sábado, 27 de agosto de 2011

¿Es el arte, estúpidos? O cuando el arte ha de ser beligerante




¿Es el arte objeto de oportunidad? Cuando el arte se expone dentro de una manifestación cultural ad hoc, sin ninguna intencionalidad mas que la inherente a su carácter provocador como producto artístico en sí, -provocador de sensaciones intelectuales y emocionales propias a su función, si no no sería arte-, y encuentra, como respuesta, no la reacción sensible a su mensaje, no la réplica dialéctica entre el receptor y la idea que el emisor quiere exponer, no el diálogo entre las conciencias implicadas -la del artista originario y las del público destinatario-, sino, antes bien, se topa con la censura, con la intolerancia, con el rechazo y la negación, con la aniquilación, en fin, de su objetivo, por causas políticas, religiosas o sociales; entonces, el arte, así condicionado, ¿ha de contemplarse solo desde su dimensión artística, o adquiere, en una sociedad definida como libre, la categoría de instrumento de reivindicación de esa libertad?

¿Debe el artista ser políticamente correcto? ¿Se puede someter la creatividad a restricciones morales sectoriales? ¿Se puede someter el arte a una moral que no le es inherente -es decir, la estética artística? ¿No se estaría incurriendo en una paradoja y un sinsentido, al hacerlo? ¿No se estaría incurriendo en presupuestos filo fascistas/filo nazis/filo autoritarios, al supeditar la creación artística al albur de las moralinas hegemónicas de turno? ¿Ha de tener límites el arte? ¿En caso afirmativo, quién o qué los marcaría? Y si así fuera ¿Qué deberíamos definir como arte si lo hacemos depender, en primer y último término, del ámbito de lo político, religioso, o socialmente correcto?

Si por algo se define toda manifestación artística es por su re-interpretación de la realidad, ese tratar de desvelar lo que se oculta bajo el manto de la apariencia, de lo necesario, de lo vulgar. De ahí su carácter provocador, su función de sacudidor de conciencias; también de ahí su objetivo como talismán para la superación de una realidad no pocas veces anodina, huera o desagradable
El arte es a la vida cotidiana, lo que el sueño a la vigilia: una necesidad por la que el ser humano descansa del sometimiento a la percepción limitada, material y simple de los sentidos -lo irremediable- para adquirir una conciencia trascendente, un desbordamiento de los límites dimensionales (forma, espacio, tiempo) para invadir las regiones de la ensoñación, del espíritu, de lo misterioso.


Una sociedad sometida a la inviolabilidad de los símbolos -sean éstos religiosos, políticos o éticos- es una sociedad coartada, no-libre, esclava de sus propias limitaciones -y, por tanto, de sus miserias-; una sociedad blindada a la crítica, que la rechace, es una sociedad enferma, tísica, insegura; una sociedad temerosa de sus manifestaciones artísticas, y, por ende, censora, es una sociedad castrante.
Desde el primer mundo se censura muchas veces los gestos de intolerancia que muy a menudo se dan en sociedades autoritarias, frecuentemente del segundo o tercer mundo, sin reparar, hipócritamente, en los propios dejes intolerantes; entre ellos, el intento de sometimiento de las formas de expresión libre, como lo pueda ser, en grado sumo, el arte, a las normativas emanadas de la intolerancia ética, revestidas de eufemística casuística social.

Habrá quien diga -aún en esas nos hallamos- que qué tiene que ver con el arte una fotografía de medio cuerpo casi desnudo en la que se aprecia un escapulario -con la imagen del Cristo de Velázquez- cubriendo el sexo de un hombre. Dicho así, podría parecer que poco, salvo en lo referente a las cualidades inherentes al propio formato, es decir, a las virtudes de la fotografía misma: iluminación, oportunidad, encuadre, gesto, capacidad sugestiva, etc. Pero si añadimos que la imagen del fotografiado es la de un actor en su camerino durante el proceso de maquillaje del cuerpo para un papel que lo requiere -pues representará a un protagonista del Infierno de la Divina Comedia del Dante-, entonces a la dimensión artística propia del formato (fotografía) estamos añadiendo la de otras dos manifestaciones artísticas más: la literaria -poética- y la teatral.


Solo quien no haya leído la fundamental obra del insigne florentino puede sentirse impresionado, cuanto más, ofendido, con esta inocua fotografía. Quien haya accedido al universo dantesco, esta fotografía le parecerá una bagatelle, un mero juego de niños. ¿Hay que quemar, por ello, la Divina Comedia? ¿No habrían de sentirse ofendidos, con más poderosa razón, muchos de los personajes, no pocos contemporáneos a su autor, que el divino Aligheri coloca en su Inferno como resultado de su actitud viciosa, inmoral, o socialmente reprensible? ¿Se le juzgó por ello? ¿Se le censuró?
Ah -se me dirá- pero es que, en este caso, se hace escarnio -si no es que se considera directamente, blasfemia-, de lo más sagrado, del símbolo de los símbolos de una de las religiones monoteístas más vigilantes de la observancia ortodoxa, de la moral social, una religión que hasta hace nada estaba íntimamente ligada al poder político (en nuestro país hasta antes de ayer, si es que aún no lo está...). Y es desde esa cercanía con el poder político que la religión utiliza su influencia para el interdicto, la prohibición, la censura.

Un escapulario con la imagen soberbiamente artística, es decir, sublimando una realidad bastante más cruel -de por sí poco edificante- de un hombre martirizado en la cruz, ocultando el sexo de un actor, cuyo fin es transmitir toda la fuerza y la significación de un texto bellamente irreverente, en donde puede, por medio de esta elipsis, llevar más allá la expresión de la agudeza (Gracián dixit) encerrada en esta utilización del símbolo del dolor por antonomasia, puede estar sometida a la crítica -es uno de sus objetivos- pero nunca debe intentarse silenciar, suprimir, censurar. Podrá gustar más o menos, se podrá coincidir o no con su idoneidad, pero querer negarla es tanto como cuestionar la creación libre, la interpretación de las obras ya realizadas... o es hipocresía de la peor especie, esa empleada hasta la saciedad en el ámbito de esta religión -la católica- que así se ofende ante cuestiones intrascendentes y es capaz de mirar hacia otro lado ante sangrantes cuestiones infinitamente más cruciales para la sociedad que pretende salvar.


Que los propios defensores del arte entren en este juego, que se dejen mediatizar por la intolerancia, que sean capaces de postergar su derecho a la libertad por una más que dudosa oportunidad política, dice mucho de hasta qué punto nuestra sociedad está desnortada en cuanto a la reivindicación de los derechos y deberes fundamentales de unos ciudadanos tenidos como libres, pertenecientes a un país enmarcado en el entorno de los que gozan del sistema político más pretendidamente abierto y liberal.

La foto de marras, bella en sí misma desde el punto del vista artístico, inapropiada desde ciertos sectores socio-religiosos, no hubiera salido de su ámbito cultural (aunque hubiera suscitado la crítica y el debate) si no hubiera sido señalada con el dedo dictatorial de la intransigencia y el fanatismo más casposamente recalcitrante de este país como reo de anatema, y consiguiente prohibición. Se ha desbordado, así, el ámbito que le debiera ser propio -el artístico- para, enarbolando la bandera del sectarismo más retrógrado, re-situarlo en el plano de las "buenas costumbres" a las que la Iglesia nos tiene acostumbrados: sus buenas costumbres (a Dios rogando y con el mazo dando). Y los representantes políticos, tenidos por liberales, no digo ya los que a sí mismo se consideran progresistas, que debieran haber sido los primeros en defender la legitimidad del derecho a la expresión artística, no solo consienten y avalan la prohibición sino que la justifican, cuando no, la aplauden. Mi admirado Karl Popper (liberal a lo anglosajón, que es la manifestación más pura de liberalismo) algo tendría que decir aquí.

¿Acaso deberíamos hacer lo propio, pues, y unir nuestra intransigencia a la de aquellos que persiguen -e, incluso, condenan a muerte- a quienes realizan unas caricaturas de Mahoma, o utilizan críticamente unos versículos del Corán? ¿Esa es la sociedad libre que nos damos, en la que queremos vivir?


El director del Teatro Español que pensaba llevar a cabo la exposición fotográfica íntegra de Camerinos, de Sergio Parra (entre cuyas obras se encuentra la que causó la polémica en Mérida y que llevó a la dimisión de la directora del festival, Blanca Portillo) ha accedido, con la connivencia del artista, posponer la misma, tras reunirse con representantes del área de las artes del Ayuntamiento de Madrid. Los motivos que exponen es la necesidad de que se exhiban las obras sin contaminaciones polémicas espúreas en un periodo, el electoral, muy dado a utilizar cualquier motivo como arma arrojadiza entre los competidores políticos.
¿Quién sale perdiendo con todo esto? Como siempre, el ciudadano, que ve, así, cómo se cercena su derecho fundamental a la libertad (el poder disfrutar libremente de una oferta artística) en una sociedad que se jacta de ser libre y madura, pero que es capaz de sentirse condicionada por el fanatismo de un sector... (¿demasiado poderoso?). ¿En verdad somos un estado laico como recoge nuestra constitución? Este caso -sin ser el único- lo pone en entredicho.
Mas bien pudiera parecer lo contrario: una sociedad que se pliega a la inmoralidad -en tantos ámbitos- de que hacen gala sus representantes políticos, religiosos y sociales no es una sociedad libre, sino esclava de su conformismo. Así nos va.

Y la que nos está cayendo nos traerá aún más muestras de este jaez. Malos tiempos no solo para la lírica, sino para la ética social de un sistema, el democrático, que vive una de sus horas más bajas desde la 2ª Guerra Mundial. De nuestra posición como ciudadanos libres, de nuestra beligerancia en pro de la defensa de los derechos conquistados dependerá que sigamos adelante, o retrocedamos, en esas conquistas, en esa evolución social justa, igualitaria y libre.
Yo, por mi lado, seguiré apostando por la Belleza, sin olvidarme de defender el derecho a su disfrute sin prohibiciones ni cortapisas.



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