sábado, 7 de julio de 2012

El Guerrero de Uruk (3)




Palpita en el espíritu del hombre, en el alma del hombre y, ¿por qué no?, 
en el cuerpo del hombre, un ansia de eternidad irrenunciable;
es gracias a ella por la que ha sentido la necesidad de crear dioses,
entidades a su imagen y semejanza, portadores de lo más sublime,
redentores de su impotencia, lenitivos contra el vértigo del acabamiento,
sedantes ante el horror de una existencia limitada a la podredumbre de la materia.
Redimido así del pecado original que supuso poseer conciencia,
puede vivir, mal que bien, engañando toda evidencia con un hábil subterfugio.
Filosofía para legos. Héctor Amado

...Tercer vértice de este triángulo en que he querido contemplar y desarrollar una glosa poética a la Epopeya de Gilgamesh (los otros dos vértices, que delimitarían la base del triángulo, son los ya expuestos: Amistad y Amor), la Inmortalidad será protagonista de las próximas --y últimas-- dos entregas.
...Amor y muerte han ido siempre indisolublemente unidos. No se concibe el uno sin la otra: Ares y Venus condenados irremediablemente como amantes predestinados; un amor salvaje y posesivo, celoso de su posesión, y, por ello, henchido lascivamente de pasión arrebatadora, cuyo placer es capaz de quemar las entrañas de la tierra... y procurar la vida, pese a todo, por encima de todo, preservar la vida. El amor romántico es otra cosa, es más desgarradoramente tierno, más apasionadamente sereno; puede ir en pos de la eternidad, incluso a costa de la propia vida, pero como una especie de trasunto espiritual cargado de idealismo. Mas el Amor motor de la vida no, el Amor motor de la vida es violento, taimado, granuja y ladino; finge, con palpitantes y lúbricas verdades, para conseguir sus fértiles propósitos. Y estos propósitos no pocas veces implican causa belli, exigen la muerte (salmón, escorpión, mantis religiosa) del organismo maduro una vez cumplida su orgásmica misión: la reproducción, la perpetuación del impulso vital. Porque atrevámonos a decirlo: como animales que somos, los humanos estamos condicionados a sentir el impulso, la necesidad, de la reproducción, de la perpetuación de la especie; es algo que está incrustado en nuestros genes. Hasta qué punto esta información codificada en infinitesimales hélices de información bioquímica condiciona el pensamiento y la actuación del ser humano puede puede considerarse, lógicamente, discutible, pero de que es patente no cabe la menor duda.
...La conciencia individual con que la naturaleza ha dotado a la especie humana es la que provoca el equívoco: cada ser humano, individualmente, busca la perpetuación, no se resigna al acabamiento, necesita creer en la continuidad. Aunque no lo diga abiertamente, desea la inmortalidad, tiende a ella, porque se le hace insoportable la idea de acabar, de que toda esa conciencia no le sirve de nada, de que... el sistema tiene una falla: al tener consciencia, conocimiento, de la duración, y, además, al poseer la capacidad de valoración, de estimación y consideración de lo bello, de lo agradable, de lo deseable que es vivir (aun a pesar de esos momentos comprometidos en los que uno, con la boca pequeña, obnubilado por un mal pasajero, asegura desear morir), esta doble vertiente de su facultad consciente, decía, es lo que  aboca al ser humano a buscar una eternidad que materialmente --en apariencia-- se le hurta. Y la busca creándose justificaciones en forma de teorías, creencias, sistemas que lo religuen a lo inmortal (los dioses), es decir, religiones; o bien en posiciones paradójicamente trascendentales de un panteísmo rezumante de materialismo espiritualizado, consolador por tanto (uno se convierte en polvo que no es sino otra forma de vida, fértil abono, con lo que nada acaba, sino que sólo se transforma). De otra forma: la física más avanzada nos habla de multiversos, múltiples dimensiones, infinitos ordenamientos fractales,... hasta el Bosón de Higgs, todo, absolutamente todo, parece traernos el eco de lo inmortal fundido en, o adherido a, su posibilidad.
...En la Epopeya de Gilgamesh esta búsqueda supone la extensa parte final del poema, y en él se desarrolla toda una cosmogonía en forma de metáforas, alegorías e imágenes. Todo para, al final, volver al origen y justificar esta vida, la vida mortal y maravillosa que tenemos y que es la única que nuestra consciencia conoce con certeza. Otra cosa es que la conciencia (este conocimiento que a veces va más allá de lo comprobable: no sé si mero deseo, o certera especulación) barrunte otras realidades, otras soluciones alternativas a lo conocido. Más de lo mismo: buscar solución a la angustia que en nosotros provoca, no sin cierta lógica, la muerte.
...La Inmortalidad, su concepto, su significación, su posibilidad, el universo especulativo que en derredor crea, es así el vértice superior del triángulo vital del ser humano: sin él la humanidad no sería tal, sin él nada tendría sentido, ni el amor, ni la amistad, ni la más leve acción encaminada a obtener un resultado en nuestra vida. Pero la más terrible paradoja se produce aquí: nada sabemos acerca de nuestro destino, de si nuestra vida acaba con  la muerte o no hace sino abrirse a otras posibilidades, pero lo curioso es que tendemos a concebir esa eternidad, esa inmortalidad como sembrada en los instantes, por muy infinitesimales que sean: una simple chispa de goce estaría dando sentido --por el mero hecho de existir, de tener lugar-- a toda la vida, a toda una vida. ¿Es esto maximizar la realidad? ¿Tener una perspectiva demasiado optimista de lo que la vida supone? Quizá. De lo que estoy seguro, es de que a pesar de los pesares, de las miserias, del horror, del infierno en la tierra (sí, de las crisis, también), a pesar de todo ello, vivir es algo deseable en sí mismo. Que cada cual haga de este don algo excepcional, algo que haya merecido la pena es, yo creo, la verdadera misión del ser humano; algo por lo que merece la pena intentar, una y otra vez, levantarse cuando uno acaba derribado o desfallecido. Y si uno lo más que consigue es dejar erigido --o derrumbado-- un homenaje a la frustración, al menos algo es; algo que ha pugnado, que ha vibrado, que ha sido, y, siendo, no otra cosa le cabe sino que hablar de éxito por ser.
...Gilgamesh buscó la inmortalidad, en primera instancia, porque amaba a su amigo Enkidu y quería librarlo de la desaparición; en segunda instancia la buscó por sí mismo, como humano condenado a perecer que no se resigna a ello por conciencia de especie (cuánto más doloroso es el acabamiento para un ser heroico, bello, engalanado de nobleza, virtuosamente exitoso). Lo que encontró lo colmaría aún más que el hallazgo del secreto de esa inmortalidad.

-o-


El Guerrero de Uruk
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3 (1)
La Inmortalidad

Quiere el hombre pervivencia
y en este querer porfía:
crea dioses, Vida Eterna,
y a morir no se resigna.

El dios Anu, frunce el ceño:
ante él, airada, está su hija
solicitando castigo
para quien su honor mancilla.
Anu que, además de padre,
es juez que imparte justicia,
permitiendo el desahogo,
de seguido la replica:
“¿No darías tú motivos
para tal conducta indigna?
Conozco tu veleidad
cuando la pasión te excita,
y conozco a Gilgamesh,
dechado de bonhomía,
¿No será que él ha burlado
el cebo que le tendías
presintiendo el fin amargo
cuando tu pasión se extinga?,
¿No será tu orgullo herido
el que supure sevicia?
Padre mío, si no accedes
a recuperar mi estima,
resucitaré a los muertos
y formaré una milicia
de cadáveres vivientes,
endriagos de pesadilla,
que vuelvan irrespirable
el mundo que ahora respira.
Envía al Toro del Cielo,
que escarmiente la osadía
que Gilgamesh cometiera
burlando a la diosa ofrecida.-
La postura desafiante,
la mirada combativa,
determina que el dios-padre,
antes de acceder, la diga:

-¿Sabes que aquello que pides
supondrá años de sequía
para un pueblo que sin culpa,
agraviado, así castigas?
¿Has previsto sus reservas?
Provisto de agua y comida
sus aljibes y despensas
para paliar la injusticia?-

Tras la respuesta de Ishtar
-por supuesto afirmativa-,
el Toro del Cielo acude,
fiera bestia embravecida,
blandiendo con saña cuernos,
donde Gilgamesh habita:
su mugido quiebra el aire,
su bufido lo calcina,
segures son sus pezuñas
que, en sus crueles correrías,
deja campos devastados,
sembrando aridez y ruina.
Ya se ciñe Gilgamesh
su protectora loriga,
ya el animoso Enkidu
le ajusta la taleguilla.
Allá van los dos guerreros,
armados de valentía,
hacia la fiera que embiste,
quema, asola y aniquila.
-Vuelve pronto a tu chiquero,
infernal antro que humillas
con tu nefanda presencia
y tu condición inicua;
desiste de hacer más daño,
estragos y degollinas,
sino quieres ahora mismo
acabar aquí tus días-
Eso le dicen valientes,
ayunos de cobardía,
los fraternales amigos
amagando, al toro, cita.
Mas la fiera pavorosa,
escarbando, dice altiva
(los cuernos hendiendo el cielo,
la cola azotando el clima):

-“A por vosotros yo vengo
contra vosotros me envían,
vuestros días aquí acaban,
vuestra vida aquí termina”-
Y, embistiendo poderoso,
su intención satisfaría
si los guerreros no hubieren
esquivado la embestida.
Portento de agilidad,
en requiebro, Enkidu, atina
a encaramarse a los lomos
del cornúpeta, al que obliga
-sujetando por los cuernos
con una fuerza inaudita-
a humillar su gran testuz,
y Gilgamesh lo apuntilla.
(quizás sea el primer caso
de la Historia en que la lidia
hiciera su aparición...
¡con anuencia colectiva!).
Ante el enojo de Ishtar,
que sañuda los denigra,
Enkidu contra su cara
un anca del toro tira.
La diosa, ahogada en rabia,
a los dioses ya concita,
les arenga, les soflama,
y al castigo les conmina.
Los dioses en asamblea
deciden que haya una víctima:
Enkidu habrá de morir
proclama sentencia empírea.


Agitado duerme Enkidu
por un sueño que le agita:
sueña que viaja por río
de aguas turbias, renegridas,
donde flotan calaveras
y pululan inmundicias,
hasta un mar que es sumidero
de apariencia terrorífica;
allí, flotador de espanto,
en el centro, hay una isla
donde braman los ya muertos
su destino y su desdicha
alzando brazos a un foco
cuya luz cae desde arriba,
y por la que alguno sube
y, al poco, se precipita;
después, Enkidu, percibe
una presencia vecina:
en el viaje no está solo,
pues... Shamhat, la nave guía.
Al fin despierta el guerrero
con sensación que no ubica,
¿es acaso ello temor,
o es solo su alma intranquila?
Al amigo lo comenta;
el hermano, tranquiliza:
“habrá sido consecuencia
de la lucha mantenida.”

Pero Enkidu, poco a poco,
siente que escapa su vida
navegando en una barca,
que Shamhat pilota y guía,
por un río de aguas turbias
y corriente ennegrecida,
hacia un mar que es sumidero
de las vidas consumidas.
Enkidu lo entiende todo,
y blasfema y despotrica,
se arrepiente de su amor,
de su gozo y de su dicha,
y, maldiciendo a Shamhat,
a la que culpabiliza
de haberle hecho renunciar
al ser que inmortal vivía,
reniega de ser humano
sujeto a una vida efímera,
se arranca ropas y joyas
y, desnudo, huye y se aisla.
Pero Shamash de él se apiada
y su actitud recrimina,
envidiándole la suerte
de vida tan bien vivida:
las dulzuras del amor,
los besos y las caricias;
el valor de la amistad,
que en Gilgamesh fructifica.
Así, el dios lo va aplacando,
y Enkidu recapacita:
bien mirado, tuvo suerte
al gozar la mejor vida:
al conocer a Shamhat,
vestal que por él suspira,
sin par ramera sagrada
que el cariño no escatima;
y hermanarse al Sumo Rey,
gozar de su compañía
disfrutando junto a él
de hazañas nobles y dignas.
¿Qué más se puede pedir
a una vida distinguida?
¿Acaso todo es vivir
sin importar qué se viva?
Sí, gracias debe de dar
a existencia tan sucinta
que, si precaria y mortal,
sempiterna por lo eximia.

De vuelta ya con los suyos
en el lecho se derriba:
presagia el parto cercano
de una muerte presentida.
Gilgamesh no lo consiente;
a los dioses clama y grita,
¿Por qué Enkidu ha de pagar
las acciones compartidas?
¿Por qué él no ha de compartir
la cruel sentencia divina?
Y los dioses le contestan:
Enki y Sahamash dictaminan
que el más noble de los hombres
no ha de morir todavía,
que al más justo y sabio rey
no ha de hacérsele injusticia,
pues quien a su pueblo sirve
en su servir no hay insidia,
aunque vaya contra dioses
o sus criaturas divinas.

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