martes, 25 de mayo de 2010

Cuento de madrugada


Esta noche, cuando he ido a coger el coche para volver a casa, he encontrado cuidadosamente colocado en el parabrisas un capullo de rosa rosa con los pétalos aún prietos -ribeteados de un intenso rosa oscuro en sutil degradado- y el fino tallo y las anchas hojas ceñidas por un cucurucho de celofán transparente.
La primera idea ha sido -falaz- la del admirador secreto.
Absurdo -que diría el coronel Kurtz-; enseguida he desechado tal insensata presunción y he pensado en el azar: quizás una amada despechada, quizás un adolescente avergonzado, quizás... Pero me desconcierta pensar que en todos los casos lo lógico es tirar la flor al suelo, a la papelera o a un cubo de la basura,... nunca dejarla cuidadosamente abrazada al parabrisas de un coche; salvo... que quien la dejara deseara que yo -él, ella- la viese (aunque no supiera que yo era yo).
Y, entonces, ¿Por qué a mí? ¿Acaso fruto del azar -con lo que el círculo se cierra-?.
Hay, en este dejar "colocada" cuidadosamente la rosa para que "alguien" la encuentre, un irrefrenable gesto de amor, constatado por el mero hecho de no permitir que sucumbiera -la rosa, el amor puesto en ella- en el sucio suelo o la ominosa basura, y sí, en cambio, intentar traspasar ese amor hacia el/la desconocido/a en un último esfuerzo por no dar por perdida la ternura.
Amor, ternura, depositados en un capullo de rosa rosa que se lanza -cuidadosamente- a la corriente de lo desconocido, como un mensaje en una botella al mar.

Me es grato llegar a esta conclusión y con ella, me voy a la cama. Espero hallar una confirmación a mi barrunto en el subconsciente onírico.
(El capullo de rosa rosa reposa -dentro de un vaso largo a medias lleno de agua mineral- sobre un rojo tapete adamascado de la mesa de salón).