martes, 26 de junio de 2012

RELATOS DE VERANO: El sueño de Endimión (2) - GALERÍA: George Frederick Watts




Si el tiempo de la necesidad te asedia,
prepara y dispón un tiempo para la magia.
La realidad es maleable: adoptará la condición
que tu voluntad y tu imaginación quieran otorgarle.
Creencias increíbles. Héctor Amado

3
...Una intensa sensación de mareo le hizo salir precipitadamente de aquel ambiente que se le antojaba enrarecido e irrespirable. Necesitaba el aire fresco de la mañana, el sol, las calles,... el latido de la realidad enviándole certezas. Al cruzar el local observó, en la pared de su izquierda, la hermosa figura de Jennifer Connelly surcando, apresurada, la ajada superficie de la vetusta cornucopia que decoraba desde tiempos inmemoriales aquel salón decimonónico. No recordaba si había abonado su consumición, tampoco le importaba. El camarero, al menos, no salió tras ella a pedirle cuentas. El subsahariano se quedó allí, con la palabra en la boca, contemplando cómo aquella belleza se levantó como impulsada por un resorte cuando le ofrecía, con la mejor de sus sonrisas, el variopinto muestrario que colgando del cuerpo, brazos y hombros parecía la panoplia de un estrafalario guerrero de un ridículo País de la Baratija. A Raquel le pareció oír tras de sí, mientras traspasaba la puerta de aquel local ya inexistente, un modulado silbido que, no estaba segura, pudiera ir dedicado a ella. Una vez fuera, como le sucediera al salir de casa apenas una hora antes, respiró profundamente y ofreciendo el rostro al cielo, con los ojos cerrados, se dejo calentar la piel por el sol...
...Al cabo de unos segundos, que tuvieron la densidad indefinida de los puntos suspensivos, salió de su ensimismada exposición a los elementos y abrió de nuevo los ojos. Miró alrededor,... a las caras inexpresivas de la  escasa gente que a esa hora deambulaba, sin prestarle atención, por la calle. Después, lentamente, con el temor y la parsimonia con que se miraría quien habiendo sufrido un atropello intenta constatar los daños sufridos, se miró a si mismo... Allí estaba él de nuevo: Héctor, sus pantalones chinos color tierra, sus leales e infatigables zapatos de cuero color cuero, su pulcra camisa blanca remangada hasta el codo, su masculino vello en los brazos,... todo, cómo y dónde debía estar. Salvo... el diario que descuidadamente se había llevado en su huida. Deshizo el camino para reintegrarlo a su lugar, y, al llegar, se dio cuenta que donde antes --y durante más de cien años-- estuviera el Salón Ideal, ahora se mostraban los escaparates de una tienda de ropa casual. En rigor, el Ideal cerró sus puertas cuando él, Héctor, aún estudiaba en la universidad, así es que.... por un lado se quedó sorprendido, por otro, lo encontró totalmente natural. Más de veinte años habían pasado desde que en aquel afamado y socorrido punto de encuentro (disputándoles privilegio y cometido al Norte, o al España, en la Plaza Mayor) se sirviera el último café; y él lo sabía. ¿Entonces? ¿Qué había ocurrido?¿Por qué salió de su casa con la certidumbre de encaminarse hacia un lugar que debiera saber ya no existía? ¿Por qué, si era así, no obstante, lo halló aún funcionando, entró en él, se tomó un desayuno, habló con el camarero y fue objetivo de un mirón y de un vendedor ambulante? Y lo que era aún más desconcertante: ¿qué hacía aquel periódico en su mano, en el cual figuraba el matasellos distintivo de la cafetería? Comprobó que el Norte era el de ese día, X de junio de YYYY. Decir que su mente era un ovillo de especulaciones solapadas, no es decir nada; señalar que estaba a punto de dudar de su cordura, ya sería indicar algo. ¿Qué puede pensar alguien en una situación como esa?: ¡Tener la conciencia clara de haber estado en un lugar que ya no existe, relacionarse allí, aparentemente, con congéneres de carne y hueso, y encima tener la prueba en las manos! ¿Cómo se digiere eso? La cuestión mayor de su baile de personalidad (no, no; no de personalidad: de entidad; pues no solo era su conciencia, sino su apariencia las que cambiaban a los ojos de los demás), pasó, de momento, a un segundo término. Su mente fue ocupada, asaltada, tomada, por la certidumbre de que algo muy raro cuyo alcance iba más allá de su imaginación estaba pasándole, algo que no podía explicarse, ni creía que nadie pudiera hacerlo. Determinó ir hacia el Parque Grande. Dado que no tenía que acudir a ningún trabajo, ni en su agenda figuraba obligación alguna en todo el día, se podía permitir emplear --que no perder-- el tiempo en establecer alguna suerte de estrategia para esta sobrevenida, alucinante e inexplicable situación.

...Una vez allí eligió un rincón recoleto, en una de las sendas que, apartadas de aquellas otras más centrales y concurridas, permanecían constantemente umbrías y silenciosas a cualquier ora del día. Se trataba, el Parque Grande, de un vetusto bosquecillo semi silvestre que unía sus copas en lo alto de manera casi uniforme en toda su extensión, formando una especie de más o menos tupida malla verde a veinte metros del suelo que aquí y allá tamizaba la luz del sol en una miríada de destellos al compás del viento en las hojas. En la zona central la zona boscosa del parque dejaba espacio a un estanque artificial, de forma irregular, que se resolvía a norte y sur en canales sobre los que se tendían graciosos puentecillos: en la superficie, el deslizarse de patos y cisnes hacía las delicias de los niños, que los arrojaban pan y otras chucherías para regocijarse con las carreras y disputas de las ánades por alcanzar el nutritivo botín; bajo el agua, en cambio, eran las evoluciones de multitud de carpas de colores las que daban al pequeño lago el dinamismo que denunciaba su estancamiento (apenas se dejaba sentir la leve e imperceptible corriente que renovaba constantemente su cauce). En este fragmento de Paraíso reinaba habitualmente la quietud, salvo en las tardes del sábado y domingo, en que se celebraban, en la Pérgola, bailes populares al son de orquestinas instaladas en un Quiosco de aires románticos. Los días laborables --como aquél-- sólo se oían los ocasionales pasos de los temporales pobladores sobre la tierra de las sendas, el trino de las varias especies de aves canoras que habitaban, invisibles, las enramadas y las espaciadas llamadas horrísonas de los pavos reales, que sobre todo a la caída de la tarde se convertían casi en clamor anunciando la hora de buscar el resguardo de las tendidas ramas bajas de la arboleda para recogerse y dormir; el ruido sordo, lejano, pero perceptible, del tráfico rodado completaba el mapa sonoro. En resumidas cuentas, era un lugar enquistado en medio de la ciudad donde el tiempo parecía morar ajeno a la prisa. Aquel paisaje podía pertenecer a cualquiera de las distintas eras de la tierra, una vez que la vegetación hiciera su acto de presencia. Los erguidos troncos de los árboles tapizados de líquenes, hiedras y otras trepadoras, el subsuelo alfombrado de humus cuyo aroma impregnaba el aire --sobre todo en las zonas más sombrías--, las muchas y variadas plantas que suelen medrar en climas continentales,... todo coadyuvaba para crear esa sensación de arcano oasis (a modo de jardín botánico, si recoleto no exento de cierto exotismo). Había en aquella atmósfera boscosa casi selvática (Héctor siempre lo sintió así), algo intemporal que evocaba los espacios más fantásticos, esos en que la imaginación humana suele colocar toda clase de seres maravillosos: ninfas, faunos, duendes, genios, hadas y enanos invisibles, animales mágicos que pueden transmutar su forma y árboles que hablan a los espíritus sensibles --o crédulos y susceptibles a la superstición--, flores que al abrirse muestran maravillosos palacios en miniatura y otras cuyo aroma sume en un sueño eterno,... Ese era el ambiente en que Héctor se había sumergido. Desde ahí, como quien se encuentra en zona franca o neutral, pretendía analizar todo lo ocurrido y hallar, sino una explicación, al menos una justificación para tomar una postura, trazar un plan, algo que le permitiera asimilar lo que había sucedido desde que despuntara el día hasta ese momento y, a la vez, le preparara para lo que pudiera suceder.
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...Se sentó en un banco de piedra tapizado de tiempo denso, a cuya tupida e invisible trama se habían ido tejiendo un brocado de líquenes y musgos. Se quedó mirando al frente, contemplando la exuberancia de aquel atávico vergel, el jugueteo de los finos rayos de sol que conseguían traspasar efímeramente aquella bóveda dinámica burlando el celo del follaje, la fresca consistencia de la sombra conquistada por los victoriosos destellos de luz... y, más allá, se vio a sí mismo: el que creía ser, quien se había acostado la noche anterior; y aquél que, desde el alba, brotara del sueño ya otro: un ser caleidóscópico que poseía la facultad de la doble naturaleza, ya alternándose ya simultaneando su conciencia: hombre y mujer, mujer y hombre, diferentes e indistintos. ¿Cuándo aparecía en él esa esencia femenina, ésa que indefectiblemente se hacía acompañar con la apariencia de Jennifer Connelly? ¿Qué lo provocaba? ¿A qué se debía? A menos que desde el nacimiento nuestra vida no sea más que sueño (sueño de una conciencia que está más allá de nuestra consciencia, de la que no solemos tener constancia, en el mejor de los casos, es decir, en el caso de su probabilidad, más que como sospecha, presentimiento o revelación) y a Héctor le hubiera sido dado, por medio de una revelación (¿?), contemplar y vivir la realidad compleja de esa conciencia superior en la que se desvelase (se desnudase del disfraz, de la apariencia) la virtualidad de la vida, vivida inconscientemente como realidad siendo en verdad sueño, permitiéndole pasar de un plano a otro, de una dimensión a otra, allá adonde la conciencia ubicua e inmarcesible habita, con la facilidad y naturalidad con que uno traspasa el aire que lo envuelve, o, mejor, con la facilidad con la que uno suele desplazarse de un sueño a otro mientras duerme (o cree dormir), a menos que esto, por increíble que pueda parecer, fuera así, pocas alternativas le quedaban para hallar una explicación inteligible al fenómeno en que vivía inmerso durante las últimas horas. ¿La transformación (sí así podía llamarse) se producía de dentro hacia afuera, es decir: salía de él adecuándose a un estímulo externo? o, por el contrario ¿era el exterior quien provocaba y obraba el prodigio?. La experiencia en la ducha dejaba lugar a pocas dudas: la transmutación se producía espontáneamente, en su propia conciencia. Por alguna razón había emergido del sueño con Raquel fundida a su colada, aleada con su propia naturaleza. Quizá en el sueño estuviera la clave. Algo debía haber ocurrido durante esa fase de desconexión de la consciencia, en la que dicha desconexión no hubiera sido completa, regresando de ella contaminado de la sustancia --Jennifer Connelly-- del mundo de los sueños. Ahí debía estar la clave, sí. Pero, si así fuera y tal estado de cosas se seguía produciendo, si en él se alternaran las dos naturalezas como hasta ahora, con semejante incontrolable y contundente manera (valga decir: con tan verosímil doble realidad): ¿qué actitud adoptar?, ¿cómo enfrentarse a una vida siendo dos
...El hermafroditismo quedaba descartado. Pues el hermafrodita vive su doble condición como una lengua bífida: un mismo tronco, dos extremidades; no siente como mujer o como hombre, sino como una estéril e imperfecta mezcla de ambos. Además, la doble condición del hermafrodita no es excluyente en cuanto a tiempo y espacio, goza de su falsa doble naturaleza a la vez y en el mismo lugar; el ejemplo más ilustrativo lo da la representación griega del Hermafrodito (y que Bernini restaurara de una talla original helena con tan turbador éxito): un ser andrógino, sorprendentemente ambiguo, con curvas femeninas y complexión masculina, rasgos suaves y delicados y órganos sexuales exteriores masculinos e interiores femeninos (es decir: provisto de miembro viril y gónadas ováricas alojadas en el vientre). Este no era le caso. Este no era su caso. Él no participaba a la vez de ambas naturalezas, sino que éstas se trocaban en un abrir y cerrar de ojos (incluso ese particular era dudoso, no desdeñando la situación de naturaleza optativa e intermitente), o era Raquel, o era Héctor. O bien: se sentía Héctor y los demás lo veían Raquel, o viceversa; o, incluso, un híbrido de los dos: quien veía a Raquel, y quien veía a Héctor al mismo tiempo (caso del camarero del Salón Ideal, y del mirón y el vendedor ambulante), posibilidad ésta que le descabalaba todo razonamiento lógico, pues ya no dependería de él, sino que los demás serían protagonistas necesarios y determinantes en el fenómeno. Algo que, de ser así, se le antojaba de muy ardua resolución. Ahí sí que estaría perdido: pues no se trataría de una falla en su realidad, sino que él estaría sumido en una falla de la realidad objetiva, la de todos, sería la Realidad quien fallara. La solución, entonces, ya no estaría en su mano. Además, tampoco sabía a dónde le llevaría tal estado de cosas, porque ¿cómo vivir una realidad cambiante en la que uno no está seguro de qué personalidad ni identidad tiene? La relación entre las diversas entidades tendrían otra perspectiva, otras referencias, y, por tanto, otro marco de actuación en el que la firmeza y solidez de la realidad como la conocemos (la tierra firme en la que se basan y asientan nuestras creencias y convicciones) --ya sea sueño o virtualidad-- daría paso a un flotar inconstante y aleatorio. Algo de locos, y, desde luego, para una razón con nuevas coordenadas.
...Como si una flecha de luz acertara en el centro de sus razonamientos, una idea cayó en medio de todos ellos: ¿Les pasaría lo mismo a los demás? ¿O su caso era excepcional y único? Esto despejaría algunas dudas, descartaría algunas opciones, aclararía el panorama, en fin. Pero era demasiado descabellado, demasiado ambicioso planteárselo siquiera, cuando aún no podía llegar a ninguna conclusión acerca, tan solo, del simple caso que reducía el problema únicamente a él mismo. Ante la nueva disyuntiva quedó sobrepasado, deslumbrado ante la intensidad de lo que esta nueva idea podría acarrear. Sumido en un vértigo indescriptible tuvo la sensación de vagar mentalmente por terrenos ignotos; surcar, desde los estrechos límites de su cerebro, por espacios infinitos donde su conciencia se diluía hasta perderse en sus propios indefinidos límites, y aún más allá...
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...Sin saber cómo, se encontró con que el día tocaba a su fin. Los fuertes graznidos de las aves caras a Juno lo sacaron de su ensimismamiento. ¿Dónde se había metido el tiempo? No era media mañana cuando se sentó en aquel banco y ya se anunciaba el ocaso. Este nuevo y sorprendente hecho lo vino a arrancar de las profundas cavilaciones para inquirir a cerca de esta inopinada quiebra temporal. Lo más extraño de todo es que, aun ensimismado, no tuvo conciencia del paso de tal cantidad de tiempo, ni su cuerpo había requerido su atención para alimentarlo, ni para beber, ni tan siquiera para cambiar de posición: permanecía sentado, con las piernas cruzadas y el brazo derecho descansando sobre el respaldo del banco. Todo era muy raro. Aquel día, que parecía encaminarse con paso presuroso hacia su fin, definitivamente, era un día muy muy extraño. O eso, o... el tiempo había tenido --él también-- una falla en su transcurrir--. "Ya --pensó--, cualquier cosa podría ocurrir". Hizo ademán de levantarse, de hecho, se levantó, pero, tras andar cuatro pasos, mientras los pavos seguían graznando desde el enramado elegido para pasar la noche, sintió el deseo imperativo de volver a aquel banco, como si en él estuviesen las respuestas a todas esas preguntas que orbitaban en su cabeza. En un primer momento combatió con éxito ese inexplicable anhelo de volver adonde había pasado varias horas sin alcanzar a comprender cómo: deambuló por las sendas del parque, pero describiendo inconscientemente un círculo. Al cabo, delante de él, se encontraba otra vez aquel monumento al paso del tiempo que más parecía vehículo varado, engañosamente estático e inofensivo, que taimada máquina de trances místicos. Se sentó en él de nuevo. Ahora el panorama que a duras penas se podía observar era completamente distinto: las sombras comenzaban a poblarlo todo, las formas, los colores, los contrastes, se iban fundiendo en la uniforme oscuridad (la voracidad del negro donde todo acaba engullido). Pero no, la oscuridad no se hizo total... Aquellos destellos dorados que el sol pugnaba por colar a través del verde follaje durante el día, dieron paso a más suaves e irreales hilos de plata que una luna llena, allí arriba, cosía a la negrura que la vegetal cúpula silenciosa se esforzaba, sin conseguirlo plenamente, en procurar. De pronto, sobre su cabeza, todo era bóveda donde las estrellas reverberaban con el pálido reflejo del satélite en las hojas; y, ante él, la escasa profundidad del campo visual aparecía como un tapiz de sombras recamado de furtiva plata. Todo en la noche quieta se mostraba ébano y argentina filigrana. Pronto descubriría (Héctor o Raquel) que no sería lo único que durante esa noche se mostraría a su ojos. 
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(Continuará)
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GALERÍA

George Frederick Watts
(1817-1904)
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Alegorías y otras magias

Britomart
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The Saxon Sentinels
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A sea ghost
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The Dweller in the Innermost
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The Wounded Heron
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Progress
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Evolution
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Tasting the First Oyster
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The All-Pervading
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Time, Death and Judgement (1)
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Time, Death and Judgement (2)
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Time, Death and Judgement (3)
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Peace and Goodwill
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Chaos
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Chaos (1)
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Chaos (2)
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Chaos (3)
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Los Titanes
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After the Deluge
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Sower of Systems
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A Dedication
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Sun, Earth and they Daughter Moon
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Earth
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Dame Alice Elle Terry
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Terry
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Found drowned
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Mammon
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Fugue
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Charity
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The Hope
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