenguaje, y si el punto de vista de la certeza fuese también lo único decisivo respecto a las designaciones, cómo, no obstante, podríamos decir  legítimamente: la piedra es dura, como si además captásemos lo duro de otra manera y no únicamente como excitación completamente subjetiva! Dividimos las cosas en géneros, designamos al árbol como masculino y a la planta como femenino: ¡qué extrapolaciones tan arbitrarias! ¡A qué altura volamos por encima del canon de la certeza! Hablamos de una serpiente: la designación alude solamente al hecho de retorcerse, podría, por tanto, atribuírsele también al gusano. ¡Qué arbitrariedad en las delimitaciones! ¡Qué parcialidad en las preferencias, unas veces de una propiedad de una cosa, otras veces de otra! Los diferentes idiomas, reunidos y comparados unos a otros, muestran que con las palabras no se llega jamás a la verdad ni a una expresión adecuada, pues, de lo contrario, no habría tantos. La cosa en si (esto sería justamente la verdad pura y sin consecuencias) es también totalmente inaprehensible y en absoluto deseable para el creador del lenguaje. Éste se limita a designar las relaciones de las cosas con respecto a los hombres y para expresarlas recurre a las metáforas más atrevidas. ¡En primer lugar, un estímulo nervioso extrapolado en una imagen!, primera metáfora. ¡La imagen, transformada de nuevo, en un sonido articulado!, segunda metáfora. Y, en cada caso, un salto total desde una esfera a otra completamente distinta y nueva. Podríamos imaginarnos un hombre que fuese completamente sordo  y que jamás hubiese tenido ninguna sensación del sonido ni de la música; del mismo modo que un hombre de estas características mira con asombro las figuras acústicas de Chaldni en la arena, descubre su causa en las vibraciones de la cuerda y jurará entonces, que, desde ese momento en adelante no puede ignorar lo que los hombres llaman sonido, así nos sucede a todos nosotros con el lenguaje. Creemos saber algo de las cosas mismas cuando hablamos de árboles, colores, nieve y flores y no poseemos, sin embargo, más que metáforas de las cosas, que no corresponden en absoluto a las esencias primitivas. Del mismo modo que el sonido toma el aspecto de figura de arena, así la enigmática X de la cosa en sí se presenta, en principio, como excitación nerviosa, luego como imagen, finalmente como sonido articulado. En cualquier caso, por tanto, el origen del lenguaje no sigue un proceso lógico, y todo el material sobre el que, y a partir del cual, trabaja y construye, el hombre de la verdad, el investigador, el filósofo, si no procede de las nubes, tampoco procede, en ningún caso, de la esencia de las cosas.

Pero pensemos sobre todo en la formación de los conceptos. Toda palabra se convierte de manera inmediata en concepto en tanto que justamente no ha de servir para la experiencia singular y  completamente individualizada a la que debe su origen, por ejemplo, como recuerdo, sino que debe ser apropiada al mismo tiempo para innumerables experiencias, por así decirlo, más o menos similares, esto es, jamás idénticas estrictamente hablando; así pues, ha de ser apropiada para casos claramente diferentes. Todo concepto se forma igualando lo no-igual. Del mismo modo que es cierto que una hoja nunca es totalmente igual a otra, asimismo es cierto que el concepto hoja se ha formado al abandonar de manera arbitraria esas diferencias individuales, al olvidar las notas distintivas, con lo cual se suscita entonces la representación, como si en la naturaleza hubiese algo separado de las hojas que fuese la hoja, una especie de arquetipo primigenio a partir del cual todas las hojas habrían sido tejidas, diseñadas, calibradas, coloreadas, onduladas, pintadas, pero por manos tan torpes, que ningún ejemplar resultase ser correcto y fidedigno como copia fiel del arquetipo. Decimos que un hombre es honesto. ¿Por qué ha obrado hoy tan honestamente?,  preguntamos. Nuestra respuesta suele ser como sigue: A causa de su honestidad. ¡La honestidad! Esto significa a su vez: la hoja es la causa de las hojas. Ciertamente no sabemos nada en absoluto de una cualidad esencial que se llame la honestidad, pero sí de numerosas acciones individualizadas, por lo tanto desiguales, que nosotros igualamos omitiendo lo desigual, y, entonces, las denominamos acciones honestas; al final formulamos a partir de ellas una qualitas occulta con el nombre de honestidad.

La omisión de lo individual y de lo real nos proporciona el concepto del mismo modo que también nos proporciona la forma, mientras que la naturaleza no conoce formas ni conceptos, así como tampoco, en consecuencia, géneros, sino solamente una X que es para nosotros inaccesible e indefinible. También la oposición que hacemos entre individuo y especie es antropomórfica y no procede de la esencia de las cosas, aun cuando tampoco nos atrevemos a decir que no le corresponde: porque eso sería una  afirmación dogmática y, en cuanto tal, tan  indemostrable como su contraria.

(continuará)

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GALERÍA
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Franz von Stuck
(1863-1928)
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Escenas, Escenarios, Personajes y Mary
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Die Wippe
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Pelea por una mujer (1)
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Pelea por una mujer (2)
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El Asesino
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Retrato de Mrs Feez
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Retrato de Mrs Feez (con su marco)
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Florentine (con su marco)
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Mujer de Rojo (con su marco)
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La Cena
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Liebesfrühling
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Liebesfrühling (con su marco)
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Carrera
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Enamoramiento
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Mrs Patzak
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Mary (hija de Franz Von Stuck, en adelante Mary)
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Tres aspectos de Mary
  
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Mary como griega
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Mary como torera
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