miércoles, 6 de octubre de 2010

El Diamante de Mosul. I





Dedicado A la Rosa de los Vientos


¿A dónde vas Gilgamesh?
La vida que tú buscas
nunca la encontrarás.
(Poema de Gilgamesh
Tablilla X, columna 1)

Preámbulo

Esta narración, que se inicia aquí en su primer capítulo, es un antes -una precuela, como cinematográficamente se ha dado en llamar a lo que explica, retrotrayéndose en el tiempo, hechos acaecidos en una determinada película- y un después -es decir, una secuela, por utilizar el mismo argot fílmico, en que se continúa una historia ya narrada- del relato vertido con anterioridad en este blog, titulado: La Rosa de Ispahan (hacer click sobre el nombre para ir).
Con ella pretendo ampliar y, a un tiempo, enmarcar, un corpus fantástico que surgió en mí hace años y que hasta ahora no había acabado de fraguar. Como se suele decir: "más vale tarde que nunca"; y aquí está, con toda su carga simbólica, que la tiene, e histórica, que también posee. Las concesiones a la ficción inherentes a todo relato fantástico no tergiversan los datos históricos, solo se solapan a ellos, se añaden o se enhebran al hilo de su trama, a la que me ciño todo lo posible.
Así pues, realidad y ficción se mezclarán coloidalmente, de modo que será relativamente fácil separar lo espúreo de lo auténtico, mas... ¿Realmente lo auténtico es tal? ¿No es a veces lo fantástico más real que la vida misma? Apelen a sus corazones, a su anhelos, a sus intuiciones, y después contesten a estas preguntas; quizás se lleven una sorpresa.



1
Percival Hopkins


Poco imaginaba el soñador y sensible de Percival Hopkins, cuando al fin se decidió a estudiar Historia del Arte abandonando así su vida de diletante acomodado, que al acabar la carrera, y como consecuencia de la realización de su primer cometido en un trabajo de campo, iba a vivir una experiencia que lo marcaría para el resto de su vida.

Era, Percy -como se le conocía habitualmente en el ambiente familiar-, un muchacho con buena salud pero de carácter delicado; su estatura equidistaba entre la de un gigante y la de un enano, y el cuerpo, sin ser olímpico, sí era atlético, aunque sin aparentarlo; lucía piel algo más morena de lo normal para alguien de Manchester (se decía que en su linaje había alguna que otra "oscuridad" resultado de emparejamientos nada claros); el cabello, moreno, levemente ensortijado, lo solía llevar algo largo e invariablemente peinado hacia atrás; sus ojos oscuros -a veces marrones, otras verdinegros, según el color del día-, eran grandes y estaban ligeramente hundidos en sus cuencas, lo que le daba un aire reflexivo, casi místico; la nariz recta y bien formada, resultaba algo grande en comparación con el tamaño de su cara; la boca, de labios finos, sin ser voluptuosa, no dejaba de ser sensual; por fin, un pequeño mentón ovalado sugería una apariencia engañosa de fragilidad que desaparecía cuando hablaba, pues era su voz potente, de esas denominadas masculinas, de tenor bajo. Algo cargado de espaldas, sus movimientos podían ser lentos y parsimoniosos pero también sabía moverse rápido cuando era necesario.

En resumidas cuentas, Percy era un hombre que en cierta medida no concordaba con su apariencia: una extraña mezcla de delicadeza y firmeza, de fragilidad y de fortaleza, de timidez y determinación. Indefectiblemente, la primera impresión que causaba su presencia era, también, contradictoria: una combinación de turbación y confianza, lo que le proporcionaba no poca ventaja en las relaciones sociales, sobre todo con las mujeres: cuestión de tempo.
Educado como un gentleman, la holgada situación familiar de prósperos comerciantes dedicados a la importación de productos de ultramar, especialmente del Oriente Medio y la India, le permitió consagrarse a una existencia contemplativa, con especial dedicación a las musas y a sentir pasar la vida a su través -como le gustaba decir mientras perdía la mirada en el horizonte-, antes de decidirse por qué rama de los estudios universitarios se inclinaría. Al final, su fina sensibilidad por la Belleza en cualquiera de sus manifestaciones y su afición al arte, determinaría su elección.

Definitivamente, el bueno y laborioso Sir Reginald Hopkins Pierce, heredero de un pequeño imperio comercial fraguado durante tres generaciones de pertenencia al Consejo General de la Compañía Británica de la Indias Orientales, no vería al tercero de sus hijos encomendado a conservar y aumentar el patrimonio familiar. No le costó mucho resignarse pues él mismo era un gran aficionado al arte y, por tanto, como todo buen inglés, un coleccionista nato; en su caso, de pequeñas esculturas, tallas, o cualquier manufactura, incluidas las joyas, que no supusieran la ocupación de un gran espacio, no fueran excesivamente caras, y tuvieran, por supuesto, una plusvalía asegurada.



2
De viaje


Nadie se explicó su decisión de responder a un aviso colgado en el tablón de anuncios de la universidad reclamando voluntarios en prácticas para realizar tareas de apoyo en unas excavaciones en la zona Norte del Creciente Fértil (denominada así la zona en forma de medialuna comprendida entre Egipto, el Levante Mediterráneo y Mesopotamia, tenida como el lugar donde dio comienzo la civilización occidental), y más exactamente en el curso alto del río Tigris, lo que en otro tiempo fuera parte del Imperio Asirio y que ahora se enclavaba en Iraq, bajo la tutela del Imperio Otomano.
Allí se encontraba, realizando una segunda serie de excavaciones, el intrépido Sir Austen Henry Layard, tras las primeras, llevadas a cabo dos años antes, en que descubrió el emplazamiento de la legendaria Nínive, sacando a la luz el gran palacio del rey Senaquerib -quien llevaría aquella bíblica ciudad, la más importante del mundo entonces conocido y última capital del Imperio, a su máximo esplendor.
Aquel palacio con sus más de cuatro mil metros cuadrados construidos y sus más de setenta habitaciones atraía poderosamente la atención del joven Percy, que se veía a sí mismo descubriendo uno tras otro el inmenso caudal de artísticos tesoros que se suponía debían estar ocultos en aquellas ruinas milenarias.

Partió de Plymouth una fría y desapacible mañana de Abril en una goleta fletada por la Royal Geographical Society, organizadora y patrocinadora de la empresa, llegando al cabo de un mes al puerto de la Trípoli libanesa. Después, en caravana expedicionaria, alcanzaría la ciudad de Mosul en una semana.
Para entonces, Percival, ya había demostrado que su aparente fragilidad era solo eso: aparente; pues soportó las incomodidades del largo viaje con una entereza que, viéndole, no se habría supuesto. Lo que ya hubiera sido imposible saber era que, en realidad, él había disfrutado con esta pequeña aventura, primero en barco y posteriormente en camello; pero así fue, Percy disfrutó en secreto de aquel viaje como si se tratase de uno más de los muchos que con su imaginación realizara en los jardines y praderas de su residencia familiar, allá en Sweethood Hill, con la particularidad de que la intensidad de sus emociones fueron mucho mayores durante este periplo que lo acercó a su próximo destino.


Tras una calurosa jornada a través del desierto, una vez dejado atrás -cuando aún no había amanecido- el fresco vergel de las riberas del Eúfrates donde pernoctaron antes de iniciar su última etapa, apareció la populosa silueta de una gran ciudad cercada de ocres y altas murallas. Era, Mosul, en aquel entonces, mediado el siglo XIX, una urbe bulliciosa y la segunda en importancia de Iraq; la primera, qué duda cabe, seguía siendo la evocadora Bagdad.

La comitiva penetró por la Puerta Oeste y enseguida se vio rodeada por una chiquillería vociferante e interrogada por la mirada curiosa de los adultos que detenían su quehacer para ver pasar a los viajeros.

Cruzando el extendido núcleo urbano de oeste a nordeste por una ancha avenida llegaron a la ribera occidental del Tigris, donde se hallaba, en una zona residencial de frondosos jardines, la colonia de súbditos ingleses repartida en varios edificios de corte victoriano. Allí se ubicaba el Consulado Británico, el Departamento de Comercio, y otras dependencias menores, y, por supuesto, la sede de la Royal Geographical Society. Al acercarse a ésta percibieron una agitación que presagiaba algún acontecimiento inesperado, algo así como un toque a rebato; gentes, caballerías y carromatos se trasladaban de un lado a otro con premura pero con un cierto orden. Saldrían de dudas inmediatamente pues antes de darles oportunidad de bajar de sus monturas y descansar del largo e incómodo viaje, un soldado a caballo, sudoroso y cubierto de polvo, preguntó por Sir Percival Hopkins. Una vez ante él le dijo que debía acompañarle inmediatamente al lugar de las excavaciones, donde el director de las mismas, Sir Austen Henry Layard, le esperaba.

Con una mezcla de contrariedad -por no poder descansar- y expectación -por lo que parecía un hallazgo de sumo interés-, Percy se apresuró detrás del mensajero, quien le serviría a la vez de guía.
Saliendo por la Gran Puerta del Norte llegaron a las orillas del Tigris. Percival, no pudiendo resistir a la tentación de sumergirse en este río que aún no siendo nunca el mismo sí era el que enmarcó -junto al Eúfrates- la posible ubicación de un Paraíso que fue cuna de civilizaciones, indicó a su acompañante que tomaría un rápido baño antes de proseguir.
El deshielo, ya muy avanzado en esta época del año, provocaba que el impetuoso caudal de su cuenca alta proveyese de abundante material de arrastre a la corriente, lo que hacía que su color fuese más el de las arenas del desierto que el de un límpido espejo. Pero eso no arredró al joven que no dudó en zambullirse en las frías y turbias aguas con la satisfacción del que ve cumplido un rito largamente ansiado. Tras esta breve concesión a la liturgia imaginativa alimentada por una irredenta mitomanía prosiguieron su camino.
Salvaron el ancho cauce de aguas cenagosas por el Puente de Nineveh y llegaron a un área en que se levantaban tres montículos a modo de suaves colinas; de las tres se elevaban columnas de polvo, lo que delataba que allí se estaba removiendo la tierra: eran las excavaciones que pretendían devolver a la luz la gloria perdida de Nínive.




3
En Nínive. El sueño. La Biblioteca de Ashurbanipal


Ante sí un hombre alto y robusto, aún joven, de acara aniñada -pese al frondoso bigote que casi ocultaba una boca de labios carnosos-, y ojos redondos y muy expresivos. Percival le tendió la mano y Sir Austen, haciendo caso omiso del formal y cortés gesto, le dio un efusivo abrazo que le desconcertó.

-¡Al fin un colega entre tanto ignorante! ¡Bienvenido sea, hijo! Ha llegado en el mejor momento. Creo que acabo de hacer el descubrimiento de mi vida, el hecho que justifica toda una existencia. Creo..., no, estoy seguro, que acabo de toparme con la extraordinaria biblioteca de Ashurbanipal III, el legendario, caricaturizado y mitológico Sardanápalo del historiador romano Justino. La primera biblioteca sistemática y ordenada del mundo antiguo de la que se da cuenta en la que fuera la más importante y famosa de todas, la de Alejandría, en pergaminos escritos por los seleúcidas trescientos años después.
Sólo por esto mereceré ser recordado en los libros de historia.

Percy, anonadado por la intensa afabilidad de aquel hombre emocionado hasta las lágrimas, no sabía qué decir, cómo corresponder... y respondió estornudando. Un escalofrío recorrió su cuerpo y después un intenso calor le subió a la cabeza, comenzó a temblar convulsivamente y ante los ojos atónitos de Sir Austen se derrumbó a sus pies. El baño en las frías aguas del Tigris se estaba cobrando su factura.


Permaneció durante dos días semiinconsciente, delirando y sudando a mares. Al cabo de los cuales y previa administración continua de quinina, le bajó la fiebre y comenzó a recobrar la lucidez. Ya casi restablecido reparó en que cuando dormitaba un extraño sueño volvía a él una y otra vez. Era una sucesión de imágenes en las que un rey asirio, en posición sedente (¿Quizás Ashurbanipal, Senaquerib? En todo caso un gran rey), sostenía con una mano una tablilla mientras con la otra señalaba una imagen flotando en el espacio que semejaba la de la diosa Ishtar, la Reina del Cielo y Señora de la Tierra, con sus alas de lechuza y sus garras de león, quien, sonriéndole, le ofrecía un objeto indeterminado, pues fuera lo que fuese se hallaba revestido todo de luz, apareciendo, así, como una irradiación luminosa que cuando intentaba, él, cogerlo comenzaba a brillar y brillar hasta que su brillo lo llenaba todo, alcanzando tal intensidad que terminaba por despertarle.

Este sueño sería determinante para lo que ocurriría poco después.



Comenzó su labor de campo una semana después de su llegada; de aquel día en que las fiebres hicieron presa en él, el día en que conoció al que sería su primer mentor.
Se le asignó una zona que correspondía a la recién descubierta Biblioteca de Ashurbanipal. Estaba encargado de despejar, excavar, extraer y catalogar los objetos que encontrara en un área rectangular de, aproximadamente, cien metros cuadrados señalada con estacas de madera unidas entre sí por cuerda de cáñamo de la que pendían cintas de colores cada dos metros; en cada lado del paralelogramo las cintas tenían un color diferente asignado a cada uno de los puntos cardinales para, así, determinar con exactitud la localización de cada hallazgo.

La biblioteca ocupaba un área inmensa, y se logró catalogar más de 20.000 tablillas una vez puesta totalmente al descubierto.
Con la ayuda de la inscripción de la roca de Behistún, hallada poco antes por Henry Rawlinson, especie de diccionario en escritura cuneiforme, a modo de Piedra Rosetta, se inició la traducción de aquella ingente base de datos.
En las tablillas había de todo: gramática, diccionarios, tratados de matemáticas y astronomía, historia, arte, literatura, listas oficiales de ciudades, tratados de buenas costumbres, gastronomía, teodiceas y otros asuntos religiosos, métodos de riego y cultivos, tecnología de los metales, catálogos de piedras preciosas, incluso tratados de magia.
Todo el saber del mundo antiguo hasta la época en que la ciudad fuera arrasada por la coalición de medos, escitas y babilonios al mando de Nabopolasar y Ciaxares, en el año 612 a.C, lo que a la postre significó el fin del imperio asirio, estaba allí.


En lo que respecta al trabajo llevado a cabo por Percy hay que señalar que le tocó una de las mejores partes, pues fue quien halló las tablillas correspondientes a la Epopeya de Gilgamesh, la que sería considerada, a partir de entonces, como la narración más antigua de la historia.
La narración estaba consignada en trece tablillas, aunque son solo doce las canónicas, pues la decimotercera es considerada apócrifa. Pero es esta decimotercera tablilla la que llamó la atención del joven arqueólogo, ya que en ella se decían cosas que le resultaban vagamente familiares, algo que tenía que ver con un don de la diosa Ishtar a Gilgamesh, cuando este partió, en un viaje con connotaciones odiséicas, en busca de un remedio que volviera inmortales a los hombres y salvar, así, la vida de su amigo Enkidu.
No estaba claro qué era ese don: si un objeto material o una invocación -el poder de la palabra-; pues la inscripción solo decía: "La Reina del Cielo -Ishtar-, apiadándose del héroe, hizo donación a Gilgamesh del poder de la luz que revela y desvela". Nada más. Ningún otro detalle, ninguna otra pista. Pero le era suficiente. En su mente comenzó a forjarse una idea: ¿y si esta alusión a un don de luminoso poder tuviera algo que ver con ese sueño que le asaltó estando convaleciente y que volvía a él, una y otra vez, con insistencia?
Estaba decidido a resolver el enigma. A ello se dedicaría con ahínco a partir de entonces. Una especie de febril búsqueda comenzaba y ya no la abandonaría hasta desentrañar aquel misterio.

Fin del capítulo I

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Puso Música
N A Rimski-Korsakov
Sherezade

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