jueves, 29 de septiembre de 2011

La Fórmula. Capítulo 3


VIII

Le Procope

Ya naciera en Palermo, hijo de pescadores, y fuera bautizado piadosamente Francesco, Procopio de segundo nombre, de la humilde estirpe palermitana de los Cutó; o, según otros, en Aci Trezza, en las faldas del Etna e hijo del mismísimo Vulcano y, por tanto, de estirpe catanesi (lo que justificaría, así, la maledicencia de quienes, en un alarde de sincretismo religioso, hacían recaer la buena fortuna que le acompañaría de por vida en la impía venta de su alma al dios de los infiernos a cambio de la posesión de los secretos que rigen la transmutación de unas sustancias en otras, y que sería fuente de su dominio en la elaboración de esencias y extractos, y de su ingenio para construir máquinas sofisticadas que revolucionarían el delicioso mundo de los helados; pues es bien sabido que en este volcán existe puerta de entrada al Hades, y, por tanto al Tártaro, además de ser chimenea de la fragua donde Hefestos realiza todo tipo de proezas metalúrgicas, cuyo poder mágico excede la imaginación ¿Y quién mejor para conocer los remedios para el asfixiante calor que quien lo padece de continuo, aunque sea de manera olímpica?), lo cierto es que Sicilia lo alumbró -acaso producto de orgánica erupción volcánica- para deleite de la humanidad.
Muy pronto Francesco demostraría su espíritu inquieto e inconformista: horrorizado ante la perspectiva de un destino de horizontes tan limitados como el que venía soportando ancestralmente su familia, intuyó anticipadamente el futuro que le esperaba si, armado de coraje y fe en sí mismo, emigraba a donde pudieran reconocer y valorar suficientemente sus hallazgos y progresos en el campo de las bebidas refrescantes; algo que consiguió a partir de unas artesanales máquinas heredadas de su abuelo, con quien, en los tiempos libres, se dedicaba a tan peregrino menester, y que él había perfeccionado hasta el punto de permitir la elaboración de estos precursores del helado a gran escala. Helados que en aquel tiempo se componían de nieve prensada a la que se añadían extractos o esencias de frutos o especias (es paradójico, y digno de notar, cómo la materia prima base para realizar un remedio contra el calor -la nieve- procediera de neveros naturales de la que es considerada como chimenea de un inmenso horno), y que él revolucionaría al batir esa mezcla con una base grasa en unos artilugios de su invención denominados, en un exceso de originalidad e imaginación, heladeras.


Dotado de gran inteligencia práctica decidió aprender todo lo referente a la cocina de su tiempo -recalando para ello en Florencia- antes de proseguir su viaje hasta la que se propugnaba como capital hegemónica de Europa, y, por tanto, imán de cuantos emprendedores quisieran medrar y abrirse hueco, máxime en las proximidades de una corte tenida como la más suntuosa de aquel tiempo, una corte que rendía culto al cuerpo y los placeres con él relacionados, y que valoraba, celebrando, todo tipo de innovaciones en el terreno sensorial, por muy excéntricas que éstas fuesen: la Corte de Louis XIV, Le Roy-Soleil.
Así, le tenemos llegando a París hacia 1670, inscribiéndose en el gremio de Distillateurs-Limonadiers y entrando a trabajar, como aprendiz, en la tienda que el armenio Pascal -inmigrante como él- tenía en la calle Tournon, y en donde se vendían refrescos, limonada y café -brebaje recién llegado a las cortes europeas procedente del Imperio Otomano que a su vez lo había importado de Arabia-. Parece ser que al armenio no le iba muy bien el negocio y decidió seguir su particular hégira hasta Londres dejando la tienda en manos de su aprendiz. Éste vio su momento, la oportunidad para llevar a cabo su sueño de poner en práctica y desarrollar sus innovaciones. París, entonces, era un hervidero de estímulos, una esponja deseosa de absorber todo cuanto mereciera -o no- la pena mientras estuviese enfocado a satisfacer los gustos y deseos de sus habitantes, actitud gracias a la cual se empezaría a acuñar la expresión que sería santo y seña de la Ciudad de la Luz: la joie de vivre.


Francesco, seguro de sí mismo y dueño ya de su propio negocio, llevaría sus ideas a la práctica, y para ello se mudó a la rue des Fossés Saint Germain donde decidió abrir el local por el cual se haría famoso: Le Procope, en 1686, denominándolo con la versión afrancesada de su segundo nombre. Allí, y gracias a su contactos en el gremio de distillateurs -donde amplió sus conocimientos sobre extracción de esencias, elaboración de extractos y procedimientos físico-químicos para la modificación de sustancias primordiales- perfeccionaría la elaboración de helados y crearía una máquina para hacer café que sería la precursora de la cafetera italiana: una especie de pequeño destilador por medio del cual se hacía pasar vapor caliente a través de un filtro donde se colocaba la semilla tostada y molida, para posteriormente recoger el resultado de la condensación en otro recipiente superpuesto al filtro, obteniéndose de esta forma una esencia, o alma del café, de sabor mucho más agradable que el realizado de forma tradicional por decocción directa del grano en agua. Este innovador método tenía otra ventaja añadida a la simple infusión: el aroma desprendido en el proceso era infinitamente más intenso y sugestivo. El éxito fue total, y el Café, el tenido como primer Café de París, inició una larga singladura por la historia, favorecida, además, por diversos golpes de fortuna como la construcción, tres años más tarde, de la Comédie Française: Le Procope se convertiría en el primer café literario del mundo, pues a sus salones atrajo artistas de todo tipo: escritores, actores, músicos, pintores.


(Hay quien decía que tal buena suerte tenía mucho que ver con la invitación que Francesco solía realizar todos los 20 de junio -día en que inauguró Le Procope- en la que obsequiaba a sus clientes con Capones desangrados en pepitoria con trufas del Périgord; pues, según se decía, los capones eran de plumaje negro, siempre los sacrificaba en número par y los desangraba previamente a su cocción a fuego muy lento; por si fuera poco, se juraba y perjuraba haber visto a Procopio arrojar la sangre, mezclada con vino tinto, en un agujero abierto en el suelo bajo un ciprés, tras lo cual parecía pronunciar una jaculatoria... Pero no dejaban de ser meras habladurías, elucubraciones de quienes, envidiosos de la buena fortuna de los demás, siempre le buscan explicaciones sobrenaturales a lo que es fruto del esfuerzo y el talento; y nada tenían que ver, por tanto, con que ese día correspondiera a la festividad romana dedicada a Plutón, ni que en tal festividad se le sacrificaran animales de pelaje o plumaje negro, ni que las víctimas propiciatorias tuvieran que ser siempre en número par, ni que era preceptivo desangrarlas y ofrendar al dios esa sangre mezclada con vino negro, como tampoco tenía que ver el hecho de que el ciprés fuera el árbol dedicado a la divinidad del inframundo, ni, por supuesto, de que en las faldas del Etna hubiere ninguna entrada a ningún Reino Plutónico o que el tal volcán sea chimenea de fragua u horno alguno de Olímpico Herrero. Nadie, que no sea malintencionado, aventuraría una conclusión tan sesgada de lo que no son sino meras coincidencias...
Lo que sí es plausible es que en tal invitación -que no sacrificio ritual- pudiera estar el germen de la posterior ampliación de su oferta a restaurant, y de que le Coq au Vin "Ivre de Juliénas" sea uno de sus platos tradicionales, quizás, en recuerdo de aquellos capones; por cierto, le coq sacrificado hoy en día para el guiso sigue siendo, invariablemente, de negro plumaje...).



IX

-Bonjour! -saludó, Héctor, al entrar en aquel sancta sanctorum de la hostería parisiense.
-Bonjour monsieur! -le contestó un hombre de mediana edad, alto, delgado, de pelo castaño repeinado hacia atrás, mientras detenía su repulir una cafetera, ya resplandeciente, con un impoluto paño blanco.
-Un café noir, s'il vous plait.
-Expresso? -y, al decirlo, le garçon, alargó el acento de la segunda sílaba, como si la "s" fuese elástica, dando a la palabra una pronunciación afectadamente italiana.
-Bien sûr, monsieur -respondió Héctor, exhibiendo una sonrisa cómplice.
Con gestos mecánicos, pero elegantes, como si fuese un mago ejecutando uno de sus trucos, el camarero sirvió un café de forma impecable. Por el local comenzó a expandirse el aroma de aquel expresso recién hecho; en menos de un minuto el ambiente estaba tan saturado del grato efluvio que hizo pensar a Héctor en la tremenda potencia y velocidad de expansión de ciertos aromas. Parecía cosa de verdadera magia cómo de una cantidad tan pequeña de un producto podía difundirse un aroma de aquella manera -siete gramos de café molido, perfundido con agua hirviendo a 90º C, durante apenas veinte o treinta segundos-, capaz de saturar una superficie de varios metros cúbicos, salir por puertas y ventanas y seguir propalándose por la calle donde captar la atención y subyugar el ánimo de quien por ella pasase, provocando una refleja sensación de bienestar, cuando no el deseo, la excitación o la necesidad imperiosa de llevarse a los labios el preciado líquido que tal olor producía. Efecto emparentado, por cierto, con aquél que lo había llevado hasta allí, pues al fin y al cabo, el café, a veces entra a formar parte del corazón de algunos perfumes masculinos.
Lo tomó como debía tomarse un café tan bien servido y de la calidad que aquel tenía: de dos sorbos apuró los veinte mililitros escasos de tan preciado instilado y se quedó mirando en derredor contemplando la soberbia decoración del local al tiempo que disfrutaba con el retrogusto -era arábica cien por cien, por supuesto.
Notó que el camarero lo observaba disimuladamente mientras seguía sacando brillo a lo que ya brillaba como una patena.
Aquella decoración, sin ser recargada era de ese estilo tan clásicamente francés, tipo Imperio, con paredes de color crema dorada, con alternancia de grandes paneles rojos adamascados donde se encuadraban retratos de época al óleo; molduras en el techo, dividiendo el espacio regularmente en zonas cuadrangulares, rompían la monotonía y daban sensación de crear espacios bajo ellas; las mesas, vestidas de blanco marfil, aprovechaban bien la superficie útil, dando una ligera sensación de abigarramiento que aportaba calidez y familiaridad... En conjunto, un aspecto sobriamente elegante, sin caer en la incomodidad o la rigidez.


-¿Los retratos de las paredes a quienes pertenecen? -inquirió Héctor, con la intención de romper el hielo y coger confianza antes de abordar directamente la cuestión del local vecino, que al fin y al cabo es lo que le había llevado allí.
Es curioso cómo la fortuna juega sus cartas sin que nosotros, los sencillos mortales, podamos tener conciencia del alcance de lo que eso supone. De ello tendría buena prueba nuestro amigo en aquella mañana. Aquella mañana recordada mientras acudía, bajo la fina lluvia, en otra mañana semejante, a una cita que esperaba le aclarara al fin un misterio que llevaba semanas creciendo como una bola de nieve y agobiándolo como si al crecer lo hiciera a costa de su mismo espacio vital.
-Aquí hay muchos personajes, monsieur... -contestó el camarero, con un deje de indisimulado orgullo, al tiempo que dejaba de limpiar lo ya limpio y se colocaba ante su cliente, presumiendo que habría más preguntas, sobre todo tras la puntualización que estaba a punto de hacerle, lo que daba a entender su disposición al diálogo-; personajes que han tenido un gran protagonismo para la historia de Francia y del Mundo -continuó.
Así fue cómo Héctor se enteraría de que por aquellos salones habían pasado Voltaire y Rousseau, o que incluso la desgraciada Adrienne Lecouvreur, la primera diva teatral de la Edad Moderna,
desafiando toda convención, les honrara con su presencia antes de ser envenenada por la duquesa de Bouillon, su rival sentimental y pretendiente, como ella, a obtener los favores de Mauricio de Sajonia; o que el mismo Diderot concibiera entre sus paredes la Encyclopédie, con su amigo y colega D'Alambert; o que Benjamin Franklin redactara allí los primeros artículos de la Constitución de los Estados Unidos; o que se convertiera en un centro activo durante la Revolución Francesa, acogiendo a Danton y Marat
, como representantes del Club des Cordeliers, o siendo el lugar de donde partiera la orden para la toma de las Tullerías, o donde se hiciera la presentación del gorro frigio como símbolo de la libertad (usado con este significado por los libertos en épocas del Imperio Romano); o que Montesquieu hiciera alusión al local en una de sus Cartas Persas; o que, más tarde, en épocas tardo románticas y simbolistas, concitara a grandes escritores como Musset, Verlaine o Anatole France... Sus muros guardaban y rezumaban, pues, una parte de la historia de Francia.


Abandonando su lugar en la barra, el barman, mientras desgranaba como un consumado cicerone todo un caudal de detalles acerca de tal o cual personaje, le iba mostrando a Héctor las huellas que allí, en sus paredes, vitrinas o pedestales, se conservaba de su memoria: cuadros con retratos al óleo, o vistas de la antigua rue des Fossés- Saint Germain -edificio de la Comedie Française incluido-, o escenas que recogían diversos cruciales momentos de la Revolución; pliegos manuscritos en los que tal o cual revolucionario había plasmado sus invectivas, plumas de ave o cálamos con que se habían escrito -al menos eso rezaba un letrerito al pie del expositor- junto con el tintero empleado; dedicatorias de los ilustres clientes a Procope o sus descendientes; un busto de Voltaire, la mesa donde se sentaba y que sirvió de altar para oficiar sus exequias camino del Panteón; hasta uno de los sombreros bicornios de Napoleón allí se exhibía en vitrina-marco, como uno de sus más valiosos tesoros...
Al llegar a una zona de transición aneja al bar y la bella escalera de mármol que conducía al piso superior, reparó Héctor en una puerta que parecía formar parte de la pared -sin llegar a simular un trompe l'oeil- sobre la que figuraba, en metal dorado, el reconocible símbolo masón de la escuadra y el compás, en cuyo centro se inscribía una "L".
-Oui, monsieur, effectivament. Hubo un tiempo en que tuvo su sede en los sótanos del edificio una de las logias masónicas más antiguas de Francia -apuntó el camarero, adelantándose a la curiosidad del visitante-, aquella que contó con los ya citados Voltaire o Franklin entre sus adeptos. Pero aquello finalizó con la ocupación de París por las tropas alemanas, en 1940. Desde entonces no se ha vuelto a celebrar abajo ninguna reunión ni rito oficial... -volviéndose a adelantar a la curiosidad que estimaba debía sentir su oyente, continuó- parece ser que el motivo por el cual los sótanos de Le Procope sirvieron a tan extraño fin hay que buscarlo en... su mismo fundador, Francesco Procopio dei Coltelli, Procope-y pronunció nombres y apellido con el mismo afectado acento italiano con el que anteriormente había pronunciado la palabra expresso.


Ahora sí había excitado la curiosidad de Héctor.
-Vaya, vaya -se le escapó en voz alta mientras trataba de calibrar la importancia que para sus pesquisas podía tener el revelador dato que acababa de escuchar.
-Mais, oui monsieur. Muchos emprendedores comerciantes, burgueses, artesanos, o artistas, y no solo gremios de alarifes o canteros, intelectuales, militares, ricos-hombres o nobles eran seguidores de la vía del Gran Arquitecto.
Héctor se le quedó mirando de hito en hito. Para ser un simple camarero gozaba de una gran cultura; claro que tratándose de París uno podía esperar cualquier cosa: nobles ejerciendo de artesanos, príncipes rusos de mozos de hotel o generales exiliados de limpiabotas.
-¿Y la "L"? ¿Por qué una "L"? -preguntó, Héctor, sin confiar en obtener una respuesta precisa.
-¿No desconocerá, monsieur, que hay dos corrientes preponderantes en la masonería? La Regular que cree en un Dios Supremo, el Gran Arquitecto del Universo, representada por una G enmarcada por la escuadra y el compás; y la corriente Liberal, Adogmática o Irregular -que de las tres formas se la conoce-, que no exige esta creencia, al hacer prevalecer la libertad de conciencia de sus miembros sobre toda otra exigencia intelectual, cuya representación es el mismo símbolo de los constructores del Templo de Jerusalén, pero con una "L" en lugar de la "G". A esta corriente pertenecía la logia que aquí se reunía, y que estaba integrada en El Gran Oriente de Francia. Creo que no desconocerá la importancia que se le atribuye a la influencia de la masonería en el fin del Ancien Regime, y por tanto en el advenimiento de la Revolución que acabó con la monarquía absolutista. Uvd parece, monsieur, una persona culta a la que creo capaz de conocer todos estos detalles... -y, al decir esto, el diligente e impersonal cicerone había sido suplantado por alguien de gesto grave que había cruzado el Rubicón de la confianza y parecía hablar al Héctor curioso que había estado husmeando en la acera de enfrente, ante aquella puerta de madera repintada y cerradura y pomo de bronce envejecido.
Los dos hombres se miraron fijamente a los ojos durante unos segundos. Héctor aprovechó:
-¿Qué hay en el local de ahí enfrente? -señalando hacia atrás con el pulgar por encima de su hombro.
-¿A cuál se refiere? ¿A ese que parece transpirar esencias aromáticas? -preguntó el camarero mientras volvía detrás de la barra.
Ahora no le cabía la menor duda a Héctor de que había sido observado, probablemente a través de los ventanales traseros de Le Procope, por aquel hombre que tenía ante sí.
-Sí, ese mismo -contestó.
-Creo que ya le he contado bastante por hoy. Si me perdona, he de seguir con mi trabajo... Quizás otro día... Si vuelve por aquí.
En ese momento entró una pareja de jóvenes haciéndose arrumacos. Héctor, con un gesto de mano y una leve inclinación de cabeza, se despidió y salió de aquel lugar mascando más curiosidad que la que traía cuando entró.

(continuará)





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