sábado, 18 de agosto de 2012

El Salvador de Abismos - GALERÍA: Léon Comerre




EL SALVADOR DE ABISMOS

--¿Y qué es lo que quieres de mí? ¿Qué esperas?.
--Lo quiero y espero todo.
--No sabes lo que dices.
--Quizá no sepa lo que digo, pero sí sé lo que quiero decir.

Este fragmento de diálogo, que bien pudiera corresponder al mantenido entre dos amantes, nos va a servir de brújula para orientarnos en la búsqueda de aquél que he dado en llamar Salvador de Abismos. Porque hay en este diálogo, aparentemente tópico y convencional, al menos dos cargas de profundidad, dos bombas de relojería, dos focos o faros encubiertos --acaso desconectados-- que si los llegamos a accionar convenientemente nos indicarán el camino que nos llevará hasta este singular personaje funambulista.
Haciendo caso omiso del contexto, es decir: filtrando el ruido del cómo, dónde o porqué se produce el diálogo, y centrándonos nada más (de momento) en lo que en él se dice, nos daremos cuenta de inmediato de que, como premisa, entre los protagonistas del diálogo existe una diferencia de naturaleza o carácter: mientras uno aparenta ser escéptico, es decir, apasionadamente racional (el itálico), el otro se nos aparece como inequívoca e irracionalmente apasionado (el cursivo); y, además, yendo al meollo, también repararemos en que: 1) El lenguaje, como medio codificado de comunicación, es perfectible, o, para decirlo más crudamente, es bastante defectuoso o, cuando menos, insuficiente; y 2) hay ahí explícitas dos maneras de acercarse a los hechos y aprehender la realidad: la que utiliza preferentemente la razón (saber) y la que emplea irremediablemente el corazón (querer) (aquí pueden darse diversos grados de impureza o de proporción del uno en la otra -y viceversa). Así pues, este simple fragmento de conversación nos pone ante las dos claves esenciales que enmarcan y definen la existencia humana: la Palabra (el pensamiento, la razón) y el Sentimiento (lo irracional, lo indeterminado, la emoción).

Pues bien, como primer paso, y antes de entrar a analizar esas dos cuestiones, y siguiendo la imantada aguja del diálogo, lo que se constata es que éste , el diálogo, se produce entre dos personas diferentes, más o menos distantes uno de otro (el ser del uno, del ser del otro), y que la diferencia que los separa (o quizá los une) es tan amplia -o tan estrecha- como para tener que utilizar una herramienta comunicativa -a modo de puente o pasarela-, como es el lenguaje, para salvar esa hendidura discontinuidad que entre ellos hay e intentar, de este modo, hacerse entender. Podemos convenir que es obvio que lo que acaece a estos dos personajes es extrapolable a toda la especie (humana).
Tenemos pues que entre los seres humanos existe una discontinuidad: todos están (estamos) en el mundo, pero no de igual forma; incluso me atrevería a decir que tampoco están (estamos) en el mismo mundo, pues cada ser lo percibe de diferente manera, con su particular y único modo de percibirlo (diferentes umbrales de sensibilidad, diferentes referencias culturales y prácticas, diferentes experiencias por tanto; en fin: diferente forma de captar y sentir el mundo, lo que es tanto como decir que cada uno percibe un mundo diferente), si así no fuera no habría necesidad de herramientas comunicativas, o éstas estarían relegadas exclusivamente al ámbito de la expresión de la voluntad, sentimientos o pensamientos propios que serían, de todos modos, concisa y claramente comprendidos nada más ser someramente enunciados. No es el caso, y la experiencia avala este aserto. Hay por tanto un abismo más o menos ancho, más o menos profundo (pueden llegar a serlo mucho en ambas dimensiones), entre cada ser humano, y como somos una especie gregaria de éxito, eso implica que hemos sabido generar nuestros propias herramientas de socialización, valga decir comunicación, capaces de salvar de forma exitosa esa falla interpersonal (un a modo de zurcido suficientemente fuerte como para soportar las tensiones que ineludiblemente se darán entre cada miembro en relación con los demás, evitando así su disgregación y separación).
Habiendo relegado el infalible instinto a un lugar secundario, casi inconsciente (por innecesario ¿?), la consciencia (y sus secuaces: la memoria, la reflexión y las demás cualidades, en fin, de un intelecto desarrollado) se ha erigido en nuestra gran arma, con ella hemos logrado no solo medrar, sino prevalecer. Pero ello no implica que ese abismo existente entre los diferentes seres se perciba, debido precisamente a esa consciencia de su existencia vertiginosamente colgada del vacío (actuando a modo de amplificador o lupa de aumento), aún más atroz, más angustioso y más terrible. Es por eso que los individuos de esta especie, a la que yo mismo me digno pertenecer, han debido salvar su discontinuidad a base de tender puentes y pasarelas, fletar lanchones y transbordadores, desplegar funiculares y tirolinas, o bien, simple y milagrosamente, en el más mágico de los casos, levitar sobre el vacío hasta fundirse con el otro en un alarde de empatía (de todos modos, nunca completamente satisfactoria). En una palabra: la conciencia nos permite un mayor o menor conocimiento del lugar que ocupamos en el mundo en referencia a todo lo percibido como existente (y los innumerables abismos que nos separan de ello), pero, al actuar también hacia adentro (autoconsciencia), también ha descubierto que el ser individual no pisa tierra firme sino que se halla sobre una plataforma móvil e inestable sobre y rodeada de abismos.

Al abismo que se abre entre cada ser humano hay que añadir, pues, el que cada ser humano siente abrirse en sí mismo, a sus pies, como una fisura fatal, un desgajamiento (ese déchirement -desgarradura- batailleano), entre su ser y un Todo, un Espíritu Universal, un Ser Único, del que se siente o se cree proceder; de ahí que este sorprendente ser consciente busque afanosamente la unión con el otro: al hacerlo intenta reparar esa desgarradura, esa discontinuidad, y lo que constata mientras lo intenta es el vacío que también lo separa de ese otro. Es tal el vértigo que tal vacío le infunde que ha de sucumbir al lenitivo de la embriaguez en el otro, bien en forma de amor, de pasión, o de posesión (porque, de lo contrario, lo que le queda es la violencia hacia el otro para afirmar su individualidad y conjurar la amenaza que todo otro supone). En todo caso si la reparación ansiada se diera, si tuviera lugar, lo haría de una vez por todas; pero no sucede así, los seres humanos tienen esa necesidad de buscarse continuamente sabiendo que (y a resultas de que) solo se encontrarán de forma efímera y equívoca (virtual), cuando no llanamente falseada (aunque se mentirán a sí mismos para poder soportar el horror del aislamiento que el abismo en derredor provoca). Este mentirse a sí mismos es uno de los muchos recursos que la mente (cómplice subsidiaria y necesaria de la conciencia) ha desarrollado para poder soportar el vértigo del abismo (de los abismos).
Si uno observa, en cambio, a los animales inferiores (incluso a los superiores, como los simios antropoides), ellos parecen encajar perfectamente en el mundo, en la vida: ni son felices ni infelices, ni se angustian ante la muerte ni se ríen por vivir, simplemente viven, hacen caso a ese GPS cuasi infalible que es el instinto (¿cómo explicar el abigarrado, denso y acompasado vuelo de precisión de los tordos y estorninos, o las increíbles evoluciones admirablemente sincronizadas del cardumen oceánico?), y cuando han de morir, mueren; es todo. El ser humano no. Al ser humano parece que la consciencia le ha crecido como una excrecencia que no le deja encajar perfectamente en el puzle del mundo que conocemos (quizá se deba a que esa consciencia pertenece a otro mundo que no es éste...); al ser humano no le encajan los límites: siempre le sobra o le falta algo, siempre deja fisuras o rebabas en su encaje

Volvamos al diálogo. Cuando itálic@ responde a la totalitaria demanda de cursiv@ ("Lo quiero y espero todo") con ese "No sabes lo que dices", ese no saber (suponiendo, noblemente, que no encierra ningún matiz peyorativo ni despectivo) implica una reflexión compleja (y que cursiv@ reconocera después en su contrarréplica), que se expresaría más o menos en estos términos: "¿Cómo puedes pretender de mí todo, si ni yo mismo me contengo, ni sé lo que soy, ni sé lo que seré mañana; si no sé nada, o muy poco de mí mism@? ¿Qué quieres decir con ese todo? ¿Todo aquello que sea, sea lo que fuere? ¿Cómo puedes pretender todo de mí si ni tú mism@ sabes quién eres ni quién serás; si ni tú mism@ te tienes completamente; porque ninguno nos tenemos o contenemos como si fuésemos figuras esculpidas de una vez por todas, pues el ser humano se está haciendo y deshaciendo continuamente?". Estas cuestiones planean detrás de ese "No sabes lo que dices". Cursiv@ lo sobreentiende, y por eso contesta matizando el sobreentendido, que a su vez  le reclama a itálic@, con ese: "quizá no sepa lo que digo, pero sí sé lo que quiero decir", y que no es ni más ni menos que una entrega total e incondicional. Esto, que en rigor equivale al "en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, hasta que la muerte nos separe" del rito nupcial católico, pero aumentado y corregido, en la realidad se remite a una petición de lealtad absoluta, a una demanda de auxilio para que sea él quien pueda suturar la desgarradura que en su pecho siente (y no por el amor que siente --que ese sería el agente suturador--, me refiero a esa otra desgarradura esencial que todo ser humano porta). Ni qué decir tiene que en la mayoría de los casos el fracaso está asegurado (la petición, aunque sea contestada, de forma frívola, afirmativamente, no será satisfecha), y en los casos que tal petición parece haberse satisfecho (una pareja realmente feliz) habría que preguntar al interior de cada cual para descubrir qué hay en esa apariencia de relativo autoengaño y qué de absoluta verdad.
Vemos, pues, cómo un matiz semántico y significativo puede poseer una profundidad no entrevista en un primer momento. Es lo que tiene el lenguaje coloquial: que trata menos con la lógica de los conceptos que con el sentido figurado de las formas de expresión; lo que supone no pocos quebraderos de cabeza a la hora de una comprensión veraz de lo que el otro nos quiere dar a entender. El abismo interpersonal, las más de las veces, en vez de salvarse se amplía con esta inexacta forma de tender puentes (de emplear el lenguaje). Estas distorsiones se salvan con el empleo de otros mecanismos de unión (adhesivos de almas) como son los gestos (la Acción), en que las palabras se sustituyen por comportamientos inequívocos (¿?), más fácilmente de interpretar y con menos margen de error. 

Por otro lado, esa misma individualidad que supone la desgarradura (el abismo en nuestro propio ser), es celosa de sí misma, y al tiempo que quiere, ansía y busca al otro (intentando con ello, vanamente, sentirse menos desgajado), no quiere perderse, no quiere diluirse, no quiere concesiones limitantes de su estatus de autonomía. De ahí el otro sentido de la contestación de italic@ ("no sabes lo que dices"): hay en esta réplica taxativa un deje reivindicativo, como diciendo: "ni puedo darte todo lo que soy porque yo mismo no sé lo que soy -o seré-, ni quiero perderme en la entrega hasta tal punto". 
Este es el momento en que se puede dejar acceder una cierta cantidad de ruido ambiental. Ya hemos visto que se deduce que itálic@ es apasionadamente racional, por tanto menos dad@ a la entrega incondicional, más celos@, pues, de su individualidad, más cerebral; de hecho puede ser más consistente y leal porque es consciente del terreno que pisa (su inconsistencia e inestabilidad), y por tanto su compromiso está sustentado en certezas racionales, y donde no llegan éstas en una voluntaria cesión de autonomía (una especie de contrapartida digna, donde se fundamenta el orgullo y la nobleza). Cursiv@, por contra, al ser irracionalmente pasional, con ser más vehemente, es menos fiable, puesto que al no ser plenamente consciente de las arenas movedizas en las que se asienta, puede ser fácilmente tragad@ por ellas (aun a su pesar). La pasión salva el abismo más fácilmente que la razón, pero también puede precipitarse en él con la misma facilidad.
La pasión salva el abismo que nos separa del otro trazando puentes más hermosos (en algunos casos verdaderas obras de arte de originalidad exquisita), pero también más frágiles. Quien es capaz de decir: "Lo quiero y espero todo de ti", está haciendo una declaración de intenciones absolutistas, está proclamando su carácter o su momento pasional investido falsamente de eternidad; gozará mucho y hará gozar mucho, pero también sufrirá y hará sufrir en la misma medida. Y esto es así porque para el pasional el abismo que separa a los individuos es aún más espantoso, lo teme más, le resulta más insoportable, y cuando cree haber tendido un puente sólido (siempre lo cree) hacia un otro que supone, además, el adhesivo que requiere para suturar la desgarradura propia, entonces se agarrará a él/ella con toda la fuerza de que su ser es capaz, pues sabe que el derrumbe de ese puente será su propio derrumbe en ambos abismos: el propio y el de su conciencia de ser aislado, desgajado, perdido.

Y es que, efectivamente, el ser humano no puede ser otra cosa que un salvador de abismos. Es consustancial a su ser, se ve impelido a ello, es la adquisición de consciencia la que lo ha provocado, es su maldición por haberla obtenido. Mas la conciencia le proveerá, por otra parte, de las formas, los medios o remedios para salvar este doble abismo que lo rodea: el propio e insondable y el que lo separa de los demás, aunque lo haga de forma efímera y casi siempre insuficiente. No otra cosa es la iluminación buscada por los budistas y la ascesis de los místicos cristianos o sufíes islámicos, no otra cosa es el arrobamiento extático, que un salvar esos abismos (porque el que salva el abismo propio adquiere instantáneamente la facultad para salvar el que lo separa de los demás, pues ya no será Uno separado, sino Uno con el Otro, uno con el Todo). Allí sobrarán las palabras, porque ya no serán necesarias, ni podrán, además, dar cuenta veraz de tal estado. La palabra hace al hombre, pero la palabra lo separa de Dios (Todo, Espíritu, Creador). La palabra (el lenguaje) sirve para tender puentes sobre los abismos que separan a los seres humanos pero no para soslayarlos. La palabra ha contribuido decisivamente al éxito de la especie, pero no le ha servido para evitar el fracaso que supone su increíble desarrollo, y que lo aleja indefectiblemente, cada vez más, del Origen, del Espíritu, de la Unidad. Solo la palabra poética, al no dar cuenta racional de la realidad sino al tantear su irracionalidad, logra tender cabos, hilos de plata y oro que suponen, a su vez, fisuras en la discontinuidad que permiten salvar los abismos por intuición (haciéndolos desaparecer, evadidos prodigiosamente por esas fisuras abiertas por la palabra poética).

Por último y como revelación o especulación positivista, podemos colegir que esos abismos, con el vértigo que provocan no son sino... la propia esencia de la vida, su dinámica infinita, su resistencia al estatismo, su garantía de viabilidad. Si no hubiera abismos, no habría vida. Porque, atrevámonos a decirlo de una vez, esos abismos no son sino el magma eterno que nos contiene, como la materia oscura del universo parece contener a los astros. Mas una materia oscura generadora (¿acaso no lo será en el mismo cosmos? ¿acaso el bosón de Higgs no estaría en la estela de este argumento?). Resumiendo: el ser humano, debido a su conciencia --que es consciencia--, ha adquirido la facultad de poder sentir/percibir el aparente vacío que lo rodea, un vacío que no lo es, sino que es ámbito informe de donde surge todo lo que es. Si el individuo es incapaz de darse cuenta de ello (de asumirlo como su más segura y profunda verdad), la angustia estará servida; el vértigo será insoportable, la embriaguez su único remedio/consuelo.
Nuestros amantes podrán darse por sobreentendidos --si se aman-- y dedicarse a lo que interesa: al abrazo y la pérdida en el otro, en la confianza de que aunque la unión (la fusión) sea efímera, es conscientemente aceptada como tal; en caso contrario, la fisura se agrandará cada vez más hasta que el puente vulnere su condición elástica y se rompa, arrojando a los ingenuos al vacío del abismo (de los abismos), de donde deberán resurgir renovados (ya otros) tras sufrir una dolorosa transformación que en nada envidiaría a la que le supone a una serpiente la muda de su piel.

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GALERÍA

Léon-François Comerre
(1850-1916)

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Study for le Manteau Legendaire
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Le Manteau Légendaire
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Nu allongé
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Le Triomphe du Cygne (Leda y el cisne) (v 1)
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Le Triomphe du Cygne (Leda y el Cisne) (v 2)
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Odalisque with a peacock
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Jezabel devorée par les chiens
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Le Déluge (El Diluvio)
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La belle liseuse
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Girl with candlelight
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Portrait of a girl
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La loge de la ballerina
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Portrait of the Ballerina Rosita Mauri
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