viernes, 14 de septiembre de 2012

El secreto (II) - GALERÍA: Pierre-Auguste Renoir (2)





La luminosa sombra del pasado

III
Afuera la mansa y fina lluvia había dejado de caer. El reconfortante aroma a humedad que penetraba por la puerta y la ventana abiertas tomaba el relevo sensorial al sordo continuo de la llovizna; con él también se dejaron oír, joviales solistas, los primeros gorjeos saludando la tregua concedida por un cielo aún gris. Monsieur Clochard comenzó a salir de su ensimismamiento trayendo consigo una buena cosecha de recuerdos. Hasta qué punto aquellos recuerdos fueran el fiel reflejo de lo ocurrido más de medio siglo antes es algo que no estoy en condiciones de juzgar, pero, a decir de la impresión que aquel hombre me causaba, de cómo extraía de su mente los pensamientos y de cómo los exponía (sin afán de presunción o de interés), sí que puedo aseverar que no creo que su relato difiriera de la realidad objetiva más de lo que el relato de un historiador, por poner un ejemplo, pueda hacerlo. Diría más, es posible que monsieur Clochard se mostrara en extremo cuidadoso a la hora de referirse a los hechos objetivos diferenciándolos de las reflexiones y/o emociones que en él aquellos hechos hubieran suscitado. Tal era la sensación de franqueza y honestidad que transmitían aquellos ojos claros, extrañamente luminosos y asombrosamente vivos pese al velo de la edad, .
Tras toser débilmente (más creo que por liberar las cuerdas vocales que a causa de su resfriado) y beber un pequeño sorbo de clairet, prosiguió:
--Un secreto, sí, decía. ¿Quién no guarda algún secreto de la infancia o la adolescencia? Esos episodios que, vividos íntimamente, se desarrollan al abrigo de las miradas y del gran público, conocidos únicamente por sus protagonistas, pues suelen pertenecer al ámbito de lo emotivo, de las causas y las motivaciones que sustentan los actos, pero también al territorio privado de los sentimientos no formulados, ese universo poblado de sueños y de ilusiones jamás encarnados. ¿Cuántos de ellos no habrán muerto con sus depositarios, sin encontrar la oportunidad de expresarse como tales? Éste que me dispongo a desvelar dejará de ser secreto en la medida que tú, mi nieta, y que usted, Héctor, tengan conocimiento de su existencia, pero seguirá siéndolo, y más aún, pues adquirirá a los ojos de dos testigos de excepción toda la entidad de los verdaderos secretos: la certidumbre de que existió durante más de cincuenta años y de que seguirá existiendo (ya revelado y transmitido) en la memoria de quien pueda dar fidedigna y apropiada cuenta de él. Tiene todo auténtico secreto el núcleo adamantino, la rara cualidad de la pureza cristalina forjada en la profundidad del corazón, sometida a tensiones formidables y a la imprescindible acción del tiempo. Cuanto mayor es la acción del tiempo sobre el secreto, más y más se va transformando su difusa y umbrosa estructura hasta alcanzar la increíble condensación luminosa del más puro diamante: si alguna vez ese secreto se descubre, si quien lo descubra posee la clarividencia del más excelente orfebre, logrará tallar con él una valiosa joya de brillo singular y único, digna de ser engastada en la historia más exclusiva de los hombres. No quiero decir que nuestro secreto (el de su madre y mío) posea objetivamente este tan singular valor, no soy tan engreído; pero sí estoy en condiciones de asegurar que para mí (y espero que para ella), subjetivamente pues, no ha tenido un valor menor. Y si he dado este largo circunloquio para definir qué late en el fondo de todo secreto que se precie, no ha sido con otra intención que el deseo de tasar adecuadamente el valor con el que ha permanecido éste, durante todo este tiempo, en mi corazón --tras decir lo cual, aquellos velados claros ojos se demoraron alternativamente en los nuestros, con una fijeza y firmeza que no dejaban lugar a dudas sobre la sinceridad y el alcance de lo expresado--.

A estas alturas, por mi mente ya empezaban a circular imágenes que especulaban sobre lo que pudiera esconderse tras aquellas palabras, tras aquel tupido y adamascado preámbulo más propio de un tejedor de pensamientos, de un filósofo de la vida, que de un tabernero. Y ello me hizo caer en la cuenta de que esta reflexión, llena de un fatuo prejuicio clasista, no hacía sino avalar algo en lo que, no obstante, yo había creído siempre: no importa qué haga un ser humano para, como suele decirse, ganarse la vida, lo importante es el latir de su alma, el ritmo con que su espíritu danza en la existencia. Lo importante es la llama, no la palmatoria donde arde. Siempre he pensado que las llamas más bellas arden en los lugares más insospechados, en los menos previsibles. Allí delante tenía yo a una de esas llamas. Y estaba siendo testigo de su misterioso e inusitado flamear. 

--Fue un tiempo hermoso, muy hermoso --prosiguió monsieur Clochard--, pese a las carencias, pese a las penurias que a nuestro alrededor clavaban sus colmillos en aquella masa de inmigrantes que al reclamo de las obras modernizadoras comenzaron a acudir a París (a tantas grandes ciudades europeas y americanas que adecuaban sus infraestructuras a lo que el progreso demandaba e impulsaba). Llegaban por oleadas, y a pesar de que las autoridades procuraban filtrar lo necesario de lo superfluo, no se podía evitar que cada trabajador trajera una familia a cuestas. Los sueldos de aquellos operarios que trabajaban diez horas al día, si suficientes para una persona sola, o una pareja, se volvían claramente insuficientes a la hora de alimentar y vestir a una prole. Es por eso que se estableció una especie de floreciente economía sumergida entre los guettos de inmigración, en el que costureras, cocineras, albañiles, y un sin fin de obligados oficios autónomos (hasta titiriteros y cómicos), se ganaban un sobresueldo que ayudaba a las necesidades diarias. Era aquél un ambiente propicio para la la creatividad; y aquellas gentes venían cargados de necesidad, entusiasmo e imaginación. Los residentes de hecho, como yo, como mi familia, parisienses desde varias generaciones, veíamos al principio esta avalancha de foráneos con una mezcla de curiosidad e inquietud. Al final la inquietud desaparecía y daba paso a una inagotable curiosidad por aquellos usos y costumbres, a veces tan diferentes a los nuestros --tosió otra vez levemente, bebió otro sorbito de clairet, y continuó:-- Recuerdo perfectamente el día que llegó su familia, yo entonces (ya lo he dicho) aún no había cumplido ocho años, y me encontraba en la calle, jugando, cuando se acercaron dos adultos, hombre y mujer, cargados de maletas y fardos y una niña de ojos enormes con cara de sorpresa. Él (su abuelo de usted) llevaba boina e iba mirando a un lado y a otro (imagino que buscando el número del domicilio asignado), ella (su abuela) que exhibía un avanzado estado de gestación, venía con la cara desencajada. Lo recuerdo porque al llegar ante el portal y dejar los bultos en el suelo, sufrió un vahído que por poco da con ella contra el pavés, si su marido no hubiera andado listo y la hubiese cogido en sus brazos antes de caer. Al rato, en seguida, se arremolinó la gente: la portera del edificio dejó la escoba con la que barría el umbral y se precipitó al interior en busca de un vaso de agua con el que salió instantes después, otras vecinas acudieron con caras y exclamaciones de preocupación. Vamos, que se preparó un pequeño tumulto, gracias al cual guardo en mi memoria aquel día, y, sobre todo, un pequeño detalle: pese a las idas y venidas y el alboroto generado por el desmayo de su abuela, aquella niña de ojazos grandes que en todo momento iba agarrada a las faldas de su madre no hizo ni un puchero. No recuerdo bien lo mucho o poco que se preocupara, pero sí recuerdo que no lloró (eso es algo que un niño recuerda con especial énfasis, pues es en base a esta consideración --la facilidad o no para el llanto-- que los niños catalogan la entidad de sus semejantes). La niña se limitó a contemplar con aquellos ojos de asombro toda la escena, y cuando la madre volvió en sí, cuando, tras mojar sus labios en el agua traída por la portera, retornó el color a unas mejillas momentos antes cadavéricamente empalidecidas, aquella niña sonrió; y su sonrisa iluminó mi corazón, y lo cautivó. Su abuela de usted, que era sobriamente hermosa, abrazó a su hija, sonrió tímidamente a tantos rostros que descubrió pendientes de ella, y se levantó. "Bien -dijo, el hombre (su abuelo de usted),- ya estamos aquí", y, al decirlo, hizo un amplio gesto como si fuera un conquistador que tomara posesión de una nueva tierra descubierta, y penetró en el edificio seguido por su mujer y su hijita, y vecinos y vecinas ayudándolos con el equipaje.
"En aquel primer encuentro nuestras miradas no se cruzaron. Fuimos, ambos, espectadores de escenas diferentes, y vivencias diferentes: ellos, los recién llegados, abrumados por lo nuevo y lo desconocido apenas repararon en los detalles; nosotros, yo, contemplándolos detenidamente, examinándolos, para descubrir en ellos el carácter de quienes serían nuestros futuros vecinos. --Aquí detuvo su relato. Se acercaba el mediodía. La lluvia había vuelto a hacer acto de presencia con la misma mansedumbre y displicencia de que ya hiciera gala por la mañana. Había que preparar las mesas para le repas du midi. Claire me miró y dijo:
--¿Por qué no se queda a comer a con nosotros?. Al fin y al cabo, por lo que voy presumiendo, creo que podemos considerarlo como de la familia. ¿Qué me dice, Héctor?
--No veo ningún motivo para rechazar la propuesta, y sobrados para aceptarla --repuse con convicción y una amplia sonrisa.
--Bien, entonces, pépé, proseguirás con la narración mientras comemos, d'accord?
--Me parece una excelente idea, ma petite --contestó un divertido monsieur Clochard--. Compartir el sagrado momento de la comida estrechará aún más los lazos, y abrirá nuestro alma a la revelación que espero tenga lugar como resultado de las revelaciones que pienso haceros. Porque... yo también espero que algo se me revele por vuestra parte... --y dejando en el aire un halo de misterio se levantó, y los tres fuimos a ocupar una de las mesas que fue instalada bajo el pequeño porche que se abría a un patio interior empavesado.


IV
Todo alrededor del pavés de menudo canto rodado se disponían parterres con diversas plantas, entre las que no faltaba algún rosal, y una tupida trama de hiedra que escalaba y cubría los muros de una tapia que cerraba, formando un ángulo, la propiedad por el Oeste. En el ángulo opuesto --allí donde nos encontrábamos nosotros-- se levantaba la casa en cuya planta baja se ubicaba Le Chien Andalou. El porche que nos albergaba lo formaba una marquesina de madera con teja árabe sustentada por delgadas columnas de piedra de fuste liso, sin basa y con capitel dórico que se adentraba en el patio algo más de dos metros, lo suficiente como para acoger una mesa en donde disfrutar de un templado día de primavera, molleusement pluvieux, sin miedo a mojarse. Sólo quien haya experimentado la voluptuosa dicha de una tal ocasión sabe lo que quiero decir: departir cómodamente, a resguardo de la lluvia que mansamente acompaña, sin mojar, como un escenario coadyuvante, no amenazador, oyéndola caer parsimoniosamente, chispeando sobre la piedra y repicando en la vegetación, inmersos nosotros en la magia que el agua posee, sintiendo, desapercibidamente, su resonancia en nuestra misma hidratada constitución, en nuestras células hechas de agua que rememoran, así, el milagro del origen de la vida. El hechizo y la fascinación del agua como banda sonora de la exaltación de los sentidos y el derramarse del espíritu en la corriente de la Palabra que transporta emoción.
Si fue una comida inolvidable no se debió a una sola circunstancia: no sólo a las viandas que se degustaron (era obvio que tenían previsto invitarme a comer), al vino que se bebió (unos prodigiosos montrachet blanc y pomerol noir), ni tan siquiera al ambiente naturalmente aristocrático que se respiraba; se debió, sobre todo, al espíritu que flotó durante todo momento entre nosotros, espíritu alimentado por palabras y avivado por las emociones sugeridas. ¿Revelación? Quizá pueda hablarse de ella, si por revelación se entiende la aparición de algo que se presume, de algo que se barrunta, pero que se cree más propio de la imaginación que de la realidad; si por revelación se entiende la elucidación de una verdad presentida (incluso querida y deseada) pero considerada improbable, cuando no simplemente imposible. Algo de todo ello se dio durante aquellas tres horas que duró la comida y sobremesa subsiguiente, y cuyo eco se propagaría por los días y meses siguientes, y que se extiende, persistente, hasta hoy, que escribo estas notas. Revelación, pues, surgida al hilo de las revelaciones de monsieur Clochard.

--Su madre de usted era de natural tímida, pero no introvertida; era ingenua, pero no ñoña; poseía la candidez e inocencia de quien está constituido esencialmente de estas cualidades. Incapaz para el rencor, nunca la vi actuar con malicia, ni tan siquiera con esa crueldad inconsciente que es tan frecuente entre los niños. Nunca hablaba o actuaba con segunda intención, no conocía la mentira (esto es algo que nos asombró a todos los vecinos que formábamos la pandilla). Como engañarla era tan fácil, no había ningún aliciente para hacerlo. Y no porque fuera tonta, sino porque tenía una absoluta confianza en sí misma, y, por tanto, confiaba en los demás. Muy pronto, todos los niños del barrio y los compañeros del colegio, nos disputábamos su favor. También muy pronto, entre las niñas, se generaron dos bandos: las que valoraban y apreciaban su sinceridad, y las que, incapaces de emular su transparencia, la envidiaban. Ella, no obstante ser amable y extremadamente cortés (parecía toda una francesita de buena familia), lo era de un modo distante. Nunca dejaba entrever, más allá de la exquisita cortesía que la caracterizaba, una emoción susceptible de mostrar un flanco débil o una flaqueza de carácter por donde hacer sangre (ya sabe, algo tan buscado cuando niños). Lo que no quiere decir que no diera muestras, más de una vez, de disgusto, contrariedad o, por el contrario, de entusiasmo y alegría. Era de sonrisa fácil y de risa franca, y no era difícil saber cuándo la preocupación ensombrecía su mirada. Su madre, Héctor, era una de esas personas fáciles de leer, pero complejas de interpretar.
"Al poco de llegar nació su tía M. Una monada de porcelana y tez blanquísima que contrastaba con la piel morena de su madre (que, por cierto, usted también posee). Aquel bebé se convirtió rápidamente en el juguete y objeto de adoración de todos. Y el roro, como si fuese consciente de la admiración que suscitaba, no hacía más que regalar sonrisas a diestro y siniestro. Fue el tiempo en que su abuela, perdida ya la vergüenza y ganada la confianza, comenzó a cantar. Alternaba nanas con coplas, y tanto unas como otras suscitaron el general beneplácito. Aún recuerdo escuchar en el silencio de la mañana la voz de alguna vecina pidiendo a madame María que entonara alguna de aquellas coplillas que terminaron por hacerse populares. María, la Chanteuse. Si su abuela de usted no fue una de aquellas cantantes que triunfaban entonces en los vaudevilles y cafés-cantantes sería porque no se lo propuso, ya que cualidades tenía para ello."
"Su abuelo trabajaba de luna a luna. Creo que no veía el sol más que los domingos. Entibando todo el día aquellos túneles por donde había de transcurrir le métro. Apenas le veíamos. Era un tipo jovial, desenfadado. De carácter fuerte y orgulloso. Desde el primer momento se unió a la CGT. Tenía madera de líder, pero un líder a la ibérica: independiente y anarco. No le importaba comprometerse, daba la cara por sus compañeros, era solidario, pero también celoso de su privacidad. Pocas veces se le vio de francachela con amigos o compañeros. Los domingos iba con la familia, cuando el tiempo lo permitía, al Bois de Boulogne, al Jardin du Luxembourg o a les Rives de la Seine. Un hombre trabajador y familiar, en suma."
"Durante los años de infancia, años de colegio, años de Guerra, años de descubrimientos y florecimiento de emociones, se fue fraguando, en apariencia, una fuerte amistad entre su madre y yo. Jeanette, que así la llamábamos en sustitución de un nombre, en francés impronunciable, que vaya usted a saber por qué pusieron a su madre, creció haciéndose una linda muchachita de belleza clásica y temperamento, aunque fuerte, sensible. Responsable para con sus hermanitos (ya sabe que su tío R nació a los ocho años de la llegada de su familia a París; o sea que los tres hermanos se llevaban cuatro años de diferencia), era habitual verla llevándolos de la mano a todas partes. Se podría decir que ejercía de segunda madre cuando ésta no estaba. Y junto a esa aparente amistad, sin yo darme cuenta, un sentimiento más profundo fue germinando. No pocas veces me hacía el encontradizo sólo para que me dejara acompañarla al colegio, ayudándola con su hermana que estaba hecha una randa de cuidado; una granujilla, quiero decir, una preciosa muñequita rizos de oro traviesa y picarona hasta decir basta. Así, la cogíamos cada uno de una mano y la llevábamos en volandas antes de que se cerraran puntualmente las puertas de l'École Publique du 18ième Arrondissement (cosa que ocurrió más de una vez para consternación de su hermana y enfado de su madre)."
"Contaba Jeanette (su madre de usted) trece años de edad cuando ocurrió algo que supuso un giro en nuestra, hasta entonces, fraternal relación. Eran los Locos Años Veinte, tiempo en que la alegría de vivir desbordaba los boulevards de música, baile y artistas pululando hasta altas horas de la madrugada; los buenos tiempos del Moulin de la Galette, del Moulin Rouge, de la Place Pigalle... Fue en su último año de colegio, a finales de primavera; acabando, por tanto, su último curso (en el otoño, según me dijo, comenzaría a trabajar en una pequeña fábrica de selectos bombons artisans). Volvíamos a casa tras las clases de la tarde. Al subir por el Boulevard Barbés en su confluencia con le Boulevard de la Chapelle, en uno de los varios locales donde sonaban habitualmente melodías alegres y desenfadas, uno donde el acordeón solía ensamblarse con pasmosa habilidad a un virtuoso violín, sonaba una de esas canciones imposibles de escuchar sin llevar el ritmo con los pies (qué extraño, no recuerdo la pieza). Jeanette y yo nos miramos y, sin decir palabra, nos pusimos a bailar en medio de la calle. No sé si lo hicimos mal o bien, sólo recuerdo su mirada, sus ojos brillantes,... y mi emoción. Aquel día supe, a mis dieciséis años, que estaba enamorado. Algo que me parecía incomprensible, hasta luché contra esa sensación. ¡Si Jeanette era casi mi hermana!. Obviamente guardé mis sentimientos. Nada salió de mi boca. No puedo decir que estuviéramos avergonzados, porque sería mentir. Pero ambos sabíamos que habíamos traspasado una frontera aquel día, una frontera que no podía obviarse... --y monsieur Clochard, en este punto, se quedó pensativo, sumergido en aquella emoción recuperada; mientras Claire y yo nos mirábamos, ahora con una nueva y desconcertante complicidad.

(continuará)

El Secreto (I)

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GALERÍA

. Pierre-Auguste Renoir
(1841-1919)

Les Nus (2) (1900-1919)
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Reclining nude (The Baker's Wife, 1902)
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Reclining nude (Gabrielle, 1903)
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The Spring (1902-1903)
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Large Bather with Crossing Legs (1904)
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Bather (1905)
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Young Woman Seated in a Oriental Costume (1905)
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A Seating Bather (1906)
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Bather Drying her Feet (1907)
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Gabrielle with Bare Breasts (1907)
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Gabrielle with open Blouse (1907)
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Nude Reclining on Cushions (1908)
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The Judgement of Paris (1908)
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Bather wiping a Wound (1909)
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Nude Woman on Green Cushions (1909)
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Ode to Flowers (After Anacreon, 1903-1909)
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Reclining Nude (1909)
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After Bathing (nude study, 1910)
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After the Bath (1910)
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Bather admiring Herself  in the Water (1910)
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Bather drying her leg
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Gabrielle at the Mirror (1910)
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Seated Young Woman Nude (1910)
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Study of Nude (1910)
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Woman at the Fountain (1910)
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Gabrielle with a Rose (1911)
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After the Bath (1910-1912)
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Seated Bather (1912)
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Seated Bather (1913)
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Seated Nude (1913)
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Seated Nude (1913)
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Seated Nude in Profile (1913)
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Seated Bather (1914)
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The Judgement of Paris (1913-1914)
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Bathing (1914)
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Nude on the Grass (1915)
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Seated Nude with a Bouquet (1914-1915)
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Study for the Saone embraced by the Rhone (1915)
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Two Womaen with Flowered Hat (1915)
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Women bathing (1915)
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Bathers (1916)
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Model with Bare Breast (1916)
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Bathers (1917)
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Nude Girl reclining (1917)
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Sleeping Odalisque (Odalisque with Babouches, 1917)
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Bathers (1918)
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The Great Bathers (The Nymphs, 1919)
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Two Bathers in a Lnadscape (1919)
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Woman at the Chest (1919)
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After Bathing seated Female Nude 
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After the Bath
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Bather seated by the Sea
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Nude in the Water 
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Nude on a Couch
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Sleeping Nude with Hat
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The Swimmer Sitting
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Woman in a Interior
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Woman in Blue
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Caryatides
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Gabrielle sun
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Diana (Realism)
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